(Un relato de Ritos ancestrales)
Pedro Conde Sturla
La noticia corrió como noticia, como reguero de noticia, como suelen correr las noticias. En cuanto atraparon a los ladrones, cuatro supuestos ladrones que habían puesto en zozobra a la laboriosa comunidad de Sánchez, los celosos agentes del orden (guardias y policías, entre los cuales algunos vestidos de civil), los encueraron en público, como era de rigor, los despojaron sin miramientos de sus ropas, los harapos más bien, y ahí mismo les dieron una tanda de palos, de culatazos y patadas, patadas y culatazos para que sirvieran de ejemplo y buen ejemplo al público que aplaudía, que presenciaba gozoso el espectáculo, especie de catarsis aristotélica para la mala leche.
Después los tiraron como piltrafa en una carreta para llevarlos a la cárcel de la fortaleza en las afueras del pueblo, donde llegaron casi vivos, milagrosamente vivos, brutalmente apaleados, pero como quien dice vivos. Menos coleando que vivos.
Al día siguiente, cuando el juez de instrucción designado para conocer el caso acudió al lugar con el propósito de cumplir puntualmente con su deber, después de mucho averiguar se encontró con que los presos no se encontraban, ya no estaban, habían dejado de estar. Advirtió asimismo que los garantes del orden uniformado respondían a sus preguntas con extrañeza, extrañeza y extrañitud, cuando no con palabras evasivas y desdeñosas, y entonces pidió que lo llevaran al despacho del comandante. Ni más ni menos que al despacho del comandante. El recio comandante de la fortaleza, un célebre matatristres de mal ganada fama.
–Capitán Pujals, ¿qué pasó con los presos, los supuestos ladrones? Nadie sabe decirme nada de ellos.
El capitán lo miró con disgusto, casi con desprecio.
–Los guindé, magistrado. Uno por uno. Fueron gentilmente ahorcados en su propia celda para evitar derramamiento de sangre.
–¿Pero cómo es posible, capitán? No lo puedo creer.Yo estoy aquí por órdenes de la fiscalía para instruir la sumaria.
El rostro del capitán se pobló de sombra. De repente era una sola sombra, una sola sombra larga.
–El querido Jefe ha dado instrucciones precisas en lo que respecta a esos casos. ¿Acaso usted se opone a las órdenes sumarias del Generalísimo?
–De ninguna manera, capitán. De ninguna manera –recalcó el magistrado, empezando a sudar copiosamente en frío–. ¿Pero no le pasó por la mente que esos hombres podían ser inocentes?
La sombría sombra larga se acentuó en el rostro del capitán que ya estaba perdiendo la paciencia.
–Eran inocentes –dijo tajantemente.
–Excúseme, capitán, ¿cómo lo sabe usted, capitán?
–Hace un par de horas encontramos a los verdaderos culpables.
–¿Y qué hizo con ellos, capitán?
La cara del capitán Pujals se iluminó con una encantadora sonrisa de niño travieso. Parecía de repente otra persona y no lo era.
–¿Qué hizo con ellos, capitán?
El capitán volvió a sonreír con su sonrisa de niño.
–Los guindé también, magistrado. Los guindé piadosamente a todos. No se hable más del asunto.
19/04/200997
"Los guindé también, magistrado. Los guindé piadosamente a todos".
ResponderEliminarGenial, pero sé que es mucho más que mera ficción, querido Pedro Conde.