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13/7/24

Cambio de bestia (1-12)

Cambio de bestia (1): Negro Trujillo en el trono) 

Pedro Conde Sturla

26 abril, 2024

La bestia tenía muchos motivos para celebrar y hubo grandes celebraciones. El año 1947 había sido difícil desde el principio, pero la razón y el orden habían prevalecido, prevaleció el régimen de terror de la bestia. El 16 de agosto se había juramentado de nuevo como presidente, por cuarta vez presidente, elegido casi por unanimidad. Los comunistas del PSP y los antisociales de Juventud Democrática, que habían desafiado su gobierno públicamente, estaban en el exilio o en la cárcel o estaban muertos o lo estarían más adelante. La mayor amenaza que se había orquestado contra su gobierno, la expedición de Cayo Confites se había derrotada en parte a sí misma, y la de Luperón, apenas dos años después, se redujo a un breve episodio.

Los años de la bestia en el poder como primer mandatario de la República terminaron, sin embargo, formalmente (sólo formalmente) en 1952. Había sido elegido presidente en 1930 y 1934, y entre 1938 y 1942 cedió el cargo, el nombre del cargo, a Jacinto Peinado y a Manuel Troncoso, y luego se reeligió, esta vez por un período de cinco años en 1942 y 1947. Ya había sido presidente cuatro veces y no quería que el mundo pensara que era un dictador. Se echaría a un lado, ignorando el clamor popular, las voces ensordecedoras, los reclamos de la prensa, los ruegos de los más cercanos aduladores que pedían a una sola voz su reelección. Otra vez reelección. Su lugar ahora lo ocuparía su manso hermano Negro, su hermano preferido, el que nunca le había dado problemas. Negro era el único al que la bestia otorgaba derecho a usar el ridículo bicornio emplumado que tantas burlas había suscitado durante su viaje a España, un uniforme bordado con hilos de oro y el título de generalísimo, el mismo Negro que, a semejanza de la bestia, se permitía refocilarse con las esposas de altos oficiales y tenía en su finca, en una de sus fincas, un cementerio privado. Su hermano mimado.

Con el bicornio emplumado se juramentó en un acto de relumbrón en el que participaron importantes delegados extranjeros, entre ellos Anastasio Somoza, alias Tacho, el célebre dictador de Nicaragua.

Fue algo solemne y emperifollado a la vez. Todo un acto, un verdadero acto.Dice Crassweller que la ceremonia fue meramente simbólica. Al tiempo que Negro recibía el nombramiento, nada más que el nombramiento de Presidente de la República, la bestia asumía el cargo y el título nada simbólicos de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. A Negro ni siquiera se le permitió dar un discurso. Todos los honores, todas las distinciones las acaparó la bestia, su muy querido hermano. Incluso llegó primero que él al palacio, ocupó como de costumbre su despacho y empezó de inmediato a despachar. Negro se instalaría en una lujosa oficina, sin nada o poco que hacer.

Se instaló —como dice Crasswelwer— en la plácida y relajada vida que mejor se adaptaba a él.
Se había producido pues un informal cambio de bestia, un cambio de mentirillas. La bestia se cambiaba a sí misma por la menor de las bestezuelas. Un cambio insustancial.

A Negro le había pagado los estudios, se había ocupado de él personalmente, le había fabricado una carrera meteórica en la guardia, pero no depositaría en sus manos más que un mínimo de poder ni le concedería mayor confianza. No obstante, la bestezuela estaba feliz. Ostentaba el cargo de presidente aunque no presidiera nada y empezaría a recibir un salario de lujo y numerosas entradas extras. Era el mejor trabajo del mundo. Sólo tenía que parecer presidente. Y además, probablemente no estaría sujeto a las vejaciones que la bestia acostumbraba dispensar a sus altos funcionarios.

Ni siquiera tendría que ocuparse de asuntos de estado más de lo indispensable. Su papel consistiría en aparecer en ceremonias públicas y privadas y siempre detrás de la bestia, por lo menos dos pasos siempre detrás. La bestia le tenía un cariño bestial a la bestezuela, pero no permitía que se le igualara, tenía que mantener, al igual que todos, la distancia. Hasta su padre había recibido en alguna ocasión una ruidosa reprimenda por haber permanecido sentado en el momento en que la bestia había hecho una de sus entradas tan teatrales y triunfales.

Con Negro no habría problemas, y mucho menos como los que tuvo con Aníbal y Petán. Negro era una masa de pan. Se limitaba a firmar los papeles que le decían que firmara (con total desinterés, dice Crassweller), además leía los discursos que otros escribían y hacía de la lealtad y la obediencia a la bestia el motivo de su vida. Declaró una vez o le dijeron que declarara que no podría comportarse de otra otra manera porque era su sangre y su alma, un hijo de su protección y afecto. Era sus ojos y sus oídos.

En lo que sí manifestó siempre una personal iniciativa fue en asunto de faldas. Nadie le decía ni tenía nada que decirle en ese sentido, era un perrito faldero, en el sentido retorcido de esas palabras. Convirtió, de hecho, el Palacio Nacional en un coto de caza. Le gustaban las mujeres tanto como la tierra y se hacía dueño de ellas por todas las artes. Tenía debilidad por las mujeres casadas, o quizás simplemente se complacía más en humillar que en seducir. Tal vez más que nada humillando. En el mismo palacio cometía relaciones sexuales con mujeres casadas y no se molestaba ni siquiera en disimularlo. Dice Crassweller que Negro se jactaba en su círculo íntimo de las mujeres que pasaban por sus manos. Pretendía ser un maestro en el arte de seducir, un tenorio, alguien que se las sabía todas en asuntos de mujeres, alguien que poseía sabiduría para conquistarlas. Dice Crassweller que en su personalidad todo parecía estar supeditado al deseo sexual y era además un notorio indiscreto y que no había empleado del palacio que no estuviera enterado de sus andanzas. En su propio despacho tenía una amante, una mujer casada, con la que tenía sexo frecuentemente y hablaba de ella de una manera despectiva. Decía que era una mujer que transpiraba sexo y que el marido tenía unos cuernos tan largos que ya no podía entrar a su casa. Se complacía en su desprecio sin darse cuenta de que el despreciable era él.

En el fondo era un blandengue, tenía manos blandengues, un blandengue apretón de manos, sí se le puede llamar así, la mano flácida, fofa. Hay quien dice que era tranquilo y callado, incluso tímido, pero todo eso se le quitó con el uniforme y los altos rangos militares, y ningún freno moral le impidió abusar de las mujeres, apoderarse de enormes extensiones de tierra, quitarle la vida a muchos infelices y acumular una gran fortuna. También era coleccionista de zapatos y en cajas de zapato guardaba el dinero que luego sacaba del país, a escondidas de la bestia.

Dice Crassweller que en él no eran tan acentuadas las características criminales de los hermanos, pero no era tampoco el mejor, era el menos malo. Era la más joven y quizás la menos sanguinaria de las bestezuelas, podía tener un trato afable y podía parecer una buena persona, pero estaba lejos serlo.

(Historia criminal del trujillato [139])

Notas: Ver “La hermandad de las bestias (8)” en https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/10/la-hermandad-de-las-bestias-8.html

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. 


Cambio de bestia (2): Un incordio llamado Tacho 

Pedro Conde Sturla

3 mayo, 2024

La ceremonia de entronización del hermano menor de la bestia como presidente putativo de la República fue todo un éxito. La bestezuela había sino beneficiada con un cargo honorífico y la bestia se reafirmaba como el hombre fuerte del país y ambas estaban felices. Pero todo habría sido mejor, a gusto de la bestia, si Somoza no hubiera asistido. Somoza fue, como quien dice, el pelo en el sancocho, que nunca falta, un inconveniente, un incordio, una molestia.

Tacho Somoza y la bestia no se conocían personalmente, habían tenido relaciones diplomáticas, se habían comunicado por escrito y habían hablado por teléfono en algunas ocasiones y eran aliados, naturalmente, habían sido aliados durante varios años y seguirían siéndolo.

La primera vez que se encontraron, con motivo de su visita para asistir a la toma de posesión de Negro Trujillo, fue una decepción. Una recíproca decepción. En las grandes ocasiones la bestia estaba casi siempre enfundado en su traje de emperador con bicornio emplumado y era capaz de ir al estadio con ese traje de opereta. En cambio Somoza usaba uniforme militar o un traje blanco ligero o de cualquier otro color, que es lo más apropiado para el trópico. No es que andara mal vestido, es que la bestia se esperaba encontrar otro parecido a él, alguien quizás cargado de medallas como un general ruso y traje de mariscal por lo menos. Seguramente le pareció despreciable, insignificante, sobre todo, y le cogió ojeriza desde el primer momento, se desvaneció cualquier sentimiento de simpatía que hubiera podido tener por Somoza, si alguna vez lo tuvo. Además parece que en Somoza se produjo la misma sensación. No se gustaron uno al otro. Se despreciaron y se despreciarían mutuamente, aunque guardarían desde luego las apariencias. Trujillo lo condecoró y Somoza hizo lo mismo, se condecorarían el uno al otro y en las fotos son todo sonrisas…Dos sonriente tiranos con sonrisas beatíficas exhibiendo condecoraciones.

Dice Crassweller que a pesar de las similitudes entre ambos dictadores, había diferencias de grado, pero no en cuanto al comportamiento criminal. Ambos habían surgido de una ocupación militar, aupados por los marines, y se habían mantenido en el poder a sangre y fuego y es difícil saber cuál de los dos era más sanguinario. Trujillo era una bestia, pero Somoza no se quedaba atrás. Sobre sus hombros cargaba con el asesinato de César Augusto Sandino, quien se había alzado en armas a raíz de la ocupación de Nicaragua por tropas del imperio. La feroz resistencia del bien llamado general de hombres libres obligó a las tropas yanquis a abandonar el país, pero en el ínterin habían creado, igual que en Santo Domingo, una Guardia Nacional tan antinacional como la dominicana. Al frente de esa guardia estaba Somoza, Anastasio Somoza García, alias Tacho, el primero de una dinastía gallega que gobernaría Nicaragua durante cuarenta y dos años.

La noche fatídica del 21 de febrero de 1934, Somoza mandó a matar a Sandino por órdenes de la Embajada norteamericana. Pero decir Sandino es decir poco. Además del glorioso César Augusto Sandino fueron ejecutados esa noche varios de sus oficiales, un hermano de Sandino, el padre de Sandino, un niño que estaba en el lugar equivocado y quien sabe cuántos más. Toda una orgía de sangre.

Los cuerpos del general y sus generales y familiares asesinados fueron llevados ante el mismo Somoza por órdenes de Somoza y de inmediato enterrados en una fosa común. Al cabo de un tiempo prudente daría Somoza un golpe de estado con el apoyo de la embajada, y con el mismo apoyo gobernaría dieciséis años.

En 1939, cinco años después de su gloriosa hazaña criminal y dos años después del golpe, Somoza fue invitado a viajar a los Estados Unidos por el presidente Franklin Delano Roosevelt, y se apareció en compañía de su esposa y varios familiares. A su arribo a New Orleans, la Universidad Estatal de Luisiana lo premió con un flamante doctorado en leyes honoris causa, y unos días después fue recibido y agasajado por el Presidente Roosevelt, que no cabía en sí de contento en presencia de su héroe:

«El 5 de mayo de 1939 lo recibieron en la estación del ferrocarril el presidente Roosevelt, el vicepresidente, el gabinete presidencial y el presidente de la Corte Suprema de Justicia, todos varones y con sus respectivas esposas. En su honor se llevó a cabo un desfile militar que incluyó a 751 oficiales de policía, 400 miembros del cuerpo de bomberos, 9 aviones conocidos como “fortalezas volantes”, 30 tanques de guerra y un cuerpo de artillería».

Ese mismo año, el día 11 de julio de 1939, estuvo Trujillo en la Casa Blanca, en presencia del mismo Franklin Delano Roosevelt, después de haber recibido un agasajo igual o similar. Roosevelt amaba a sus tiranos, los amaba y protegía. Por eso nunca se ha podido establecer a cuál de ellos se refería cuando dijo (o dicen que dijo): «may be a son of a bitch, but he’s our son of a bitch» (puede ser un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta), un SOB. La verdad es que uno lo era tanto como el otro. Hay quien afirma que Roosevelt nunca dijo esa frase, pero pudo haberla dicho, y además era cierto.

Las diferencias entre la bestia dominicana y la de Nicaragua eran más bien de personalidad. Trujillo tenía el ego exacerbado en grado extremo y no pensaba que nadie estaba a su altura y era además sicorrígido.

Somoza, en cambio, aún con el ego inflado, era un hombre que en opinión de Crassweller no desdeñaba tumbarse en una hamaca con un trago en la mano. Hasta es posible que hiciera de vez en cuando un chiste. De hecho, dicen que Somoza le hizo a la bestia uno sobre un loro nicaragüense que decía «abajo el gobierno» y a la bestia no le hizo ninguna gracia, aunque se tratara del gobierno de Nicaragua.

La antipatía daría paso al desprecio, al menosprecio. Pensaba que Somoza no había hecho nada por Nicaragua, que no era un constructor como él, un gobernante esclarecido, y no le otorgó todos los honores que al ilustre visitante se le debía. De modo que Somoza regresó a Nicaragua con el orgullo un poco maltrecho y se quejó de que en las reuniones que tuvo con Trujillo le daban un asiento más bajito para obligarlo a mirar hacia arriba con el propósito de humillarlo. Algo que recuerda el encuentro entre Hitler y Mussolini en la genial película satírica «El gran dictador», de Charles Chaplin.

La peor ofensa que le hizo Tacho Somoza a la bestia fue haberse dejado sacar del poder con los pies por delante. Ese mal ejemplo no se lo perdonaría nunca. Somoza se dejó matar por un poeta, de los que en Santo Domingo había muchos, y la bestia no se lo perdonaría.

En efecto, a ese Tacho fundador de la fatídica dinastía Somoza le darían chicharrón en 1956, cuatro años después de su visita al país, en un temerario atentado que llevó a cabo el poeta y justiciero Rigoberto López Pérez. Los disparos que recibió Tacho Somoza al parecer no eran mortales, pero los médicos del hospital gringo del canal de Panama se encargaron de terminar el trabajo que había empezado Rigoberto.

Para peor, el segundo Somoza resultó ser un blandengue que moriría de un ataque al corazón. El tercero y último moriría igual que Tacho de muerte violenta pocos días después haberse exilado en Paraguay cuando el vehículo en que se movilizaba fue golpeado por un RPG, un arma antitanque que lo redujo a su mínima expresión. Murió, pues, de RPG.

(Historia criminal del trujillato [140])  

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. 

Cambio de bestia (3): El potentado del Caribe 

Pedro Conde Sturla

10 mayo, 2024

En el trono de la república se sentaba otro gobernante, es decir, otro títere, y nada había cambiado en esencia o cambiaría para empeorar. En efecto, la represión recrudecería en esos años (los últimos que le quedaban) en que la bestia no ostentó el título de presidente. En ese tiempo cometió la bestia algunos de sus peores crímenes e imprudencias y el aparato militar se fortalecía día tras día.

En los primeros años de la era gloriosa no habría más de ocho mil hombres en la guardia y un número muy reducido en la marina, que era casi inexistente, igual que la aviación. Con eso era suficiente para mantener a raya y aterrorizada a la población, pero no para contener una expedición armada como la que pudo ser Cayo Confite. La bestia dio entonces inicio a un ambicioso plan de expansión de sus fuerzas armadas.

Muy pronto el ejército llegó a tener dieciocho mil hombres y su número seguiría creciendo y el armamento modernizándose. En 1947 ya había una Marina de Guerra con su propio estado mayor, una armada en regla, con bases en Las Calderas e Isla Beata, diez guardacostas, una fragata, una corbeta, destructores y un buen número de lanchas auxiliares, aparte de una goleta destinada a la instrucción.

Pero eso fue sólo el comienzo. Tres años más tarde, apenas en 1950, se había convertido en la armada mejor equipada del Caribe, quizás la más poderosa de todas, con numerosas naves de guerra, tres mil efectivos y un batallón de infantes de marina.

Las Fuerzas Armadas se consolidaron en 1948 con el surgimiento de la moderna Fuerza Aérea o Aviación Militar Dominicana que se convirtió en la niña mimada de la bestia y de su hijo mayor Ramfis Trujillo. En la creación y fortalecimiento de este cuerpo represivo, de muy triste historia, la bestia no escatimó recursos. Hizo construir unas doce bases aéreas en todo el país, entre ellas la de San Isidro, que entonces se llamaba Presidente Trujillo, como tenía que llamarse, adquirió en Suecia y Gran Bretaña equipos de combate recién estrenado en la segunda guerra, y en excelentes condiciones. Compró, para empezar, varias docenas de aviones P-51 Mustang, veinticinco caza bombarderos P-47 Thunderbolt, treinta aviones de caza a reacción De Havilland DH.100 Vampire y todo lo necesario para proteger o blindar los cielos del país que gobernaba como una finca.

Se dice que también adquirió, más o menos en secreto, versiones modificadas del S-26 Mustang, una aeronave de reconocimiento, y que algunas de ellas, sin matrículas y pintadas de negro, fueron vistas alguna vez sobre Cuba e incluso Venezuela, que es más distante.

«Las ambiciones de Trujillo no terminaron ahí, el dictador ansiaba expandir la capacidad de ataque de la AMD y en 1958 comenzó negociaciones con la compañía Florida Aerocessories Inc. para comprar 12 ex -bombarderos Douglas A-26B Invader retirados de la USAF y modificados como “entrenadores” por esta compañía civil. Al obtener la licencia, los dominicanos pronto aumentaron el pedido a 16 ejemplares. Analizando la rápida expansión de las fuerzas armadas dominicanas y la insistencia de Trujillo en adquirir armamento estadounidense, el gobierno de los Estados Unidos bloqueó esa venta y varios intentos del servicio de inteligencia dominicano, incluyendo otras dos a través de compañías civiles. Agentes de Trujillo, posando como directivos de una compañía chilena fantasma, dedicada a la cartografía, lograron adquirir una flota de 5 aviones A-26B de la compañía Manhattan Industries. Estos cinco A-26B desmilitarizados aterrizaron en Base Trujillo (San Isidro) en 1959 durante un supuesto vuelo de entrega hacia Chile, en donde fueron confiscados, artillados con el material disponible y puestos en servicio con la AMD». (1)

Aunque parezca increíble la Aviación Militar Dominicana de la bestia llegó a tener a mediados de la década de los cincuenta unas doscientas cuarenta aeronaves, vehículos blindados y unos tres mil quinientos efectivos, y prácticamente no tenía rival en el área de Centroamérica y El Caribe, con excepción de México y Venezuela.

A todo esto se sumaba un formidable y efectivo y brutal Servicio de Inteligencia Militar (SIM), que administraba varios centros de torturas, en los que se aplicaban crueles suplicios, y que contaba con cientos de agentes que infundían el terror entre civiles y militares, y operaban tanto en el país como en el extranjero.


La bestia se enorgullecía de su poderío por supuesto. Se había convertido en el hombre más fuerte y peligroso de la región por aire, mar y tierra, y junto con su poder crecía su ego y su codicia, su enfermiza megalomanía. Quería más y más, probablemente sentía que el país le quedaba chiquito, chiquitico. De hecho, dicen que con frecuencia se lamentaba porque le había tocado un país tan pequeño para gobernar, apenas poco más que una media isla.

No es de extrañar que promoviera con tanto afán el culto de la personalidad y que su efigie estuviera presente en cada rincón del terruño y que exaltara por igual a sus seres queridos.

En honor de su hijo mayor, que ya era general desde los nueve años, se creó en la Fuerza Aérea el Escuadrón Ramfis, integrado por varias docenas de Mustang, y en honor de sí mismo (a pesar de que le tenía pánico a los aviones), la bestia creó el Escuadrón Leonidas, compuesto por unos cincuenta cazabombarderos.

En muchos aspectos, y sobre todo en relación con los ejércitos de otros países pequeños del área, las fuerzas armadas dominicanas podían ser comparadas —como sostiene Crassweler— con el ejército de Federico el Grande, «un cuerpo que era todo músculo y nada de grasa». La disciplina, como dice Crassweller, era muy estricta y su moral alta, paradójicamente alta, y el armamento y equipamiento excelentes. De hecho Crassweler considera que la fuerza militar de la República Dominicana era desproporcionada con respecto a la de los países de la comunidad caribeña.

La bestia se había convertido, pues, en el primer potentado de la región y mantenía a raya a todos sus enemigos.

Por eso de vez en cuando los nostálgicos de la era, los patrioteros trujillistas de ayer y de siempre, escriben agrios mensajes (o más bien comentarios) en los que me sacan en cara mi supuesta ingratitud. Me dicen que gracias a esa persona a la que llamo bestia existe todavía la República Dominicana. Lo dicen y se lo creen, y amenazan de paso con castigar mi atrevimiento, con partirme el pescuezo por las cosas que escribo, a pesar de que yo no escribo con el pescuezo.

(Historia criminal del trujillato [141])

Notas: (1) Fuerza Aérea de República Dominicana (https://es.m.wikipedia.org/wiki/Fuerza_A%C3%A9rea_de_Rep%C3%BAblica_Dominicana#)

Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. 


Cambio de bestia (4): La masacre de El Número 

Pedro Conde Sturla

24 mayo, 2024




El entrenamiento militar de las fuerzas armadas en la era de la bestia sometía a sus miembros a una feroz disciplina, a un régimen de terror y obediencia ciega que los convertía en autómatas, en máquinas de matar. Se los iniciaba, además, desde el primer día en un culto casi religioso, el culto a la bestia, el temor a la bestia. Había que alabar a la bestia sobre todas las cosas, darle vivas al Jefe en cualquier ocasión. El Jefe era el pan nuestro de cada día, el santo de todas las devociones. El cotidiano grito de guerra: ¡Rompan filas, viva el Jefe!
El propósito era transformar seres humanos en unas fieras sanguinarias bajo las órdenes de fieras aún más sanguinarias. No por nada los mandos altos y medios de las instituciones militares y paramilitares estaban ocupados por matarifes con rangos de generales y coroneles en un número desproporcionado, superior a lo que correspondía al tamaño del ejército. Gente que inspiraba, en su mayoría, más repulsión que respeto, cancerberos, perros de presa sin moral ni principios que brindaban a la bestia una lealtad incondicional.

Trujillo los trataba como lo que eran, los premiaba y los castigaba, pero no agradecía, los irrespetaba, los humillaba, y en algunos casos los mandaba a suprimir. Había que amarlo y temerle, como a cualquier dios.

La lista de esos incondicionales, esos “capitanes duros” (un desvergonzado eufemismo de Vincho Castillo) llenaría varias páginas, y Federico Fiallo las encabezaría. Fiallo era uno de sus favoritos, quizás su favorito. Sin olvidar, por supuesto, a Ludovino Fernández (uno de los suprimidos), Fausto Caamaño, Felix W. Bernardino, José María (el Guaraguao) Alcántara, Arturo (Navajita) Espaillat, Jhonny Abbes y otros angelitos.

Fiallo fue el elegido cuando a la bestia se le ocurrió matar a Porfirio Ernesto Ramírez Alcántara, alias Prim. La bestia acudía a él generalmente cada vez que se presentaba algún problema de cierta gravedad y lo encargaba de ponerle fin o ponerle remedio. Federico Fiallo era entonces general de brigada y jefe de la aviación y se sintió quizás muy honrado y muy feliz de recibir semejante encargo, en vez de sentirse desconsiderado de que lo emplearan como matón.

El orgulloso esbirro era, sin duda, uno de los más fieles y sanguinarios, alguien que se destacó siempre por su lealtad a toda prueba y su disposición a cumplir las órdenes más aberrantes. Paradójicamente, Federico Fiallo pertenecía a una familia en la que no faltaban notorios oposicionistas. Dice Crassweller que Fiallo era el caballo de batalla de la bestia, un servidor de confianza que durante toda la era ocupó posiciones de relieve, uno de los oficiales que más se distinguió en el servicio, en su devoción a la bestia, uno de los más eminentes matarifes.

Fiallo era obsesivo, apegado a lo que consideraba el deber, aunque el deber consistiera en quitarle la vida a un semejante, si acaso había otro semejante a él. Dice Crassweler que era frío, de una frialdad implacable, que no se detenía ante ningún obstáculo para llevar a cabo las órdenes que había recibido. Era capaz de aparecerse en el lugar más inhóspito y lejano sin anunciarse a la hora más impensada del día o de la noche para resolver cualquier problema que se hubiese presentado. Y su visita casi nunca significaba nada bueno para los visitados, provocaba escalofríos y temblor en las piernas.

Ninguno de los casos de sangre en que se vio envuelto fue más sonado y repudiado ni se enredó tanto como el asesinato de Porfirio Ernesto Ramírez Alcántara, alias Prim, miembro de una familia de la que Juan Bosch dice: «entre los Ramírez de San Juan el valor se da silvestre». Ser miembro de esa familia fue lo que le costó la vida a Porfirio, y de paso a siete testigos, a un militar y a un policía, el día 1 de junio de 1950: el sangriento y brutal episodio al que Juan Bosch llamó «Una Orgía de sangre en la tierra de Trujillo». El asesinato de Nizao y la matanza de El Número.

La familia Ramírez Alcántara estaba en desgracia desde 1930, o por lo menos muy mal vista, a causa de la rabiosa oposición del general Miguel Ángel Ramírez Alcántara, que nunca transigió con la bestia. Desde el exilio, un poco igual que Juancito Rodríguez, Miguel Ángel fue uno de esos luchadores infatigables. Tomó parte, como comandante de uno de los batallones, en la frustrada y traicionada expedición de Cayo Confites, tomó parte en la fracasada expedición de Luperón, tomó parte, como miembro de la Legión del Caribe, en la guerra civil que culminó con el establecimiento de la democracia en Costa Rica. Incluso cayó preso en los Estados Unidos al ser descubierto tratando de comprar armas para combatir a la bestia. También su hermana Cristina, que vivía fuera del país, era adversaria del régimen de Trujillo.

El odio que la bestia sentía y seguiría sintiendo hasta el fin de sus días por Miguel Ángel y la familia Ramírez Alcántara sólo es posible imaginar. Pero Miguel Ángel Ramírez y su hermana Cristina vivían en el extranjero y no era tan fácil llegar ellos, aunque no imposible. Para la bestia no había nada imposible. Ya en 1935 asesinaron en Nueva York a Sergio Bencosme, y en la noche del 8 de diciembre de 1950 desaparecerían a Mauricio Báez en La Habana.

Esta vez la bestia había decidido cobrarse el odio, parte del odio que le tenía a Miguel Ángel Ramírez Alcántara, haciéndole matar un hermano, un primer hermano. Otro hermano, Ángel Darío Ramírez Alcántara (Unito), sería secuestrado y desaparecido en La Habana.

Según lo que se cuenta, a Federico Fiallo le dieron la encomienda de eliminar a Porfirio Ernesto Ramírez, y Federico Fiallo la cumpliría como quien cumple un horario de oficina. Planeaba interceptar el camión en que viajaba Porfirio cuando llegara al puente del río Nizao, hacer que le dieran muerte a garrotazos junto al chofer y algún acompañante y despeñar el camión para fingir un accidente. Algo que sucedía con inusitada frecuencia en la era gloriosa.

De acuerdo con lo que dice Crassweller, las cosas se enredaron porque además de Porfirio y sus acompañantes había otras cinco personas, entre ellas una mujer encinta. Esto parecía ser un problema y los guardias que detuvieron el camión informaron a Fiallo, que se encontraba a prudente distancia, oculto probablemente entre las sombras. Pero para Fiallo no había nada problemático cuando se trataba de matar. Fiallo gozaba matando y dijo que ya era tarde para echarse atrás y ordenó que los mataran a todos. Porfirio Ramírez tuvo la suerte de que lo ultimaran a balazos y en el mismo lugar. A los demás los llevaron a El Número, un tramo de la carretera de Azua que corre por unas colinas junto al mar, un conocido despeñadero en el que muchas personas habían perdido la vida en accidentes o accidentados. Ahí mataron los guardias a los demás y quizás se mataron a sí mismos cumpliendo órdenes horrorosas que tal vez a ellos también horrorizaban. Los mataron a palos, a garrotazos, a los hombres y a la mujer en cinta, a la mujer y a la criatura que iba a tener. Los mataron, sí, como matarían años después otros asesinos en otro despeñadero a las hermanas Mirabal por órdenes de la bestia. La misma bestia.
 

Historia criminal del trujillato [142])

Bibliografía: Robert D/. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.


Cambio de bestia (5): La masacre de El Número contada por Juan Bosch 

Pedro Conde Sturla

24 mayo, 2024

Los pormenores de la masacre de El Número han llegado hasta nosotros gracias a los testimonios de un sobreviviente que vivió lo suficiente para contarlo, a un policía que había participado en la matanza y cometió el error de confesarlo, y a un relato de Juan Bosch que no tiene desperdicio.

Lo que se sabe, en concreto, es que ese aciago día del 1 de junio de 1950 Porfirio Ernesto Ramírez Alcántara salió en su acostumbrado viaje en camión desde la Capital a San Juan de la Maguana y no llegó a su destino. Un viaje rutinario, nocturno, por carreteras estrechas, sin iluminación, que se convertían en boca de lobo y donde no era extraño que ocurrieran accidentes.

Al lado de Porfirio viajaba un chofer llamado Juan Rosario y otro al que le decían Califón. En la parte de atrás, junto a la mercancía, viajaban tres empleados, y una diminuta mujer en cinta y un vendedor de pollos que se habían agregado como pasajeros. Todos iban para San Juan de la Maguana y ninguno llegaría.

En el puente de Nizao los interceptaron y los hicieron bajar del camión para matarlos a palos, matarlos a garrotazos y fingir un accidente, pero Porfirio Ernesto se resistió y antes de que le dieran comenzó a dar y hubo que matarlo a balazos porque era bravo y fuerte como un toro, estaba fuera de control, inspiraba miedo. Lo mataron, pues, a balazos y lo desaparecieron.

A los demás, sí, los mataron, los mataron a todos a palos, o así creyeron en un primer momento, los metieron de vuelta en el camión y los llevaron a la muy conocida curva de El Número y en El Número despeñaron el camión para que cayera al precipicio y le prendieron fuego. Pero a pesar del fuego y de los golpes y del camión cayéndose por la barranca, uno de ellos quedó vivo, más muerto quizás que vivo, pero vivo, el chofer Juan Rosario quedó vivo, sorprendentemente vivo, sorprendentemente con fuerzas para llegar al hospital y contar lo que había pasado a las enfermeras y a todo el todo el que quiso escucharlo, incluyendo un hermano de Porfirio que era médico del hospital. Así se enteró el Dr. Víctor Manuel Ramírez Alcántara de la muerte de su hermano Porfirio. Por boca de un sobreviviente que no sobrevivió mucho tiempo, que estaba probablemente fuera de sí, que hablaba compulsivamente y siguió hablando hasta que vinieron a callarlo. Hasta que vinieron a rematarlo.

Unos días más tarde el Dr. Víctor Manuel Ramírez Alcántara recibió la extraña visita de otro testigo que se atrevió a confesar. El más impensable de todos los testigos, un sargento de la policía llamado Alejandro Méndez que había participado por órdenes superiores en la matanza, en la «misión oficial», junto a miembros del ejército. El sargento Méndez seguramente no podía con su alma, lo estaba matando la conciencia y quería desahogarse y se desahogó, pero a costa de su vida.

Poco tiempo más tarde fue apresado y debidamente silenciado. Entregaron en la noche el cadáver a la esposa y le aseguraron que se había suicidado. En realidad el atormentado sargento había cometido un suicidio.

Pero aquí no acaba la cosa. En esta horrorosa historia todavía faltan muertos, faltaba por matar al infeliz compañero de la diminuta mujer en cinta a quien llamaban «La Cosita», la que tanto había suplicado por su vida y por la de su hijo, otra de las victima de la masacre, la doble victima. Se trataba de un sargento de la policía destacado en San Juan de la Maguana que sólo era culpable de ser el compañero de la occisa (culpable de ser viudo), que no representaba ninguna amenaza. Pero las autoridades decidieron «evitar complicaciones», no dejar hilo suelto. De modo que lo arrestaron, lo incomunicaron, le pusieron una inyección letal. Dijeron que había muerto del corazón Y quizás era cierto. Se detuvo su corazón después que lo inyectaron.

Para no sumarse a la lista de muertos, el Dr. Víctor Manuel Ramírez Alcántara y otros miembros de su familia se vieron obligados a buscar refugio en las embajadas acreditadas en Ciudad Trujillo.

Ese mismo año Juan Bosch publicó un relato en el que describe con su maestría habitual los detalles del suceso. La historia, dramatizada con lujo de detalles, adquiere otra dimensión, otro peso:

Una Orgía de sangre en la tierra de Trujillo

Con cariño para Angela Méndez hija de Prin Ramírez.
El asesinato de Nizao y la matanza de El Número. – El tétrico relato de un superviviente. – Un general trujillista, jefe de forajidos del régimen –Cómo ha sido posible describir la maquinaria de terror de la tiranía. – Escenas dantescas de crueldad inaudita.

Por: Juan Bosch

Desde su lecho de hospital en una ciudad de provincias, un joven malherido y quemado, con el alma espantada por el terror pero el corazón templado por la lealtad, iluminó con un relato dantesco la tenebrosa cueva del trujillismo. Ese joven, chofer de camión, logró sobrevivir al abominable crimen de Nizao y a la matanza de El Número, perpretados el primero de junio de este año por el jefe de la aviación dominicana a instancias de su amo y señor, el dictador Rafael L. Trujillo. Asesinado inmediatamente después de haber hecho su macabra historia, Juan Rosario, de 21 años, murió con el triste privilegio de haber sido el único hombre que en veinte años de horrendos crímenes testimonió letra a letra su experiencia. Por primera vez a lo largo del trujillato, una persona supervivía el tiempo necesario para denunciar los métodos con que la maquinaria de terror del tirano ha estado exterminando a los dominicanos y paralizando de miedo a su desamparado pueblo.

El Tigre Ronda en la Sombra:

En la tarde del primero de junio, Juan Rosario atendía a la carga del camión que manejaba, el “ International” placa Núm. 9754, propiedad de Porfirio Ramírez Alcántara, “su patrón”, según decía. Con cierta prevención, el chofer vió pasar por allí, varias veces, a Augusto María Ferrando, excapitán del Ejército, y recordó que tres días antes ese mismo Ferrando había suplicado a Ramírez Alcántara que lo condujera en su camión, pues se había quedado a pie en el entronque de dos carreteras.

Porfirio Ramírez Alcántara era comerciante, con establecimientos puestos en San Juan de la Maguana, en el sur del país, y en la Capital; desde su almacén de la Capital iba a salir al anochecer de ese día hacia San Juan, con doscientos quintales de harina, un chofer de reemplazo y tres peones; de manera que irían seis hombres en total, a menos que el tal Ferrando pidiera que lo llevaran de nuevo, en cuyo caso serían siete. Pero Ferrando desapareció a poco. En lugar suyo un hombre y una mujer de pueblo suplicaron al dueño que los dejara ir con él. Así, cuando el camión inició su partida, eran ocho los que salían hacía el sur, en un viaje llamado a terminar en la muerte. Ferrando no iba; Ferrando estaba allí cumpliendo su papel de “ chequeador”, como lo había cumplido tres días antes, cuando pidió un puesto en el vehículo con el encargo expreso de conocer desde adentro los movimientos del dueño. Ferrando era la mirada del tigre, que rondaba en las sombras.

Cuatro y medio kilómetros después de haber dejado la ciudad, el “ International” placa Núm. 9754 se detuvo en el puesto de guardia conocido por El Escuadrón. Allí como en todos los puestos similares a lo largo de las carreteras del país, el propietario dió los nombres de las personas que viajaban con él, él número de cédula de identidad de cada uno, marca, placa, capacidad y carga. Ya iba a reanudar viaje, cuando el sargento le pidió que llevara a ocho soldados que debían llegar esa noche a Nizao, un río que cruza entre las ciudades de San Cristóbal y Baní. Los soldados no portaban armas largas, cosa de tomarse en cuenta.

Juan Rosario la tomó, como tomó nota también de la salida de un “comando”, que se adelantó dos o tres minutos al camión y partió en las sombras de la noche en dirección Sur. En la oscuridad, el “comando” no se había dejado ver antes. El chofer llamó la atención del patrón. Los dos ignoraban que, tanto como Ferrando, ese vehículo era el tigre que rondaba en la noche.

(Historia criminal del trujillato [143])

Bibliografía: Robert D/. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. 


Cambio de bestia (6)  Los conjurados de la dignidad 

Pedro Conde Sturla



Hay ciertas diferencias entre lo que cuenta Bosch y otras versiones de lo que sucedió o pudo haber sucedido en Azua y en la curva de El Número, pero en esencia los hechos son los mismos, con excepción de algunos datos que parecen propios de un narrador omnisciente y que no es posible comprobar. Se entiende, pues, que el relato de Bosch tiene que ser en parte una dramatización del suceso, una recreación histórico-literaria. No está en discusión, por supuesto, el valor temerario que demostró Porfirio Ramirez cuando detuvieron el camión y se encaró con el aborrecido general Fiallo. Había visto los palos en manos de los guardias y sabía lo que le esperaba. En vez de amedrentarse se mostró agresivo. Decidió morir con dignidad, morir peleando, de la única forma que podía morir un hombre como el:«Acercándose a Ramírez Alcántara, el general Fiallo preguntó”


»-¿Me conoces?


»Ciego de cólera, y seguro de que su hora final había llegado, Porfirio Ramírez, un hombrón de más de doscientas libras, de casi seis pies, valiente hasta la temeridad, respondió:


»-¿Cómo no te voy a conocer, asesino?- y agregó de inmediato:


»-¿Es así que matan ustedes a hombres machos?


»Federico Fiallo, ejecutor de mil crímenes, no esperaba semejante reacción. Tal vez por eso no atacó antes. Con la rapidez de la centella, Porfirio Ramírez saltó sobre él y le pegó en la quijada; y cuando el orondo general de brigada rodaba por tierra, mientras los soldados encañonaban a choferes, peones y acompañantes, avanzaron los oficiales con los palos en alto. Uno de ellos se lanzó sobre Ramírez. Pero Ramírez le arrebató el tronco y de un solo golpe lo dejó muerto. Dos oficiales más cayeron, abatidos por el brazo vigoroso de aquel hombre que defendía su vida con la fiereza de un héroe.


»-El patrón luchaba como un león, doctor – relataba al doctor Víctor Manuel Ramírez, hermano de la víctima, horas después, el chofer Juan Rosario».



De acuerdo con lo que cuenta Bosch, el doctor Ramírez Alcántara no se enteró de la muerte de su hermano hasta el día siguiente, cuando recibió una llamada telefónica:


«Un amigo le avisaba que el Cónsul de Suecia, en viaje desde la Capital, acababa de informarle que en la curva de El Número había un camión, el cual ardía con sus ocupantes todavía en la mañana; según el Cónsul, gente del lugar afirmaba que el camión era propiedad de un señor Ramírez de San Juan. El doctor Ramírez Alcántara no había colgado aún el teléfono cuando ya estaba pensando salir hacia El Número».


»Al llegar al lugar y ver el camión humeante cayó presa de la desesperación y quiso bajar en busca de los restos de su hermano, pero se lo impidieron unos guardias. 


«La indignación cundía entre los campesinos que presenciaban la escena. Uno de ellos se acercó al médico.


»-Dicen que en Baní hay un herido. Vaya a verlo, porque a su hermano lo asesinaron éstos -dijo señalando hacia los soldados».


Se refería a Juan Rosario, el milagroso sobreviviente. 


Lo que contó en sus últimas horas de vida el valiente Juan Rosario pone los pelos de punta y puede ofender la sensibilidad de los lectores. A Porfirio lo habían matado a balazos en Azua, pero a ellos los llevaron a Él Número: «dos choferes, tres peones, un hombre y una mujer del pueblo».


 «Nos mataban a palos como si fuéramos fieras malas, doctor”, contaba Rosario. Y relató que él vió a la mujer pedir misericordia de rodillas, y caer después con el cráneo destrozado a resultas de un terrible garrotazo; que vió a uno de los peones saltar enloquecido al abismo, tras haber recibido un feroz golpe en la frente.


»Tendido allí, como muerto entre los cadáveres, Juan Rosario advirtió que los tomaban uno a uno, los metían en el camión, descargaban el tanque auxiliar de gasolina que llevaban en todos sus viajes, regaban la gasolina sobre los cuerpos y en todo el vehículo, le pegaban fuego y luego empujaban el International hacia el derriscadero. El camión fue cayendo, envueltos en llamas; pero los troncos y los grandes pedruscos lo pararon cuando apenas llevaban veinticinco metros barranco abajo. Vivo y consciente, el chofer Juan Rosario sentía el fuego quemándole las carnes; y no lanzaba un quejido porque sabía que si los monstruos que desde el filo del abismo esperaban que todo quedara consumido por las llamas le oían, iban a rematarlo a tiros. Aunque era parte del complot no disparar, para que no se oyeran las detonaciones, lo harían en última instancia, como lo hicieron en Nizao cuando comprendieron que sólo a fuerza de balas podían liquidar al “patron”. Así, Juan Rosario prefirió el fuego. Y cuando oyó a los criminales alejarse, se arrastró como pudo, abandonó el humeante montón de hierros y cadáveres y se lanzó a cortar monte, camino de la salvación».


El doctor Víctor Manuel Ramírez Alcántara siguió indagando, tratando de reconstruir los hechos, aunque le fuera en ello la vida:


«Por donde se moviera, el médico hallaba gente de pueblo acumulando detalles. Había en medio del terror una conjura, la de la dignidad; y anónimamente todo el que podía se enrolaba en ella. Nadie quería que por cobardía suya quedara en las sombras la triste hazaña del tirano. El último en formar fila entre los conjurados de la dignidad fue el sargento Alejandro Méndez. Llegó a la consulta del doctor Ramírez y contó su tortura: él había participado en el crimen, aunque no a conciencia. Estando en su puesto en San Juan, a prima noche del jueves día primero, había recibido órdenes de hacerse acompañar de un policía y trasladarse en un “comando” al lugar que se le indicara. El “comando” pasó a recogerlo; iban montándolo el Capitán Almonte Mayer, el teniente José de las Cruz Almánzar y varios números. Ya en El Número, se detuvieron a esperar, hasta que asomó por la curva el camión que poco antes había sido el instrumento de trabajo de Porfirio Ramírez.


»-Su hermano no estaba en él, doctor; lo habían matado en Nizao, según dijeron después los soldados que venían en el camión. Nos dieron orden de asesinar a los peones, a los choferes, a una pobre mujer... A usted van a matarlo también. Cambie de aposento, porque lo vigilan».


Una vez en conocimiento de los hechos, el doctor Víctor Manuel y su hermana movieron temerariamente cielo y tierra para darlos a  conocer y provocaron uno de esos escándalos soterrados que no aparecían en los periódicos, pero provocaban un gran rumor, un malestar público.


«Con toda entereza se dieron a denunciar el crimen de esquina en esquina. Conocían al dedillo cada paso de los asesinos; habían tenido la amarga fortuna de descubrir los hilo del complot. Colérico, Trujillo ordenó que se les llamara a la Capital. El Procurador General de la Nación – equivalente al Ministro de Justicia en otros países -los hizo llevar a su despacho para pedirles cuenta. Ellos estaban haciendo rodar el rumor de que el Gobierno había asesinado a su hermano, y eso tenía una grave pena según ellos no ignorarían. El doctor Víctor Manuel Ramírez y su hermana Genoveva supieron responder:


»-Nosotros no acusamos a nadie; simplemente relatamos los pormenores, tal como nos fueron comunicados por una de las víctimas antes de morir.


»Cogido en la trampa de su legalismo, el funcionario no tuvo más remedio que iniciar un proceso y desde luego, avisar a Trujillo. La próxima llamada que recibió el doctor Ramírez Alcántara, partió del Palacio presidencial». 


En el palacio se encontraron cara a cara con la bestia, una bestia que fingía indignación por lo que había sucedido y que al parecer no tenía que ver con su gobierno. La culpa era del propasado general Fiallo, que había actuado por su cuenta. Afirmó que todo el peso de la justicia caería sobre los culpables y en efecto cayó. Le tocó a Fiallo recibir una dura reprimenda y ser degradado y apartado de la gracia del jefe hasta que el escándalo amainó. Luego, según lo que dice Crassweller, emergió como jefe de la policía.


El castigo, un insuficiente castigo, se lo infligiría a sí mismo en 1961, después del ajusticiamiento de la bestia, cuando fue llamado por las autoridades a responder por lo de Nizao y El Número, quizás por tantos otros de sus innumerables crímenes.


Fiallo no acudió al llamado ni acudiría nunca. Esta vez haría algo bueno. Hizo lo mejor que había hecho en toda su vida. Se pegó un tiro. Se suicidó. O mejor dicho se ajustició.



(Historia criminal del trujillato [144])

Bibliografía: Robert D/. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator” 

Cambio de bestia (7): El generalísimo y el caudillo 

Pedro Conde Sturla

7 junio, 2024

Fue en los años cincuenta cuando el gobierno de la bestia llegó a su máximo apogeo, a la más alta cumbre. Una época de grandes reconocimientos, grandes realizaciones y grandes crímenes. Durante la que fue su última década de gobierno la bestia viajaría varias veces a los Estados Unidos, donde se lo trató como de costumbre a cuerpo de rey, fue recibido en España como un héroe por el mismo Francisco Franco, se reunió con el papa en el Vaticano para la firma del Concordato, recibió todos los homenajes como campeón del anticomunismo en América.

En esa misma época se produjo la apertura de la llamada Feria de La Paz y Confraternidad del Mundo Libre (1955-1956), un monumento a su ego (con la destacada participación de España y el Vaticano), un adefesio urbanístico del cual se sentía muy orgulloso.

Esa también fue la época en que sus instintos criminales parecieron exacerbarse más allá de lo que podía imaginarse, los años en se produjeron el rapto y asesinato de Galíndez (1956), el asesinato del presidente guatemalteco Castillo Armas (1957), el exterminio de los legionarios del 14 de junio de 1959, el asesinato de las hermanas Mirabal (noviembre de 1960) y el atentado contra el presidente de Venezuela Rómulo Betancourt (junio de 1960), que marcó un punto de inflexión. El país y la bestia fueron castigados con severas sanciones económicas. La bestia quedó prácticamente aislada: se acercaba el fin de su carrera criminal.

Pero en 1954 todo iba sobre ruedas. Uno de sus grandes sueños era visitar la España de Franco, la España del caudillo, del generalísimo Francisco Franco, y ese año fue invitado o se hizo invitar (y hasta pretendió que le dieran un título de nobleza). Además, también viajaría a Roma a firmar el Concordato, su añorado Concordato.

La bestia había pasado de refilón por España al final de la guerra civil en 1939, cuando todo estaba en ruinas, pero ahora era otra España, la España donde gobernaba con puño de hierro su colega Francisco Franco. Alguien a quien admiraba devotamente. Franco era como él un constructor, un padre de la patria nueva, un tirano luciferino. Entre ambas bestias había un montón de afinidades electivas, una estima recíproca, una amistad y un respeto sinceros, una relación como la que podría imaginarse entre dos alacranes, dos serpientes venenosas.

La bestia no viajaba como presidente de la república, sino como como un simple representante de las Naciones Unidas, nombrado por el Presidente de la República y a las órdenes del Presidente de la República. Un simple y humilde funcionario en misión oficial al viejo continente. Sin embargo el recibimiento quele dieron fue poco menos que apoteósico. La bestia fue recibida en la llamada madre patria con honores de jefe de estado, y no cualquier jefe de estado.

El glorioso 2 de junio de 1954 llega, en efecto, con su comitiva, su amante esposa e hijos a la ría de Vigo. Allí lo esperan el ministro de asuntos exteriores, altos militares y tropas que le rinden el merecido homenaje, el debido respeto, incluyendo salvas de ordenanza. Pero eso no es nada en comparación con lo de Madrid.

En Madrid lo esperaba Francisco Franco en persona, el otro generalísimo, el caudillo de España por la gracia de Dios. Lo esperaba en la estación de tren el hombre al que los españoles llamaban despectivamente Paco Paredes para darle la más cordial bienvenida y el más efusivo de todos los abrazos, uno de los varios abrazos que se darían durante la estadía de la bestia, un abrazo de oso, casi pasional.
El día 3 de junio, otro día glorioso, llegan la bestia y doña Maria y sus hijos y su séquito a la Estación del Norte, Madrid, y se encuentran por primera vez —en un momento que será inolvidable para ellos y para la historia— con el generalísimo Franco, su esposa, altas y distinguidas personalidades del gobierno y del cuerpo diplomático.

Con su traje de opereta y su sombrero bicorne emplumado (y maquillado seguramente con una gruesa capa de Pan-Cake de Max Factor), desciende la bestia del tren. Franco lo espera sonriente, con un semblante radiante, y sucede lo que tenía que suceder: se trenzan en un abrazo pocas veces visto. Un abrazo imposible a primera vista. Cualquiera hubiera pensado que la flácida barriga de Franco —la panza que el uniforme no logra disimular— dificultaría el acercamiento, que tendería el caudillo inútilmente los brazos tratando de alcanzar la espalda de la bestia. Pero la bestia salva la situación, los largos brazos de la bestia, las manos de la bestia que se extienden hacia la espalda de Franco, esas manos que ahora presionan el blandengue cuerpo de Franco y lo comprimen contra su más robusta anatomía, permitiendo el acercamiento, haciendo posible que lleguen por fin las manos del otro a su espalda, las manos caudillescas a la espalda de la bestia, y se fundan momentáneamente en un abrazo, un abrazo apretado. Algunos criticarían el exceso, criticarían a la bestia que quizás apretó más de la cuenta, que por un momento pareció que al caudillo lo cargaba en vilo y zarandeaba, que le produjo al menos en apariencia un sofocón. Franco era un hombre bajito, de complexión fofa y endeble y con voz de flauta, y alguna vez, al inicio de su carrera criminal, lo llamaban «Comandantín», pero con los años y los muertos se había crecido y ahora era el caudillo, generalísimo caudillo de España por la gracias de Dios. Tal vez generalísimo y caudillo para gloria de Dios. A su lado estaba, providencialmente, el hombre fuerte de la que fue primera colonia española en el nuevo mundo y ambos estaban felices.

Rafael Leonidas Trujillo Molina —decían los noticieros— es un hijo de España, alguien «que afirma en sus apellidos la clara genealogía de su estirpe hispánica». Como un hijo de España lo pasean y lo exhiben en un vehículo abierto por las calles de Madrid en compañía de Franco y lo llevan al recién construido Palacio de la Moncloa. Trujillo, según lo que dice Crassweller, se sintió gravemente impresionado. Se sentiría pequeño o disminuido, o a lo mejor halagado en exceso. España promovía en esa época el culto de la hispanidad en las tierras que había tenido por colonias y trataba de hacer sentir al huésped como en su propia casa, cautivándolo y deslumbrándolo a la vez, haciéndolo sentirse grande y pequeño.

En la tarde de ese mismo día se reunieron de nuevo los tiranos en el Palacio del Pardo, la residencia oficial del mentado caudillo. Allí seguramente volverían a abrazarse, renovaron votos de amistad, intercambiaron condecoraciones. Franco le otorgó a Trujillo el Collar de la Orden de Isabel la Católica y el siempre megalómano Trujillo condecoró a Franco con la Placa de Oro de la Orden de Trujillo. No faltaba más.


(Historia criminal del trujillato [145])

Bibliografía: Robert D/. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator” 


Cambio de bestia (8) La desolación del generalísimo 

Pedro Conde Sturla

14 junio, 2024

La bestia se sentía de un humor extraño. Refractario. En los pocos días que había pasado, antes de partir para Barcelona, lo habían llevado de un lugar a otro y sin descanso por Madrid y sus alrededores, le estaban dando un baño, un hartazgo de cultura, atiborrándolo de cultura, y la bestia se estaba cansando. Lo llevaron, sin contemplaciones, al Museo del Prado, a la corrida de toros, lo llevaron a la Plaza del Sol, a la Plaza de Neptuno, al Valle de los Caídos, lo llevaron al lúgubre monasterio del Escorial donde besó, en un arranque de devoción y misticismo, un fragmento de la Vera Cruz, el madero usado por los romanos para crucificar a Jesucristo. Literalmente le estaban metiendo por ojo, boca y nariz el esplendor, la grandeza, los grandes tesoros históricos de la ciudad capital. Le estaban dando más de lo que podía asimilar y es probable que no se sintiera cómodo. Después de todo él era un hombre moderno y era un guardia, nacido en el nuevo mundo y acostumbrado a otro estilo de vida. Los recibimientos y banquetes —como dice Crassweller—, se sucedían uno tras otro y es probable que la bestia no se sintiera a gusto en compañía de gente tan presumida, gente que destilaba tanta y tanta prosapia, tanta alcurnia, y que lo miraba seguramente con desprecio o como algo exótico, en el mejor de los casos. Gente —para peor— a la que no podía gritar ni insultar ni abofetear ni mandar a prisión o a ejecutar.

El esplendor añejo y señorial de Madrid, acompañado del exceso de atenciones y reconocimientos que recibía, producía en su ánimo un efecto contraproducente, se sentiría tal vez apabullado. El hecho es que ahora se comportaba de una manera errática, poco diplomática incluso. Se podría decir que no estaba feliz, que no manifestaba alegría más que en las fotos que le tomaban, una alegría escénica, si acaso era alegría.

Lo más probable es que la bestia sintiera que no encajaba en aquel ambiente, y su sentir no era infundado. Cada vez que abría la boca causaba una mala impresión y al parecer la abrió muchas veces y en muchos sitios. Se expresaba de una manera tan superficial, desagradable, chillona, que producía malestar y burla y nunca sabía qué decir, aparte de que lo decía mal.

Extrañamente, en una ocasión se negó a asistir a una cacería. La noche anterior había tomado parte en una suntuosa recepción en el Palacio Real. Una recepción y banquete acompañados de un discurso de Franco en su honor y en honor de los heroicos conquistadores del nuevo mundo. La riqueza y profundidad de una cultura como la española, y todo aquel ceremonial aristocrático llenaba de orgullo a casi todos los presentes, pero en el ánimo de la bestia rebotaba, no hacía mella, sólo conseguía aburrirlo, quién sabe si incluso humillarlo. El hecho es que al día siguiente estaba invitado a participar en una cacería y se negó, se resistió y se excusó. Se encerró en su habitación y permaneció un tiempo incomunicado. El edecán militar que le habían asignado no dejó de sorprenderse, pero no argumentó nada en contra. Se suponía que una actividad violenta y sanguinaria como la cacería no disgustaría a la bestia, pero la bestia se negó.

Con mayor razón, unos días después se negó a asistir a un evento cultural que ya había sido programado. Dice Crassweller que el ministro de educación se quedó sorprendido cuando llegó al Palacio de la Moncloa a buscarlo y escuchó la negativa en su boca. Esta vez no hubo excusas. Sólo dijo que no.

En una de esas ocasiones intervino Emilio García Godoy, el embajador dominicano en España, para tratar de convencer a la bestia y supuestamente lo convenció.

“Uno de los edecanes militares que le habían puesto a su servicio, el coronel Molina, de la guardia española, le dijo a Trujillo que había expresado su sentimiento de que hubiese deseado no asistir a ese compromiso: ‘Vuestra excelencia, usted es libre de ir o no ir. ¡Usted es un invitado especial del generalísimo Franco y usted puede hacer lo que quiera”.

“Acto seguido, don Emilio, medio incómodo y con fuerte acento dijo al militar: ¡“No señor… ¡El generalísimo Trujillo no puede hacer eso, precisamente porque es un invitado a una visita de Estado por el generalísimo Franco y él no puede faltar a una ceremonia que hagan en su honor, sin inferir una grave ofensa a la nación que lo ha invitado y a su anfitrión, el Jefe del Estado”.

“Volviéndose a Trujillo le dijo: ¡Usted tiene que ir! Usted no puede eludir ese compromiso sin crearle un grave daño a la República Dominicana, a la que usted representa en este momento”. Y Trujillo, con poco ánimo, expresó a su embajador: “Emilio, yo estoy demasiado cansado… ¿No se podrá presentar alguna excusa apropiada? El coronel español intervino de nuevo y le repitió: ‘Vuestra Excelencia puede presentar cualquier excusa y será recibida con beneplácito por el Gobierno español’.

“Y don Emilio le respondió, ya en tono airado: –“¡No es así, señor coronel…!”. Al generalísimo Trujillo se le presentó con mucha anticipación una agenda oficial, que él mismo, después de examinar cuidadosamente y con suficiente tiempo, la aceptó, devolviéndola con su aprobación por mi intermedio y yo, que soy su embajador ante el Gobierno Español, soy el responsable de su cumplimiento. ¡Usted va…! –dijo volviéndose a Trujillo– ¡o yo le renuncio aquí mismo¡”. Trujillo, a regañadientes, contestó: –’Está bien, Emilio. Tú ganas’. El Jefe se vistió y asistió a la cena».1

El episodio que se relata debe haber ocurrido de alguna manera, pero los diálogos son improbables. Ningún funcionario le hablaba con esa autoridad a la bestia ni se comportaba ante él con tanta presencia de ánimo. García Godoy puede haberle rogado a Trujillo y pudo haberlo convencido, pero con palabras muy medidas, muy suaves y sumisas.

Lo cierto es que la bestia ahora se comportaba y se comportaría de un modo impredecible y no era cosa fácil hacerlo cambiar de opinión.

Según lo que dice Crassweller, para el jefe de protocolo español (un encopetado marqués), semejante comportamiento podía ser fruto de la caprichosa naturaleza pasional de un hombre de los trópicos. La bestia no lo sabía o no le importaba, pero su comportamiento resultaba a todas luces inapropiado e inaceptable en aquel exclusivo y “grave y correcto círculo de los ibéricos hidalgos”.

Al pisar tierra española, la bestia había declarado con mucho orgullo: “Amar y defender a España ha sido un deber que siempre he cumplido sin titubeos, como descendiente que soy de una tercera generación de españoles”. Mientras tanto la radio y los periódicos de España proclamaban a los cuatro vientos que “el Generalísimo Trujillo es un amigo de nuestro país, un amigo de nuestro Caudillo, un amigo en tiempos difíciles”. Por su parte, Franco proclamó a su visitante como “un paladín anticomunista de las Antillas”, el mismo que sería campeón del anticomunismo en América. A manera de respuesta Trujillo dijo que sus ideales políticos estaban en consonancia con los “ideales de la política española”. Sin embargo,los aristócratas españoles se rieron de sus modales, se rieron sobre todo de su traje de emperador y su bicornio emplumado, entre muchas otras cosas.

Lo cierto es que la bestia hizo el ridículo. Crassweller opina que a la bestia no le fue mal en Madrid después de todo, pero el consenso es que hizo el ridículo. Después vendrían tiempos mejores en Barcelona y en Andalucía, pero lo de Madrid fue un asco.

Más adelante el generalísimo Chapita y el generalísimo Paco Paredes —los generalísimos de las voces de flauta—, volverían a reunirse y volverían a conversar y renovarían votos de amistad. Además, después de muertos y enterrados (y desenterrados y vueltos a enterrar) se juntarían de nuevo en el aristocrático cementerio de Mingorrubio y serían felices para siempre.

(Historia criminal del trujillato [146])
Notas:
(1) Chichí de Jesús Reyes, “Relatos del viaje oficial de Trujillo a España”
(https://search.app/Hfd24SEBjBvYZVcB8).
Bibliografía: Robert D/. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. 


Cambio de bestia (9): Un padre llamado Castellanos 
Pedro Conde Sturla
21 junio, 2024

La bestia estuvo dos días de visita en Barcelona y después partió para Italia en un crucero español que Franco había puesto a su disposición. En Italia firmaría un acuerdo, un concordato con la santísima madre Iglesia católica que se había estado cocinando durante cierto tiempo. Más tiempo del que se hubiera podido pensar en principio debido a ciertas complicaciones.

Había cierta recíproca desconfianza entre la bestia y la iglesia, pero con el tiempo se fueron limando las asperezas y las relaciones habían sido hasta el momento aceptables, a excepción de algunos episodios de rebeldía protagonizados por ciertos indeseables miembros de la venerable institución: algunos de esos ensotanados rebeldes que se tomaban demasiado en serio su papel y que fueron prontamente silenciados, incluso castigándos.

A la llegada de Trujillo al poder en 1930 el gobierno de la arquidiócesis de Santo Domingo estaba en manos de Adolfo Alejandro Nouel y Bobadilla (1862-1937). El arzobispo Nouel, orador y ex presidente de la República Dominicana, el mismo arzobispo Nouel cuyo nombre ostentan una de las más importantes calles de la ciudad intramuros y una de las tantas provincias del país.

Nouel apoyó desde el principio el golpe de estado que llevó a la bestia al poder y lo sirvió durante los años que le quedaban de vida, escribió incluso cartas elogiosas a la labor de la bestia en pro de la iglesia en fecha tan temprana como el 12 de marzo de 1931. Pero con Nouel había un inconveniente, y no de parte de la bestia.

Nouel era, como dice Crasswellwer, un personaje problemático, incómodo. Varios años antes de la subida al poder de Trujillo el Vaticano lo había destituido de sus funciones eclesiásticas, pero permaneció en el cargo en espera de un sustituto y después de ser sustituido volvería a ocuparlo. Alguien atribuye su destitución a supuestos defectos morales y también a alguna enfermedad que lo debilitaba en cuerpo y alma. Quizás estaba moralmente enfermo. Para peor, la persona a la que le tocaba ocupar su lugar se había descalificado por tener dos hijos ilegítimos.

El caso es que Nouel pasó oficialmente a retiro o fue retirado en 1932, con gran pesar de la bestia, y en su lugar fue designado, con mayor pesar de la bestia, el padre Castellanos (Rafael Conrado Castellanos y Martínez). Decir que a la bestia no le gustaba el padre Castellanos es decir poco. Ambos se detestaban cordialmente.

Dice Rufino Martínez que al salir de Puerto Plata para venir a la capital a ocupar su cargo de administrador apostólico de la arquidiócesis dominicana —o sea, jefe de la iglesia dominicana—, Castellanos les confesó a sus íntimos su temor de que muy pronto iría a parar al presidio de Nigua. Trujillo se sentía, en efecto, agraviado por el nombramiento del padre Castellanos

“El presidente, ensoberbecido, con toda la sociedad sumisa y agasajadora a sus pies, sintióse contrariado ante el gesto de indiferencia despectiva primero, y la atrevida censura y protesta después, del jefe de la Iglesia. Cada uno como que tiró del extremo del lazo representativo de la respectiva autoridad, y lo estiraron hasta la proximidad del rompimiento. El presidente defendía sus fueros de César, ante quien debía estar genuflexa la primera autoridad cooperando en la cruel labor de oprimir al pueblo. Disponía su asistencia a una misa en que oficiara monseñor Castellanos, y expresamente se hacía esperar, como si se tratara de un baile. Cuando repetido el caso el sacerdote se dio cuenta de lo que aquel perseguía, en lo sucesivo comenzó los oficios en la hora señalada, dándosele un pito que el señor presidente llegara después. La llamada Capilla de los Inmortales en la Catedral, recibió los restos de un personaje por disposición del primer magistrado de la nación. Monseñor se negó a hacer la apología del fenecido, lo que desesperó a los cortesanos que fueron a tratarle la cuestión; pero el presidente llenó ese número del acto, y hasta fue aplaudido en el templo. Monseñor reprendió aquella cortesana profanación. Una fiesta política en Santiago, donde se preparó una tienda de campaña en la cual oficiaría la primera autoridad de la Iglesia para bendecir el acto. En medio del silencio solemne de un instante, se alzó la voz ardorosa del sacerdote, y en una invocación a la Virgen de la Altagracia pidió para el pueblo dominicano paz, pero “paz moral, paz jurídica, paz sin sangre…” El presidente, desconcertado, fuera de sí, envió a decir en el momento al nuncio apostólico, allí presente, que las relaciones entre el Estado y la Iglesia quedaban rotas. Fueron días de expectación, en que la mirada del pueblo estuvo fija en monseñor Castellanos, que se quedó sereno, convencido de que respiraba por él la conciencia nacional”. (1)

Más tirantes de ahí no podían estar las cosas entre la bestia y el padre Castellanos, pero la sangre no llegó al río. En vista de tantos atrevimientos, la bestia reunió a su gabinete para discutir sobre lo que debía hacerse y se acordó o lo acordó la bestia exigir al Vaticano la remoción del padre Castellanos y se procedió a nombrar a Nouel como arzobispo vitalicio, con su correspondiente pensión. La petición fue acompañada con el inmediato retiro de los generosos subsidios que se otorgaban a la Iglesia y una feroz, amenazante campaña de prensa. La Iglesia terminaría plegándose a Trujillo en cuanto comenzara a sentir golpes por dónde más dolía: en las finanzas. Castellanos, o más bien la Iglesia, se vio obligada a excusarse, a adoptar en adelante un tono reconciliatorio.

“El presidente hizo que las Cámaras le nombraran arzobispo a Adolfo Alejandro Nouel, un arzobispo suyo como cualquier otro empleado público, pero no aceptado por la Santa Sede, se acogió a una reconciliación con la Iglesia, que, ante todo, miraba por no salir perjudicada en sus intereses materiales, independientes de la firmeza particular de un sacerdote. Monseñor Castellanos tuvo, pues, que ceder, y, en nombre de los sagrados intereses que representaba, mostrar deferente cortesía para el presidente, de manera de dejar complacida la soberbia de éste. Su alma sufrió una tremenda crisis, y no tardaron en desatarse los males interiores, contenidos mientras se estuvo moviendo con libertad de rebeldía. 
Enfermo, en el lecho del dolor, dueño de sí, restituido a su vida libre, independiente del interés de la Iglesia. Camino de la muerte, iba reafirmando los pasos de su existencia, en que tuvo por escudo la fortaleza, el valor, el orgullo, la dignidad. Cuando le brindaban paliativos y procedimientos de alongar la vida, los rechazaba, diciendo preferir la muerte a existir sin el dominio de sus músculos y su voluntad. 

Ofertas de las alturas oficiales en esos instantes, no quiso aceptarlas. Tuvo palabras de reconvención para la flojedad y aflicción externada a la vista de su dolor; y cuando feneció, las almas que se movían a su alrededor se sintieron pequeñas al influjo de la fuerza poderosa que acababa. Era hijo de José Castellanos y Flora Martínez, cubana (1875-1934)”. Una de las más importantes calles de la capital se honra con su nombre. (2)

El arzobispo Nouel había asumido el cargo en 1906, a la muerte del arzobispo Meriño, y permaneció hasta 1935. Entonces el Vaticano nombró otro arzobispo a la medida de Trujillo, Ricardo Paolo Pittini Piussi, un italiano con cara de fascista que se aplatanó en el cargo y duró seis meses más que la bestia (8 de octubre de 1935 -10 de diciembre de 1961). El célebre monseñor Pittini.

Pittini había venido en 1933 con el encargo de fundar la orden de los salesianos en el país, pero por lo que dice Crassweller, no era un hombre dotado de virtudes espirituales. Era un “bebedor competente”, un amigo de los tragos y de los chistes subidos de color, y estaba casi siempre presente en los actos públicos, sin perderle pie ni pisada a la bestia. Se dedicaba básicamente a mantener las mejores relaciones con Trujillo.

(Historia criminal del trujillato [143])

Notas:

(1) Rufino Martínez, «Dicionario biográfico-histórico dominicano, 1821-1930», p. 107

(2) Ibid

Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. 


Cambio de bestia (10): Prolegómenos del Concordato 

Pedro Conde Sturla

28 junio, 2024

Desde que Pittini asumió el poder como arzobispo en 1935 las relaciones entre la Iglesia católica y la bestia fueron poco menos que idílicas, por lo menos hasta el año de 1959. Es decir, casi toda la era gloriosa.

En semejante estado de armonía no parecía difícil negociar un concordato, pero la tozudez de la bestia lo había impedido o por lo menos demorado. La bestia se quería casar, quería unirse en matrimonio con su esposa María Martínez, pero no cualquier matrimonio. Quería un matrimonio eclesiástico, un matrimonio religioso, como el que lo había unido a Aminta Ledesma, su primera mujer. Y ahí estaba el problema. El matrimonio eclesiástico es por lo general indisoluble…

La bestia se había casado en 1913, a los veintidós años, después de haber puesto encinta a la infeliz Aminta Ledesma Pérez, la que sería la madre de su hija Flor de Oro.

En 1920, mientras servía a las tropas de ocupación en el este del país, violó a una menor de edad llamada Isabel Guzmán. Semejante tropelía desató un escándalo mayúsculo, una indignación colectiva. La bestia fue llevada a juicio, un juicio que no tuvo mayores consecuencias gracias a la protección que le brindaba el uniforme.

En 1922, cuando ya era capitán de la llamada Guardia Nacional (y todavía legalmente casado con Aminta), tuvo el descaro de pedir la mano de una joven de El Seibo, cosa que provocó de inmediato la repulsa de la familia y probablemente de todo el pueblo. Para matrimoniarse tuvo que buscarse una mujer al otro lado de la isla. Y así, en 1927 se casó con la montecristeña Bienvenida Ricardo, después de haberse divorciado de Aminta Ledesma en 1925, un divorcio civil.

El matrimonio duró hasta 1935 y mientras estuvieron casados no tuvieron hijos. En el interín la bestia estableció relaciones adulterinas con María Martínez Alba (llamada la españolita porque era blanca y bonita), casada con un cubano llamado Rafael Dominici.

Con María Martinez tuvo la bestia su primer hijo varón en 1929, cuando todavía estaba casada con el cubano, que al ver como andaban las cosas abandonaría el país prudentemente y nunca más regresó.
La bestia se divorció de Bienvenida en 1935 para Casarse con María Martínez, bajo el alegato de que no podía darle hijos, y la convirtió de esposa en amante. Amante de ocasión.

Con María Martínez se casó en el mismo año 1935 y la convirtió de concubina a esposa. Con ella tuvo otros dos hijos, Angelita y Radhamés. Y además, en su condición de amante, Bienvenida le dio lo que no pudo darle como esposa: una hija llamada Odette Trujillo Ricardo.

En el mientras tanto conocería la bestia a la mujer de su vida, la amiga de Flor de Oro, una amiga que fue elegida reina del carnaval de 1937 y que su hija le había presentado unos años antes durante unas vacaciones en su casa veraniega de San José de las Matas; Lina Lovatón Pittaluga.

La bestia tenía la costumbre de apropiarse de la reina e incluso de las finalistas de los concursos y desecharlas al poco tiempo, pero esta vez fue diferente. De Lina (una muchacha de sociedad que no pasaba desapercibida), según todos los indicios se enamoró o encaprichó o se emperró sexualmente. Con ella tuvo una hija llamada Yolanda en 1939, y un hijo llamado Rafael en 1943. Un hijo que alguna vez se declaró orgulloso de su padre y que exhibía su misma sonrisa de hiena.
A Lina y sus hijos la bestia los trató generosamente e incluso heredaron de una manera retorcida una cuota apreciable de su fortuna. En principio parecía que la bestia estaba dispuesto a dejar a la españolita para casarse con ella, o tal vez era Lina Lovatón la que trataba de divorciarlo o tal vez ambas cosas, pero María Martínez defendió su matrimonio con uñas y dientes y le hizo a Lina la vida difícil, la obligó a salir del país o convenció a la bestia de que la sacara y la bestia la sacó. La escondió como quien dice bajo la alfombra en Miami y la hacía venir esporádicamente o se veía con ella en Estados Unidos.

Por alguna razón sentimental o de estado, o por lo que se quiera suponer, la bestia prefirió conservar a su españolita. Le permitió, además, adquirir fortuna en compañía de su hermano Paquito a través del monopolio de ferreterías y otros negocios. Una fortuna cuantiosa, calculada en más de cuarenta millones de dólares de la época.

De hecho, la bestia la consintió hasta el punto de volver a casarse con ella en 1954. Ya estaban casados, pero uno de los dos o quizás los dos querían casarse formalmente por la iglesia y se casarían. María Martínez había nacido con el siglo y ya estaba entrada en años y en evidente sobrepeso y de seguro la bestia no le daba mucho uso, si acaso le daba alguno, pero la unión matrimonial se mantenía y los felices consortes querían volverse a casar, esta vez por la iglesia.

En realidad el asunto no tiene nada de extraño. Tanto la bestia como su consorte vivían de la adulación y las apariencias. Aparentaban estar felizmente casados y aparentaban tener convicciones religiosas, y hasta es posible que María Martínez fuese en el fondo, muy en el fondo, una mujer casta y devota. La firma del Concordato representaba un espaldarazo, un reconocimiento al régimen de la bestia mientras que el matrimonio representaría un reconocimiento de las virtudes morales de la ejemplar pareja. El único problema es que para casarse por la iglesia había que anular el matrimonio con Aminta Ledesma y eso está prohibido. El divorcio eclesiástico no está permitido, al menos para los pobres y la gente sin influencia. Incluso gente con influencia, como el famoso rey Enrique VIII, no pudieron divorciarse. Por eso, principalmente, se complicó y demoró el concordato. Pero la bestia lo consiguió.

Lo que había unido Dios no podía nadie separarlo a excepción del papa y el papa lo separó. Lo que Enrique VIII no pudo, la bestia lo consiguió.

Como sugiere Crassweller, a la larga todos los problemas fueron superados y las negociaciones (porque de un negocio se trataba), llegaron a feliz terminó a inicios de 1954.

(Historia criminal del trujillato [148])

Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”


Cambio de bestia (11): La firma del Concordato 

Pedro conde Sturla

5 julio, 2024

El Concordato fue firmado finalmente en Roma el día 16 de junio de 1954 por monseñor Domenico Tardini y el generalísimo Trujillo en nombre de la santísima trinidad.

Con anterioridad se había firmado otro mucho más importante, sin el cual los demás no habrían sido posibles: El concordato entre la Italia fascista y la Iglesia católica. En el año 1929 Mussolini y el papado firmaron, en efecto, un acuerdo que restituyó a la iglesia irritantes privilegios que le habían sido arrebatados durante el proceso de unificación de Italia, el llamado Resorgimento que puso fin, en 1870, a mas de mil años de mandato eclesiástico católico, apostólico y romano.

La reconciliación entre el estado fascista y la iglesia (con su jugosa compensación financiera) hicieron posible el nacimiento del Vaticano como estado soberano, la independencia política de la santa sede, el restablecimiento de las relaciones interrumpidas desde que Roma, la ciudad de los papas, se convirtió por la fuerza de las armas y la voluntad del pueblo en capital del entonces reino de Italia.

El concordato mussoliniano también representó parcialmente el resurgimiento de la santa madre Iglesia católica apostólica y romana. El Estado Vaticano sería en breve conocido y reconocido en el mundo. A partir de entonces se multiplicaron los concordatos entre la santa sede y varios regímenes tiránicos, como la Alemania de Hitler y la España de Francisco Franco. Por eso y otros tantos ejemplos alguien dijo —y dijo bien— que el despotismo y la iglesia se apoyan y se complementan. Están los concordatos para demostrarlo y está la historia, la ineludible historia.

El concordado que firmó la bestia, tomando como modelo el que había 
firmado Franco en 1953, concedió como era de esperar incalculables beneficios, privilegios y prebendas a la iglesia y miembros del clero a costa del pueblo dominicano: regiría y rige las relaciones entre ambos estados.

Tan complacido estaba el papa con la generosidad de la bestia que le otorgó la Gran Cruz de la Orden Piana, que se sumaba a la Orden Hierosolimitana del Santo Sepulcro, que le había conferido durante el primer año de su gobierno el inefable arzobispo Nouel y a las cuales se agregarían más adelante la Gran Cruz de la Orden de San Gregorio Magno y otras.

Pero además, después de la firma del Concordato, el santo papa Pío XIl (al que muchos llamaban y llaman el papa de Hitler) concedió a Trujillo una entrevista privada.

Dice Crassweller que Trujillo se comportó de una manera diplomáticamente correcta durante las horas que pasó en el suntuoso palacio papal y que se sentía muy impresionado. Seguramente adoptó una pose santurrona y beata, pose de santo de altar. El inmaculado padre lo acogió cálidamente con la más dulce sonrisa, y durante los quince minutos que duró el maravilloso encuentro la bestia permaneció de rodillas en señal de devoción y humildad y no se cansó de destacar y alabar el profundo sentimiento religioso del pueblo dominicano, la veneración que sentía el pueblo dominicano por la iglesia de Roma y el venerado pontífice.

Por si fuera poco, al término de la entrevista privada, Pío XII tuvo la benevolencia de invitar a la bestia y a todo su séquito a una audiencia de diez minutos en la que se tomaron fotos memorables.

Como dice Crassweler, había en este extraño grupo una variedad de personas en términos de personalidad y ortodoxia, es decir, en términos de bajeza moral e intelectual y disponibilidad criminal.

En las tétricas fotos aparecen una y otra vez los miembros de la comitiva, una comitiva de la que Anselmo Paulino, por supuesto, formaba parte, el repulsivo Anselmo Paulino. Era más bien una pandilla integrada por unos personajes ilustres o por lo menos lustrosos, una élite, una asociación de malhechores de la más selecta crema política y militar del régimen de la bestia, que fue generosamente recibida en una audiencia de unos diez minutos en la cámara personal del santo padre, su santidad Pío XII.

Varias fotos recogen la solemnidad del evento, de los grandes momentos que se vivieron en esos históricos minutos. Allí aparecen el papa (que no era el mejor de todos), entre la bestia y Paulino, entre el generalísimo Trujillo, vestido elegantemente de etiqueta, y el mayor general honorífico Anselmo Paulino Álvarez, vestido de militar. El ubicuo y astuto Paulino (el casi segundo hombre fuerte del régimen), el desenfadado creyente en rituales de sombra y brujería, el favorito de la bestia. Paulino en sus últimos días de gloria. Paulino junto al papa, todavía protegido por los luases del vudú.

Al lado de Trujillo, a mano izquierda, figura Joaquín Balaguer, su santidad Joaquín Balaguer, el engendro demoníaco que Crassweller define como un dechado de moralidad y piedad profundas, el mismo que sustituiría en pocos años en el poder a la bestia.

También estuvieron presentes el coronel Pedro Trujillo, hermano de la bestia y miembro de su guardia personal, y estaba presente el capitán Fernando Sánchez y el Sr. Atilano Vicini. Pero además estaba presente, justo detrás de Balaguer, un oficial con gafas oscuras, un personaje tenebroso que daría mucho de que hablar en los peores tiempos de la bestia: el coronel Arturo Espaillat, el célebre asesino y torturador que se ganaría muy merecidamente el apodo siniestro de Navajita. Alguien que helaba la sangre, que inspiraba terror.

Lo que brillaba por su ausencia eran mujeres. A nadie se le ocurrió invitar a uno de esos seres que llaman mujeres a la firma del Concordato. Quizás estaban prohibidas, tácitamente prohibidas…

El día del regreso de la bestia al país, después de una visita al sur de España y a Estados Unidos, fue declarado día de júbilo nacional, día no laborable, además, para mayor júbilo nacional. Con anterioridad el congreso había aprobado por mayoría absoluta seguramente el Concordato. El dichosos Concordato “entre la República Dominicana, representada por el Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria, investido con el rango de Embajador Extraordinario en Misión Especial, y la Santa Sede representada por el pro Secretario de Su Santidad Monseñor Domenico Tardini”.

Un año después, el 9 de agosto de 1955, doña María de los Ángeles y la bestia cumplieron el sueño tan ardientemente deseado. Se casaron por la iglesia en el local de la nunciatura y los casó el nuncio papal Salvatore Siino. El guabinoso Salvatore Siino. El representante de la santa sede.

Fue un matrimonio de adúlteros (y tantas cosas peores) con la bendición de la madre Iglesia católica y del santo padre Pío XII.

Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.  


Cambio de bestia (12 de 12): El precio del Concordato 

Pedro Conde Sturla

12 julio, 2024

El 14 de agosto de 1954 la bestia regresó al país con pilas nuevas. Había sido recibido en España en olor de multitudes, había sido recibido por el papa en olor de santidad y había sido recibido como de costumbre en el imperio con la mayor deferencia. Regresó, pues, transfigurado. Como tocado por un ángel, o por lo menos un santo.

Dice Crassweller que en cuanto Trujillo volvió a poner pie en Ciudad Trujillo se enfrascó en una serie de frenéticas actividades en honor a sí mismo. Hizo que el pueblo le rindiera, en efecto, los más variados tributos de adulación. Hubo paradas militares en celebración de las últimas grandes hazañas de Trujillo, hubo manifestaciones en las ciudades y pueblos a favor de Trujillo y hasta actos religiosos en los que se pedía la presencia de Trujillo para que santificara el suelo que pisaba. Gracias a Trujillo la República Dominicana se había convertido en el primer país latinoamericano en firmar un Concordato en el siglo XX y había que celebrarlo y celebrar sobre todo a Trujillo.

Alguien se inventó incluso un canto de alabanza (uno de tantos), un cursilísimo canto que decía que Trujillo es como un himno que cae entre nosotros, decía que Trujillo es como lluvia de pétalos fragantes, Trujillo es como alada mariposa blanca y otras cosas parecidas. Cosas tan desproporcionadas y disparatadas que se hubieran podido prestar a interpretaciones retorcidas si alguien le hubiera soplado en el oído palabras malignas a la bestia. Pero el generalísimo estaba encantado consigo mismo y ninguna alabanza le parecía demasiado, parecía no hartarse nunca de las adulaciones ni de los aduladores. Alguien había dicho en alguna ocasión: Trujillo es como el sándalo, que perfuma el hacha que lo hiere, y Trujillo seguramente se lo creía.

Aparte de su ego, también sus energías estaban renovadas y se mostraba híper activo. Un día estaba en San Cristóbal, otro día en Baní o Constanza, Santiago, Puerto Plata, Dajabón, San Francisco de Macorís, La Vega o Moca.

Estiraba el tiempo para supervisar obras en construcción y ordenar otras nuevas, para saludar y dar apretones de manos y recibir ramos de flores o asistir a te deums o estar presente como padrino en ceremonias de bautismos. Le encantaba apadrinar y tenía cientos o tal vez miles de ahijados en el país.
Nada humano le era ajeno. Todo lo averiguaba, todo lo inspeccionada, se interesaba y escudriñaba inquisitivamente los más nimios detalles y noticias. Estaba al tanto y al día.

A finales de septiembre volvió a viajar a los Estados Unidos para reunirse con su mujer y sus hijos y explorar oportunidades de negocios, pero no sin antes destituir y meter preso y ultrajar a Anselmo Paulino, a su hombre de confianza, el hombre en quien (como le había dicho venenosamente Francisco Franco en Madrid), podía delegar el poder durante su ausencia, el que podía sustituirlo.

Mientras tanto, los acuerdos y disposiciones previstas en el Concordato (tomando como modelo el que había firmado Francisco Franco en 1953), ya habían empezado a implementarse y las relaciones con la iglesia se fortalecieron.

En virtud del Concordato: “El Estado Dominicano reconoce la personalidad jurídica internacional de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano”.

En virtud del Concordato: “Para mantener, en la forma tradicional, las relaciones amistosas entre la Santa Sede y el Estado Dominicano, continuarán acreditados un Embajador de la República Dominicana cerca de la Santa Sede y un Nuncio Apostólico en Ciudad Trujillo. Este será el decano del Cuerpo Diplomático, en los términos del derecho consuetudinario”.

En virtud del Concordato: “El Estado Dominicano reconoce a la Iglesia Católica el carácter de sociedad perfecta y le garantiza el libre y pleno ejercicio de su poder espiritual y de su jurisdicción, así como el libre y público ejercicio del culto”.

En virtud del Concordato: “El Estado Dominicano garantiza la asistencia religiosa a las fuerzas armadas de tierra, mar y aire y a este efecto se pondrá de acuerdo con la Santa Sede para la organización de un cuerpo de capellanes militares, con graduación de oficiales, bajo la jurisdicción del Arzobispo Metropolitano en lo que se refiere a su vida y ministerio sacerdotal, y sujetos a la disciplina de las fuerzas armadas en lo que se refiere a su servicio militar”.

En virtud del Concordato: “En todas las escuelas públicas primarias y secundarias se dará enseñanza de la religión y moral católicas —según programas fijados de común acuerdo con la competente Autoridad eclesiástica— a los alumnos cuyos padres, o quienes hagan sus veces, no pidan por escrito que sean exentos”.

En virtud del Concordato: “El Gobierno Dominicano se compromete a construir la Iglesia Catedral o Prelaticia y los edificios adecuados que sirvan de habitación del Obispo o Prelado nullius y de oficinas de la Curia, en las Diócesis y Prelatura nullius actualmente existentes que lo necesiten, y en las que se establezcan en el futuro”.

En virtud del Concordato: “El Gobierno asegura a la Arquidiócesis de Santo Domingo y a cada Diócesis o Prelatura nullius actualmente existentes o que se erijan en el futuro una subvención mensual para los gastos de administración y para las iglesias pobres”.

En virtud del Concordato: “Los eclesiásticos gozarán en el ejercicio de su ministerio de una especial protección del Estado”.

En virtud del Concordato: “Los eclesiásticos no podrán ser interrogados por jueces u otras autoridades sobre hechos o cosas cuya noticia les haya sido confiada en el ejercicio del sagrado ministerio y que por lo tanto caen bajo el secreto de su oficio espiritual”.

“En caso de que se levante acusación penal contra alguna persona eclesiástica o religiosa, la Jurisdicción del Estado apoderada del asunto deberá informar oportunamente al competente Ordinario del lugar y transmitir al mismo los resultados de la instrucción, y, en caso de darse, comunicarle la sentencia tanto en primera instancia como en apelación, revisión o casación”.

“En caso de detención o arresto el eclesiástico o religioso será tratado con el miramiento debido a su estado y a su grado”.

“En el caso de condena de un eclesiástico o de un religioso, la pena se cumplirá, en cuanto sea posible, en un local separado del destinado a los laicos, a menos que el Ordinario competente hubiese reducido al estado laical al condenado”.

En virtud del Concordato: “El Gobierno Dominicano, cuando sea posible, confiará a religiosos y religiosas la dirección de los hospitales, asilos y orfanatos y otras instituciones nacionales de caridad. La Santa Sede, por su parte, favorecerá tal proyecto”.

El régimen de privilegios, del que disfrutaría y disfruta todavía la Iglesia católica en el país no podía y no puede ser más irritante, sobre todo en la medida en que disminuye cada vez más su feligresía y se produce su desplazamiento por parte de las iglesias evangélicas.

Resulta inaceptable que a estas alturas se otorguen a la Iglesia católica exoneraciones y prebendas incalculables, que se les pague dinero a los obispos y se financien las diócesis, que se permita la existencia de un vicariato castrense, que se le otorguen rangos de militares a los obispos y rango de general y escolta al Cardenal. El mismo cardenal que vive en un palacio de lujo fortificado a expensas del estado dominicano, a costillas del pueblo.

Resulta inaceptable, desde luego, que se permita la injerencia de la iglesia en asuntos de Estado, que se reconozca a la Iglesia católica como religión oficial de la nación en detrimento de otras confesiones religiosas.

Más indignante es el privilegio que establece que las acusaciones penales contra miembros del clero pertenecen a una especie de limbo jurídico. En el año 2013, el nuncio papal Josef Wesolowski, investigado por las autoridades dominicanas por fundadas acusaciones de pedofilia, fue simplemente destituido y enviado de castigo a Roma, donde permaneció varios meses en libertad.

Algo positivo, sin embargo, y lamentablemente descontinuado, fue el poner el manejo de la alimentación y medicinas y administración de hospitales públicos en manos de monjas, órdenes religiosas de monjas que trabajaban como hormigas en los hospitales públicos y los mantenían bien provistos.

Pero el Concordato no salió gratis. El precio todavía lo estamos pagando. Unos veintiséis millones se cobró el Concordato en la era gloriosa y el presupuesto actual destina más de seiscientos millones. Pero en realidad no se conocen los datos. Es un presupuesto abierto, sujeto a las necesidades y caprichos de la iglesia, y sobre todo de los príncipes de la iglesia.
Es un barril sin fondo.


(Historia criminal del trujillato [150])
Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”


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