Seguidores

22/2/21

PALACIO DEL ESQUIZO

Pedro Conde Sturla


Índice: 

Sombras nada más 

Más café, por favor, infinitamente café 

Barracuda

Caquito

En el palacio

Fábula del fabulador 

Crónicas tardías desde el Palacio de la  esquizofenia



SOMBRAS NADA MÁS 


Son como sombras sonámbulas que sueñan porque los sueños sueñan, colmena o avispero, muestrario de varia humanidad, columnas de seres y contornos imprecisos que entran y salen, ocupan las mesas, a veces todas las mesas de la Cafetería restaurante El Conde. El alucinante Palacio de la esquizofrenia en todo su esplendor. Allí concurren a granel, meditan o vegetan, discurren y se escurren el profesor emérito que dicta charlas magistrales y el alumno que aprende, el prócer y el apátrida, gobiernistas y oposicionistas igualmente fogosos, el filántropo y el misántropo, el aristócrata y el plebeyo, el abogado de oficio y el abogado sin oficio, el postor y el impostor, el filósofo, el historiador, el diplomático, el diputado, el doctor, el asistente del procurador, el revolucionario de profesión, el escritor, el trovador Rodríguez (un ingenio sin par), el cundango y la cundanga, el periodista, el publicista y su consorte, el cronista, el pintor –los infinitos 

pintores–, el escultor, el conocido caricaturista de humor negro y risa alegre con boca de chivo, el actor, el cineasta, el lambón, limpiasaco o tumbapolvo, como se dice entre nosotros, el advenedizo que quiere beber y fumar a cuenta ajena, el fisgón, el turista, el buscón y la buscona que se la buscan con los turistas, algún poeta maldito rumiando su desagravio y un montón increíble de malditos poetas, el crítico de arte de mala sangre, el crítico literario de mala leche, el crítico de cine de mala sombra, el policía que es un secreto a voces y un grupito de alcohólicos más o menos anónimos. El bardo insumiso ocupa ahora su lugar en una de las mesas del centro, acompañado de varios amigos. Como es un poco histriónico necesita el concurso del público y se lo gana fácilmente, hablando en voz muy alta y gesticulando ampliamente. En el hablar y en su persona destacan el lenguaje hiperbólico, la sonrisa desguarnecida (el vacío dental entre los caninos), la poesía a flor de piel, la oscuridad profunda de la piel, el pelo organizado en trencitas al estilo rastafari, que era el estilo húsar, y la simpatía a borbotones, definitivamente contagiosa. En este momento llega el patriarca Villegas y va a sentarse con su amigo el cronista. El patriarca Villegas viene, según dice, de un entierro y está feliz, acaba de enterrar su órgano favorito. Saluda al bardo hiperbólico, saluda a todos los que quedan a su alcance, saluda como quien dice a la muchedumbre que le devuelve el saludo, pide un café y le ofrece al cronista una cerveza. Todos saben que el cronista tiene talento para la bebida, pero esta noche no toma, se toma la noche libre y sólo toma notas para escribir su obra maestra, como dicen las malas lenguas, o quizás simplemente para fastidiar con sus comentarios en la prensa a los megalómanos del patio y a tarados que reciben premios literarios a fuerza de compadreo.Desde la mesa contigua, los integrantes de un círculo de poetas lo ojean con ojeriza, un poco de reojo y de relajo, chismorrean alegremente, discretamente, clandestinamente en voz baja para no herir susceptibilidades alcohólicas. Ninguno de ellos, casi ningún poeta, sin embargo, es abstemio. Aunque desprecien o finjan despreciar la bebida se embriagan de vanidad, viven la más infinita borrachera: El ego fermentado a tiempo completo. 

El crítico de mala sombra, embozado en su ego, entra como de costumbre sin mirar ni saludar a nadie y se instala en un rincón al fondo, echa un vistazo desencantado, un muy mirar torcido en derredor y llama a un mozo que no se da por aludido. Ninguno de los mozos le pone atención, con excepción de Abreu, que es gentil, educado, y modera todas sus impertinencias, pero Abreu está ocupado ahora y el crítico de mala sombra tendrá que esperar. Ha hecho de la vida un ejercicio de altanería y del insulto una costumbre. Sus rabietas consuetudinarias y el mal trato que dispensa a los que considera por debajo de su nivel social le granjean pocas simpatías y consecuencias insospechadas. Los mozos, en todas partes 

del mundo se vengan de los clientes fastidiosos haciendo caso omiso de sus reclamos en el mejor de los casos, y otras veces escupiendo en la comida y en la bebida, por no hablar de cosas peores.Los del círculo de poetas leen poemas e intercambian elogios, intercambian a veces tibias frases risueñas, palabras tipográficamente cordiales, juicios piadosos. Cada poema es mejor que el otro, a cada maravilla sucede otra maravilla. Reina la armonía, el mutuo bombo. De repente, en el momento más impensado, estalla un rugido de indignación, casi un escándalo, una conmoción. La lectura del último poema no concitó elogios que colmaran la vanidad del autor que ahora sufre un ataque de egolatría y se queja amargamente de incomprensión, de lo que considera una ofensa, una desconsideración, pura falta de sensibilidad, incluso capacidad intelectual para apreciar su obra. Alguien propone, salomónicamente, que vuelva a leer el poema, argumentando que quizás por lo novedoso del tema y la audacia de la forma no fue captada su esencia, su densidad metafísica, pero el autor se opone momentáneamente, dándose por ofendido. A ruegos, pidiendo excusas, sus contertulios lo ablandan, lo convencen al poco rato y el autor, un poco a regañadientes, vuelve a leer. Ahora todos los juicios vuelven a ser como la vida en rosa, oro molido, y la cordura reina de nuevo entre los vates.

El bardo insumiso los escucha con mal disimulado interés, sonriendo para sus adentros. Hombre de juicios lúcidos y claros, el bardo tiene ideas originales sobre literatura y arte y no comulga con mitos ni mitómanos, y mucho menos con ejemplares, con representantes tan típicos de “la raza irritable de los poetas”, como la definiera Horacio en sus Epístolas. Los versos que llegan a sus oídos le recuerdan los dólares provenientes del narcotráfico. Igual que los banqueros lavan dólares para que puedan circular decentemente, parecería que los poetas están lavando versos –piensa el bardo–, para hacerlos pasar por poesía. Al término de la lectura de otra obra maestra, aplaude cínicamente y cuando los poetas reparan en la atención que les dispensa, en el rostro del bardo se dibuja un gesto condescendiente que parece de aprobación y es pura sorna. Pero los poetas, los vates que estuvieron a punto de golpearse con bates, no entienden esas sutilezas y continúan atentos a su única preocupación, que es engordar el ego. El patriarca Villegas y el cronista, a cuya mesa se han integrado ya varios personajes del dominio público, incluyendo al trovador Rodríguez, no conceden mayor importancia a los berrinches y exaltaciones de los decidores de versos, y la conversación gira en torno al tema del tiempo y la nostalgia, la evocación de figuras queridísimas idas a tiento y a destiempo. En otra época Gómez Doorly frecuentaba diariamente el Palacio de la Esquizofrenia con la puntualidad de un reloj suizo. Podía uno verlo allí, encerrado metafóricamente en la mesa que le servía de despacho, leyendo y subrayando periódicos durante horas. Pudimos verlo, sí, hasta el que fue el último día de su existencia. A Gómez Doorly lo esperaba, en una de esas curvas del destino, la tragedia más insospechada. Murió de mala muerte, cosido a puñaladas,  en su hogar, a manos de un demente que era su hijo. Frank Beras, otro de los frecuentadores asiduos, venía en aquellos tiempos disfrazado de ciego, actuando como cieguito. De una escoba decrépita se ingenió un bastón, o más bien un cayado con el que mantenía a raya a los numerosos perros que lo asediaban en su vecindario. Con el cayado en la mano derecha, un sombrero calado y lentes oscuros representaba a la perfección el papel de invidente. El policía de tráfico lo ayudaba a cruzar las avenidas atestadas de vehículos, le cedían el asiento en las guaguas de transporte público, le cedían el turno cuando formaba fila en un banco y en general la gente le dispensaba un trato generoso. En ocasiones, sólo por divertirse, recababa limosna en dólares presentando el sombrero al paso de los turistas.Nada mas llegar al Palacio de la Esquizofrenia, que es una especie de corte de los milagros, como un barrio famoso del París de Francia de Víctor Hugo, recuperaba la visión, ocupaba una silla en una mesa cualquiera, entablaba conversación y compartía con sus numerosos amigos, pero siempre en un plan muy serio y reservado y con un dejo incurable de tristeza.

Al cieguito Beras le esperaba también un final trágico y lamentablemente previsible. Víctima de una depresión, tocó fondo un mal día en que la amargura de vivir se le hizo insoportable. En un gesto de aborrecimiento a sí mismo se martirizó el rostro con una navaja antes de degollarse. 

El publicista y su consorte, Macho y Marta, eran igualmente asiduos. Venían casi a diario y ocasionalmente más de una vez. Con ellos cualquier tertulia adquiría dimensiones surrealistas. Macho era una persona de ideas originalmente descabelladas, aunque brillantes a veces. Sus personajes favoritos eran Balaguer y Caamaño y nunca fue posible entender cómo conciliaba su admiración por el asesino de masas y el héroe asesinado. Al publicista y su consorte les aguardaba un destino metafísico, el misterio de la dimensión desconocida. Su infausta desaparición nos dejó a todos sumidos en la incertidumbre. 

A esta hora, en otro tiempo cercano, el profesor emérito ya estaría sentado al frente de la mesa presidencial y a su alrededor estarían congregándose los integrantes de la más gloriosa peña de la Ciudad Colonial. Pero el profesor emérito, Francisco Alberto Henríquez Vásquez, el célebre don Chito, cuerpo y alma de la gloriosa peña, se ausentó para siempre durante el fluir de estas páginas, y la peña está huérfana como sus descendientes, huérfana, sí, la calle El Conde que lo vio recorrer miles de veces el dichoso trayecto desde su residencia hasta el flamante Palacio de la Esquizofrenia.




01/01/2008

MÁS CAFÉ, POR FAVOR, INFINITAMENTE CAFÉ



En su despacho del Palacio de la Esquizofrenia -Cafetería Restaurante El Conde por más señas- Gómez Doorly lee y subraya periódicos. Pide un café, otro café. Vuelve a leer y subrayar periódicos, todos los periódicos (infinitamente periódicos, diría Borges). Con caligrafía perfecta escribe comentarios y poemas al margen, lee y subraya periódicos, recorta, ordena, clasifica, rectifica. Pide un café.

El hombre mejor informado de La Ciudad Colonial no compra periódicos: está suscrito al basurero de un edificio de apartamentos, donde tiene apalabreado a un conserje, en un barrio pudiente. Allí los botan sin leer, apenas hojeados, a veces precintados y vírgenes. Con este material bajo el brazo, Gómez Doorly asiste puntualmente a su despacho del Palacio de la Esquizofrenia. Un aire ministerial lo distingue: el aire y el porte ministeriales, la cabeza en alto ministerio, el gesto de tipo ministerial, la formalidad de un ministro, la mirada eventualmente ministeriosa, el rostro siempre alegre. Pide un café, otro café -otro café para la mesa 22-, y empieza el arduo proceso de selección. Minuciosamente hojea cada periódico, todos los periódicos, minuciosamente periódicos. A partir de los recortes de periódicos anotados y subrayados, Gómez Doorly construye la revista Cacibajagua, edición clandestina, con más de 300 números publicados. Cacibajagua es su creación original. Para eso vive. Un café, por favor, más café, infinitamente café.      

Ministro, pues, sin sueldo y sin cartera, al servicio de su propia empresa de ideales románticos, Gómez Doorly administra cuantiosos recursos    oníricos. Entre la vigilia y el sueño, dirige la Fundación Cultural.      Cacibajagua, un emporio en miniatura del cual depende la revista homónima,  o viceversa. Al frente de la fundación, Gómez Doorly se involucra en múltiples actividades. Organiza encuentros artísticos y literarios, emite boletines de información, promueve espacios culturales y participa en peñas  y tertulias en las que se debaten con carácter de seriedad los más espinosos temas. El tema de hoy, por ejemplo, versaba sobre un artículo de Enriquillo Lengüemime, poeta tangencial de la lengua, en el que éste demuestra con pelos y señales su valor mandinga.

         Con singular destreza, Gómez Doorly se maneja en el área de las relaciones públicas y en el terreno diplomático. De esta suerte, en su despacho y sala de redacción del Palacio de la Esquizofrenia, el hombre concede entrevistas, ofrece asesoría gratuita, firma autógrafos, firma convenios, aunque no firma nunca un cheque, y asimismo recibe y agasaja a visitantes distinguidos,  distrayendo, apenas, su atención del asunto de los periódicos, que ocupa su más valioso tiempo.

         Llega, por ejemplo, el maestro Villegas sin anunciarse y sin cita previa y lo recibe en la silla correspondiente a su alto linaje poético, donde le brinda un trato magnánimo, que es lo único que brinda, y vuelve a leer y subrayar periódicos. Llega Rafael Abréu Mejía y discuten sobre un proyecto editorial, y vuelve a los periódicos. Llega Díaz Carela y entablan una conversación soterrada, y vuelve, otra vez, a los periódicos. Llega Carlos Lebrón Saviñón y poetizan, declaman, producen rumores que tienen que ver con la poesía, y  vuelve, nueva vez, a la tarea de leer y subrayar periódicos. Pasa, en fin, por  coincidencia, Mariano Lebrón Saviñón y lo distingue con un saludo  respetuoso. Abréu, por favor, otro café. Y vuelve Gómez Doorly a los periódicos. 

         Pero si de repente Gómez Doorly se enfrasca en la escritura de un texto, en un poema, y baja la cabeza y baja la mirada y baja la guardia y se encierra como quien dice metafóricamente en su despacho, entonces ya no está para nadie, no recibe. El ministro no está en este momento, no responde al teléfono ni atiende reclamos. Simplemente no está aunque siga estando. Está fuera de la ciudad. El lunes vuelve. El celular fuera de servicio, la limosina en el taller. Llámelo más tarde, diría la secretaria. Simplemente no está. Café no, por ahora, ni siquiera café.

         Sólo cuando el ministro se recupera del trance y vuelve a la realidad, el despacho cobra vida de nuevo y queda abierto al público. Gómez Doorly gira la cabeza como quien se pregunta qué ha sido del mundo mientras tanto y fija  la mirada en la taza vacía de café. Pide un café, la cuenta del café, ordena sus enseres en la valija diplomática. Después se levanta, el ministro, se despide de sus colaboradores, sale al Conde, mira el reloj, el chofer, como siempre, retrasado. Se irá en taxi esta vez, mejor a pie.

         Cualquier parroquiano puede ocupar la mesa en este momento, y la ocupa, pero el despacho de Gómez Doorly está cerrado, definitivamente cerrado. La mesa ahora es sólo mesa, hasta que el huésped habitual -huésped  vital- vuelva mañana. Imprima en ella su magia. (De Los cuentos negros,14/7/99). 


Nota: Este relato, escrito en elogio de Carlos Gómez Doorly hace ya un año, fue leído y comentado en presencia suya y la de varios contertulios en su despacho del Palacio de la  Esquizofrenia, la popular Cafetería Restaurante El Conde, bautizada quizás de esa manera por alguien que sabía de esquizofrenia. Demorada su publicación por motivos que no vienen al caso (o quizás, simplemente, porque así lo tramaba el destino), el texto pretendía inaugurar una columna sobre personajes y situaciones conspicuos del Palacio del cual, por cierto, soy visitador asiduo, muy asiduo.

A mi regreso de un viaje,  me entero que Gómez Doorly ha sido apuñalado, cosido a puñaladas, veintiséis puñaladas, a manos de un hijo demente. Tragedia por partida doble, si acaso la tragedia, no lo es siempre. 

Del hecho atroz, apenas me compensa y me redime, como he dicho, el haber dado a conocer el  texto a su destinatario en circunstancias felices,  aparentemente felices, y en compañía de amigos para él  tan queridos como Víctor Villegas y el dilecto cofrade Manuel Santiago Muñiba, editor de revistas literarias de provincia. (En esa ocasión, recuerdo que, puntilloso, el poeta reparó en el exceso de café. Pareció convencido, sin embargo, cuando le hablé de la necesidad de dramatizar al personaje).

En fin, que el elogio en vida es el elogio póstumo. El texto alegre,  de intención festiva, se cubre de pompas fúnebres. Ahora sí, el despacho de Carlos Gómez Doorly en el Palacio de La Esquizofrenia está cerrado, definitivamente cerrado.  


BARRACUDA


Pedro Conde Sturla


Ah, si me vuelvo 

ese pasante ya no es sino bruma. 

Misoaka Shiki



BARRACUDA es el seudónimo de un poeta que escribe y se mueve como un pez. Entra y sale, sinuoso, del Palacio de la Esquizofrenia sin levantar sospechas, a pesar de sus ademanes anfibios. Pasar desapercibido es su destreza: signo y sino de pez. Un minuto lo ves, un minuto no existe: prototipo del hombre que no está, discreto ausente, “más discreto/ que el silencio”.

Barracuda, por ejemplo, se instala en su espacio de reflexión: la mesa del rincón que otros evitan, junto a la entrada del baño, donde presiente el agua. Se amuebla, se acomoda, predispone el ambiente en términos acuarios. Ahora respira en su elemento, palpita su corazón de pez fuera de serie. Nadie lo nota ni quiere ser notado.  Desde el acuario puede ver sin que lo vean, oír sin ser oído, leer sin que lo lean. Y escribir, sobre todo.

Barracuda, se dijo, es seudo nombre, seudo pez. Pero fluye. De alguna manera fluye y tiene agallas porque es un tipo fluvial, evanescente, signado por la fluvialidad de su carácter. El rostro memorable, de inequívoco efluvio antillano, responde a su natural acuático y solemne, fluido en la fluidez de la palabra, fluvialmente poeta en la lluvia que inunda su poesía. Lluvia nostálgica de “calladas felicidades”.

Por natural acuático, solemne, Barracuda va y viene con la lluvia, viene y va en su elemento. Se sienta, observa y calla. A veces viene solo Barracuda. Solo, en su propia compañía, o en compañía de musas siderales (musas más bien sirénidas, de carnes abundantes), pero siempre con nubes con hálito de esponjas. Náufrago en tierra firme, entre seco y lluvioso, Barracuda pervierte la imagen feliz del hombre que no tenía camisa, o del que está a punto de quitársela. El que es y no es.

Su natural soluble lo preserva. Mantiene el equilibrio a todo trance, mantiene la distancia. Saluda, por ejemplo, y no salpica, a pesar de mojado. Condesciende, se oculta, observa y calla. La mesa del rincón lo disimula, el agua en la sonrisa lo delata, su andar de pez lo niega. En cuanto pez se pierde, se evade, se margina, se escabulle, se escurre como pez, mantiene la distancia, observa y calla. Mantiene el equilibrio a todo trance. Moderado, a cuentagotas, discretamente sorbe tibios tragos de ron. Escribe, toma notas, observa y calla, publica en hojas sueltas que reparte entre amigos. En él la poesía es un ejercicio de la humildad, no de la vanidad.

Por instinto de pez, Barracuda se trae aparejada su propia provisión de agua portátil. Agua en botella nacarada, el agua que aplaca la otra agua. Observa y calla. Entre esas aguas navega Barracuda, equidistante: la dulce y la quemada, la fresca y la incendiaria. Observa y calla. Escribe sobre “Arlequines, caretas, carcajadas y miserias silenciosas”. Piensa en “Genuflexión, lágrimas y hambres suplicantes”.

En sus aguas navega Barracuda, observa y calla, anota, escribe, apunta, publica en hojas sueltas. Se diría que, anfibio, medita en silencio una oración.

Por instinto de pez me resplandece, que eres bueno, Señor, y me mereces.

Fluvial y evanescente, ya se dijo, discurre y se escabulle, se condensa en cristal, en imágenes de lluvia. Mira el reloj de arena. Por instinto de pez, se desvanece.1

(1998-9/11/1999).


1 El hecho tiene un precedente ilustre: en los años setenta el poeta Pedro Mir escribía para la revista ¡Ahora! sus “Crónicas de un pez soluble”. Soluble el pez, insoluble la obra.




CAQUITO


Pedro Conde Sturla

31 de julio de 2009


Hoy me vino a la mente algo así como un soplo, el viento de un recuerdo y la nostalgia que siempre trae aparejada. Es el recuerdo y la nostalgia de gratas conversaciones en el Palacio de la Esquizofrenia (Restaurante Cafetería El Conde) con el poeta Ernesto Hernández, Caquito. Cariñosamente Caquito. 

Corrían los años noventa, el siglo apuntaba a su fin. Caquito vivía también sus últimos años y en El Palacio de la Esquizofrenia todo era viejo y nuevo como sigue siendo ahora. Nuevo y viejo y actual.

Caquito había pasado su juventud en el exilio y había regresado al país para cuidar a la madre anciana y descubrir que era extranjero en su patria. En alguna calle de Nueva York había sido aparatosamente atropellado por un vehículo El accidente le dejó cicatrices en el cuerpo y en el alma, y una notable cojera.

Caquito era un ser cansado y desencantado, envejecido quizás prematuramente y con grandes limitaciones económicas. Una mano atrás y otra adelante. Se fumaba la vida que le quedaba, un pitillo tras otro, y sólo bebía café, mucho café. En él ya se cumplía la sentencia de aquellos versos de Quevedo:

“Vencida de la edad sentí mi espada, / y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte.”

Sin embargo, en la grata conversación, en tantas gratas conversaciones en El Palacio de la Esquizofrenia (a veces en compañía del poeta Barracuda, Macho Miolán y Marta Matos), el poeta revivía evocando mejores días y revivía por el amor a la revolución y la poesía. Declamaba intensamente poemas ajenos y propios. Nadie come él recitaba “Soneto de yodo y sal” de Ruben Suro. Ernesto Hernández, Caquito, vivía por el amor a la poesía y por el amor a una musa misteriosa y morena, con la cual desaparecía ocasionalmente sin dejar rastro.

Cuando a uno le tocaba en suerte conocer a Ernesto Hernández, un poeta con cara de llamarse Ernesto Hernández, podían suceder dos cosas: la aceptación o el rechazo. No había medias tintas. Hernández carecía de dobleces y ambigüedades, carecía de la hipocresía social del simulador y sólo le interesaba ser el mismo, si acaso le interesaba algo, aparte de su madre, el sexo y la poesía. El hombre se daba o no se daba a la amistad, y cuando se daba lo hacía de cuerpo entero, quizás por horror al menudeo.

Ernesto Hernández, Caquito, se parecía a su cara: tenía cara de llamarse Ernesto, “la importancia de llamarse Ernesto”. Mejor aún: se parecía a su poesía. Templado en el exilio, en la soledad, en la ausencia, el hombre y su poesía eran una misma cosa: exilio, soledad, ausencia, reticencia. Así lo captó el ojo certero del pintor Cestero en la instantánea de un genial dibujo de trazos elementales: con toda su extraña leche, sentado frente a una tacita de café, mirada torva, la expresión desafiante, el semblante aguerrido, el aura trágica de soledad.

Ninguno de sus poemas se le parece tanto ni lo desnuda tanto como “Lápiz”. Es un poema paranoico, típico del exiliado que aun no se repone del exilio. Es el poema de alguien que ha vivido en el sobresalto, en el peligro, en el temor a la delación, la sospecha: un poema reticente que expresa el miedo del poeta a sus propias palabras, cuando no a sus propios pensamientos. El poema habla sin hablar de un régimen de espanto donde la palabra era prohibida. Prohibida y peligrosa incluso en el exilio, por lo menos en ciertas circunstancias de exilio, porque aún en el exilio muchas cabezas rodaban. Ninguna palabra era prudente entonces. La cojera del poeta. Hernández lo confirma. !Accidente, atentado? Lo cierto es que el poeta miraba todavía por encima del hombro, temiendo que alguien lo escuchara, lo delatara. Se ponía clandestino cuando decía:

“Escribe lápiz mió. Di algo. / Me conoces, te conozco. / soy tu historia.”

Hay aquí palabras cargadas de sentido. Cada palabra remite a un sentido, no deja un solo verso vacío. Si algo hay que celebrar en la poesía de Ernesto Hernández, dentro de su forma engañosamente simple y apacible, es la densidad de pensamiento y vivencia que acuna en cada verso, así como su determinación de llevar el poema, a través de un exordio y un nudo, a un desenlace.

El poeta paranoico no se repuso ni se repondría del exilio porque lo seguía sufriendo en el retorno a su país natal. Por eso dice a su lápiz:

“No me delates, / déjame salir del reloj, / y entonces, / escribe sin mi, / cuando no encuentres mi mano.”

El poeta ejercía su oficio con palabras de post-muerte, confiaba al lápiz lo que no podía decir, y mientras tanto se arrinconaba, se sumergía en capítulos herméticos y deambulaba como sombra por la calle El Conde. Sombra sonámbula que soñaba, derrelicto de un exilio sin fin: el exilio interior.

La obra poética completa de Ernesto Hernández, Caquito, cabe en pocas páginas y sobra espacio. No es una obra significativa, quizás, pero es una obra representativa de un estado del alma, puro trabajo de humildad. En la lápida de Ernesto Hernández, Caquito, encajaría perfectamente el “Epitafio para un poeta" de Conrado Nalé Roxlo:

“No le faltaron excusas / para ser pobre y valiente. / Supo vivir claramente. / Amó a su amor y a la Musas. / Yace aquí como ha vivido, / en soledad decorosa. / Su gloria cabe en la rosa / que ninguno le ha traído.”


POEMAS DE ERNESTO HERNÁNDEZ



Lápiz


“Escribe lapiz mio. / Di algo. No todo. / Me conoces, /te conozco, / soy tu historia. / Te conozco / hasta cuando cambias / el color de mi palabra, / o se te cae una letra. / Somos amigos / antes de que mi mano hablara. / Soy tu secreto. / No digas La verdad / que se esconde en las uñas / de mis manos urbanas; / fábrica de puñales invisibles / que nacen rotos. / Economiza; / deja algo. / Eso, / no lo sabe el hombre. / No me delates, / déjame salir del reloj, / Y entonces, / escribe sin mi, / cuando no encuentres mi mano.” (1993).


MARIPOSA AZUL


“Tú / mariposa azul / volando sobre el mundo / de mis cosas. / Yo. / canción casi olvidada / por tus Labios. / Se / que no se, / que eres ajena. / cuando el agua baña mi alma / con Las manos vacías. / Tú, / mariposa azul, / volando sobre el mundo de mis cosas. / Yo, /

dolor llorando una canción / cada mañana.” (Enero, 1993).


NOCHE


“Habló el silencio en las puertas del olvido. / Lloró la noche inmensa su agonía. / Se apagaron los astros en el cielo. / Y yo mi Dios perdí la amada mía. / La vi marcharse de manos con la noche. / Sin virar siquiera su cara adonde mi. / Y quedé callado cual estatua / Sin hablar, sin mirar, sin sentir. / Por ella es que roto está mi verso. / Por ella es que en mi ser ya no hay poesía. / Porque la mano negra de su engaño / rompió las cuerdas de la lira mía.” (Enero, 1993).


SOLEDAD


“Llegó / más temprano / que el alba. / Más serena / que la calma. / Y sentóse / sobre mi alma / a pasarle la mano / a mi tristeza. / Serena / como la muerte. / Implacable / como el Destino. / Cuando marchó / había mojado / mi cabeza en vino.” (22 de marzo, 1993).


ODA A JUAN LOCWARD


“Aquel buen amigo / de la cara triste, / que escribe canciones /al amor y al mar, / estará dormido / sobre el pentagrama / o estará soñando / con el ancho mar. / Aquel buen amigo / de la cara triste / que un fin de semana / se puso a cantar / canciones muy bellas / bordadas de estrellas / con música suave / de yodo y de sal. / A mi buen amigo / de la cara triste / hoy que estoy tan solo / quiero preguntar / ¿por qué esta tan lejos / la reina de mi alma? / Es que yo sin ella / no puedo soñar. / Dime amigo mió / de la cara triste, / que escribes canciones / al amor y al mar, / ¿qué hago con mis penas? / Dímelo en tu canto, / si las dejo al viento / o las tiro al mar.” (1993).


pcs, viernes 31 de julio de 2009

  


  

EN EL PALACIO


    Salir. ¿Pero adónde?

    Siempre hay un lugar o unos pocos lugares que te

atrapan en una ciudad, no importa que sea una gran ciudad. En Monterrey, muchas veces, era la Nevería Roma y

otras veces la Plaza Zaragoza. Ocasionalmente la Plaza de

la Purísima con muchachas que circulaban en un sentido y los muchachos que circulaban a la inversa para verse

las caras.

   

En Ciudad México era la Zona Rosa y aquel pequeño

bar o club de jazz al que acudías con el güero Padilla y

otros cuates a escuchar a la hermosa Matilde en minifalda, cantando al estilo de Ella Fitzgerald, el conjunto de

jazz tocando para siempre Toma cinco, el glorioso Take

five, el baterista que demoraba siglos en la ejecución del

solo que arrancaba a la audiencia aplausos interminables.

En Windsor, Cánada, donde es casi imposible caminar en

invierno por el frío y la nieve, te atrapó un local judío a


poca distancia del lugar en que vivías, y con los judíos y

judías del lugar pasaste noches intensas al resguardo del

terrible clima de ese país, emborrachándote con cerveza

canadiense, conversando, confundiéndote con ellos en

abrazo fraternal cuando cantaban a pleno pulmón Hava

Naguila. Si hubiesen conocido tus simpatías políticas te

habrían echado a patadas.


    En Montreal, durante el esplendor de los meses de la

primavera de 1968, el lugar preferido era el Crazy Hor-

se, un pintoresco pub frecuentado por estudiantes. Era el

Crazy Horse y la vieja calle Chemin de la Côte–des–neiges

del barrio francés.


    En Roma era la Vía del Corso, los cines de segunda,

un cine en particular donde oficiaba Alberto Moravia al

frente de un cine club, y la cervecería La Bavarese. En París

era La Cité y el Barrio Latino, por supuesto, y la casa de

Rubén Silié en Rue Madame 33, ocho pisos sin ascen-

sor. En Moscú, de muchas maneras, era la Plaza Roja y

el parque Gorki, amén de los predios residenciales de la

Lumumba, la Universidad Patricio Lumumba de Amistad

con los pueblos. Era el comedor universitario donde co-

mías junto al Evacuante, el Cabo Buitre, Papirosa y otros

personajes notables de la fauna lumumbífera.

    Aquí, en Santo Domingo, en la ciudad volcada jun-

to al mar, te seduce la zona colonial, su música inusual

de pregones antiguos. Ella inventa tus pasos, los imanta.

Sales de la oficina y te dispones a patrullar en el viejo

Lada –patrullar en el sentido que Norberto confería al

término–, escapas hacia la parte alta, te pierdes en el laberinto de los barrios populares, visitas a una amiga al

otro lado del río en el Ensanche Ozama, te distancias, te

evades a conciencia, te alejas sin rumbo fijo, supones que

te alejas, pretendes alejarte o ausentarte y de repente allí

estás, frente al Palacio de la Esquizofrenia en la Calle el

Conde –el Restaurante Cafetería El Conde, a un costado

de la Catedral, la Catedral primada de las Américas–, hus-

meando, buscando, saludando a los amigos de siempre,

pretendiendo que estás aquí por tu voluntad y no porque

te han traído. Aquí te clavas, te amaneces, permaneces. Al

fondo del Palacio alcanzas a ver a Yoryito, un personaje de

ficción, cenando en compañía de su hermano y el filoso

filósofo Bonilla.

   Bonilla se deja sorprender, capturar –como él mismo

diría–, “en pleno disfrute del encuentro, con gafas negras,

enmarcado en sus guedejas blancas cual si se tratara de una

coronación profana de sus felicidades discretas de fauno

impenitente, dionisiaco y apolíneo a la vez”.

    En uno de los bancos del Parque Colón, una criolla

con audífonos se contonea a ritmo de merengue con una

gracia increíble y los turistas gringos y haitianos le toman

fotos. Luego se pone de pie y continúa destilando gracias,

ajena por completo a las fotos y a los turistas. En reali-

dad ajena al mundo, atenta sólo a la música que la invade

en uno de esos momentos intensamente felices que dan

sentido a la vida. “A la vida –dice Norberto James– y a la

música que la hace posible”.

    Los turistas aplauden cuando la muchacha da por ter-

minado el espectáculo y ella se sorprende al percatarse de

que era el centro de atención, pero no se turba, no se in-

muta. Se quita los audífonos, agradece con una sonrisa,

se inclina reverente, se quita un sombrero imaginario y

extiende el brazo en abanico de izquierda a derecha. To-

davía siente los efectos liberadores del delicioso frenesí

interior.

    Por asociación de ideas piensas en Diógenes Céspedes,

el infalible crítico literario, y te preguntas cómo se vería

bailando en público la teoría del ritmo de Meschonnic,

pero la asociación es desafortunada.


    Te alejas sin saludar a Yoryito ni al ingeniero filósofo

Bonilla, que ahora conversan animadamente, quizás sobre

la derecha decente y las bondades del imperialismo.


    Hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor. Te re-

fugias en la soledad, el estado natural del ser humano –la

más fecunda condición humana–, o sales a patrullar en

el viejo Lada. Patrullar en el sentido que Norberto James

concedía al término. Pero si te refugias en la soledad no

tienes adónde ir porque no existen los lugares sino las per-

sonas con que compartes esos lugares. Si estás solo no tie-

nes adonde ir, no importa adonde vayas, ni siquiera en un

día de lluvia.


Hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor, temes

encontrar como de costumbre a un maldito poeta embo-

zado en su ego. Temes que el ambiente te reserve la misma

experiencia frustrante de otras veces, doblemente frustrante porque sabes que mañana volverás porque no tienes

adonde ir. Es la ciudad la que manda. Ordena y manda.


28/08/2009


FÁBULA DEL FABULADOR


     (1)

        [Donde se describen las peripecias de nuestro héroe en los llanos venezolanos y la aventura galante con una marquesa telefónicamente infiel durante su luminosa estadía  en París].  




Uno se lo imagina todavía, a Dato Pagán Perdomo, rodeado de serpientes en los llanos venezolanos. Ahora está sentado a una de las mesas del Palacio de la Esquizofrenia -la Cafetería Restaurante El Conde-, compartiendo con sus cofrades. Minutos antes viajaba en el autobús que había embestido contra aquel objeto que parecía moverse y se movía. La anaconda del grueso de una palmera había salido de la nada y el autobús repleto de pasajeros le pasó por encima y estuvo a punto de dar un vuelco. Fue un tumbo fantástico, de casi dos metros, por lo menos. El autobús se elevó en la pista, cayó con un ruido enorme –gritos despavoridos de los pasajeros- y anduvo un trecho en dos ruedas, hasta que recobró la estabilidad.


        Cualquiera pensaría que aquello fue un desastre, ¿verdad?: el enorme animal apachurrado, quizás trozado en tres partes, la sangre derramándose, la cola agonizando. Pero Dato dice que no, que no le sucedió prácticamente nada, que el inmenso ofidio siguió su camino como si le hubiera picado un mosquito y ni se dio por enterado. El autobús, en cambio, tenía una goma pinchada a causa del golpe, o quizás a causa de las escamas de la serpiente. Todos los pasajeros, menos Dato, bajaron de inmediato a desaguar, a reponerse del susto, a curiosear. Dato bajó de último, casi a desgano. Absorto como estaba en la lectura de Kant, apenas comenzó a percatarse cabalmente del suceso en el momento en que se vio, de pronto, solo en el autobús. De manera que en él la sorpresa fue mayor que el susto, aunque no mayor que el disgusto de abandonar el libro para salir a entender lo que pasaba. Una vez afuera, echó un vistazo de experto, una mirada de reconocimiento para aquilatar la gravedad de la situación. El conductor y un ayudante habían cambiado la rueda con presteza y estaban listos para partir. Aparentemente no había daños mayores. Pero era sólo el principio.

        El autobús se detuvo más adelante –un calentón, esta vez- en medio de una nube de vapor de agua que escapaba del capó, impidiendo casi por completo la visibilidad. Una escama del monstruo había perforado el radiador, con las consecuencias que todos podemos ver. Ahora el autobús estaba parado en el llano, con una avería de pronóstico reservado. Y mientras el conductor y su ayudante se daban mañas para corregir el problema,  Dato bajó deprisa, impelido por una necesidad inconfesable. Discretamente  se alejó por el descampado, hasta un lugar donde se veían unos matorrales, detrás de una roca de tamaño providencial. Pero es la discreción lo que lo pierde, además de la prisa. Ahora cualquiera puede anticipar sus intenciones. Y algo peor. Conforme a su natural pudendo, se aleja más allá de lo prudente  y cae, de improviso, en una trampa mortal. Sin darse cuenta había ido a parar en medio de un convite de cascabeles en celo, por lo menos quinientas cascabeles en celo en torno a mí, cascabeleando al unísono, un ruido infernal, se lo imaginan.

        En la mesa presidencial, donde tiene su cátedra el otro profesor, el profesor emérito, el Dato que no miente enfrenta el asombro y la incredulidad de sus contertulios. El Teddy que peca de impecable lo escucha con impaciencia. Aldemar y Jacobo lo escuchan con estupor. El profesor emérito lo escucha distraído y sonríe. ¿Pero cómo escapó? ¿Salió corriendo? ¿Quinientas serpientes de cascabel en celo rodeándolo? ¿Y las contó, profesor Pagán? Las conté. ¿Las contó? Un estimado, quiero decir. ¿Pero cómo salió sino volando? El secreto es contener la respiración y el sudor, caminar hacia atrás. Escapar de esa situación no fue más difícil que escapar del marido de la marquesa en París. ¿Cuál marquesa?

        Lo de marquesa es otra historia. Ahora Dato está en París de Francia. El relato de cómo la sedujo y la llevó al orgasmo por teléfono es una suerte de filigrana. El Dato se acomoda, dirige las antenas del recuerdo en dirección a la memoria feliz de aquel encuentro, se prepara para darle largas a un relato y relata. Era la primera vez que cometía  adulterio por teléfono...

Pero la marquesa telefónicamente infiel era ninfómana, insaciable, una mujer difícil de satisfacer, en pocas palabras. Difícil, incluso, hasta para un hombre come él, dotado por supuesto con la potencia sexual de un fauno. De manera que, después del primer asalto, cuando Dato daba por cumplida su misión, creyendo haberla complacido a saciedad, la marquesa reaccionó como una gata en calor, dando muestras de un renovado apetito. El apetito de quien ha probado apenas un bocadillo, un simple aperitivo, y siente que el estómago se expande. Tenía hambre, más hambre, y la comida era él. Ahora le tocaba a ella seducir al seductor y lo sedujo, lo atrajo a la perdición con cantos de sirena. La marquesa era mujer de una belleza implacable, y de tal modo experta en artes amatorias que con el guiño apropiado era capaz de provocarle una erección a la estatua de un santo.

Primero fue el chasquido en el auricular. Dato se estremeció. Con un simple chasquido de la lengua le puso todos los pelos de punta, por no hablar de otra cosa. Un miauguleo sensual crispó sus nervios, una jaculatoria obscena lo sacó de casillas, perdió el control –a sus años- y allí lo estamos viendo en su cama de hotel barato parisino, momentáneamente abandonado a la vergüenza de la jaculación precoz, junto al teléfono.

Dato se empleó a fondo en el siguiente asalto con toda su mala leche, de la cual más adelante le quedaría poca, y al cabo de un complicado preámbulo erótico basado en técnicas orientales que no podía revelar, le acarició fonéticamente el pubis (Dató, Dató, mon amour). Casi rendida, la marquesa ripostó con un nuevo chasquido, una vez y otra vez y otra vez. Pero en esta ocasión Dato estaba prevenido –ya lo hemos visto- y le soltó un pasaje del Cantar de los cantares en un latín tan licencioso y provocativo que le alborotó gravemente el hormonamen. (Dató, Dató, mon amour). Hubo una pausa, un silencio. Al otro lado escuchó los gemidos de una diosa en agonía, arrastrando las eres en forma proporcional a la intensidad del placer, y dio por terminado el asunto. Pero la marquesa se repuso en breve y volvió a la carga con susurros y siseos, frases y fraseos parecidos a cosas del demonio y en cuanto bajó la guardia (o mejor dicho: al revés) lo ordeño sin piedad hasta que se puso azul, como hacía con todos sus amantes. Azul pintado de azul.

Dato se aplicó de nuevo con la voz y el tacto, el tacto de la voz –su único órgano sexual disponible en ese momento. Se aplicó con devoción, con destreza inaudita, soplándole al oído unas palabras aladas de aquellas de las que habla Homero en la Ilíada. Halagó su inteligencia, su vanidad -por supuesto- su belleza. Sutilmente la condujo a un estado de éxtasis que era primero místico antes que sensual, y la marquesa se desvaneció dulcemente. Esta vez había tratado de ganársela y se la ganó espiritualmente, apelando a sus sentimientos profundos y no a sus bajos instintos, hurgando entre los pliegues preciosos del alma, no del sexo. En algún lugar había encontrado a la marquesa virginal y casta, que era la que ahora le interesaba. La marquesa, en efecto, dormía tranquila, con un sueño apacible al otro lado del teléfono. La experiencia del diestro había triunfado sobre el instinto animal. Podía tomar su merecido reposo de guerrero. Dormiría también, junto al teléfono abierto, por si acaso.

Fue entonces cuando escuchó aquel jadeo de fiera enardecida que lo llenó de terror. El asunto iba en serio, muy en serio. Ahora –pensó- le sacaría la sangre, porque otra cosa no le quedaba. Ocurrió, entonces, lo que nadie habría podido imaginarse a esas alturas. La marquesa se pronunció con una voz liviana, afrodisíaca, plena de leche y miel bajo la lengua libidinosa de serpiente del paraíso, una voz en la cual estaban conjuradas todas las artes de Venus y las argucias del demonio. Dato acusó el golpe –¡Misericordia, Señor, misericordia!- antes de verse arrastrado al torbellino de un orgasmo múltiple que le dejó el corazón en mangas de camisa.

En la mesa presidencial se produce un revuelo, una ligera conmoción. Nueva vez, el Dato que no miente desafía los límites de la imaginación y enfrenta el desconcierto, la incredulidad de la audiencia. El Teddy que peca de impecable se lleva las manos a la cabeza y pone la mirada en abstracto, una mirada beata, ¡ay, Dios mío!, y hace un gesto mecánico, innecesario, como para desagurrar la inmaculada chacabana de lino. El profesor emérito le dedica al semental una sonrisa de sorna. Aldemar y Jacobo lo observan estupefactos con un dejo de admiración. ¡Orgasmo múltiple, profesor Pagán? ¿Increíble, verdad?  A mí también me habría parecido.

Y en fin, aquello fue un duelo, un choque de titanes, una carnicería. Al cabo de siete horas de sexo oral –salvo el alivio de una breve caída de la comunicación equivalente a un coitus interruptus- la ninfa y el macho cabrío quedaron extenuados. Cuando el marqués entró a la habitación de la marquesa y la encontró, exhausta, con el teléfono entre las piernas, supo de inmediato que había sólo un hombre capaz de dejarla en ese estado. Monsieur  Dató podía darse por muerto.




(2)



[Donde se detallan los pormenores de un riesgoso episodio que vivió nuestro esforzado personaje en la clandestinidad, y algunos encuentros tan extravagantes como indeseables con personajes famosos de la cultura Light].



Durante los días siguientes, Dato se mantuvo a la expectativa. Sólo salía a la calle cuando era menester y siempre armado –armado de valor y prudencia, con todos sus sentidos alerta, cuidándose las espaldas. Fogueado desde joven en la lucha antitrujillista, rápidamente adoptó y se adaptó a otro estilo de vida que conocía al dedillo: la clandestinidad. En la clandestinidad había que moverse con la fluidez de una sombra, vestir como una sombra -la capa negra, el rostro embozado, la gorra negra calada hasta las orejas. En la clandestinidad debía desdibujarse, camuflarse, confundirse con el paisaje urbano, caminar –por ejemplo- del lado interior de la acera, pegado a los edificios para proteger un flanco, el izquierdo (como le habían enseñado en Cuba durante el último entrenamiento) y sobre todo hacerse el disimulado y permanecer vigilante, observándolo todo con el rabillo del ojo, la visión periférica.  Dato recelaba, por supuesto de una cornada a traición, una puñalada trapera. Cuando advertía el menor asomo de  peligro buscaba refugio en los más discretos bistrós del Barrio Latino, donde pasaba horas muertas sorbiendo café y leyendo, fingiendo leer, más bien, detrás de un periódico que le servía de observatorio. A toda costa trataba de preservar el  incógnito y pasar desapercibido. Cosa en verdad difícil para un hombre como él en una ciudad  como esa.

     Un día en que, por descuido, se distrajo mirando libros frente al escaparate de una librería anodina de Saint Germain, Dato escuchó una voz familiar que le produjo un sobresalto, un breve escalofrío. La voz decía: “Dató, Dató, Dató”. Pero no era la marquesa ni el marido. Era Sartre. El imprudente de Jean Paul Sartre llamándolo a voz en cuello desde la acera de enfrente, a esa hora del día. Allí estaba de pie, desgarbado y bizco, con aquella expresión abolida, vendiendo periódicos de la izquierda radical, y en compañía del pintor Silvano Lora además. ¿Cuándo volveremos a cenar juntos, Dató?  Simone te extraña. Claro que Simone lo extrañaba. Aunque pasadita de edad, y de peso, la Beauvoir quería lo suyo, estaba claro que Simone de Beauvoir también quería lo suyo como se habrán dado ustedes cuenta, pero él no estaba en eso.

     Otro día, en otra librería, a la cual había entrado para calentarse y matar el tiempo curioseando, volvió a tener otro encuentro  que en circunstancias distintas habría sido feliz y no lo fue. El memorable encuentro, con un inglés esta vez, le dejó un  vaho de incertidumbre respecto a sus habilidades miméticas y aumentó considerablemente sus aprensiones. El hecho es que, mientras se sacudía del cuello de la capa una ligera pátina de fría  llovizna otoñal, Dato se sintió de pronto atraído por un copioso volumen de la Lógica de Hegel, situado en la parte superior de un anaquel, y cuando intentó retirarlo para darle una ojeada al texto que había sido parte esencial de sus entrañables lecturas de infancia, encontró una resistencia inexplicable en términos físicos. Alguien, del otro lado, halaba del libro, y cuando por fin, de un tirón, Dato se hizo dueño del volumen, divisó en el hueco un perfil conocido. Otro filósofo, otro premio Nóbel. Dato lo saludó cortésmente: Bertrand Russell, de la Universidad de Oxford. El perfil le respondió al vuelo, en términos equivalentes: Dato Pagán Perdomo, de la Universidad Autónoma de Santo Domingo.

     Sus peores temores se confirmaron horas más tarde, rondando por los alrededores de La Cité, cuando alcanzó a ver a García Márquez, a distancia de un tiro de piedra. Dato bajó la cabeza hasta las rodillas pero el colombiano lo reconoció en el acto y abrió la bocota, llamándolo por nombre y apellidos. Tenía semanas asediándolo, pidiéndole su opinión sobre un libraco de moda que en alguna ocasión le había obsequiado, ceremoniosamente, y del cual Dato únicamente había leído la dedicatoria ampulosa y solemne. De modo que, sin responder el saludo, se escabulló entre el gentío de aquel París canalla, dejando tras de sí el eco de su nombre en boca del escritor. Otro  imprudente que ponía en peligro su pellejo sin darse cuenta.

     Poco tiempo después, meditando gravemente en un banco del parque de Montsouris, llegó a una conclusión. No podía seguir en París. Definitivamente, por la seguridad de su vida y de la Causa, no podía seguir en la Ciudad Luz, esa especie de aldea cosmopolita  donde hasta los gatos  parecían familiarizados con su presencia. Entonces pensó en Sánchez Córdova. El número de teléfono de Sánchez Córdoba era confidencial. Sánchez Córdova era confidencial. El legendario Mario Sánchez Córdova, en ese momento, era el hombre clave de la izquierda dominicana pro soviética en Europa. Ingresaba y salía de cualquier país, valiéndose de documentos impecablemente falsos. Con disfraces de ocasión y documentos falsos, cuyos rasgos de autenticidad envidiaban los originales, burlaba la seguridad del tenebroso régimen de los doce años de Balaguer, burlaba a la CIA, a la Interpol y algunas veces a la propia KGB soviética. Con documentos falsos, disfrazado de monje budista, había asistido en representación del Partido Comunista Dominicano al reciente Congreso de Moscú, donde muchos lo vieron llegar y nadie lo vio salir. Sencillamente había aparecido y se había desvanecido, al igual que días después, en Viet Nam y Corea del Norte. En ese tiempo se encontraba, casualmente, en París, viviendo como turista inofensivo, y Dato tenía el dato. En París, Sánchez Córdova vivía al abrigo de su amistad con Fournier, un héroe de la resistencia, miembro del Comité Central y jefe de los organismos de seguridad del Partido Comunista Francés. En la práctica, Sánchez Córdova era uno de los pocos privilegiados que gozaba de plena confianza a nivel de las más altas instancias de dirección de ese partido. A él –y a muy pocos como él- se le permitía el acceso a  recursos extraordinarios, de esos que le permitían cambiar de pasaporte, de personalidad, de país e incluso de sexo cuando era menester. Por si fuera poco, también tenía acceso a  refugios, albergues y madrigueras secretísimos que databan de la época de la lucha contra la ocupación nazi.

Cuando Dato le expuso el problema, el veterano Sánchez Córdova intuyó  la gravedad de la situación y le envió un mensaje con la discretísima Jean Texier. El mensaje contenía una dirección en clave. París XV, Rue Madame 33, octavo piso, sin ascensor. Era una buhardilla inocente. La misma buhardilla que alguna vez fue el escondite favorito del poeta Louis Aragón y del propio Georges Marchais, Secretario General del Partido Comunista Francés, y amigo personal de Sánchez Córdova, por supuesto.

      En el lugar lo esperaban dos personas, y cuando la primera se acercó a saludarlo, Dato aún no había reconocido a su entrañable amigo y compañero de lucha. Sánchez Córdova llevaba pantalones rojos de poliéster, una escandalosa camisa de ramos del mismo material,  un sombrerito de pana, y, desde luego, una cámara, colgando del hombro izquierdo. Como Dato no salía de su asombro, tuvo que presentarse formalmente, después de lo cual se abrazaron y rieron a carcajadas, incluso a horcajadas. 

La segunda persona era un desconocido y, por su atuendo, parecía dominicano, pero las facciones eslavas lo desmentían. Vestía, para la ocasión, un pantalón informal, de color caqui, una camisa suelta y una gorra del equipo de pelota de los Tigres del Licey. Nadie hubiera pensado que era el embajador de la Unión Soviética en París.  El embajador  no habló. No saludó. No se presentó. Ni siquiera pestañó. Le entregó a Dato un pasaje aéreo, de Alitalia, y le colocó en la solapa de la capa un prendedor en forma de mariposa del tamaño de un pequeño sello de correo, del cual en ningún momento debía desprenderse. Dato iría a Roma donde lo esperaría Lourdes Luciano, una persona de confianza. Lourdes Luciano le presentaría a Nadia Guandalini, la italiana misteriosa de la cual nunca, o casi nunca habló, y de la cual en ningún momento habría de apartarse durante su inolvidable estadía en la luminosa ciudad de los césares y de los papas. Después de un tiempo prudente iría a Rusia, invitado por el Konsomol de las Juventudes Soviéticas.



 (3)



[En donde se relata y dan noticias del idilio platónico de nuestro protagonista con una italiana en Italia, y de la tempestuosa y ardiente relación con una rusa en Rusia]





De la mano de Nadia Guandalini, Dato vivió algunos de los días más gratos de su vida. De la mano de Nadia Guandalini llegó a su habitación de hotel de lujo en Parioli, donde dormían en camas separadas. De la mano de Nadia Guandalini, Dato bajaba temprano hacia el fastuoso Lungotevere, el paseo encantado sobre las márgenes del mitológico río Tiber, que en nada envidia a los bulevares de París. De la mano de Nadia Guandalini, bajo el soleado invierno de la ciudad que alguna vez fue capital del mundo, emprendía  caminatas infinitas que a ningún lado conducían, sino a Roma. De la mano de Nadia conoció el Mausoleo de Adriano, el Vaticano, la Capilla Sixtina, la Fuente de Trevi, los Foros Imperiales, Plaza Navona y todos los lugares comunes de las guías turísticas, incluyendo la misteriosa Via delle Botteghe Oscure, donde convivían en contubernio las sedes del Partido Comunista Italiano y del Partido  Demócrata Cristiano.

Pero Nadia Guandalini  lo llevó de la mano a conocer otra Roma que pocos conocen. De la mano lo condujo por la compleja red de callejas que se inicia en los alrededores del Mausoleo de Augusto. Aquellas inextricables, laberínticas  callejas, callejuelas, callejones, rincones y vericuetos de la Roma vieja –verdaderamente vieja- donde no entran los carros, ni el sol, ni los turistas.

Por el resto de su vida -de la mano de Nadia Guandalini, en Monte Sacro-, Dato recordaría aquellos gloriosos atardeceres romanos en que el ocre de la ciudad eterna parece que se funde y parece que se incendia de nuevo cada día en los rojísimos colores de crepúsculo.

Nadia  Guandalini lo acompañó, por supuesto, al aeropuerto de  Fiumicino, a tomar el avión de Aeroflot, y allí lo despidió para siempre con un beso en la mejilla.

¿Nunca más volvió a verla, profesor? Nunca más. ¿Nunca le escribe, no la llama, no ha vuelto a saber de ella? Dato sacude tristemente la cabeza. Nunca le escribe ni la llama por teléfono, ni sabe nada de ella. Nada de Nadia. Le preguntan por qué, y no responde. Le preguntan cómo era y no responde, le preguntan si tuvo relaciones de otro tipo con ella y no responde. Le preguntan si no le gustaba y no responde. El Teddy le pregunta, si acaso, alguna vez, la vio desnuda, y Dato, extrañamente, no responde. Aldemar y Jacobo insisten. ¿Era bonita, al menos, profesor? Dato no responde. En su silencio hay un sentimiento profundo. Por primera vez, y para siempre con relación a este tema, se muestra celoso de su intimidad. Sólo saben que Nadia era delgada y nada más, porque Dato le tenía fobia a las gordas a raíz de una traumática experiencia de infancia en la que su virilidad se vino a pique. De modo que Nadia, era delgada, muy delgada, sumariamente delgada y nada más. De Nadia, nadie le sacaría otra palabra. De Nadia nada. El profesor emérito lo mira con un dejo de admiración. ¿Está mintiendo una verdad o está callando una mentira?

En el aeropuerto Sheremetyevo de Moscú lo recibiría Constantín Kurin, un referente del Partido, veterano de la guerra de Praga. A Constantín le entregaría Dato el prendedor en forma de mariposa del tamaño de un pequeño sello de correo. Constantín pondría el prendedor en manos de un oscuro miembro de la KGB que se desvaneció al instante en su oscuridad. De inmediato Constantín pondría a Dato en manos de Liudmila Paukovaya, una pirivochi despampanante, de proporciones monumentales. La pirivochi –es decir, su traductora y su guía- era una rusa blanca, de Minsk, blanca como la nieve, y vestía toda de blanco. La pirivochi blanca como la nieve abreviaría los rigurosos trámites de ingreso a la Unión de Repúblicas Socialistas  Soviéticas y en unos pocos minutos lo conduciría al parqueo del aeropuerto donde los esperaba una  limosina negra como el pecado, Lincoln Continental, con chofer y escolta. De modo que allí estaba Dato en Moscú, capital del imperio soviético, en una limosina negra como el pecado, con chofer y escolta, a salvo del marqués y la marquesa, y en compañía de Blancanieves. Blancanieves era alta, muy alta, y él sería su enanito.

La limosina negra lo conduciría al hotel del partido donde los milicianos de turno lo recibirían  con un saludo marcial, como ocurría con Sánchez Córdova cuando iba de visita oficial al Kremlin. En compañía de la pirivochi cenaría frugalmente. La despediría, hasta mañana, spasibo, con una mirada acuosa y un beso en la mano. Dos veces más le diría gentilmente spasibo, una de las tres o cuatro palabras que conocía en ruso, la más hermosa de todas: spasivo, spasibo, gracias, gracias. En la mesita de noche de su habitación encontraría una carta de Mario y una extraña foto de Mario. Mario Sánchez Córdova con peluca y trencitas rubias, al estilo rastafari, ojos verdosos, dentadura prominente y arete mariconil en el lóbulo izquierdo. Había regresado felizmente a la isla, burlando los servicios de seguridad de la CIA con pasaporte de modisto jamaiquino.

¿Y el prendedor, profesor? Lo del prendedor no viene a cuento. Dato mira hacia atrás, receloso, y hace con la mano un gesto de stop. El prendedor es un tema tabú, le va la vida de por medio. Ni el prendedor ni Nadia vienen a cuento. Además el prendedor y Nadia interfieren con Liudmila. Ahora está en Moscú, en pleno invierno, pero sin el prendedor y sin Nadia. Pasean alegremente por Las Colinas de Lenin, un parque recoleto en las cercanías de la Universidad Lomonosov.

El primer día de su estancia en Moscú fue más bien rutinario. Liudmila lo llevó a conocer los monasterios de las afueras de la ciudad, visitaron museos, la Plaza Roja, la momia de Lenin. Esa noche disfrutaron de la ópera en asientos de primera fila, cenaron juntos, regresaron al hotel y spasibo. El segundo día fue un poco una reedición del primero en términos turísticos, pero con más clase. Después de una mañana en el impresionante Museo Borodino, asistieron a la sede de la Exposición Permanente de los logros de la Unión Soviética. Allí lo agasajaron como a un príncipe, montándolo en trineo, un trineo tirado por renos y conducido por una pareja de esquimales de rostros rojos como la pitajaya. Esa noche, confortablemente instalados en un palco, presenciaron una mediocre actuación del Ballet Bolshói, cenaron juntos, regresaron al hotel y spasibo, spasibo.

Liudmila no había dado hasta el momento una señal equivoca. Cumplía sus funciones con la profesionalidad de un cuadro del partido, cordial y distante a la vez, un beso apenas en la mejilla, un apretón de manos menos efusivo que otro, cero efusiones sentimentales. En la medida en que Dato entraba en calor, Liudmila parecía ponerse más fría. Toda su fina inteligencia, su gentileza y galantería, sus encantos de fino mulato caribeño no lograban romper, en apariencia, la coraza de aquella mujer de hielo. Pero algo debía pasar y pasaba en su interior, algo como un naufragio, un rehundimiento del Titanic, algo se estaba yendo a pique dentro de ella, desmoronando su resistencia, su pose de intelectual fría y distante.

El tercer día, durante el almuerzo en un restaurante frecuentado por estudiantes de la Lomonosov, un brindis a la rusa, un vaso de vodka completito y sin parar hasta el fondo hizo el milagro. Liudmila encendió un Papirosa y le arrojó una bocanada de humo a la cara. Era la primera vez que la veía fumando. En su mirada líquida, en sus ojos aguados, Dato intuyó el prodigio.

Bajaron despacito hacia el parque recoleto de nombre pomposo –casi como quien dice al pie de la universidad- y ahora podemos verlos de nuevo en Las Colinas de Lenin, paseando alegremente, con los brazos trenzados. El frío había calado de forma tan agresiva que no había un solo moscovita a la vista, diecisiete grados bajo cero y una brisa asesina. Empero el caribeño caminaba confortablemente, abrigado por el calor que emanaba de la hembra. De repente Liudmila se quitó el abrigo blanco y se reveló a sus ojos completamente desnuda como un pollo. Se tumbó en la nieve tan blanca, tan lánguida y tan desnuda que su blancura se confundía con la nieve. ¿Con ese frío, profesor? Sólo una  matita de vello impúdico indicaba la entrada, la puerta del tesoro. Dato se enardeció como una fiera, se despojó de su vestimenta y como fiera se lanzó sobre el botín y el festín. ¿Con ese frió, profesor? Frío por fuera, fuego por dentro. Aquella mujer de hielo era un volcán en su interior. Al contrario de la marquesa, Liudmila hacía y agradecía el amor con ternura: dispensaba el amor genererosamente, como un surtidor de Champagne o Coca-cola. Decía despacito spasibo, lentamente spasibo, dulcemente spasibo, infinitamente spasivo, agradecida y tiernamente spasibo, inolvidablemente y para siempre spasibo. Durante aquellas horas de esplendor en la nieve, el hielo bajo sus cuerpos se derretía  y al final quedó un claro de unos cinco metros a la redonda. Cuando volvieron a vestirse, sudaban copiosamente y no aguantaban los abrigos. 



 (4)



[De lo que aconteció a nuestro infatigable aventurero en el transcurso de una misión imposible, precedida por la inolvidable experiencia del beso casto del adiós]


       Liudmila lo acompañaría después en un viaje maravilloso a las Repúblicas Soviéticas del Báltico donde las ciudades parecían de fantasía y después al Mar Negro. Allí se alojarían en alguna de las  fastuosas residencias reservadas a las más altas nomenclaturas del partido, copulando como conejos, vodka y caviar a saciedad.  Luego viajarían a Bakú y después asistirían al festival de cine de Tasken. Y en Tasken, por cierto, los sorprendió un terremoto que dejó a la ciudad destruida y puso fin a la gira. En fin, vacaciones prepagadas, si acaso había algo por pagar, aparte del prendedor.

Al regresar a Moscú en un helicóptero de transporte del Ejército Rojo, lo esperaban noticias de Sánchez Córdova. Noticias cifradas, en clave, poniéndolo al tanto del inicio de una delicada operación en la cual sus servicios eran indispensables. Ahora había regresado a las filas.

Volvió a ver a Liudmila al día siguiente –última vez que la vio. Liudmila con su carita linda ensombrecida, el rostro desmejorado por la falta de sueño y la tristeza. Ella también había recibido noticias, instrucciones precisas que daban por terminada su labor al servicio de Dato. Partía esa misma tarde hacia Moldavia por razones de seguridad. Con los ojos arrasados en lágrimas lo despidió con un beso en la frente que todavía le quemaba. Liudmila, desde luego,  le escribía cartas de amor que Dato no respondía porque tenía marido y Dato no quiso enamorarse.

Y además en esos días conoció a la nigeriana en una recepción del partido, la del beso casto  del adiós. La nigeriana era una negra fantástica y delgada, esculpida en mármol africano, de facciones suaves, con un pelo lacio que caía como cascada sobre sus hombros. Tenía una boca, una voz, unos labios que alborotaban, en variados idiomas, todas las fantasías sexuales. Y se prendó de Dato por supuesto, a primera vista, pero era reticente, y casta. Dato se la jugaba toda en esa época y no había tiempo que perder. De modo que la invitó a comer, en un segundo encuentro, con la esperanza de que ella fuera la comida o por lo menos el postre y nadinola. Dato la invitó a cenar en un tercer encuentro con la esperanza de que ella fuera la cena y nadinola. La noche antes de viajar a España en la misión suicida que le habían encomendado por vía de Sánchez Cordoba, Dato la despidió, para siempre, resignado, en su puerta de habitación de lujo del Hotel Rossía. Y fue allí y fue entonces que la nigeriana le propuso aquello del beso casto del adiós. Un beso de despedida. Mejor un beso que nada, por supuesto. Dato puso la boca en posición de trompa para recibir el premio de consolación, pero he aquí que la nigeriana se arrodilló, se postró frente a él como santo de altar. La estamos viendo. Parsimoniosamente descorrió la cremallera y  el resto se lo pueden imaginar, si acaso cabe en la imaginación. La nigeriana tocó la flauta mágica y Dato se convirtió en un ente abstracto. Por primera vez y última vez en su vida, Dato se sintió ser y no ser. Sintió ser la armonía, la música y la danza, la cadencia y el ritmo, el compositor y la composición, y el instrumento musical, sobre todo, la flauta mágica. Todo su cuerpo, todos sus sentidos se agudizaron, se afinaron, se convirtieron en una dulce emanación divina, fluido angelical, fuego celeste corriendo por sus venas, sublime obra de arte. Durante varias semanas le temblaron las rodillas.

Ahora está en Barajas, aeropuerto internacional de Madrid,  en plena dictadura franquista, visiblemente agotado y nervioso. No era para menos. Aparte de la nigeriana, y al cabo de cuarenta horas de vuelo –sin mencionar los intríngulis del vía crucis- la tensión era insoportable. Había viajado de Moscú a Montreal con pasaporte mexicano, había viajado de Montreal a Ciudad México con escala en Mérida y pasaporte canadiense, había viajado de Ciudad México a París con escala en Jamaica –Kingston  y Montego Bay- con pasaporte venezolano. Desde París había viajado a las islas Canarias con una simple carta de ruta, y de Canarias a Madrid con pasaporte diplomático nicaragüense al servicio de la dictadura de Somoza, trabajo de orfebrería del capítulo de falsificación de la KGB. Con tantos días de ajetreo, cambios de pasaporte e identidad, ya no estaba seguro de ser quien era.

A bordo del avión de Aeroflot en Moscú le habían entregado un instructivo de cincuenta páginas con lujo de detalles sobre su misión en España. Estaba escrito en tinta simpática especial que debía memorizar y destruir de inmediato, a pesar de que los caracteres desaparecían pocos minutos después de ser expuestos a la más leve luz. En el vuelo a Montreal memorizó diez páginas que desmenuzó concienzudamente antes de arrojarlos al retrete, o mejor dicho a los retretes del avión, cinco de ellos en total. En el aeropuerto de Montreal memorizó quince páginas que convirtió en confeti y arrojó por igual a las cañerías de varios lavabos. De Montreal a México, memorizó diez páginas que arrojó a la basura, y de México a Jamaica, en el viaje más corto, memorizó cinco páginas. Durante el vuelo a París memorizó el resto. Lo arrojó al desgaire en todos los sitios disponibles, aquí, allá, discretamente, dando paseítos de incauto en Orly. De París a las Canarias abrió y repasó mentalmente el texto y lo archivó de nuevo en su memoria fotográfica. Durmió unas pocas horas en el trayecto a Madrid y ahora está en el aeropuerto de Barajas, ya lo volvemos a ver, cansado y ojeroso, en la cola de una fila larguísima que  conduce a las horcas caudinas de inmigración y aduana. Una y otra dependencia lo tenían sin cuidado. El pasaporte era impecable y lo que guardaba en la cabeza era inaccesible. Más bien lo preocupaba el encuentro con un personaje, un correligionario cuyo apodo provocaba admiración o espanto, cuando no escalofríos, pero nunca indiferencia. Era el Gallego, un gallego de Madrid. El nombre y apellidos quedaban reservados a sus íntimos y nadie los pronunciaba a la ligera.

En la mesa presidencial del Palacio de la Esquizofrenia se produce un momento de estupor y encantamiento. El tabaco cae de la boca de Aldemar y Jacobo se estremece. ¿Lo conoció, profesor? Lo conocí. La sonrisa burlona del otro profesor, el profesor emérito, se desdibuja momentáneamente y traduce una emoción incontrolada. Sólo el Teddy se muestra impasible, a medias.

El sobrenombre y hazañas del Gallego se difuminaban, se mezclaban, se perdían entre la historia, entre la irrealidad del mito y la leyenda que son la forma real de la existencia humana, como sabemos por los griegos y hebreos. A los doce años era veterano de la malograda guerra civil española y así se inició su carrera como luchador de causas perdidas. Cuando sobrevino la debacle -la derrota de la República y el triunfo del franquismo- emigró a Santo Domingo con su familia y la familia de tantos españoles que se acogieron a la hospitalidad del tirano Trujillo en el más extraño sainete de los tiempos. El Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina -hechura y legado de la primera intervención armada del imperio norteamericano en 1916, anticomunista y partidario de Franco- era sobre todo racista y ganadero, y soñaba con mejorar la casta, blanquear el color del pueblo dominicano, aparte del suyo propio, como se dice redundantemente en esta zona de mal hablar andaluz con mezcla de dialecto canario y extremeño. De modo que –simpatías políticas aparte- Trujillo patrocinó la emigración masiva de españoles, al igual que una minoría de húngaros y búlgaros (como el gentilísimo galeno Damaskine Stefanoff), judíos, lituanos y japoneses a título de sementales de raza superior. Es decir, por razones de esperma. Pero en cuanto a los españoles, no midió las consecuencias. Gran parte de la hispanidad se reveló levantisca y traidora, sembró en el  país su escuela y su secuela de rabia y su decencia republicana, anarquista y comunista y se volcó en su contra –incluyendo al Gallego, por supuesto. Surgió la izquierda. La Juventud Democrática y el Partido Socialista Popular. El comunismo ateo y disociador de origen hispánico creó un monstruo que Trujillo reprimió bárbaramente y allí acabó el idilio. Trujillo se convirtió en Campeón del Anticomunismo en América. Todo lo que se oponía a Trujillo era ateo, comunista y disociador.

El Gallego militó por años en el Partido Socialista Popular  y pagó su cuota de cárcel en las mazmorras del tirano. Ganó fama en el frente, durante la insurrección constitucionalista que condujo a la segunda intervención armada del imperio norteamericano a Santo Domingo en 1965. A partir de allí esa fama lo precedió. Era pequeño, enjuto, displicente, autoritario y atrabiliario, y su mayor fuerza visible era su fuerza de cara y el vozarrón de mando, el bigote terrible a manera de remache y unos ojos torvos, felinos, pequeños y alucinantes. Ni claros ni serenos, ni de un dulce mirar tan alabados. Eran ojos puñales, dotados de un extraño merodear torcido. ).



 (5)



[Donde se recrean las míticas hazañas de un mítico personaje y las desventuras carcelarias que vivió el profesor Pagán en España, así como una tétrica experiencia en las mazmorras de Trujillo en la grata compañía del poeta Villegas].




Por sus servicios a la patria, el títere Balaguer, impuesto, por las tropas de intervención norteamericanas,  despojó al Gallego de la nacionalidad dominicana y lo arrojó al exilio, un doble exilio, el de su patria  nativa y el de su patria adoptiva.

En Cuba y en Corea del Norte completó profesionalmente su formación militar. Meses de privaciones, sacrificios, dedicación  y estudios, durante el más duro de los entrenamientos, en situaciones y condiciones límites, templaron el acero de su ya de por sí recio carácter. Célebre, al poco tiempo, como instructor en guerra de guerrillas, el propio Che Guevara solicitó sus servicios para sustituirlo en el Congo, poco antes de partir a su destino final en Bolivia. Por sus manos pasaron, en todos los campos de entrenamiento (Cuba, Corea del Norte, Argelia, Libia), Tupamaros de Uruguay, Montoneros argentinos, Sandinistas de Nicaragua, miembros del Frente Farabundo Martí de El Salvador, sin mencionar a un selecto grupo de vietnamitas y camboyanos.

A pesar de vivir un poco tan al salto de la mata, con guerrillas por aquí y guerrillas por allá, el Gallego no descuidaba sus deberes familiares. Viajaba regularmente, esporádicamente, clandestinamente al país a visitar a su mujer y sus críos. Y era un padre amoroso, por supuesto, no tan fiero el león como lo pinto. En una ocasión, por lo menos, llevó al Galleguito –su hijo menor y su biógrafo- a pasarse las vacaciones en un campamento guerrillero del Congo asediado por tropas colonialistas. Pero la experiencia fue frustrante para el muchacho. Por razones de edad no le creció la barba, pero la lengua se le estiró enormemente.

Dato tenía que coincidir en Madrid con el Gallego y desde allí partir en tren al País Vasco. Un grupo de veinte insurrectos, con fines inconfesables, esperaba a un comandante de guerrillas y a un comisario político, el Gallego y Dato. El Gallego, sin embargo,  no apareció en parte, su fino olfato, su militar político, lo pusieron sobre aviso y donde debió estar  nunca estuvo. A Dato Pagán Perdomo, nada más presentar el pasaporte, lo sacaron gentilmente de la fila y lo llevaron en presencia de un prefecto, el jefe de la policía española en persona, un honor que Dato no agradecía. El prefecto abrió el pasaporte. Pasó lentamente las páginas, olió la tinta, lo miró al trasluz, y donde decía Ramón García Sarmiento, leyó Dató Pagán Perdomo. Dato tenía rango de diplomático pero el otro tenía rango de policía y ya con eso era suficiente. Sólo le quedaba el derecho al pataleo. Mi nombre es Ramón García Sarmiento, Embajador at  large, como puede ver, del gobierno nicaragüense y nieto del gran poeta Darío.

Dato Pagán Perdomo, repitió el jefe de la policía, y Dato se sintió chiquito, chiquitico. Dato Pagán Perdomo -volvió a decir el prefecto, como si saboreaba su nombre, el nombre de la presa- tenemos un dossier suyo con fotos en el congreso del Partido Comunista en Berlín del Este, en Corea y en Cuba, en Argelia y Viet Nam   y en Corea del Norte. Dato Pagán Perdomo, tenemos fotos suyas de frente, de perfil y de espaldas en compañía de Fidel Castro, el Che Guevara y Ho Chi Minh, tenemos fotos suyas con la mujer de un ministro soviético en la posición del misionero y tenemos y no tenemos, entre otras cosas, este documento seguramente comprometedor, a cuyo contenido no hemos tenido acceso... todavía. El documento era un texto de cincuenta páginas, armado y pegado, a retazos a la manera de Frankenstein, y en el que Dato reconoció, con terror, el instructivo secreto que le habían confiado en Moscú. Allí no había nada que hacer salvo rendirse a la evidencia o mentir, seguir mintiendo, que era lo más prudente. Dato se enfrío como un témpano. Dato Pagán Perdomo, repitió el prefecto abanicándose con el documento frankensteinniano, ¿qué viene a hacer a España? Señor Embajador Dato Pagán Perdomo, ¿a qué debemos su honrosa visita?

El ingrato recuerdo de aquel interrogatorio y la nostalgia lo traen de nuevo a la mesa presidencial junto a sus contertulios del Palacio de la Esquizofrenia plagado de turistas, y a la juventud y la infancia en el Soco. El Soco, está en el Soco, en la desembocadura de un río de su provincia natal, tumbando cocos. La tarde arrebolada de colores dulcemente tropicales. Aquella experiencia en España le dejó profundas cicatrices emocionales que no era prudente molestar. Pero los contertulios, picados de infantil curiosidad lo acosan.

¿Lo torturaron, profesor? Físicamente no, quiero decir, pero hay cosas peores. A uno de los prisioneros le provocaron una crisis de identidad sexual tan grave que nunca más supo si era hombre o mujer. A Dato le aplicaron el suplicio de Tántalo. Mulatas de caderas enloquecidas, como sólo había visto en el fabuloso nigth club  Copacabana de la Habana, entraban a su celda  y bailaban a su alrededor prodigando a borbotones la sensualidad de sus cuerpos broncíneos semidesnudos y perfectos sin que Dato –atado a un camastro y desprovisto, literalmente, del auxilio de una mano amiga- pudiese hacer otra cosa, aparte de mirarlas. El espectáculo le hacía sudar todas las fiebres –los ojos desencajados saliendo de sus órbitas- y le producía dolorosos abscesos de priapismo.

Pero ahora está en la desembocadura del Soco, tumbando cocos. En esa época Dato subía a las palmeras con agilidad palmaria y tumbaba cocos secos que luego rompía con la cabeza y abría con las manos y los dientes. El poeta Villegas, Víctor Villegas -descendiente dominicano del famoso español y no por eso  inferior en obra y contenido-, nada en aguas frecuentadas por tiburones en las inmediaciones del matadero del Soco, sangre y vísceras en el agua, hervidero de escualos hambrientos. Pero los tiburones no lo buscan a él. Villegas busca a los tiburones. Villegas era un diestro en la panqueada, un arte isleño, nadar paralelo al costado del tiburón fingiéndose tiburón, girar repentinamente sobre su cuerpo y propinar un golpe casi siempre mortal con el talón en las agallas, el resto era asfixiarlo, si acaso quedaba vivo, tomarlo por la boca y llevarlo a tierra como a un cachorrito, filetear la cola y eliminar el resto que era un desperdicio. Esa noche cenarían pescado con coco en compañía de un grupo de enemigos del régimen y ultimarían detalles de un plan para matar a Trujillo. Villegas tenía las armas.

Ahora Dato está preso y sin ropas en compañía de Villegas y los demás enemigos del régimen en las mazmorras de Trujillo. De hecho esa fue su primera visita a la cárcel, las cárceles del tirano, no la última. Allí está preso y mal preso, y sin ropas, a merced de torturadores menos sutiles que en España. Bueno aquí varias veces lo hemos visto en circunstancias análogas, desnudo y preso de sus recuerdos y fantasías, feliz y sin ropa. Ahora simplemente está preso y sin ropas. Ejemplo clásico de que una misma situación  no remite a la misma condición, o viceversa. En fila india avanza desnudo junto a Villegas y los demás  enemigos del régimen, plato en la mano, en la cárcel, para recibir el chao, mezcla de harina de maíz con gusanos. En fila india, sí. Tristísima fila india de hombres desnudos y humillados en su desnudez, llevando el plato en una mano y con la otra mano cubriendo su desamparo, probóscides entumecidas, mustias,  alicaídas, el sexo una vez alegre colgando inútil a manera de butifarra.

Mea culpa, decía Villegas, en  momentos de intimidad. Mea culpa. Había cometido una indiscreción invitando a un delator al convite y allí en la cárcel meó y sangró todas sus culpas cuando le aplicaron la picana eléctrica en el miembro. 



(Epílogo)


[De cómo la fina inteligencia del poeta Villegas lo salvó de una muerta segura en la cárcel y otras aventuras del intrépido profesor Pagán en las selvas amazónicas y los llanos venezolanos].



Pero el calvario del grupo apenas había empezado. Los esbirros, por distraerse, apagaban en sus espaldas colillas de cigarrillo y a veces se divertían sacando uñas. Esporádicamente los conducían de madrugada a una especie de paredón y montaban un simulacro de fusilamiento con balas de salva que en nada afectaban el cuerpo, pero aflojaban el esfínter, con las consecuencias que todos podemos imaginar. En uno de los días más negros de su estadía carcelaria los llevaron a Dato y Villegas a una oficina con un aire acondicionado ruinoso, donde se encontraba Johnny Abbes García, el tenebroso jefe del Servicio de Inteligencia Militar de la tiranía. La entrevista con el siniestro era como quien dice una especie de antesala de la muerte. Haría preguntas insidiosas, ordenaría por rutina la ejecución. He aquí, sin embargo, que el siniestro tenía sobre el escritorio, a título de orgullo, un recorte de la última  página literaria de El Caribe en la cual le habían publicado un horrible poema que Villegas por suerte alcanzó a leer al revés y memorizó con memoria de elefante. El tenebroso los interrogó a propósito del complot antitrujillista y Villegas cambió el tema. Citó unos versos del poema y el tenebroso se desorientó, momentáneamente. El tenebroso volvió a preguntar sobre la conspiración y Villegas comenzó a celebrar los méritos del poema, citando versos a granel, de modo que el tenebroso se desencajó, se ablandó, se puso dulce y romántico, pero insistió en el interrogatorio. Entonces Villegas recitó el poema entero y el tenebroso preguntó ¿Qué le parece? Villegas dijo que le parecía muy bien, que debía persistir en el intento, que su condición de militar no invalidaba su condición de magnífico poeta, que si los distanciaba la política no los distanciaba el aprecio por la gran poesía, que incluso en aquellas circunstancias trágicas no podía menos que admirar su talento, y mire que no le miento, leí el poema la pasada semana y no se me quita de la sesera. En fin que, borracho a fuerza de elogios, el monstruo reenvió a los muchachos tremendones a seguir cumpliendo condena en la cárcel. Villegas siempre diría que en esa ocasión lo salvó la poesía, pero en realidad fue la crítica literaria. De cualquier manera, el carácter de aquellos hombres no hizo más que templarse en la adversidad. Villegas jura y perjura  que el efecto de la picana aumentó su potencia sexual, y por lo menos uno de sus hijos se graduó, casualmente, de Ingeniero Eléctrico. Nada más salir de la cárcel, seis meses después, descoloridos y flacos como cadáveres ambulantes, volvieron a las andadas, a conspirar contra el régimen, a las orillas de Soco y ahí los tenemos de nuevo, recuperando el color y las fuerzas. Dato partiendo cocos con la cabeza, Villegas extremando audacias, cabalgando a lomo de tiburón.

¿Tiburón?, dice Jacobo incrédulo y Aldemar lo secunda. El Teddy eleva la mirada en dirección a la Catedral Primada y guarda sus pensamientos. El profesor emérito sonríe con su sonrisa hermética. ¿Cabalgando a lomo de tiburón? Sólo Villegas podía hacerlo. Muchos perdieron las piernas y otros miembros en el intento. Pero eso no es nada relevante comparado con lo del Amazonas.

Las pupilas de Dato se dilatan como para dar cabida a la intensidad del recuerdo y su mirada se vuelve hacia el interior, ampliando la memoria para acoger la vastedad amazónica. Ahí va en una piragua, remando frenéticamente. Durante unos años de su vida, Dato desapareció del mapa y de la historia, posiblemente  por razones de seguridad. Ni amigos ni camaradas supieron de su paradero y Dato nunca fue prolijo al respecto. De alguna manera insólita fue a parar a Brasil, a una aldea indígena por los alrededores de Manaus, la ex capital del caucho donde Caruso inauguró un teatro fastuoso en mitad de la selva. De lo que hizo Dato allí, a cientos de kilómetros de la costa del Pacifico -salvo follar asaz y  campañas de alfabetización- se conoce relativamente poco. En aquellas instancias desmesuradas, al margen de los refinamientos de la civilización, Dato vivió un período especial de su vida. Entre los aborígenes fue acogido como un príncipe y las vírgenes  se le entregaban de regalo.

Ahora rema frenéticamente,  en piragua, tratando de escapar de un asedio. En su visita a una comunidad cercana le obsequiaron, en calidad de esclava, una hermosa guaraní recientemente capturada en una expedición bélica contra grupos rivales. En principio, Dato no pudo negarse por razones de cortesía, aunque estaba en su intención devolver intacta la muchacha a sus predios. Era una criatura elemental, de sexo vegetal, húmedo y frío, casi una niña. Pero nada más zarpar se le entregó. El Dato se dejó tumbar en la piragua y la guaraní sobre Dato, y en el momento del clímax empezó a escuchar silbidos como sinfónicos y golpes que se clavaban en la embarcación. Cuando comprendió que estaba bajo una lluvia de dardos y flechas envenenadas, se incorporó para tomar los remos sin desprenderse de su pareja, por supuesto. Ahí va remando, con la fuerza de la desesperación, remando frenéticamente y haciendo el amor al mismo tiempo con movimientos sincrónicos, tomando poco a poco distancia de sus enemigos.

Como tantas otras veces, logró escapar de puro milagro, pero el esfuerzo sobrehumano lo dejo agotado, maltrecho, durante varios días. Sin embargo no fue ese el escenario de su mayor prueba de fuerza y destreza sexual. Fue a la sombra de un árbol gigantesco donde empezó aquella especie de obra maestra de la copulación suicida. El Dato dormitaba disfrutando su merecido reposo de guerrero, al menos eso intentaba, cuando apareció la amazona –en el amplio sentido de la palabra- a lomo de un caballo trotón, atraída por la fama del macho cabrío que los rumores de la selva divulgaban. A la sombra del árbol gigantesco tuvo lugar la primera parte del escarceo erótico. Como gallos de traba se miraron, se midieron y caminaron en círculo, exhibiendo cada uno su plumaje. Se besaron en círculo. Un beso y otros besos, el despojo del plumaje, provocaron el incendio de la sangre, pero cuando la mecha de dinamita de Dato estaba encendida, la amazona lo rechazó y trepó ágilmente por el árbol hasta la cima. Dato la siguió, la persiguió de rama en rama con su inveterada agilidad palmaria, pero la amazona se evadía, se evadía, y Dato la perseguía con esa espada caliente digna del Salón de la Fama. Pero la amazona se evadía y se evadía, haciendo maromas circenses, hasta que Dato, finalmente, tomó un atajo y colgado de una mano, la atrapó con la otra mano  y con genial puntería la ensartó por allí donde quería. En esa luna de miel arborícola crapularon como simios, hasta que la mano de Dato se desprendió como una hoja seca y cayeron al suelo derruidos.

El profesor emérito esta vez no logra contenerse y exclama Dato, por favor, cómo es posible. ¿Con una sola mano?  El Dato baja humildemente la cabeza y responde con impecable argumento antropológico, explicando el fenómeno por aquello de lo atávico, ancestral: es que me volví un orangután. El Teddy se rasca la cabeza. Jacobo y Aldemar lo miran con admiración no contenida.

Ahora está preso de nuevo en el país y ya no es fábula, ahora lo persiguen para matarlo y ya no es fábula, ahora reparte volantes contra la tiranía y ya no es fábula, ahora participa en una manifestación antitrujillista y ya no es fábula, ahora es el Dato de carne y hueso que se opuso a la tiranía y ya no es fábula, es el Dato un poco mitológico y real que se opuso a un régimen de oprobio. Ahora está en el exilio, media vida en el exilio y la lucha.

Ahora está de regreso en el Palacio de la Esquizofrenia en compañía de sus cofrades. Describe en términos poéticos su encuentro con un esbirro mortal que lo torturó, un asesino tan temible que cuando entraba a un bar de San Pedro de Macorís se apagaban las velloneras. No tardará mucho en regresar al autobús que lo conduce a través de los llanos venezolanos, después del incidente con la anaconda. Esta vez los detiene un puma gigantesco en medio de la pista, devorando a una presa. El chofer despavorido, los pasajeros despavoridos, cerrando ventanas y dando gritos. Dato interrumpe de nuevo la lectura de Kant, con desagrado no bien disimulado.  Pide que abran la puerta, baja y se quita el abrigo de piel, y sale al ruedo, espanta al puma con lances de torero  y preserva lo que quedaba de la presa para una comilona.

El Teddy finalmente se encabrita y le pregunta que coño hacía con un abrigo de piel en los llanos venezolanos a cuarenta grados sobre cero. La respuesta de Dato lo deja sin habla, sin dicción. Es que al otro día salía para Finlandia y no quería que se lo robaran.

Vuelve al Palacio de la esquizofrenia y allí está, allí estará para siempre en espíritu, en El palacio de la Esquizofrenia con sus dilectos cofrades, trashumante, andando y desandando esas viejas calles de la Ciudad Colonial y fabulando.



a roberto cassá

(9/3/2004)









CRÓNICAS TARDÍAS DESDE EL PALACIO DE LA ESQUIZOFRENIA



1


El cronista amaba sin remedio, casi sin esperanza, el marchito esplendor de la ciudad colonial, la dignidad de sus calles perfectamente trazadas, tiradas a cordel, la sobria y desdibujada arquitectura de sus iglesias, palacios y palacetes, la exuberancia claustral de los jardines interiores, sus armoniosas y desfiguradas plazas y parques, y quizás, sobre todo, el misterio recóndito de ciertas callejuelas, casonas y callejones, la poesía resonante del Callejón de los curas.


Amaba irracionalmente, con la misma ilusión desencantada,  incluso el despojo de lo que fue, lo que había sido la ciudad colonial. Tesoros arquitectónicos en ruinas, techos y fachadas de edificaciones coloniales y republicanas cayéndose a pedazos, postes decrépitos cayéndose sin ruido, colgajos de cables del tendido eléctrico casi a nivel del suelo, cuadras enteras desvencijadas, arrabalizadas, sucias, superpobladas, vecinos que sobreviven en condiciones miserables, entre el olor de cloacas y letrinas, entre el reino de la mugre y la pestilencia, recovecos infames, montones de basura, desperdicios e inmundicias, cosas muertas. Casas y cosas muertas.

La santa madre iglesia, en virtud de graciosos decretos  

presidenciales, se había hecho dueña de algunas de las áreas 

más valiosas y mejor conservadas, el corazón de la ciudad 

colonial. Extendía sus tentáculos hacia el sur de la catedral y las cercanías de la calle Las damas, las había convertido en cementerio eclesiástico. Allí donde hubo música, escuela de karate, galería de arte, restaurante, allí donde hubo vida  había ahora un silencio abrumador de tumba, un territorio zombi, inhabitado. Opulentas viviendas coloniales permanecían cerradas como quien dice a cal y canto. El auditorio del arzobispado, antiguo cine de las fuerzas armadas, cerrado como quien dice a cal y canto. En un tramo de la calle Las Damas, el mismo que discurre brevemente frente a la fortaleza de Ozama, la soledad impone por igual sus dominios, la soledad sin fondo de la calle Las Damas. La primera calle europea en esta parte del mundo, vieja y cansada, abandonada, convertida también en cementerio eclesiástico.

La santa madre iglesia se había apropiado de bienes muebles 

e inmuebles, calles e incluso nombres de calles, que es peor. Muchas de las arterias de la zona honraban la memoria de 

héroes, intelectuales y próceres, pero otras se deshonraban con los nombres de controvertidas figuras de la misma santa y gloriosa institución.

Precisamente, a un  costado del Palacio de la esquizofrenia (donde se encuentra ahora el cronista, rumiando su mala leche) corre una vía consagrada a un eminente arzobispo y orador que se limpió el trasero por lo menos con el quinto y el décimo mandamientos. En el breve ejercicio de la presidencia de la república, se destacó por intolerante y fusilador. En su vida privada, que fue bastante pública, ganó fama como semental. Era, de hecho, un lujurioso incurable, un seductor implacable que reprodujo su estirpe en el seno de familias patricias.

Otra importante calle lleva el nombre de otro arzobispo que también fue presidente, un presidente títere, y otra el de otro 

arzobispo que traicionó la causa independentista, haciendo 

causa común con el colonialismo, sin olvidar sus servicios al 

despotismo: “La excomunión de Duarte y los Trinitarios y la 

amenaza de excomunión para los que no votasen por Pedro Santana”.

Al peor de todos, un simple padre, lo honran una calle y una plaza, un hospital y una estatua benévola de filántropo con la diestra apoyada sobre el hombro de un niño. “Ay Dios mío -dijo el ilustre prócer- el pervertido bajo la sotana del santo”. El filántropo amaba a los hombres, por supuesto, pero sobre todo  a los niños. “El sotánico satánico” diría Neruda. “Sotanás en persona”, digo yo.

El cronista alcanza con la mirada la placa de metal con el nombre de la calle que pasa junto al Palacio de la esquizofrenia, a pocos metros de distancia de la mesa que ocupa. Lo pronuncia en voz baja, con un gesto de disgusto, como si fuera un purgante. Y en realidad es un purgante. Un purgatorio.

A Guido Riggio Pou, en memoria


2


El rosario de agravios de la Ciudad Colonial (aparte de calles bendecidas con nombres de figuras execrables) incluía, entre otras cosas, la destrucción de numerosas edificaciones que en la época del Jefe inolvidable eran declaradas peligro público para dar paso a modernas aberraciones urbanísticas que todavía existen.

La ciudad romántica, el proyecto de remodelación de La ciudad romántica, fue siempre el sueño de la razón de un monstruo, lo que soñó de niño un sádico vesánico, el heredero del Jefe, un burdo sueño.

El heredero, que también soñaba con sangre desde niño,  nunca tuvo una visión de conjunto, una idea global de rehabilitación y rescate de la zona. Se limitó a remodelar unos cuantos palacios, reconstruyó unos lienzos de muralla en la avenida del puerto y derribó parcialmente el de la parte delantera de la fortaleza de Ozama para poner al descubierto el original. La operación sólo dejó en pie la patética muralla almenada decreciente que hoy se aprecia o desprecia. Sin saberlo, o sin importarle, el inefable restaurador hizo derribar casi dos siglos de nuestra breve historia, derribó parte integral de la última obra que, junto con la puerta actual (el imponente portal de Carlos III), fuera construida por los españoles en Santo Domingo a fines del siglo XVIII. Derribó el restaurador un trozo de muralla que había sido erigido precisamente en función de la nueva puerta, un ingenio arquitectónico y poético con ventanas enrejadas que parecían una prolongación de las de la Casa de Bastida. Derribó, en fin, la armonía, el sentido de las proporciones, rompió el equilibrio del entorno, la poesía arquitectónica de aquel gracioso ingenio con ventanas enrejadas que en nada asemejaba al de un recinto militar.

El proyecto de remodelación de La ciudad romántica nunca incluyó el rescate de la populosa barriada de Santa Bárbara, que fue aislada de la Calle de las Atarazanas con un muro de vergüenza o desvergüenza para ocultar la pobreza. En cambio se procedió a la construcción del ominoso palacio del príncipe detrás de la catedral, se anunció la destrucción de las formidables edificaciones de la Avenida España en la prolongación de la Calle Isabel la Católica (antigua Calle del Comercio que fue agraciada con el nombre de una loca madre de Juana la loca) y se erigieron monstruosos edificios de parqueos en esta misma calle y la de El Conde. Las dos más notorias aberraciones urbanísticas de la ciudad colonial.

Lo peor, pensó el cronista en su despacho del Palacio de la esquizofrenia, no había pasado todavía, estaba pasando desde los últimos tres años y parecía interminable. El último y más ambicioso plan de rescate de la Ciudad Colonial (que en el fondo estaba en manos de la iglesia y una conocida familia de depredadores), la había convertido en una especie de territorio comanche. En sus principales calles habían removido con maquinaria pesadas todo el material de aceras y pavimento, y grandes trincheras habían sido abiertas longitudinalmente para soterrar la luz y otros servicios públicos. Como consecuencia, los cimientos de viviendas que en muchos casos tenían casi quinientos años habían sido seriamente comprometidos, y el llamado Hotel Francés, un tesoro arquitectónico, simplemente había colapsado.

En el nuevo diseño vial han desaparecido las aceras. Un generoso espacio peatonal destinado a turistas futuristas y limitado por bolardos metálicos contrasta con la estrechez del espacio para el tránsito de vehículos. La mayoría de las áreas de estacionamiento han desaparecido. La ola de asaltos recrudece y nadie vela por la seguridad de los vecinos. El antiestético y peligroso cableado colgante del tendido eléctrico, que amenaza a los pasantes desde los decrépitos postes de luz, permanece intacto.

El prolongado cierre de las vías llevó a la quiebra a numerosos comerciantes y llevó a muchos pobladores a la desesperación. El nuevo diseño no mejora las cosas, las pone en perspectiva. La novedad del proyecto parece consistir en hacer imposible, en seguir haciendo imposible la vida de los habitantes de la Ciudad Colonial y de toda la zona intramuros en general, provocar una estampida, que de hecho había empezado, para adquirir valiosos inmuebles a precio de vaca muerta.

El abandono de oficinas de abogados y dentistas, agencias publicitarias y locales de alquiler era notorio. Notorio era el acoso, los procedimientos judiciales de desalojo, el expolio, el éxodo de familias que  se veían obligadas a ceder un espacio en el que habían echado raíces y paro de contar. La Ciudad Colonial había sido tomada, estaba siendo tomada por asalto, como aquella casa del famoso cuento de Julio Cortazar. El propósito mal disimulado consistía, como se ha sugerido, en obligar de uno u otro modo a la población a evacuar el histórico centro.

Era un mal día. El cronista se juró que no volvería al Palacio de la esquizofrenia, no volvería posiblemente a comulgar con sus habituales compañeros de tertulia, extrañaría a tantos otros parroquianos del hastío. Ahora le repugnaba el ambiente de los alrededores, no se sentía a gusto, se sentía un extraño en esa ciudad colonial artificial. Vomitaba su mala leche contra la iglesia y la oligarquía, la lumpen oligarquía lilisista.  

Hoy no se encontraría, por suerte, con el intratable director del prestigioso libelo cultural de mayor circulación en la zona y nunca más se encontraría con el presuntuoso y excéntrico Pedro Peix, uno de sus mejores enemigos íntimos. Un infarto fulminante o algo parecido había silenciado su voz, la voz de un rebelde intransigente que aún tenía mucho que decir. La epidemia de infartos se  había llevado al queridísimo Harold Priego, a Guido Riggio Pou, a tantos otros, y a punto estuvo de llevarse a su inapreciable cofrade publicista, el catalán de apellido sicalíptico. 

Él mismo descubriría algún día que su fecha de expiración estaba venciéndose o se vencería de repente sin previo aviso. Él también podría estar un día de estos ocupado muriéndose.



pcs, domingo 10 de enero de 2016


No hay comentarios:

Publicar un comentario