Pedro Conde Sturla
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Los padres ahora te reciben con esa fría cortesía que ha suplantado la confianza, el cariño casi familiar de otra época. Aceptan con la misma frialdad las sentidas condolencias, el pésame por la muerte de su hija y tú te alejas, te alejas simplemente de la fila que desfila para expresar con pálidas palabras, con efusión de abrazos un dolor que no sienten como tú, que nadie puede sentir como los padres. Esos padres que ahora no te quieren a su lado. Tú lo sabes, sabes que no te quieren a su lado y te pierdes entre la numerosa concurrencia, saludas a un conocido, no son muchos, aparte de la familia no son muchos y al hermano de Alicia, tu amigo de otro tiempo, no lo encuentras. No está en ese momento. ¿Por qué te fuiste sin avisar?, te hubiera preguntado. Nadie sabe cómo contrajo esa enfermedad.
Al fondo del salón, entre el incesante movimiento de la gente, los murmullos y las manifestaciones de pesar, alcanzas a ver el ataúd, los despojos de Alicia, te acercas y la miras, el rostro demacrado, te la quedas mirando fijamente, hipnotizado por la extraña fascinación de la muerte y empiezas poco a poco a recobrar el sentido de la realidad, o de la irrealidad pasada que confundes con la realidad presente, y la sigues mirando fijamente sin poder apartar los ojos de esa imagen, la imagen que ahora se funde en la pantalla de tus ojos, como en una vieja película, la imagen que da paso a otra Alicia, plena de mocedad, el rostro angelical de Alicia que miraba hacia el parque desde aquella terraza de la casa del segundo piso donde siempre te recibía con un beso.
Ahora lo recuerdas claramente, subes a la casa rodeada por esa gran terraza con vista al parque y los padres te reciben como a un hijo y el hermano te recibe como a un hermano y Alicia con un beso en el cachete. Eran novios o algo así, creían los padres, pero nunca pasaron de un beso en el cachete y un apretón de manos. Novios de mentirillas, de mucho hablar de cine y literatura. Sólo los padres y el hermano pensaban que aquella relación superficial tenía raíces más profundas y tuviste que pagar por ese equívoco cuando te fuiste sin avisar, sin despedirte de nadie, sin dar noticias de tu paradero durante años. Una ausencia injustificable, sin duda, que te rebajó para siempre en el afecto familiar.
Plena de mocedad, el rostro angelical, así era Alicia. No la marchita cera de un rostro demacrado por meses de sufrimiento que ahora miras, que no puedes dejar de mirar fijamente, todavía hipnotizado por la fascinación de la muerte, de una muerte que te toca tan de cerca en ese ambiente funerario tan parecido a un jolgorio, y piensas contra tu voluntad en cosas en que no quieres pensar, en cosas que no quieres recordar y recuerdas.
A veces Alicia no estaba cuando llegabas y te ponías a esperarla en la terraza, charlando con el hermano o leyendo un libro. Alicia solía salir frecuentemente a caminar, salía a trotar y regresaba al poco rato, ardiendo como una tea, a veces tiznado el rostro, rejuvenecida como en una fuente de la juventud: subía de dos en dos los escalones y te plantaba un beso en la mejilla y se iba a bañar.
Tú la idealizabas, tú la venerabas, tú pensabas en ella como algo inalcanzable, excepcional, un sueño irrealizable, algo intocable. Alicia era una criatura espiritual que vivía al margen de todas las cosas mundanas.
La última vez que fuiste a visitarla ella no estaba en la terraza. Alicia ya no estaba. Había salido a caminar, a trotar como de costumbre y tú bajaste, bajaste a comprar cigarrillos en el colmado de abajo, junto al taller de mecánica. La puerta entreabierta al fondo.
De repente empezaste bruscamente a sentir que la sangre se helaba en tus venas, te convertías en hielo, en estatua de hielo.
No podías creer lo que creíste cuando ibas a comprar cigarrillos y pasaste frente al taller de mecánica con la puerta entreabierta al fondo. Era la voz de Alicia, apenas perceptible para ti, apenas reconocible en medio del barullo, a través de una puerta entreabierta, inequívocamente la voz de Alicia en la parte trasera del taller de mecánica, aullidos de placer de una gata en calor, aullidos de placer de Alicia.
Te asomaste con discreción a la puerta entreabierta. Alicia casi desnuda, Alicia al revés y al derecho en manos de dos mecánicos tiznados y desnudos, Alicia como una gata loca gozando en cuatro patas con los mecánicos, Alicia pidiendo más, Alicia insaciablemente pidiendo más y los mecánicos complaciéndola hasta el cansancio. Alicia sobre una mesa gozando como una loca, dando gritos de loca complacida, ofreciéndose a mecánicos que la gozaban como un pedazo de carne, ofreciéndose como pura piltrafa gozosa a gente que la trataba como piltrafa.
Tú atontado, sin resuello, el semblante descolorido, sin poder creer lo que habías visto y oído, con el peso infamante de un dolor y una confusión sin límites. Tú subiendo las escaleras mecánicamente paso a paso y esperándola mientras te fumabas un cigarrillo. Al poco rato Alicia subiendo por la escalera de dos en dos los escalones, alegre como una pascua, tiznado el rostro, rejuvenecida como en una fuente de la juventud, plantándote como siempre un beso en la mejilla antes de irse a bañar.
01/04/2011
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