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5/11/22

HISTORIA CRIMINAL DE TRUJILLATO (segunda parte)

HISTORIA CRIMINAL DE TRUJILLATO (32-60)


Segunda parte





1

La apoteosis del emperador



El querido Jefe lo decía y lo repetía en presencia de mi padre, el general Bonilla, y lo decía y lo repetía en presencia mía y de mis hermanas. Y lo decía y lo repetía también públicamente. No se cansaba de decirlo. Que no aceptaría otra nominación a la presidencia de la República. Que de ninguna manera se reelegiría. Que su mayor ambición era servir al pueblo y ya lo había servido, rescatando la democracia, rescatando de sus ruinas la ciudad de Santo Domingo, rescatando económicamente el país.

La única circunstancia en que consideraría volver a ser candidato era o parecía ser inconcebible. Sólo aceptaría si todo el pueblo dominicano se lo pedía. Sólo si todo el pueblo dominicano unánimemente se lo pedía. Y el pueblo se lo pidió.

Sí, el pueblo dominicano se lo pidió. Unánimemente se lo pidió de mil maneras diferentes. Se lo exigió amorosamente. Lo arrastró casi como quien dice a la fuerza, la fuerza del cariño, a optar por un nuevo periodo de gobierno.

Hoy resulta difícil imaginar cómo el aprecio, la devoción o veneración que la gente sentía por el Jefe pudiera expresarse en términos tan entusiastas y cómo el entusiasmo se traducía en un coro tan simultáneo de alabanzas. La gente hablaba y escribía, publicaba peticiones en todos los medios solicitando la continuidad del Jefe en el poder. El pueblo, todo el pueblo dominicano, no sólo quería la reelección del querido Jefe, expresaba un deseo de honrarlo como se merecía, con todo tipo de títulos, monumentos, con todos los medios posibles. Muchos exigían a gritos su nombramiento o designación como Grandeza Ilustrísima, Gran Ciudadano, Tutor de Generaciones… La comunidad pedía, no sin cierta (aunque justificada) exageración, la consagración, la glorificación, el ensalzamiento, la elevación del querido Jefe al rango de la divinidad.

Los menos entusiastas, entre las más prestigiosas figuras públicas del país, sugerían un plebiscito para declararlo presidente vitalicio.

Uno de los que mejor expresó estos anhelos fue un prestigioso dentista y orador de barricada, el Dr. José E. Aybar, un hombre agradecido que le debía al querido Jefe todo lo que tenía. Aybar publicó un conciso documento que hizo llegar a la prensa y a las manos de más de doscientos dirigentes políticos y causó un grato revuelo.

Con toda la lucidez y la visión de futuro que lo caracterizaba, el Dr. Aybar señalaba en ese documento que una campaña electoral no sería mas que un inútil formalismo, un desperdicio, un gasto de tiempo y de recursos. En consecuencia, y a su atinado juicio, la Junta Central Electoral (o como quiera que se llamara entonces), el día16 de mayo de 1934 debía simplemente proclamar al querido Jefe como presidente electo sin necesidad de elecciones. Después de todo, argumentaba con su habitual agudeza el Dr. Aybar, el querido Jefe ya había sido reelegido en la conciencia de todos.

Don Arturo Logroño, el canciller de la República, uno de los funcionarios más admirados y queridos, también aportó su granito de arena al debate sobre la reelección que estremecía a todo el pueblo dominicano. El debate electoral.

Don Arturo era un hombre afable, simpático, dueño de una cultura enciclopédica. Era conocido por su fina inteligencia y sus ocurrencias, por su talento como abogado y periodista y por sus grandes dotes de orador. Las malas lenguas decían que era nieto del arzobispo Meriño y que de él heredaba el don de la palabra, pero eso es algo que no ha sido comprobado.

Lo cierto es que era un hombre moderado, que impartía siempre buenos consejos, y era también un hombre apasionado, tan adicto y tan leal al poder del Jefe como a la comida. Con frecuencia oí decir que en su habitación tenía un recipiente enorme, una especie de barril de aceitunas españolas para calmar su permanente sed de hambre, pero esto puede ser que forme parte de las muchas leyendas que inspiró el ilustre personaje. Muchos, por cierto, se burlaban de él porque era bajito y redondo, pero en su interior él se reía de todos y casi siempre era el último en reír.

Algunas veces, mis hermanas y yo lo encontrábamos en la calle y siempre nos distinguió con el más cordial y elegante saludo. Nunca se montó en un automóvil, ni siquiera en alguno de los muchos que estaban a disposición del querido Jefe. Y sus motivos tenía. Con su baja y corpulenta anatomía y las trescientas cincuenta libras de peso que le atribuían, Don Arturo se sentía más cómodo en el asiento trasero de un coche tirado por caballos, a la manera clásica o antigua, con el sol y el viento jugueteando en su rostro bonachón, repantingado dichosamente y con los brazos abiertos de par en par.

La continuidad del querido Jefe suscitaba tantas simpatías dentro y fuera del país que hasta la famosa Eleanor Roosevelt vino a darle su tácito apoyo en el mes de marzo de 1934, y fue don Arturo Logroño quien la recibió en esa ocasión, el mismo que desfiló con ella en su condición de canciller de la República. Los envidiosos de siempre se burlaron de la pareja tan dispareja que hacían, pero la verdad es que la señora Roosevelt era tan alta y desgarbada y tenía una dentadura tan prominente que no hacía buena pareja con nadie, ni siquiera con su amante esposo, el presidente de los Estados Unidos de América.

Pero la cordial y fructífera visita de la prestigiosa primera dama insufló en el animo de don Arturo Logroño una fuerza retórica impresionante, le inspiró, de hecho, una de las declaraciones más contundentes y lapidarias en torno al tema de la reelección. Sí, don Arturo Logroño pasó a la historia cuando desnudó su corazón ante toda la nación y declaró sin complejos, sin falso pudor, sin ningún tipo de reticencia su lealtad incondicional a la más noble causa del país, la del querido, bienamado y siempre Jefe.

“Todos mis esfuerzos -dijo más o menos Logroño en la que fue su mas vibrante declaración-, toda mi modesta capacidad intelectual y mis pocas fuerzas, mi lealtad personal y devoción política, mi cálida afección personal, mi alma, mi corazón y mis asuntos, el ritmo y el rumbo de mi vida pertenecen al Presidente Trujillo y a su gran obra de gobierno. A él debo mi presente político y sólo puedo concebir el futuro al amparo de su sombra magnánima y patricia…” Confieso que todavía me dan ganas de llorar cuando recuerdo esas palabras, quizás las más bellas que salieron de su boca. O de su pluma.

Lo único que faltaba por decir lo dijo en un editorial el periódico “La opinión”, un prestigioso medio de prensa que se hizo eco de todo el sentir nacional. En ese editorial, que es una de las cumbres del periodismo dominicano, se decía con orgullo que nuestro modelo de civilización y cultura estaba muy por encima del de muchos otros pueblos de la tierra y que cada vez que mirábamos en el horizonte la triste pintura de lo que estaba sucediendo en otros países, un grito jubiloso venía a nuestras gargantas: !Qué Dios preserve a nuestro emperador!

De cualquier manera, no fue fácil convencerlo, hacer cambiar al querido Jefe de opinión. Pero la presión popular no hizo desde entonces más que seguir en aumento. Finalmente, en el mes de abril de 1934, anunció a regañadientes que aunque era contrario a su deseo y a sus más íntimas convicciones, no tenía fuerzas ni corazón para negarse al inmenso clamor de tanta muchedumbre y aceptó la repostulación.

El Jefe, sin embargo, cumplió con todos los requisitos y formalismos legales, se sometió al rigor de una intensa campaña política y resultó ganador, junto a Jacinto Peynado como vicepresidente, por una inmensa mayoría de votos.

Dios había preservado a nuestro emperador.

Y nadie se mostró más feliz en esa ocasión que el coronel Andy Dauhajre.



Historia criminal del trujillato (32)

(Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”




Las mieles del poder



El régimen de la bestia permaneció más o menos igual en todos los períodos. Nada cambiaba de una administración a otra excepto las caras y la suerte de algunos funcionarios. Trujillo seguía apretando las tuercas, todas las tuercas del aparato que lo mantenía en el poder, creando nuevos y más sofisticados organismos de inteligencia y mecanismos de represión, organizando el país como si fuera una finca, una empresa, una industria de su propiedad, y hasta cierto punto lo era.

La bestia ponía un empeño particular en reclutar los peores hombres para desempeñar las tareas más brutales contra sus opositores y al mismo tiempo trataba de atraerse y se atraía por cualquier medio (con ofrecimientos o amenazas, o quizás ambas cosas), a todos los que de alguna manera se destacaban socialmente por su fortuna, en su profesión u oficio.

Dice Crassweller que la mera existencia de alguien que poseyera brillo intelectual y distinción social y económica y que no formara o quisiera formar parte del gobierno, era para la bestia una especie de afrenta personal.

A Horacio Vásquez, Américo Lugo y unos pocos intentó conquistarlos inútilmente. Una gran parte, como se sabe, se ofreció voluntariamente, otros se resistieron durante un periodo y unos cuantos durante toda la tiranía. Paradójicamente, algunos que durante un tiempo se mostraron más reacios a ponerse al servicio de la bestia y manifestaron la más firme oposición se convirtieron luego en trujillistas a ultranza.

Entrar al servicio de la bestia por voluntad propia o ajena no era precisamente una garantía de estabilidad emocional y económica. Los funcionarios civiles y militares del régimen de la bestia, y sobre todo los altos funcionarios, estaban expuestos a los caprichos y rabietas del voluble mandatario. Trujillo era un sádico, tenía la ingrata costumbre de  encumbrar a sus funcionarios, colmarlos a veces de honores y luego degradarlos, pisotearlos, humillarlos públicamente. Los mantenía en la cuerda floja para que nunca se sintieran seguros, y en el momento menos pensado los arrojaba al vacío, los despeñaba, les suministraba una especie de

sacudida, el equivalente político de una terapia de electroshock para mejorar el rendimiento. De esa terapia algunos no se recuperaban. Se quedaban mentalmente cojos. Se volvían frágiles, quebradizos, asustadizos. Sobre todo en su presencia.

En realidad no había forma de no sentirse atemorizado en una reunión y sobre todo en una fiesta en la que Trujillo participara. La tensión, por muchas razones, era siempre enorme. La bestia podía insultar a cualquiera en cualquier momento o podía antojarse, por ejemplo, de la mujer o la hija o de la hermana o la novia e incluso de la mamá de algún invitado. Para peor, tampoco estaba permitido -bajo pena de muerte por lo menos- manifestar alegría o tan siquiera alivio cuando el todopoderoso mandatario se iba del lugar. Había que mostrarse decorosamente compungido. Había que disipar la tensión disimuladamente.

Una de sus bromas pesadas favoritas consistía en saludar a una persona con el título de un cargo que no tenía en el momento en que se encontraba frente a la persona que estaba designada en ese cargo. Un nombramiento y una  destitución a la vez.

Con el mismo desenfado, la bestia pronunciaba a veces públicamente una sentencia de muerte. Preguntaba simplemente, casi al desgaire, en voz calma y audible para los miembros de su celosa escolta: “!Y Fulano está vivo?” Era una pregunta que parecía ingenua, casual, desmaliciada, pero era una sentencia de muerte.

Crassweller cuenta que Federico C. Álvarez, un prominente abogado, fue uno de los primeros notables que la bestia incorporó a su gobierno y también uno de los primeros que degradó y desconsideró. Con su retorcido sentido del humor, si acaso alguna vez lo tuvo, nombró al abogado en la Secretaría de obras públicas, le encargó construir un puente y lo destituyó por incompetente.

A Arturo Logroño lo quitaba y ponía en un cargo casi por capricho, aunque nunca lo sometió a las vejaciones que sufrieron otros funcionarios. Además, Logroño tenía un temperamento, una especie de coraza, una manera especial de tomarse un poco las cosas en broma y una habilidad inmejorable para reconciliarse con el poder. Sin embargo, dicen que cuando cayó enfermo para no levantarse más, la bestia ni siquiera fue a visitarlo. Cuando murió hizo que le rindieran, desde luego, los debidos honores.

El caso de Peña Batlle es parecido y a la vez diferente. Manuel Arturo Peña Batlle se mantuvo unos doce años en la oposición. Luego descubrió que Trujillo era un gran nacionalista y entró como una tromba al servicio del régimen, se convirtió rápidamente en alabardero e ideólogo del trujillismo, inauguró en parte el fundamentalismo antihaitiano. Fue él quien diseñó la estructura ideológica seudonacionalista de un régimen que carecía de principios y sólo se sustentaba en la fuerza.

Cayó en desgracia cuando lo vincularon a un complot en el que seguramente no tenía arte ni parte, luego pasó por las manos del brutal Fausto Caamaño durante un largo interrogatorio y finalmente fue destituido de su alto cargo. Desde entonces no volvería a levantar cabeza. Antes y después tuvo que soportar, eso sí, humillaciones, vergüenzas y desplantes de antología.

Con el propósito de mortificar en lo más hondo su fundamentalismo antihaitiano, Trujillo lo nombró una vez embajador en Haití. Pero la mayor desconsideración se la hizo en Nueva York, cuando Peña Batlle se presentó, como parte de su séquito, en una cena de gala. Trujillo lo paró en seco al entrar, le espetó en voz alta que no estaba invitado y lo echó del lugar.

En la misma Nueva York, Peña Batlle recibió un diagnóstico terrible para su salud. Moriría  en 1954, enclaustrado y despreciado en su hogar, pero el gobierno lo despediría con unas pomposas honras fúnebres y nombraría una calle en su honor.

Virgilio Álvarez Pina, el célebre don Cucho, fue uno de los que tampoco se rindió desde el primer momento a los encantos de la bestia.

Era su pariente lejano y fue su amigo de infancia. Pero fue además un ferviente y leal horacista, alguien que, según dice Crassweler, era de los que le llevaba el desayuno a la cama. Ese mismo Cucho le había advertido en su debido momento a Horacio Vásquez que Trujillo estaba conspirando y le aconsejó destituirlo, cosa que dio lugar a un celebre episodio en la Fortaleza Ozama, un encuentro en el que Horacio no dejó de darse cuenta de que era más un prisionero que un presidente en presencia del brigadier Trujillo.

Después de haber sufrido persecución y cárcel, don Cucho se ablandó, se enterneció, perdonó a la bestia por la traición, por el golpe de estado que le había dado a Horacio y entró por fin a su servicio en el año 1934. Desde entonces, con sus altas y sus bajas, con períodos de bonanza y otros más y menos tormentosos, fue su más fiel consejero. Uña y carne. Uña y mugre. Tuvo además la suerte de sobrevivirlo, de vivir para contarlo. Y lo contó a su manera en un libro infame.



Historia criminal del trujillato (33)

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



https://acento.com.do/2019/opinion/8683211-el-teatro-del-horror/




El teatro del horror


Pedro Conde Sturla  | 20 de mayo de 2019 | 12:03 am 



En el teatro del horror que describen los cronistas e historiadores, las cárceles más temidas en los primeros años de la era gloriosa eran las de la Fortaleza Ozama y la de Nigua. La fortaleza había sido construida en un sitio alto, salubre, junto al río y el mar, y estaba expuesta al salitre, la brisa fresca,  los vientos del norte y del sur.

La cárcel de Nigua había sido construida por las tropas de ocupación yanquis (tal vez de maldad, con premeditación y alevosía), en un terreno pantanoso cerca de la desembocadura del río del mismo nombre, y estaba expuesta a todas las calamidades del trópico.

La vida allí quizás era en verdad tan horrorosa como lo cuenta Crassweller. La plaga endemoniada de mosquitos, las bandadas de mosquitos desde el atardecer al amanecer, la inmensa nube negra de mosquitos que enrarecían el aire, los malditos mosquitos que saturaban, envenenaban el cielo, ennegrecían la noche, los  mosquitos que caían como una inmensa telaraña con aquel pavoroso zumbido, el infernal zumbido de mosquitos que picaban sin cesar, que parecían más bien devorar a sus víctimas. La aparición de la malaria. El contagio, la manifestación de los primeros síntomas en un hombre tras otro, a veces en medio de brutales labores, escalofríos violentos, fiebre, descomposición y vómitos, insoportables dolores de cabeza, sudores, un sudor frío, el sudor empapando las cobijas, el delirio de la fiebre y las voces delirantes hasta alcanzar el climax. Luego el alivio, lentamente el alivio, el regreso al mundo de los vivos, el pausado recobrar de la conciencia. Luego una sucesión del mismo episodio, la repetición de todos los episodios de fiebre y de delirio y de pérdida de la conciencia, de episodios cada vez menos separados, secuencias casi continuas de fiebre y de delirio y de pérdida de la conciencia.

No había doctor -dice Crassweler-, ni enfermeras ni enfermería. Había sólo quinina si la familia podía conseguirla, si se podía sobornar a un carcelero.

La vida en la cárcel de Nigua estaba hecha de gritos y susurros, de alaridos, gemidos, de aullidos repentinos en la noche y gritos de dolor, de voces que imploraban y lloraban, de gente que suplicaba inútilmente por el amor de Dios, por compasión, de gente que sufría la tortura y gente que gozaba torturando, de un infierno de voces que se acallaban a veces, las ahogaban a  veces los disparos de fusiles cuando estaban fusilando.

Crassweller cuenta que los presos se veían obligados a bañarse con agua sucia, agua ya usada por otros presos enfermos de tuberculosis. Convivían los sanos con enfermos terminales, con gente que no podía valerse por sí misma, que permanecía tumbada todo el tiempo en el duro lecho, malmuriendo, gente todavía viva que emitía un olor fétido a cadáver, sin poder defenderse ni siquiera de los mosquitos que se alimentaban de la poca sangre que les quedaba. Si acaso les quedaba.

No era poco frecuente que los presos, a fuerza de torturas y de encierros solitarios, perdieron la razón. Le sucedió a Ellobín Cruz y a muchos otros. El infeliz Ellobín Cruz, lo que quedaba de él, estaba recluido en solitaria y estaba ya perdido en las nieblas de la locura, muerto en vida, sin saber siquiera quien era ni que estaba haciendo en ese lugar.

Otros se consumían literalmente, se quebraban y se consumían como un pabilo, los devoraban las pulgas, los piojos y los chinches, por no hablar de los mosquitos y las niguas. Eduardo Vicioso, un   profesor y decano de la facultad de derecho de la única universidad, se redujo a un estado cadavérico, macilento. Todo su cuerpo estaba salpicado, como lo describe Crassweller, de rojizos pinchazos de piojos y otros bichos y su piel adquirió la apariencia del papel de lija.

Las desgracias de Eduardo Vicioso habían comenzado cuando se opuso públicamente a una propuesta política para legitimar en el poder a la bestia sin necesidad de elecciones. La iniciativa se debía al Dr. José E. Aybar, un cínico y corrupto cortesano, un sacamuelas que había hecho fortuna al amparo del tirano, uno que sustentaba la opinión de que la popularidad de la bestia era tan grande que  hacia innecesaria, inútil y dispendiosa cualquier consulta electoral. La bestia presidía en todos los corazones del mismo modo que debía presidir en el gobierno, en todos los gobiernos.

Eduardo Vicioso tachó de absurda la desvergonzada propuesta del sacamuelas y la vida empezó a ponérsele difícil. Tiempo después sería acusado de perpetrar crímenes contra el gobierno, de excitar a los ciudadanos a rebelarse y armarse contra la autoridad legalmente constituida. Se lo acusó también de tentar de provocar una guerra civil, de asociación o concierto de crímenes contra las personas, incluyendo al muy honorable señor presidente de la República. Vicioso era además culpable, supuesto culpable de posesión y tráfico y tenencia irregular de armas. Sólo por casualidad no lo acusaron por el delito de haber nacido.

A la cárcel de Nigua, probablemente la más concurrida y la menos popular del país, habían ido a parar muchos de los implicados en la conspiración de Leoncio Blanco  (Blanquito) y los conspiradores de Santiago, los que se habían atrevido a planificar la muerte de Trujillo y José Estrella en un atentado, los que habían puesto las bombas y escrito pasquines infamantes contra la bestia.

A todos estos se sumarían los responsables de una nueva conspiración o conspiraciones que se produjeron esta vez en Santo Domingo. Junto a Eduardo Vicioso fue apresado un nutrido grupo de capitaleños compuesto por Juan de la Cruz Alfonseca (Niño), Ramón de Lara, Rafael Ramón Ellis Sánchez (Pupito), Buenaventura Báez Ledesma, Ulises Pichardo Pimentel, Juan José y Dionisio Caballero y muchos otros. Todos fueron condenados a penas que nadie cumplir, a las que nadie podía sobrevivir en el infierno de la cárcel de Nigua, forzados a trabajo público, a construir caminos y carreteras con pico y pala. Otros serían asesinados.

En algunas de las tantas conspiraciones se vieron por primera vez involucrados personajes de alcurnia que le dieron a la disidencia política y a las cárceles del régimen otro nivel, una nueva connotación y distinción de clase.

Esos personajes, dos de los más conspicuos o encumbrados del país, eran Amadeo Barletta y Oscar Michelena. Ambos eran reconocidos hombres de negocio de mucho prestigio social y solidez económica. Ambos estuvieron inplicados en lo que alguien llamó la conspiración de los empresarios.


(Historia criminal del trujillato [34]. Cuarta parte


Historia criminal del trujillato (34)

BIBLIOGRAFÍA:

Ángela Peña, Un luchador antitrujillista ignorado por la historia oficial

http://hoy.com.do/un-luchador-antitrujillista-ignorado-por-la-historia-oficial/amp/

http://hoy.com.do/author/angela-pena/

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictato


La conspiración de los empresarios (1)


En 1935, cuando la bestia apenas estaba estrenando el segundo año de su segundo mandato, se destapó en Santo Domingo una escandalosa conspiración en la que estaban envueltos dos conocidos empresarios: Amadeo Barletta y Óscar Michelena.

Era la tercera conspiración importante, después de la de Leoncio Blanco y la de Santiago de los caballeros, y tuvo una enorme cobertura de prensa y cierta repercusión internacional. De hecho, enfrentó al patriótico tirano con dos potencias extranjeras y puso en alto, muy alto, los intereses de la nación, o por o menos los del tirano. Dio, en fin, al mundo una idea de la clase de mandatario que estaba al frente del gobierno. Mostró metafóricamente en público el equipo colgante del hombre fuerte del país. Los enormes timbales de la bestia, de la serpiente emplumada.

Amadeo Barletta era un personaje de alto vuelo, alguien que brillaba y brillaría en el firmamento de la industria y las finanzas. Un cuarentón de buena apariencia, elegante, fornido, dotado de un cierto o más bien incierto encanto y talento, capacitado, afable, posiblemente afable. Era el representante en el país de la General Motors y era presidente de la Dominican Tobacco Company, era cónsul honorario de Italia en el país y era extranjero, o por lo menos italiano.

A pesar de todo, en el mes de abril del año 1935, Barletta fue a dar con sus huesos a la cárcel y estuvo preso y mal preso durante  casi dos meses. Sobre sus hombros pesaba una grave acusación de la que el gobierno tenía o decía tener pruebas. Estaba envuelto en una trama para tumbar y matar a Trujillo por supuesto. De modo que lo encerraron sin contemplaciones, lo trancaron con llave de chocolate en condiciones de incomunicación y aislamiento hasta mediados o finales de mayo. Para peor, el mismo día de su arresto se activaron procedimientos judiciales arbitrarios en perjuicio de la Dominican Tobacco Company, una compañía por acciones cuyo capital era en parte propiedad de ciudadanos usamericanos y que competía casualmente con la Compañía Tabacalera que había adquirido recientemente la bestia.

Un periódico de Washington, “The Evening Star”, se hizo eco de la noticia  el 3 de mayo de 1935 publicando un artículo firmado por Constantine Brown con el título “U.S. Sales Agent Jailed by Trujillo”  (Agente de ventas de Estados Unidos encarcelado por Trujillo).

La información proporcionada por el diario informaba que Barleta era un ciudadano italiano que, además de cónsul honorario de Italia, era representante de dos negocios norteamericanos, la Dominican Tobacco Company, subsidiaria de la Penn Tobacco Company, y la Santo Domingo Motors Company, agencia distribuidora de la General Motors.

A Barlettta se lo acusaba, según el diario de Washington, de haber proporcionado un vehículo de la General Motors a un grupo de sediciosos, enemigos del gobierno que planificaban alguna acción inconfesable. Probablemente un atentado.

Al día siguiente, soldados de la presidencia de la República se apersonaron a la casa de Barletta, lo arrestaron y lo mantenían incomunicado.

La verdadera razón para el arresto de Barletta, decía en “The Evening Star”, se debía a haberse negado a vender la Dominican Tobacco Company a un allegado de Trujillo. Un posible testaferro. En consecuencia, se le acusó de intentar derrocar a Trujillo y esto sirvió de pretexto para que las autoridades arrestaran a Barletta y confiscaran sus propiedades.

Quizás la falta más grave que denunciaba el periódico era que desde que Barletta había sido privado de su libertad, los ingresos de la Dominican Tobacco Company estaban siendo depositados en un banco del gobierno dominicano. Esto quería decir que las autoridades dominicanas estaban confiscando ingresos que en parte pertenecían a ciudadanos norteamericanos.

Esta denuncia no contribuyó, por  cierto, a mejorar la situación de Barletta y el proceso en su contra no se detuvo.

En un juicio sumario que duró una especie de cuarto de hora, y en el cual -según dice Crassweller-, al acusado no se le permitió defenderse, la Corte Penal de Primera Instancia evacuó (sí, evacuó) un veredicto  prefabricado y lo sentenció a dos años de cárcel y fuerte multa. Algo realmente risible dada la gravedad de las acusaciones.

En la embajada del imperio sonaron desde el primer momento las alarmas y hubo mucho interés en el caso. Se estabanperjudicando, como decía “The Evening Star”, los intereses de ciudadanos de la patria del libre y el bravo, y el Departamento de Estado, a través de Cordell Hull y Sumner Welles, ejerció su benéfica influencia a favor del empresario.

Pero también se estaban afectando los intereses o por lo menos el pundonor de la patria del Duce. El cónsul honorario de Italia había sido irrespetado y el Duce no lo podía pasar por alto, no. Don Benito Mussolini era un hombre de malas pulgas y envió primero un representante que, tras mucho cabildear, a duras penas pudo entrevistarse con el prisionero, pero igual hubiera podido Mussolini mandar un acorazado y una flotilla de buques de guerra para liberar a su admirador, correligionario y paisano, su compatriota Amadeo o Amedeo Barletta.

En fin que, el enviado del Duce hizo causa común con Cordell Hull y Sumner Welles y la bestia tiró la toalla. El 29 de mayo, la Corte de Apelación revocó la sentencia y el cónsul honorario italiano recuperó la libertad y marchó a Cuba, donde vivió quizás los años más glamorosos y de bonanza económica de su vida. En Cuba estableció relaciones políticas inmejorables con los gobernantes de turno, fundó organizaciones financieras, adquirió bancos y se convirtió en dueño de importantes empresas de importación, emisoras de radio y televisión y periódicos de gran prestigio en los que laboraba un buen grupo de  periodistas de renombre al servicio de su imagen pública. Pero a la larga le iría mal con Fidel…

La gente de la embajada quiso hacer parecer en todo momento que el desagradable incidente (el affaire Barletta), se debía más que nada a un conflicto de intereses comerciales, pero Crassweller se muestra en desacuerdo. Trujillo -a su juicio- no se habría aventurado a provocar un roce o enfrentamiento con dos grandes potencias  por razones comerciales. Crassweller sostiene que Barletta realmente estaba implicado en una conspiración para remover a Trujillo y que el gobierno estaba en posesión de todas las pruebas.


(Historia criminal del trujillato [35]. Cuarta parte


Historia criminal del trujillato (35)

BIBLIOGRAFÍA:

Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.

Trujillo encarcela al cónsul italiano Amadeo Barletta

https://patriadominicana.wordpress.com/tag/grupo-ambar/





36


La conspiración de los empresarios (2 de 2)



A Oscar Michelena, el otro empresario implicado en el complot contra Trujillo, no le fue tan bien como a Amadeo Barletta. Lo de Barletta había sido una estadía en el purgatorio, pero Michelena hizo un descenso al infierno (del cual no regresaría la mayoría de sus compañeros de infortunio). El también pertenecía a una familia de empresarios, gente que destacaba en el ámbito social y económico, bien posicionada y relacionada, pero de nacionalidad dominicana, lamentablemente dominicana, y aunque tenía parientes puertorriqueños no tenía padrinos extranjeros hasta que finalmente los tuvo. Empezó a tenerlos desde cuando alguien recordó o hizo valer un cierto dato biográfico que lo acreditaba como ciudadano norteamericano por haber sido registrado como tal en los primeros años de la década de 1920 en Puerto Rico o en algún otro de los muchos confines del imperio. A ese hecho aleatorio, un  simple giro, una parada de la rueda del azar,  debe Oscar Michelena haber salido con vida de las  mazmorras de Trujillo. Pero en el tiempo transcurrido entre su encarcelamiento y su liberación vivió en un mundo de horrores y sufrimientos que lo dejarían marcado para toda la vida.

Michelena cayó preso en compañía de unas veinte personas acusadas de complotar para matar a la bestia, tumbar el gobierno o cualquier otra cosa parecida, y lo que contó de su estadía, de su temporada en el infierno, dio a conocer con lujo de detalles muchas cosas que se ignoraban o pretendían ignorarse sobre el feroz régimen penitenciario de la era gloriosa. El tratamiento que le dieron a Michelena y sus compañeros de prisión no fue algo excepcional, fue rutinario, el tratamiento habitual, los abusos físicos y sicológicos que se aplicaban a los presos políticos en las cárceles de Trujillo. Muchas veces eran traídos como bestias para el matadero, descargados de los vehículos de transporte a patadas y puestos en las manos de sádicos que brincaban de alegría ante la llegada de carne y sangre nueva. Los recibían a golpes, a macanazos, a fuetazos, con un fuete lleno de nudos o con los famosos guevos de toro. Pero esos tipos de fuete se usaban generalmente en la ceremonia de bienvenida. Para torturar y arrancar confesiones o para el simple placer de los verdugos, se empleaba el famoso cantaclaro, un fuete corto de cables eléctricos trenzados con las puntas peladas que arrancaba pedazos de piel y carne junto a pedazos del alma. Un fuete definido por una palabra que lo decía todo en su cruel ironía. Cantaclaro.

Algún cronista afirma que Trujillo en persona golpeó con el cantaclaro a Michelena en la cara, pero la información no parece digna de crédito. Lo que está confirmado es que el primer día de su ingreso a prisión en la cárcel de Ozama, tuvo el privilegio de ser conducido en presencia de general Federico Fiallo.

Fiallo era miembro de una familia de antitrujillistas furibundos, en la que destacaba el irreductible Viriato, el Dr. Viriato Fiallo, y parecía querer compensar con su devoción a la bestia la desafección de sus parientes. Era un personaje escalofriante cuya presencia envenenaba la sangre, ponía a cualquiera a temblar con la mirada, con la voz y sus maneras rudas, frías, cortantes, amenazantes, y en su presencia Michelena se sentiría seguramente desvalido e inútil, desamparado, atemorizado quizás con una especie de temor profundo de los que se sienten como en las entrañas del alma.

Hay que imaginar que Fiallo se emplearía a fondo con todas sus malas artes (algo que lograba sin mucho esfuerzo), para infundir pavor en el ánimo de Michelena y arrancarle una confesión, motivarlo a decir lo que sabía, incluso lo que no sabía.

Después de la entrevista Michelena fue encerrado en una ratonera donde apenas cabían veinte personas y había treinta.

Esa noche, media hora antes de la medianoche -cuenta Crassweller-, un carcelero fue a buscarlo y lo condujo al patio de la prisión y lo amenazó con matarlo si no confesaba, le puso el cantaclaro frente a los ojos y lo obligó a caminar hacia unos arrecifes y descender hacia la antigua plataforma de tiro baja, que alguna vez estuvo casi en la ribera del apacible rio Ozama, a escasa altura del nivel de las aguas. Al lugar le llamaron el aguacatico desde el momento en que empezó a crecer una planta de aguacate que luego se pondría grande y frondosa, aunque la seguirían llamando con el diminutivo y puede que todavía exista. Existía, por lo menos, hasta hace unos años.

La plataforma de tiro baja, donde todavía están emplazados los cañones coloniales,  se encuentra actualmente oculta detrás de la ciclópea muralla que la bestia hizo construir en lo que es hoy la Avenida del Puerto, la Avenida Francisco Alberto Caamaño Deñó, y había sido durante mucho tiempo un torturadero y fusiladero donde fueron ejecutados muchos de nuestros próceres. A ese lugar condujeron a eso de la medianoche a un aterrorizado Oscar Michelena. Lo esperaba un grupo de seres indescriptibles que parecían salidos de la tumba, más bien demonios surgidos del averno. Algo le dirían y algo respondería Michelena que los hizo enojar más de lo que parecían, si acaso estaban enojados y no felices, divertidos por dentro, o si el enojo no era parte de la diversión. Uno de ellos intentó azotarlo con el cantaclaro en la cabeza y Michelena levantó instintivamente un brazo para defenderse. El gesto hizo enfuriar de verdad al agresor que descargó esta vez una lluvia de golpes. Mas de cincuenta fuetazos dice Crassweller que le dio o le dieron en la espalda y otras partes del cuerpo, le desprendieron piel y pedazos de carne, le inutilizaron uno de los brazos.

Despertó, según se dice, en una asfixiante celda donde pasó un periodo indeterminado en compañía de sus excrementos, ratones y otras alimañas. Tan débil y maltratado quedó que durante varios días no tuvo fuerzas ni para comer.

Pero esa no fue la única vez que lo sometieron a semejante martirio. Crassweller dice que le aplicaron el mismo tratamiento en varias ocasiones.

Además no le permitían bañarse, apenas le daban agua en un lata hedionda a kerosén y tenía que hacer sus necesidades en una cubeta que no cambiaban hasta que no estaba rebosada, enfermó de gripe, contrajo malaria y le fue negada la quinina.

Sus compañeros no recibían un trato diferente. Eran azotados, colgados del techo, golpeados hasta que quedaban muchas veces sin conocimiento, ejecutados a veces rutinariamente o enviados al campo de concentración de Nigua donde no duraban mucho tiempo vivos.

Michelena estaba, como los demás, incomunicado y encerrado en una estrecha ratonera y probablemente habría corrido la suerte de la mayoría de sus compañeros de prisión si no se hubiese establecido que era ciudadano norteamericano.

A partir de ese momento, la embajada intervino y al poco tiempo consiguió que a uno de sus funcionarios se le permitiera entrevistar a Michelena en la cárcel al cabo de setenta y cuatro días de encierro. En una declaración jurada en presencia de un notario, Michelena contó lo que aquí parcialmente se ha contado.

Los representantes del imperio en las altas instancias del Departamento de Estado se indignaron o fingieron indignarse al descubrir (o fingir que descubrían) de lo que era capaz la criatura que habían fabricado las tropas de ocupación y dieron inicio a los tramites para obtener la liberación de Michelena. Algo que no se logró sin superar ciertas dificultades, pero sobre todo por obra y gracias de la influencia de personajes de alto vuelo en el mundo diplomático (Corder Hull, Sumner Welles, Arthur Schoenfeld). Se dice, en efecto, que Trujillo soltó a Michelena como un gesto de cortesía al ministro Schoenfeld.

De modo que Oscar Michelena salió vivo o casi vivo, milagrosamente vivo de la cárcel. Pero estaba -como dice Crassweller- abatido, derrumbado, aturdido, desorientado y completamente roto espiritualmente.

Antes de partir para el exilio tuvo tiempo de enterarse de que durante el tiempo de su encierro su familia había sido acosada judicialmente y había sido despojada de un ingenio azucarero, el ingenio San Luis y otras propiedades. Prácticamente habían perdido casi todo lo que tenían y estaban quizás en bancarrota. Quizás pura y simplemente al borde de la ruina.


(Historia criminal del trujillato [36]. Cuarta parte.


BIBLIOGRAFÍA:

Eric Paul Roorda, “The Dictator Next Door”

The Good Neighbor Policy and the Trujillo Regime in the Dominican Republic, 1930-1945

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”





 





(Historia criminal del trujillato [37]

La hermandad de las bestias (1)

9 de septiembre de 2019 




Los hermanos varones de la bestia eran unas encantadoras bestezuelas. Se trataban cordialmente entre ellas,  generalmente a zarpazos y dentelladas, en el típico modo en que ciertas bestias juegan y manifiestan su cariño y su fuerza. Y además, durante sus años mozos, los mayores a veces planificaban y ejecutaban en grupo o en pareja sus fechorías, pero carecían del instinto básico de la manada, el instinto solidario que la une y da cohesión. La

manada requiere que todos sus miembros anden juntos, obedezcan a un macho alfa o tomen decisiones colectivas. Entre la bestia y las bestezuelas predominaba, sin embargo, el más feroz individualismo. Varios de ellos querían ser a la  vez el macho alfa. Los peores eran agresivos, posesivos, se  disputaban permanentemente la supremacía, prevalecía  entre ellos la rivalidad y muy difícilmente confiaba el uno en  el otro. Los más sumisos o aparentemente sumisos bajaban  el lomo, se conformaban o fingían conformarse con lo que  recibían, mantenían una real o engañosa mansedumbre,  pero nunca estuvieron libres de sospechas. A todas las  bestezuelas las mantenía de una u otra manera la bestia a  soga corta.

Durante su larga estadía en el poder, la bestia enfrentó conspiraciones civiles y militares, se sobrepuso a tramas e intrigas cuartelarias, pero también a los chismes, a la envidia y el rencor, cuando no a la rebelión más o menos abierta, la oposición e incluso la traición de algunos de sus hermanos.

Dice Crassweller que difícilmente podría exagerarse la magnitud de sobresaltos familiares que sufriera Trujillo por culpa de  sus hermanos y hermanas. De hecho, a excepción de las invasiones de 1947, 1949 y 1959, sus parientes le causaron más irritación y dificultades que los esfuerzos de los centenares de exiliados en su contra.

Virgilio, el mayor de los varones, pretendía arrogarse o se arrogaba derechos de progenitura y persistió en su arrogancia cuando Chapita llegó al gobierno. Actuaba como si el hermano le debiera algo y no agradecía favores ni nombramientos. Incluso pretendía enriquecerse a costa de sus intereses y nunca respetó los límites que la cordura o la  simple razón aconsejaban.

Virgilio había alcanzado, según se dice, el más avanzado grado escolar de la familia. Era el más intelectual, si así se puede decir, el más intelectual de una familia de analfabestias o analfabetos funcionales. Toda una proeza en aquel tiempo. Pero La fama que lo precedía desde temprana edad no la debía a su ingenio, a su fina inteligencia, a buenos modales adquiridos en el hogar y en la escuela. Tenía fama de truhán, por supuesto, fama de abusador, de canalla, igual que casi todos sus hermanos. Era un inútil, un haragán que no desempeñaba más que trabajos temporales, seguramente un cuatrero y asaltante de camino, ambicioso y capaz de todos los excesos.

Pero, además, Virgilio Trujillo sobresalía entre todos por desagradable y arrogante, era un grosero, un bruto, un rastrero. No tenía el más mínimo barniz de gente. Y sin embargo se desempeñó como diplomático durante largos años en Europa. Diplomático a la cañona, a la pura fuerza.

La bestia repartía más o menos generosamente entre sus hermanos las mieles del poder y lo que cosechaba muchas veces era pura hiel. Tomaba en ocasiones medidas preventivas, pero cuando veía que sus intereses o su autoridad estaban amenazados actuaba de la manera más radical: tomaba medidas punitivas

A Virgilio lo nombró diputado a principio de su primer gobierno, pero el cargo y todos los privilegios especiales de los que estaba revestido le quedaban grandes o quizás chiquitos. Abusó de su poder, como suelen hacer los diputados, incurrió desde luego en burdos hechos delictivos que molestaron a Chapita y Chapita lo suspendió. Le dio un castigo ejemplar, como hacía Balaguer con algunos militares: un nuevo nombramiento. Esta vez como Ministro de interior y policía, a ver si escarmentaba. Pero Virgilio no escarmentó. En poco tiempo organizó una red de cohechos o sobornos, una tupida red de impuestos en perjuicio de pequeños productores que pegaron el grito al cielo y provocaron de alguna manera su destitución.

Una vez fuera del gobierno se dedicó a negocios privados en los que el más importante activo era el apellido Trujillo. En esa época se decía en el país que ser blanco era una profesión. Los Trujillo no eran blancos, eran indios claros e indios oscuros, como se estilaba decir entonces. Pero ser apellido Trujillo durante la era gloriosa era toda una profesión, un título que garantizaba en muchos sentidos el éxito económico y el rápido ascenso en el escalafón militar, si la ambición no rompía el saco.

Virgilio eligió el Cibao como centro de operaciones y se dedicó a vender influencias, resolvía problemas que otros no podían resolver, hacía favores costosos, vendía tarjetas de protección que permitían a los desvalidos propietarios de vehículos que no tuvieran sus papeles en regla evadir el pago de ciertos impuestos y las multas por violaciones de leyes de tránsito.

A la larga terminó asociándose con individuos de mayor solvencia económica con los que se dedicó a la importación de camiones y repuestos de vehículos por los que no pagaba impuestos. Además era frecuente que en lugar de la placa o sobre la placa delantera figurara en letras egregias el nombre de Virgilio Trujillo: casi una patente de corso, una garantía de impunidad en las carreteras dominicanas de esos tiempos.

Eran negocios que quizás Virgilio considerara inocentemente creativos y lucrativos. Negocios que erosionaban, sin embargo, así fuera superficialmente, las recaudaciones fiscales del régimen de Trujillo y Trujillo no lo iba a permitir.

De la noche a la mañana Virgilio se vio en serios aprietos y sus principales socios fueron a dar a la cárcel con pronóstico reservado. Uno de ellos, llamado Luis Amiama Tió, le cayó simpático a Trujillo y lo puso al poco tiempo en libertad. Muchos años después, Amiama Tió participaría en el complot que le costó la vida a la bestia. Pero la bestia no podía saberlo.

Un grupo de jóvenes oficiales de Santiago, con los que Virgilio había estado intrigando o negociando o quizás ambas cosas, también cayeron en desgracia y no les fue nada bien. Los sometieron a una purga para erradicar las malas influencias de las filas del ejército.

Virgilio Trujillo recibió igualmente un castigo ejemplar. Fue enviado como diplomático a Europa donde se dedicó seguramente a la dolce vita y a los negocios turbios, pero con inmunidad diplomática. Además, fue tan inteligente que no volvió a regresar al país o regresaría quizás ocasionalmente.

En europa estuvo, pues, casi todo el tiempo de la era gloriosa, desempeñando funciones diplomáticas y haciendo todo tipo de calaveradas a su alcance.

Dice Almoina que, como consecuencia de la guerra civil en España, cuando miles y miles de españoles salieron al ingrato y poco hospitalario exilio francés, Virgilio acudió generosamente en auxilio de muchos que querían emigrar hacia  tierras americanas y se entendió con ellos en términos de mercachifle. Recibió el hermano del benefactor alhajas y oro en cantidad muy apreciable y cien dólares por cada refugiado que la República Dominicana aceptase. A La bestia no le gustó que lo dejaran fuera del negocio y volvieron a tener problemas.

En fin, no parece que entre la bestia y la bestezuela hubiera nunca prosperado alguna saludable relación fraternal. En Europa estaba Virgilio cuando mataron a  Chapita y ni siquiera se molestó en venir al entierro. En cambio, su vínculos de amistad con Luis Amiama Tió estaban intactos o se habían fortalecido. Se escribían con cierta frecuencia, intercambiaban felicitaciones navideñas y de cumpleaños. Nada de lo ocurrido empañó la amistad que existía entre Virgilio Trujillo y el hombre que había participado en la conjura que puso fin a la vida de su hermano.

(Historia criminal del trujillato [38]. Cuarta parte).

BIBLIOGRAFÍA:

José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”

(http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf).

Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad”.

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator




(Historia criminal del trujillato [38] 



La hermandad de las bestias (2)



16 de septiembre de 2019  





La bestia logró mantener a raya a sus hermanos con medidas draconianas que incluían la deportación, el privilegiado exilio en un cargo diplomático, como el que le tocó sufrir a Virgilio Trujillo, pero también prisión y amenazas de muerte o la muerte misma en el peor de los casos. Es posible (y esto se ha dicho y repetido muchas veces) que en más de una ocasión haya ordenado, en uno de sus frecuentes accesos de rabia, ejecutar a Petán o Aníbal, e incluso a su propia esposa cuando ésta se ponía de imprudente a seguirlo para tratar de sorprenderlo con alguna de sus amantes y exigirle fidelidad.

La bestia tuvo problemas con sus hermanos, hermanas, con su mencionada y abnegada esposa, María Martínez de Trujillo, con su hija Flor de Oro y su dorado hijo mayor, que no servía para nada, pero los dos parientes que le dieron más quebraderos de cabeza fueron Petán y Aníbal, dos personajes luciferinos que no hubieran vacilado en romperle el pescuezo para ocupar su lugar si la oportunidad se hubiese presentado, o si hubieran tenido el valor de aprovecharla.

Se sabe que, en una ocasión, la bestia  ordenó a sus guardias disparar, quizás metafóricamente, contra el automóvil en que se desplazaba María Martínez si se aparecía en el lugar donde estaba cumpliendo con su deber de padrote de la patria. Se sabe que ordenó tajantemente al temible general Fausto Caamaño ejecutar a su hermano Aníbal y a los militares que estaban a su servicio. Se sabe que más de una vez ordenó que le trajeran a su hermano Petán vivo o muerto.

Se conocen, por otra parte, detalles del dilema, el terror a que se enfrentaban los oficiales que recibían órdenes tan peligrosas de cumplir como incumplir. El drama que representaba para cualquier matarife (para cualquiera que supiera que la sangre al final pesa siempre más que el agua), obedecer al pie de la letra un mandato que en cualquier caso representaba para el ejecutor una especie de suicidio.

La solución salomónica en esos casos era acudir a la residencia de la Excelsa matrona, presentarse con discreción en la casa donde vivía Mamá Julia, la madre de los Trujillo, el lugar que muchos llamaban el refugio o la embajada.

Julia Molina era un ser extraordinario.

Su única ocupación era dejarse amar, dejarse adorar como una santa de altar. No tenía inquietudes  intelectuales, políticas o filantrópicas y mucho menos culturales, pero le había dado a la patria la más fecunda cosecha de su vientre.

Entre 1888 y 1908 había tenido incontables partos, doce hijos e hijas, de los cuales, casi milagrosamente para aquel tiempo y lugar, sólo uno no sobrevivió. Con su trabajo de costurera proveyó al sustento de las once restantes criaturas, las crió en la pobreza con labor tesonera, con la poca ayuda que recibía de su inútil marido, con ayuda quizás de vecinos y amigos y el milagro cotidiano.

Pero sus sacrificios fueron recompensados. Su hijo Rafael, al que apodaban Chapita, llegó en 1930 al poder y la vida de la familia se convirtió en un cuento de hadas. A Chapita le llamarían Doctor Honoris causa y a ella Excelsa matrona. El pueblo llano, sobre todo los menos instruidos, le llamarían a él Doctor Honorio y a ella Esencia matrona.

La patria agradecida y sobre todo sus hijos la colmaron de honores. La deuda que con ella había contraído el país era impagable. No por nada le decían Mamá Julia, no por nada se había hecho acreedora al título de Excelsa matrona, no por nada había sido reconocida como Primera dama de la República y sobre todo como Primera madre dominicana. No por nada una provincia, parques, calles, escuelas se honraban con su nombre y con sus bustos egregios. Mamá Julia vivía en un palacio donde no cabían las flores y regalos, los incontables parabienes, los infinitos mensajes de amor y agradecimiento que a diario le enviaban funcionarios civiles y militares de todas las posibles categorías.

Mamá Julia estaba al cuidado de las hijas o de una de las hijas en mayor grado. Una hija con un gran sentido práctico que se ocupaba de todas sus necesidades y revendía, según se dice, los regalos a las tiendas y las flores a las floristerías para destinar los ingresos a obras de bien común. Además, Mama Julia recibía diariamente por unos pocos minutos la visita de Chapita. Algo que la ponía, según dice Almoina, visiblemente nerviosa.

La excelsa matrona desempeñaba un papel importantísimo en las frecuentes disputas que se producían entre la bestia y las bestezuelas. Su papel de mediadora impidió muchas veces que los violentos conflictos que se desencadenaban entre  Chapita, Petán, Anibal y Pipí terminaran, como podían terminar, de manera trágica en un posible baño de sangre.

En alguna ocasión Petán se salvó de la muerte o por lo menos de la cárcel asilándose en casa de la madre y luego viajando prudentemente a Puerto Rico por breves periodos.

Con mayor razón, cuando un oficial como Fausto Caamaño recibía una orden del tamaño de la que había recibido, la prudencia aconsejaba acudir a la embajada, visitar a Mamá Julia, a la excelsa matrona.

Presentarse y presentar sus respetos, con un ramo de flores en la mano, si era posible porque la Excelsa matrona amaba las flores o se decía que las amaba. Flores o chocolates o cualquier otra firifulla. Decirle después, quizás, lo bien que se veía, lo joven que lucía la Excelsa matrona, lo fuerte que parecía, lo hermosa quizás que relucía. Luego introducir el tema, dar a conocer discretamente, casi como por distracción, el motivo de la visita, explicar prudentemente la situación para que la excelsa matrona se enterara de lo que estaba pasando y diera la voz de alerta. Para que el hijo en peligro se diera a la fuga o acudiera a refugiarse a la materna casa y el oficial se viera (por causa de fuerza mayor) impedido de ejecutar la fatídica orden de apresarlo o de matarlo .

NOTA: En relación al culto de Julia Molina y Rafael Trujillo, Crassweller describe un triste suceso que le costó la vida a un maestro ejemplar llamado Rafael Yepez al final del segundo mandato presidencial de la bestia. Yepez dirigía una pequeña escuela en la ciudad capital, contaba con un personal muy escaso e impartía él mismo la mayor parte de la enseñanza. Era un hombre joven, de unos treinta y dos años, felizmente casado y padre de una niña. Cuando en una ocasión le pidió a sus alumnos que escribieran una composición, uno de ellos, hijo de un diputado, empleó todos sus recursos en alabar a Julia Molina y a Trujillo. Un Trujillo que a su juicio era insustituible.

El maestro Yepez alabó la calidad de la composición, pero cometió la imprudencia de decirle que muchos otros hombres de talento tenían capacidad para sustituir a Trujillo y que los elogios que dispensaba a la matrona excelsa  también se lo merecían otras madres.

Más temprano que tarde, el maestro Rafael Yepez fue arrestado en su casa. Los alumnos fueron llevados en dos camiones del ejército a la Fortaleza Ozama, con excepción del hijo del diputado. La escuela fue cerrada y no volvió a abrir. Hasta el día de hoy nadie sabe con certeza lo que sucedió con Rafael Yepez, su esposa y su hija. Simplemente desaparecieron.

(Historia criminal del trujillato [39]. Cuarta parte).

BIBLIOGRAFÍA:

José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”

(http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf).

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator




(Historia criminal del trujillato [39] 



La hermandad de las bestias (3)


23 de septiembre de 2019 |  


Es posible que Trujillo no haya tenido nunca un rival, un enemigo potencial tan insidioso como su hermano Petán. José Arismendy Trujillo Molina, alias Petán, el tristemente famoso Petán.

Desde la escuela primaria había ganado fama de indisciplinado, desde su temprana juventud se había dado a conocer como cuatrero y en más de una ocasión estuvo preso por asesino y ladrón. Tenía, en fin todas las cualidades que caracterizaban al resto de sus hermanos, pero exacerbadas en grado extremo de una manera más burda, desenfrenada en grado extremo.

Era lo que se llama un incordio, en el amplio sentido de la palabra. Un bruto, un tipo retorcido, pustulento, vulgar, tóxico y podrido, traicionero, taimado, desvergonzado, intrigante, licencioso, un disoluto carente de todo tipo de escrúpulos, de freno moral, una persona, execrable, abyecta, intratable, insoportable, un lujurioso incurable, un violador, un abusador y un cobarde, como todos los abusadores. Y sobre todo desleal, traicionero, indigno de confianza. El peor de todos en muchos sentidos, como lo califica Almoina.

La bestia tuvo problemas con él casi toda la vida, y los problemas se agravaron desde que llegó al poder. En una ocasión  lo nombró miembro de su cuerpo de ayudantes, quizás con el propósito de mantenerlo a soga corta y poderlo vigilar de cerca. Pero muy pronto tuvo que arrepentirse. Petán se valió de su posición y su apellido para cometer todo tipo de trapacerías: cometer fraudes, expedir cheques sin fondo, falsificar documentos, estafar incautos. La inconducta de Petán enlodaba el buen nombre de  Chapita y éste se vio personalmente obligado a tomar medidas y lo expulsó deshonrosamente de su cuerpo de ayudantes, lo expuso a la pública vergüenza, la vergüenza que Petán ni tenía ni sentía.

Tiempo más tarde, en el año de 1935, Petán se ofendió con un funcionario que se negó a autorizar una transacción inmobiliaria que no cumplía con los requisitos legales correspondientes y le machacó a culatazos la cabeza con la pistola. El hombre fue a dar con pronóstico reservado al hospital, y el hecho volvió a provocar el enojo de su irascible hermano, pero no sería la última vez.

Petán decidió en algún momento alejarse prudentemente de los dominios del sátrapa en la capital y fundó su propio reino en Bonao. En esas tierras estableció lo que todo el mundo ha llamado un régimen feudal, reinventó el feudalismo, con un margen apreciable de autonomía.

Los hermanos Trujillo tenían en común, entre muchas otras cosas malas y otras peores, el amor a la tierra, a la tierra de otros sobre todo. La tierra ajena. No les gustaba pagar y no pagaban por ella, se adueñaban de alguna manera de una parcela, una porción de terreno y se iban expandiendo a costa de los vecinos, matando y amenazando, o ambas cosas, chantajeando, extorsionando, aterrorizando a los dueños por todos los medios posibles hasta que abandonaran sus propiedades o las cedieran por cifras irrisorias. A veces se expandían por una misma región y terminaban convirtiéndose en vecinos, como Chapita y Aníbal y el mismo Negro Trujillo que llegó a tener una de las más grandes y mejores propiedades de la familia y del país.

Pero Petán no se conformaba con riquezas y tierras, tenía un hambre mayor y mayor sed de poder, un deseo morboso de admiración y respeto y reconocimiento que por alguna razón creía merecer. Para satisfacer sus bajos instintos, empleó con éxito todas sus malas artes: instintivamente quizás supo canalizar sus ambiciones por el camino correcto y se hizo dueño de Bonao, de la Provincia Monseñor Noel, a unos sesenta kilómetros de la capital. Algo que le garantizaba hasta cierto punto mayor libertad de movimientos. Allí estableció durante casi treinta años un régimen de pesadilla, un gobierno doblemente opresivo, como decía la gente, una doble tiranía, la del generalísimo Chapita y la del general Petán. La villa de las Hortensias, como le llamaban entonces a Bonao, poéticamente, se convirtió en la villa del permanente desasosiego.

De la noche a la mañana, a base de pescozones, bofetadas, culatazos, expropiaciones, violaciones, abusos de todo tipo y ejecuciones, el petánico patán se convirtió en un señor reverenciado y sobre todo temido y aborrecido. Ya no era un simple cuatrero, un violador y asesino y asaltante de camino, era un señor de horca y cuchillo con uniforme de general. Alguien que se desplazaba en vehículos de lujo con un cuerpo de ayudantes civiles y militares que ponían distancia entre él y los comunes mortales que poblaban el mundo. Seguía siendo en el fondo y en la misma superficie un simple cuatrero, un violador y asesino y asaltante de camino, pero con título de general, uniforme de general y aires de nobleza, aires de dueño y señor. Eso cambiaba todo.

Era dueño y señor de Bonao y ejercía el poder en con mano de hierro, aunque también trataba de parecer simpático, de parecer culto y afable, de parecer poeta y declamador y orador. Cuando no estaba ocupado cometiendo alguna fechoría, fingía ser un mecenas, un padre para los pobres y necesitados. Nada sucedía en Bonao sin su consentimiento. Estaba al frente de todas las empresas, era el que inauguraba todas las construcciones, era el que construía las calles, el ispirador y el ejecutor de todas las obras de bien social, era miembro de todos los clubes, era el alma de todas las fiestas, era propietario de las mejores tierras y era prácticamente el dueño de todas las mujeres o pretendía serlo.

(Historia criminal del trujillato [40]. Cuarta parte).

BIBLIOGRAFÍA:

José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”

(http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf).

Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad”.

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



(Historia criminal del trujillato [40]

La hermandad de las bestias  (4)



30 de septiembre de 2019  





Petán era un personaje surrealista. Una pesadilla viviente. Como quien dice un cruce entre maco y cacata. Verlo llegar a un sitio con su séquito de matones y su habitual prepotencia era como ver al diablo o como si el diablo lo viera a uno. Nadie se sentía tranquilo en su presencia, como tampoco en presencia de su hermano Chapita.

Chapita inspiraba un terror frío, incluso entre sus mas cercanos colaboradores. Terror de etiqueta y protocolo. Chapita pretendía ser un aristócrata, un arbitro de la elegancia, un tipo refinado (hasta que le salía el cobre y se ponía en evidencia). Petán era un afrentoso. Petán inspiraba miedo y desprecio a la vez.  Era un tipo prepotente, descuidado en el vestir. Disfrutaba humillando a las personas, un poco igual que el hermano, pero Petán era un tipejo de maneras burdas, alguien que vivía insultando, repartiendo bofetadas por cualquier nimiedad o con cualquier pretexto. Un buscapleitos.


En lo que ninguno difería ni difería ninguno de los hermanos era en lo que respecta a la vocación familiar, la inclinación o interés por una peculiar forma de vida. En menor y mayor medida, todos compartían la condición de depredadores. Y sobre todo la condición de depredadores sexuales.

Petán no sobresalió ni podía sobresalir más que por su  bajeza moral e intelectual, y, sin embargo, fue el único de los Tujillo Molina que logró construir un reino en miniatura a imagen y semejanza del que había creado su hermano, el generalísimo y padre de la patria nueva. Quizás de alguna manera  superó incluso el modelo original en relación a cierto tipo de control con el que mantenía sojuzgada a la población. Ambos, la bestia y la bestezuela, tenían un equipo de alcahuetes que le procuraban mujeres (una especie de tributo para los minotauros criollos), pero Petán llegó a ejercer un control inaudito sobre el destino de las doncellas y los familiares de las doncellas que poblaban sus tierras.

Nada era más humillante y denigrante en Bonao que el  trato que Petán dispensaba a las mujeres, sobre todo si eran mujeres de buen ver. De hecho las familias que tenían hijas bonitas vivían en un estado de permanente zozobra, sin poder esconderse ni escapar. Petán no solamente se daba el lujo de apropiarse, tomar posesión o hacerse dueño de cualquier moza o jovenzuela, mancillar o malograr la honra de las muchachas en flor que se le antojaran, sino que se arrogaba derechos de patria potestad sobre hijas que no eran suyas. Para muchas jóvenes -dice Crassweller- era prácticamente imposible casarse sin el permiso de Petán.

Para casarse en Bonao, una joven agraciada debía contar ocasionalmente con el visto bueno de Petán o disponerse a ser pasada por las armas, a pasar por el lecho del general. Petán ejercía muchas veces o cobraba de hecho una especie de derecho de Pernada, derecho a la primera noche, el derecho a la virginidad de todas las féminas que reclamaran su atención. Las convertía a veces, siguiendo el ejemplo del hermano, en concubinas antes de permitirles casarse u ofrecerlas en matrimonio a sus fieles una vez que había saciado su lujuria.

La biografía del feroz José Arismendy Petán -como se ha dicho y repetido tantas veces- se resume en una serie de asesinatos, violaciones y sobre todo estupros. Igual que a su hermano Chapita, a Petán no le importaba ni respetaba la condición social de sus víctimas, pero ejercía mayor autoridad y causaba más estragos entre las más humildes.

La  vida de orgiástico desenfreno y excesos, vicios y abusos de poder a la que se entregó Petán durante casi toda la era gloriosa, es algo fuera de serie, digno de antología. Una orgía perpetua. La orgía del poder. Una permanente embriaguez de los sentidos. Esos vicios y excesos lo llevaron, según se dice, a la impotencia más o menos prematura. Se convirtió más o menos en eunuco. Pero era tan sádico y perverso que nunca dejó de fastidiar a las mozuelas. Lo que no podía hacer de otra manera lo hacía con los dedos o cualquier instrumento. Disfrutaba humillando, maltratando, causando sádicamente dolor y vergüenza, haciendo daño, malogrando, desflorando manualmente doncellas que eran a veces casi niñas.






En virtud de su autoridad, de su prestigio cívico y moral, Petán se inmiscuía en todos los asuntos, era el juez y el verdugo, el hombre del momento, de todos los momentos, era el centro permanente de atención, atraía todo el interés de la comunidad, era el ídolo de las multudes, la prima donna, el hijo adoptivo de Bonao. Nadie le hacía sombra ni se medía con él. Era quizás el hombre de sus sueños, el hombre que siempre había querido ser. Entonces, en el pleno apogeo de su gloria, para engrasar más aún su ego fundó una emisora radial: la voz del Yuna, su mayor titulo de gloria. Pero Chapita se sintió celoso y lo obligó a trasladarla a la capital.

El mando lo ejercía despóticamente, en una atmósfera enrarecida, viciada por el halago, el servilismo denigrante de los mas viles, abyectos, sumisos y rastreros cortesanos.

Sus informantes le mantenían al tanto de todo lo que sucedía, le informaban hasta de la más insignificante actividad social, le hablaban de la gente que venía y salía del pueblo, del lugar donde se reunían de vez en cuando a comer los médicos del hospital regional, de la persona que los invitaba. También era capaz de provocar una trifulca en territorio ajeno, de intervenir en un altercado entre dos jugadores de pelota durante un partido que tuvo lugar en la capital, bajar al terreno con su séquito de matones, propinar una cobarde bofetada a un jugador extranjero y crear una crisis en la que tuvo que intervenir la bestia para calmar los ánimos.

Los negocios turbios engrosaban sus arcas, se apropiaba de cualquier empresa que considerara rentable, de cualquier inmueble que le gustara. Chapita le concedió el monopolio de frutos menores, la exportación y comercio de huevos, granos, guineos y aves. Sus guardias obligaban a los campesinos a vender sus productos a precios medalaganarios. Dice Almoina, y decía toda la gente, que la cosa se llevó al extremo de que el campesino que salía a la carretera y no entregaba sus productos a los esbirros de Petán aparecía muerto.

También se dice, y no hay razones para dudarlo, que a los peones de sus fincas, a los cuales pagaba una miseria, los enganchaba a la guardia sin que ellos lo supieran y se embolsillaba discretamente el salario, que triplicaba lo que recibían.

Más temprano que tarde, el robo de tierra lo convirtió en uno de los principales hacendados del país y llegó a tener dos grandes fincas, Rancho Caracol y Hacienda Madrigal, que se convirtieron en modelo de organización y en motivo de humillación para los médicos.

Petán no entendía según parece la diferencia entre un profesional de la medicina y un veterinario. En varias ocasiones, y por absurdo y arbitrario que parezca, acudió a los servicios de los médicos del hospital regional, incluso del director en algunos casos, para que asistieran a las vacas y yeguas durante los partos difíciles. No sólo los degradaba, los denigraba, los insultaba: también los hacía trabajar bajo severas amenazas en caso de que la parturienta sufriera algún percance. Los médicos protestaban, seguramente, alegaban ignorancia, se declaraban incapacitados para realizar la labor que se les encomendaba, pero Petán quizás tampoco entendía la diferencia entre una vaca, una yegua preñada y una mujer encinta.

(Historia criminal del trujillato [41]. Cuarta parte).

BIBLIOGRAFÍA:

José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”

(http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf).

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.


(Historia criminal del trujillato [41]

La hermandad de las bestias (5)



7 de octubre de 2019 





Petán era un barril sin  fondo. Lo tenía todo y quería más. En realidad quería el cargo que tenía el hermano. Soñaba seguramente todas las noches con sustituirlo y no dejó de intentarlo porque aparte de bruto era imprudente. A causa de su imprudencia, de su ambición sin fondo, desmedida, puso en riesgo el pellejo y pasó muy malos ratos, y en ocasiones se vió obligado a darse a la fuga, refugiarse en los amantes brazos de su madre, de la matrona excelsa, abandonar el país. No se sabe si en algún momento escarmentó, si llegó a darse cuenta de que a Chapita no le temblaba el pulso para mandar a retorcerle el pescuezo. Si comprendió al final, muy al final, que podía pasarle lo mismo que probablemente le pasó a su otro hermano, al loco Aníbal, el emperador. El loco que en muchos momentos creía ser emperador, el que amenazaba públicamente en voz alta con matar a su querido hermano Chapita y terminó suicidándose o suicidado.

Lo cierto es que con la edad, los años y desengaños y los muchos sustos o mejor dicho el miedo cerval que llegó a inspirarle Chapita en algún momento, Petán aprendió a moderar o se vio obligado a moderar sus ambiciones, a no pretender extender su dominio más allá del reino de Bonao.

Sin embargo, lo que Petán se atrevió a hacer durante la década de 1930, ningún de los hermanos de la bestia lo había hecho ni se atrevería a hacerlo. A Trujillo no le importaban -como dice Crassweller- las barbaridades o atrocidades que Petán cometía en Bonao, pero no por eso dejaba de tenerlo bajo estricta supervisión. Sus espías e informantes le mantenían al tanto de todo lo que ocurría en el país, y Bonao no era la excepción. Chapita conocía al hermano como se conocía a sí mismo, se lo sabía de memoria, pero quizás se sorprendió cuando se dispararon las alarmas y empezaron a llegarle noticias muy inquietantes, perturbadoras. Petán estaba conspirando, definitivamente conspirando, estaba tratando de ganarse la lealtad de las tropas, tratando de ganarse las guarniciones militares de la región, no solamente las de Bonao sino también las adyacentes, las de San Francisco de Macorís, La Vega y Moca. Lo que se estaba gestando -afirma Crassweller- era nada menos que traición. En 1935 Petán fue detenido, conducido probablemente en presencia de la bestia, amonestado severamente y desterrado a la vieja Europa con un nombramiento diplomático de agregado militar. Hay que, suponer que para un tipo como Petán, semejante castigo debería haber sido insoportable, doloroso en extremo.

Extrañamente regresó o lo dejaron regresar al poco tiempo y volvió de inmediato a las andadas, empezó de nuevo a conspirar, insidiar, intrigar como si nada hubiera pasado. Esta vez se dio a la tarea de difundir el rumor de que Chapita estaba muy enfermo, a esparcir el peligroso rumor de que se vería precisado a abandonar el poder para someterse a un tratamiento médico de vida o muerte. Quizás más de muerte que vida. Su ausencia dejaría un vacío que tal vez, en la fantasiosa mente de Petan, sólo él podía llenar si lograba hacerse con el apoyo de las tropas que trataba con cierto éxito de conquistar. Las mencionadas tropas de Bonao, San Francisco de Macorís, La Vega y Moca.

Hay que suponer que, al enterarse, Chapita estallaría en cólera. Quizás fue esta una de las veces en que lo mandaría a buscar a Petán vivo o muerto, una de las veces en que éste se salvaría porque el encargado de cumplir la misión puso sobre aviso a la excelsa matrona en procura de un milagro que no tardó en realizarse: la intercesión milagrosa de la excelsa matrona, que le ofrecería refugio a su petánico hijo en su mansión hasta que se calmaran los ánimos. El hecho es que al final Petán fue castigado con un breve exilio en Puerto Rico y Europa.

Mientras tanto, la bestia tomó medidas drásticas. Cambió las tropas y los comandantes de las tropas de las regiones que Petán había tratado de seducir, las dispersó por toda la geografía, pero no sin antes realizar un ejemplar derramamiento de sangre entre los oficiales que se habían demostrado más leales a Petán.

Después se presentaría en Bonao y pronunciaría un discurso vibrante y admonitorio (de esos que llaman históricos) en el que comparó de alguna manera a Petán con una serpiente y puso fin aparente a sus desbocadas aventuras y rebeldías. Lo acusó de haber suprimido y suplantado a los caudillos locales y haber hecho un mal uso del poder, y expresó su deseo, su más ferviente deseo de que todas los militantes del Partido Dominicano y sus amigos reconocieran que había una sola autoridad que encarnaba las aspiraciones patrióticas de todo el partido y el pueblo dominicano, la única a la cual debían subordinarse todas las actividades políticas en aquellos momentos estelares de la República, y que había sólo un jefe, un jefe máximo, al que no mencionaba ni hacia falta mencionar porque todos lo reconocían por las obras colosales que había realizado en el país, un jefe que desde luego era él y sólo él, que no había escatimado esfuerzo, voluntad y sacrificio por el bien de la patria y que de seguro seguiría sacrificándose hasta el fin de sus días.

Dijo, en definitiva, que para gobernar hace falta transitar por caminos anchos, por donde no transitan alimañas ni traidores, dijo que por eso no se debe abandonar camino real por vereda, dijo sin decirlo, o por lo menos dejó entender algo así como que dos culebros machos no pueden vivir en la misma cueva y que en este fluvial país toda la cueva era suya.

Petán regresaría no mucho tiempo después un poco cabizbajo a su disminuido reino, humillado quizás por la vergüenza que le había hecho pasar su propio hermano, pero volvió a ocupar el trono con su habitual prepotencia, sólo que esta vez, en lugar de dedicarse a armar conspiraciones contra el orden constituido, utilizó la inteligencia que le quedaba para dedicarse a los más ventajosos negocios, negocios de esos que llaman redondos, en condiciones de monopolio que le garantizaban pingües beneficios.

(Historia criminal del trujillato [42].

BIBLIOGRAFÍA:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



(Historia criminal del trujillato [42] 

La hermandad de las bestias (6)



14 de octubre de 2019  




Petán era un pendenciero vocacional. Un individuo conflictivo, además de intrigante y conspirador, un facineroso que congregaba a su alrededor una atmósfera mefítica, irrespirable.

Era el tipo de persona que encontraba siempre la forma de meterse en líos o, preferentemente, enliar a los demás. De hecho, tenía la extraña virtud de irritar a su poderoso hermano, de provocarle a veces rabietas histéricas o simplemente sacarlo de quicio de una manera como quien dice natural, espontánea. Algo que se le chispoteaba. Morder la mano que lo alimentaba era un hábito, un lisio con el que había nacido.

Dicen que en una ocasión se llevó del despacho de Chapita un maletín lleno de dinero que encontró providencialmente sobre el escritorio. El pobre hombre no sabía resistirse al dinero ajeno y realizó la fechoría inocentemente quizás, sin pensar en las consecuencias, que no se hicieron esperar.


Dicen que alguna vez, por alguna razón que resulta inexplicable, se le otorgó confianza para encabezar una misión del Banco Central con destino a Canadá, la cual tenía por encargo gestionar la emisión de la muy considerable suma de cinco millones de pesos en moneda nacional, que no se imprimía en el país. La misión fue un éxito. Petán cumplió con su cometido y a su regreso entregó el dinero al Banco Central sin que faltara un centavo. Pero de alguna manera se las ingenió para hacer que algún conocido le sacara copia a los jugosos billetes, para que emitiera duplicados, dinero falso que empezó a circular al poco tiempo en el país. Para peor, los billetes eran, según parece, de muy buena calidad, muy similares a los originales y difíciles de distinguir.

Al enterarse, el gobernador del Banco Central pegaría un grito al cielo, enfermaría seguramente de diarrea, informó  de inmediato al generalísimo, se ordenó una investigación. Naturalmente, todas las sospechas y todos los resultados de la investigación señalaban a Petán. Naturalmente Petán.

Chapita echaría fuego por la boca, botaría humo por la orejas, pronunciaría palabras impublicables. No hay razones para dudar de que hiciera lo que se cuenta que hizo. Lo mandó a buscar vivo o muerto a Petán, quizás preferiblemente muerto. El encargado de cumplir la ingrata orden fue, según se dice, el general Felipe Ciprián, alias Larguito. El general Larguito. Otros dicen que el agraciado fue el coronel Almanzar o el general Federico Fiallo. Quizás simplemente fue algo que con toda probabilidad tuvo lugar más de una vez, con la participación de distintos personajes.

Entonces sucedió lo que también había sucedido y sucedería en otros casos. El general visitaría a Mamá Julia, visitaría a la excelsa matrona o se encargaría de hacerle saber de alguna manera lo que estaba pasando para evitar cumplir la ingrata orden, el ingrato deber que le habían encomendado. La excelsa matrona daría aviso de inmediato a Petán. El general Larguito, o cualquier otro oficial en su lugar, partiría rumbo a Bonao, fingiría que el vehículo en que andaba se había descompuesto a mitad de camino, seguramente abrió el bonete, hizo creer que estaban tratando de reparar el motor y demoraría un tiempo prudente en el lugar, a la vista de todos los pasantes. En  cierto momento vio que un bólido, una especie de meteoro se acercaba en dirección contraria, pasó a su lado a velocidad supersónica o por lo menos temeraria y desapareció en un santiamén como una especie de alucinación. La velocidad del automóvil era proporcional al miedo de un mulato cara pálida que iba a bordo, un general del cual apenas pudo ver o adivinar el celaje, una especie de sola sombra pálida con el semblante demudado por el miedo. Allí viajaba Petán hacia la capital, a refugiarse en casa de su madre con el rabo entre las piernas. Entonces, solo entonces, el vehículo en que viajaba el general Larguito, o cualquier otro oficial en su lugar, se arregló como quien dice de milagro y el general Larguito o cualquier otro en su lugar reemprendió la marcha hacia Bonao en busca de un fugitivo que ya se había puesto a salvo. Respiraría con alivio. Como no había respirado en varias horas. Nadie podía acusarlo de negligencia en el cumplimiento de su deber. Había servido a la bestia sin ofender a la bestezuela, y cuando al poco tiempo hicieran las paces, nada tendría que temer.

Petán se tragaría durante toda la vida su orgullo y su rabia y probablemente su odio frente al hermano, un hermano al que  envidiaba y detestaba y temía cordialmente. Dice Crassweller que cuando lo mataron, Petán se presentó en su oficina mientras su cuerpo aún estaba en el palacio de gobierno, y en presencia de alguien dijo que lo había querido mucho, pero que era una gran cosa que estuviera muerto porque era demasiado  terco, obstinado, cabeza dura o algo parecido.

Quizás Petán pensaba en esos momentos que las puertas del verdadero poder finalmente se abrían para él. No cabía duda. El monarca de Bonao quería ser el monarca absoluto del país. La banda presidencial -quizás pensaba-, el bicornio emplumado y el traje con hilos de oro de Chapita estaban a la vuelta de la esquina esperando por él, sólo por él.

(Historia criminal del trujillato [43]. Cuarta parte).

BIBLIOGRAFÍA:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.

Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad”

José C. Novas, “Inventario moral # 2, Petán Trujillo y sus excesos’ (https://almomento.net/opinion-inventario-moral-2-petan-trujillo-y-sus-excesos/).


(Historia criminal del trujillato [43]

La hermandad de las bestias (7)



21 de octubre de 2019  


Don Pipí y Pedrito, cariñosamente Pedrito, eran sin lugar a dudas los dos hermanos menos ilustres de la bestia, las bestezuelas más ordinarias. O, quizás, mejor dicho, las alimañas más insignificantes, aunque no menos ponzoñosas, de la familia. Habían salido, como se sabe, del mismo molde y sólo se diferenciaban superficialmente. Lo único que puede decirse a su favor es que una era peor que la otra.

Pedrito era tan inútil que no servía ni para  guardia. Llegó a ser mayor del ejército a fuerza de empujones y porque era hermano de Chapita, pero de ahí no pasó y a lo mejor ni le interesaba pasar. Dicen que era un tipo apacible, relativamente apacible, de buen trato, y dicen que hasta simpático, pero no por eso inofensivo. El veneno lo llevaba en la sangre como todos los hermanos y era capaz de hacer daño hasta sin darse 

Se apoderaba de tierras y mujeres ajenas con la misma desenvoltura que lo hacían los demás, y al igual que algunos de ellos recibía beneficios del negocio de la prostitución, que estaba muy organizado y bajo el control de la familia. Parte de sus ingresos procedían de la miserable suma de veinte centavos diarios que asignaba el gobierno para la comida de cada preso del país, a la cual se le sustraían ocho centavos y el total se distribuía generosamente a un pequeño grupo de agraciados, o más bien desgraciados. De modo que, a pesar de su poca inteligencia, su limitada imaginación y flojera, Pedrito tenía recursos que le permitían mantenerse a flote en un estado de bienestar económico envidiable. Con el producto de sus rapiñas e influencias palaciegas se hizo con una empresa productora de hormigón asfáltico que se beneficiaba de las obras del gobierno y  llegó a poseer unas considerables extensiones de tierra en los predios de Guerra y Bayaguana, bastante cerca de la ciudad capital pero a prudente distancia de las inmensas posesiones de sus hermanos. Adquirió además una confortable vivienda en uno de los sectores más exclusivos de Ciudad Trujillo. Una hermosa residencia que puso a nombre de su esposa, de origen árabe. Una turca, como se decía entonces, que lo menospreciaba cordialmente y que al cabo de pocos años de matrimonio alzó el vuelo con el chofer de la familia y se estableció en los Estados Unidos. Chapita se llevaría un disgusto quizás más grande que el de Pedrito. El honor de los Trujillo estaba en juego y no se sabe si en algún momento alguien pensó en tomar medidas para castigar a la infiel y al traidor. Pero el hecho, en fin de cuentas, no tuvo mayores repercusiones.

Chapita no podía tener en gran estima a un hermano tan insignificante y apagado y poca cosa como Pedrito. Quizás lo quería o lo malquería con pena pero en general no parece haber tenido nunca problemas con él ni motivos de queja. Exactamente lo contrario de lo que sucedía con el llamado don Pipí.

A Pipí seguramente lo aborrecía, y no le faltaban razones. Alguna vez lo metió preso, aunque por un  breve periodo,  cuando intentó hacerle la competencia en el negocio del carbón, del cual llevaba las riendas con carácter de exclusividad.

Pipí era tan detestable que ni sus parientes más cercanos lo soportaban, con exclusión tal vez de la excelsa matrona. Incluso el nombre o sobrenombre, la forma en que lo llamaban o se dejaba llamar era odioso, algo tan denigrante como merecido. Merecidamente denigrante. Una muestra de abandono, de falta de respeto por sí mismo. Todo en él denunciaba su extraña vocación, su predilección por los bajos fondos, su atracción fatal por los ambientes sórdidos, contaminados, podridos. Pipí se dedico al robo y la violencia en el más degradante nivel, era sucio y repulsivo. Dice Crassweller que, de entre todos los hermanos, fue él quien demostró el mayor interés por el negocio de la prostitución, al cual dedicó por cierto sus mayores esfuerzos. De hecho, organizó una red, un eficiente tráfico de lo que aquí llamamos cueros, tráfico de prostitutas que se extendió hasta Curazao y otras islas del Caribe. Todo lo concerniente al ejercicio de la prostitución en la capital y quizás en otros pueblos y ciudades, tenía que ver con él. Pipí era el amo de la noche, el príncipe de los lupanares, el rey de los proxenetas. Ninguna prostituta podía ejercer legalmente sin su permiso. En aquellos tiempos había un cierto control más o menos riguroso sobre las mujeres que ejercían la prostitución. Cada cierto tiempo, para  prevenir difusión de  enfermedades venéreas, estaban obligadas a hacerse un chequeo médico en algunos dispensarios médicos donde se llevaba incluso un registro de las damas que se dedicaban al oficio. En los dispensarios se otorgaba el visto bueno, un certificado de salud que permitía trabajar, tanto en el país como en el extranjero, y don Pipí era su principal beneficiario. Esos dispensarios, como casi todo lo relativo al monopolio de la prostitución, estaban de alguna manera bajo el control de Pipí y los permisos que expedían eran bien conocidos como la tarjeta de don Pipí. Sin ese documento, que las autoridades requerían en prostíbulos o cabarets, las trabajadoras sexuales podían ser multadas o caer presas o quizás ambas cosas. Además, en caso extremo o de reincidencia, se les podía revocar el permiso por orden de don Pipí. Hasta los antros de vicio, probablemente, corrían peligro de ser multados y clausurados o sus dueños chantajeados por obra y gracia de don Pipí.

Otro de los negocios lucrativos de Pipí era el de bienes raíces, la compra y alquiler de casas. De casas que compraba, por supuesto, bajo amenazas a precios de vaca muerta, casas que alquilaba y cuya renta cobraba personalmente y puntualmente, y de las cuales desalojaba brutalmente a los inquilinos morosos.

También se dedicaba a robar automóviles, a chocar su vehículo con otro y exigir que se lo reemplazaran por uno nuevo. A cualquier tipo de fechorías. Chapita nunca lo nombró en un cargo importante. Probablemente se avergonzara de que Pipí se exhibiera públicamente o hiciera ostentación de su privilegiada dignidad familiar. Pipí era un fullero, un jugador empedernido, un vicioso, un estafador, un chantajista, un ladrón, un tramposo, un inmoral, un sucio, un arrastrado, un reptil. Era la deshonra de la familia.

(Historia criminal del trujillato [43].

BIBLIOGRAFÍA:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.

Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad”

José C. novas, “Inventario moral # 2, Petán Trujillo y sus excesos’ (https://almomento.net/opinion-inventario-moral-2-petan-trujillo-y-sus-excesos/

https://acento.com.do/2019/opinion/8744322-la-hermandad-de-las-bestias-8/


(Historia criminal del trujillato [44]

La hermandad de las bestias (8)



28 de octubre de 2019   


Negro Trujillo era el hermano favorito de la bestia, el menor de todos, el servil y complaciente Negro, el único en el que la bestia depositó hasta cierto punto, si acaso depositó, su confianza. Dicen que era un tipo opaco, blandengue y apagado, relativamente apacible, que carecía de las pintorescas cualidades perversas que eran tan evidentes y chocantes en sus hermanos. Alguien que superficialmente podía parecer buena persona y no lo era. Cometió crímenes, quizás en menor medida que sus hermanos, con cierta moderación aparente, sólo aparente. Crímenes de bajo perfil que pasaron desapercibidos durante la era gloriosa.

Crassweller insinúa que era un tipo sin personalidad, o con una personalidad débil, más bien ajena, alguien que se daba a conocer por un flácido, fofo, blandengue apretón de manos, por su devoción por la bestia, por la inveterada costumbre que desde la infancia había adquirido de obedecerla y seguirla como un perrito faldero, por su admiración incondicional. Alguien, en fin, que sólo demostraba iniciativa propia cuando se trataba de tierra, mujeres y dinero.

Era el menos agraciado y más oscuro de la familia, y por su color le pusieron Negro sus padres y hermanos probablemente. Pero ninguno fue más afortunado que él. De Negro podía decirse exactamente lo que dice el refrán: que más vale caer en gracia que ser gracioso. 

La bestia era diecisiete  años mayor que negro y prácticamente lo había adoptado, lo había protegido desde pequeño, le brindó apoyo en la secundaria y durante su breve estadía en la universidad como estudiante de odontología. Pero otra oportunidad más lucrativa lo esperaba en las filas del ejército. Apenas tenía veintidós años cuando la bestia llegó al poder y desde entonces todo iría viento en popa para él. Su carrera militar fue poco menos que vertiginosa o más bien meteórica, ascendió como un rayo y no se detuvo hasta llegar a la cumbre, hasta obtener los más altos cargos y galardones en el orden cívico y castrense. Era capitán en 1931, era coronel coronel en 1936.

Ya en 1942 ocupaba el cargo de Secretario de Guerra, de Marina y Aviación y en 1951 fue presidente interino de la nación. Pero lo mejor faltaba por llegar. Así, en 1952 fue elegido con el cien por ciento de los votos como presidente de la República, un cargo que ocupará en condición de títere hasta 1960 durante dos períodos. En la etapa final de la tiranía sería sustituido por el guabinoso Dr. Joaquin Balaguer, el tristemente célebre o celebérrimo Dr. Malaguer. El más guabinoso y taimado, el más aparentemente dócil y sumiso cortesano de la era gloriosa. El mismo Malaguer que tomaría las riendas del poder para dirigir el país hacia la democracia y extirpar supuestamente el trujillismo. Aquel Joaquín Malaguer que se convertiría pocos años después en heredero de la bestia, que se entronizaría en el poder con el apoyo de nuevas tropas de ocupación, que se perpetuaría en el poder mediante elecciones fraudulentas y terrorismo de estado durante doce años y que volvería al poder durante un periodo de gracia de diez años.

La bestia consentía tanto a Negro, a su hermanito menor, que además de la presidencia le otorgó el título de generalísimo y le permitió usar un uniforme bordado con hilos de oros y un bicornio emplumado tan ridículo como el suyo.

Negro le agradecía sinceramente a la bestia todo lo que había hecho por él. Reconoció  por escrito que era la criatura de su afecto, el objeto de su amorosa protección y que debía comportarse con él como un devoto servidor porque era esencia de su sangre y de su alma. Había entendido desde un principio -dice Crassweller- que su primer deber como militar era la lealtad incondicional, no actuar ni pensar por cuenta propia. Mover la cola en presencia de su jefe y protector, obedecerlo ciegamente. Mirarlo todo con los ojos de su hermano, convertirse en sus ojos.

Pero la ascensión al trono presidencial de Negro Trujillo fue una farsa, una cesión simbólica del poder, meramente simbólica. Durante la investidura se le mantuvo a soga corta y no se le permitió pronunciar discurso alguno ni mucho  protagonismo. A la bestia,  que asumiría el cargo de Jefe de las fuerzas armadas de la República, se le rindieron los máximos honores y llegó primero que Negro al palacio. Seguiría asistiendo todos los días a su despacho, trabajando como de costumbre, ejerciendo el poder delante y detrás del trono.

Negro se dedicó a lo que le gustaba, a la vida regalada: firmar de vez en cuando documentos oficiales, asistir a ocasionales ceremonias, fingir de la mejor manera posible que era presidente, perseguir mujeres, coleccionar zapatos y dinero que guardaba en las cajas de zapatos y que sacaba a escondidas del país, acumular, en fin, una inmensa fortuna en dólares y bienes raíces. Un cuantioso caudal que incluía una enorme finca, un latifundio de miles de tareas que se extendía por la rivera del río Haina , formando un semicírculo a un costado de la ciudad.

El deporte favorito de Negro y de todos los Trujillo era conquistar mujeres, conquistarlas a las buenas y generalmente a las malas, conquistarlas a la fuerza, con dinero o con ofertas que no podían rechazar. Negro era de hecho, un mujeriego empedernido, un adicto al sexo que permaneció soltero hasta el año de 1959, cuando por fin se permitió o le permitieron casarse con Alma McLaughlin, su prometida desde 1937.

A pesar de su carencia de atractivos físicos, Negro pretendía ser un seductor irresistible, un exitoso don Juan, todo un tenorio. Difícilmente no sucumbía una mujer al encanto de su uniforme, de su alto rango, de su apellido ilustre o del miedo que inspiraban. Eso lo definía, más bien, como un vulgar depredador, violador, un indiscreto que se jactaba en voz alta de sus  habilidades amatorias y que tenía marcada preferencia por las mujeres casadas. Sobre todo las mujeres de sus  subalternos, a los cuales disfrutaba humillando, igual que hacia su protector y amado hermano.

Su mundo se derrumbó un 30 de mayo cuando la bestia sucumbió, en palabras de Balaguer, “al soplo de una ráfaga aleve”. Dice Crassweller que Negro estaba presente, devastado, cuando el cuerpo fue llevado al Palacio nacional y que, durante el velatorio se le notaba abatido, profundamente adolorido, de una manera consecuente con una vida de servilismo. Que estaba como aturdido, inmóvil, parado como si fuera una estatua. No era desde luego para menos. Su mundo había llegado a su fin.

Después de partir hacia un exilio en el que vivió hasta los noventa y cuatro años, los crímenes de bajo perfil que se le atribuían y que habían pasado desapercibidos durante la era gloriosa, dejarían pasmada a la opinión pública cuando sus muertos empezaran a salir a flote y se descubriera que en sus fincas tenía cementerios privados. Furnias donde convivían osamentas de vacas y caballos con osamentas de peones, de oficiales, de guardias que estaban a su servicio y cayeron en desgracia, quizás de propietarios de tierras que se resistieron a cedérselas, de enemigos del régimen y suyos, de infelices que estuvieron en el lugar y el momento equivocados, de gente con la que alguien se divirtió jugando al tiro al blanco.

(Historia criminal del trujillato [44].

BIBLIOGRAFÍA:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.

Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad”





 (Historia criminal del trujillato [45]

La hermandad de las bestias (9)



 4 de noviembre de 2019 

Quizás alguna vez Aníbal Trujillo oyó hablar de Julio César o Napoleón y quiso ser emperador. Era, en este sentido, el más idealista de la familia, el que tenía, sin duda, más grandes aspiraciones. Quería ser emperador desde pequeño. No se conformaba con menos. Algo en su interior le decía que podía ser emperador y logró convertirse en emperador varias veces. Mentalmente emperador.

Lo que más lo ilusionaba o motivaba, lo que en verdad deslumbraba o enternecía, lo que hacia feliz como un niño era que en su condición de emperador podía dar rienda suelta a sus instintos elementales y derramar sangre a raudales. De hecho, cuando en su mente enfermiza, enfebrecida, realizaba su fantasía, cuando se convertía ocasionalmente en emperador siempre se le antojaba derramar sangre a raudales, derramar sangre por gusto, por el placer de ver sangre y oler sangre. Quizás también bañarse literalmente en sangre. Era un sicópata, un esquizofrénico. Un homicida vocacional, como todos sus hermanos. Un criminal instintivo. La diferencia, sin embargo, es que ese instinto, el instinto criminal, vivía en Animal Trujillo como quien dice a flor de piel. Un poco más más a flor de piel que en los demás y se manifestaba espontáneamente de forma teatral.

De ser cierto lo que se dice, los arrebatos de locura de Aníbal empezaron a producirse a una edad temprana. Andaba por las calles desde pequeño diciendo que era Julio César o la reencarnación de Julio César y se proclamaba emperador, emperador del Caribe.

En cuanto a lo demás, tenía que ser de alguna manera igual a sus hermanos, un resentido, un tipo sin principios, un amoral, un inescrupuloso que no le hacía asco a ningún medio para conseguir lo que deseaba. Intrigas, robos, homicidios, prostitución, violaciones y borracheras, bandidaje, cárcel, habituales tropezones con la justicia componen los ingredientes de lo que fue su vida. Su formula existencial. No obstante, dice Crassweller que no era un tipo desagradable personalmente o, quizás, mejor dicho, superficialmente.

Lo cierto es que con él, durante los años de 1930, con Petán y Virgilio tuvo la bestia  problemas serios. De hecho, con él siguió teniendo problemas hasta el año de su muerte en 1948, hasta que él mismo se quitó o lo quitaron de en medio.

Aníbal tuvo incontables hijos con mujeres de las se apoderaba a voluntad, hijos naturales que nunca le importarían y de los que nunca se ocuparía. Estuvo casado brevemente con una hija de Jacinto Peynado de la cual se divorciaría en 1936, algo que no le hizo gracia a Trujillo, pero que de seguro proporcionó a Jacinto Peynado un gran alivio y contento. Con ella tuvo Aníbal un varón que heredó su locura, un loco manso que murió atropellado por un auto en 1999.

El desequilibrio de Aníbal era evidente hasta en su manera de conducir. Aníbal era un conductor temerario, manejaba de manera irresponsable, como lo que era, con un total desprecio por las consecuencias de sus acciones al volante. En 1931, durante el curso de sólo un mes, destruyó tres automóviles asegurados por la Maryland Casualty Company y sus representantes pegaron el grito al cielo y posiblemente hicieron llegar alguna queja a la bestia.

Trujillo -según lo que dice Crassweller-, había tratado a su modo, el único que conocía, de corregir la indisciplina de Aníbal, moderar su excedente de energía vital sometiéndolo a todos los rigores de la vida castrense, dándole cargos de mayor peso y responsabilidad en los que su conducta estaba sujeta a estricta supervisión.

El correctivo fue algo parecido en realidad a un premio. Lo fue subiendo de rango hasta que Aníbal alcanzó a ser general, Jefe de estado mayor de las fuerzas armadas. En 1936, nombró a su hermano Negro, su hombre de confianza, como coronel y jefe asistente de personal bajo su mando, quizás con la esperanza de que éste pudiera influir positivamente. Pero los problemas no hicieron más que agravarse. Aníbal irrespetaba a su todopoderoso hermano, era el único que lo hacía, lo criticaba públicamente, cuestionaba sus órdenes, se insubordinaba, y hasta se dice que un día se presentó iracundo en el Palacio con malas intenciones, a pedirle cuentas por algún agravio real o imaginario. Se dice incluso que Trujillo evitó el encuentro para no tener que hacerlo matar.

Al parecer, Aníbal solía vestir de una manera llamativa. Usaba una capa muy vistosa, una capa de emperador, parecida a la que usaba su hermano en ciertas ocasiones. Una capa chillona con colorines con la cual se sentía menos general que emperador. Se tramutaba de hecho en emperador, se proclamaba emperador, la viva reencarnación de Julio César. Ordenaba terminantemente a sus soldados que lo reconocieran como emperador, quizás que se reconocieran ellos mismos como legionarios al servicio del emperador. Cuando no tenía soldados a su disposición reclutaba a los peones de su finca, los ascendía de su miserable condición a la de milites, miembros de una selecta milicia a los cuales ponía nombres ilustres, los elevaba a veces provisionalmente a la más alta dignidad.

Aníbal ascendía, pues, a las vertiginosas cumbres de la gloria militar e imperial en la misma medida en que su cordura se desvanecía completamente. Sólo pudo ser general y emperador hasta que la incompetencia, su conducta cada vez más díscola y errática, su permanente desequilibrio emocional forzaron su destitución.

(Historia criminal del trujillato [45).

BIBLIOGRAFÍA:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.

Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad”

José C. novas, “Inventario moral # 2, Petán Trujillo y sus excesos’ (https://almomento.net/opinion-inventario-moral-2-petan-trujillo-y-sus-excesos/

Chichí De Jesús Reyes, “Trujillo ordenó al general Fausto Caamaño fusilar a su hermano Aníbal Julio”,

https://elnacional.com.do/trujillo-ordeno-al-general-fausto-caamano-fusilar-a-su-hermano-anibal-julio/



Historia criminal del trujillato [46]

La hermandad de las bestias (y 10)



11 de noviembre de 2019 

Los verdaderos enfrentamientos entre la bestia y Aníbal se produjeron en su finca de Mango fresco, un latifundio que Aníbal había adquirido en los alrededores de Manoguayabo, a poca distancia de Ciudad Trujillo. La enorme propiedad no le había caído del cielo en las manos. La había conseguido, la había armado como un rompecabezas, pedazo a pedazo, con la sangre, el sudor y lágrimas ajenas, con los métodos expeditos que empleaban todos sus hermanos. Apropiándose primero de una parcela, incorporando luego tierras aledañas mediante el despojo, el asesinato, el terror que infundían en sus dueños por cualquier medio.

Todo iba bien hasta que la finca de Aníbal, que se expandía en una dirección, chocó con la de la bestia que se expandía en dirección contraria. El choque se convirtió en un nuevo motivo de fricción y dio lugar a unos oscuros episodios en los que corrió mucha sangre.

Lo que se cuenta, en relación a estos sucesos, parecería surrealista y no se asimila, no se digiere fácilmente. Es posible que en alguna ocasión Aníbal matara peones de la finca de la bestia y la bestia le pagara con la misma moneda. Es posible, pero además extraño, que los brutales excesos de Aníbal en Mango fresco, las llamadas matanzas de Mango fresco, le provocaran tanto disgusto a la bestia que decidiera por fin tomar medidas para ponerle freno a los desmanes de su demente hermano.

Lo de Mango fresco es alucinante. Algo que permite conocer un poco la naturaleza del monstruo que se alojaba en la cabeza de Aníbal, el borroso límite que existía en su mente criminal entre realidad e imaginación, lo desquiciado que estaba.

Aníbal, según se dice, en uno de sus tantos raptos de locura, sintió una perentoria, inapelable sed de sangre y pidió sangre. Quería ver sangre, decía, inmediatamente sangre. Sangre quería y decía, o dicen por lo menos que decía. Y mientras lo decía y repetía hizo que sus hombres reunieran a un grupo de peones de su finca en un corral, volvió a decir que quería sangre y cargó contra los peones sable en mano, a lomo de su caballo, toda una carga de caballería ligera, y empezó a repartir tajos a destajo. La sangre brotaría a raudales, como de un extraño surtidor, y Aníbal la pudo ver, la pudo oler, la pudo palpar y saborear, mientras blandía el sable sobre las cabezas de aquellos infelices que gritarían de dolor y de terror seguramente.

En otra ocasión, según se dice, con la colaboración de su guardia pretoriana, daría un tratamiento similar a un grupo de campesinos a los que ordenó amarrar como andullos para que no pudieran ni siquiera intentar defenderse. Quería sangre, otra vez sangre, y con la colaboración de su guardia pretoriana los picó como quien dice en pedacitos

Se dice que esa vez la bestia envió una patrulla de soldados a la finca de Aníbal para averiguar lo que estaba pasando y la patrulla desapareció. Se dice que al poco tiempo la bestia se presentó en la finca y ordenó que ejecutaron a todos los asistentes civiles y militares que acompañaban a Aníbal. Se dice, en lo que parece otra versión de los acontecimientos, que la bestia envió al general Fausto Caamaño a imponer el orden en Mango fresco, que le dio instrucciones de pasar por las armas a todos los militares al servicio de Aníbal, incluso al propio Aníbal.

Se dice que Fausto Caamaño cumplió el difícil mandamiento a medias, que hizo que le avisaran a Mamá Julia de lo que ocurría para que Mamá Julia avisara a Aníbal para que Aníbal espantara la mula y se pusiera a salvo como, en efecto, se puso. Después, sólo después, Fausto Caamaño se presentó en la finca y fusiló rutinariamente a todos los allegados civiles y militares de Aníbal. Un total de veintiocho o treinta personas. Algo que no le quitaba ni le quitaría el sueño a Fausto Caamaño.

Otros asesinatos y otras purgas parecidas tendrían lugar en Mango fresco. Tal vez  se trata de acontecimientos diferentes o de diferentes versiones de los mismos acontecimientos, que remiten, sin embargo a una misma espantosa realidad.

Muchos afirman que a raíz de los últimos y escandalosos hechos de sangre, Aníbal habría sido declarado interdicto, no apto para realizar trabajos productivos, y que había sido cancelado o simplemente alejado del ejército. Parecería que en sus últimos años había caído en un estado depresivo crónico que se agravó en grado extremo con la dolorosa pérdida de su rango y privilegios, de la cuota de poder que tenía asignada. Se sabe, a ciencia cierta que Aníbal fue sometido entonces a tratamiento psiquiátrico intensivo, que recibió en el país y el extranjero terapia electroconvulsiva, terapia de electrochoque. Se sabe que la terapia no resolvió el problema y que la condición de Aníbal se agravó. Se supone que finalmente, quizás porque tenía ganas de ver sangre de nuevo, se suicidó de un tiro en la sien en el baño de su casa.

A Crassweller, esta historieta le parece sospechosa, indigna de confianza en el mejor de los casos. La condición de Aníbal ciertamente empeoraba, pero también se incrementaba la animadversión que tenía o sentía por su hermano. Mucha gente lo oyó despotricando contra él, diciendo que quería matarlo y lo mataría. Lo hubiera matado si hubiera tenido esa oportunidad, y la bestia seguramente no estaba dispuesto a dársela.

Así estaban y seguirían estando las cosas por un tiempo. Aníbal vociferaba, despotricaba, amenazaba con matar a la bestia, lo desconsideraba, lo irrespetaba y no pasaba nada.

Nada pasaba, de hecho, hasta que por fin pasó. Hasta que el 2 de diciembre de 1948 se presentó en su casa de la calle Isabel la Católica esquina Padre Billini un grupo de oficiales a los que seguramente no había invitado. Entrarían, se acomodarían, hablarían o discutirían… Nadie lo sabe. Al poco tiempo se produjo en el baño, en uno de los baños, un disparo que sonó como un tiro de cañón. Los oficiales acudieron, encontraron a Aníbal  muerto con la pistola en la mano, ¡qué tragedia, Dios mío, qué tragedia!, y acordaron y declararon que había cometido suicidio. ¡Qué tragedia! Los diarios se refirieron al hecho en términos de “trágico accidente” y aludieron por supuesto a su deficiente estado mental. Una tragedia.

Dice Crassweller que los detalles del suceso no fueron esclarecidos, que no se determinó con que mano sostenía la pistola y que los que conocían a Aníbal lo creían incapaz de cometer suicidio y no se tragaron el cuento.

Ademas, la bestia ni siquiera asistió al funeral. Virgilio, Petán, Negro y Pipí tampoco estuvieron presentes.

(Historia criminal del trujillato [46]).

BIBLIOGRAFÍA:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.

Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad”

José C. novas, “Inventario moral # 2, Petán Trujillo y sus excesos’ (https://almomento.net/opinion-inventario-moral-2-petan-trujillo-y-sus-excesos/

Chichí De Jesús Reyes, “Trujillo ordenó al general Fausto Caamaño fusilar a su hermano Aníbal Julio”,

https://elnacional.com.do/trujillo-ordeno-al-general-fausto-caamano-fusilar-a-su-hermano-anibal-julio/



sábado, 29 de junio de 2019

LA MASACRE


Pedro Conde Sturla

1/7/2019

El cha cha cha comenzó oficialmente en octubre del año 1937. La noche del 2 de octubre de 1937. De noche tenía que ser, al amparo de las sombras. Cha cha cha. Y luego durante días cha cha cha. Trujillo mismo anunció el inicio de la matanza y le pondría el nombre. Cha cha cha.


Cha cha cha -dijo más o menos la bestia en una ocasión- era el sonido de los machetes picando carne humana. Cha cha cha era el sonido de los machetes decapitando haitianos, troceando mujeres y niños, el filo de los machetes buscando el corazón de jóvenes y ancianos, partiendo cabezas por la mitad, cercenando brazos o manos. Cha cha era el sonido de la sangre. Los alaridos de la sangre. El rítmico temblor de los machetes.

Trujillo hizo el anuncio en tono macabro, con su habitual vocecita destemplada. Estaba como quien dice de fiesta en Montecristi, en la casa de Isabel Mayer precisamente. La casa de su amiga incondicional Isabel Mayer, su cortesana favorita. La intrigante Isabel Mayer, la informante, la delatora, la senadora, la celestina carente de principios que le procuraba muchachas vírgenes, intactas. La tenebrosa Isabel Mayer.

En casa de Isabel Mayer pronunció la bestia un violento discurso, una pieza oratoria demencial: La presencia de haitianos ya no sería tolerada. Por el tono de voz no resultaba difícil entender el mensaje. No serían tolerados los haitianos. Pero tampoco serían echados del país. Se quedarían aquí, prudentemente muertos.

Todo había sido minuciosamente calculado y la matanza había empezado en la frontera el 28 de septiembre y se detuvo a fines de la primera semana de octubre, si acaso se detuvo.

Parecía, en principio, o quiso parecer, una poblada, una reacción espontánea de los dominicanos contra los haitianos con los que habían convivido pacíficamente, pero la guardia había sido instruida con antelación. El más nimio detalle de la matanza había sido previsto, calculado al milímetro, planificado y coordinado estrictamente como una operación militar. No se usarían armas de fuego, se usarían machetes para no gastar balas, para que no pareciera cosa de los guardias y la policía, para mantener la discreción, el silencio, el sigilo. Para no incurrir en gastos excesivos. La matanza nunca fue el  resultado de un arrebato de furia de la  bestia. Fue el producto del cálculo, el frío calcular de una mente criminal. Luciferina.

El corte, como se le llamó perversamente, la zafra o cosecha de haitianos, no afectó a los picadores de caña, a los esclavos  asalariados que trabajaban en los ingenios azucareros. Respetó la vida de los trabajadores para no perjudicar los intereses de sus amos. Pero se extendió por varias zonas del país, incluyendo Santiago y Samaná, por no hablar de Montecristi y la frontera, donde se cometieron las peores atrocidades.

Sólo en Santiago y sus alrededores -según lo que cuenta Crassweller- fueron apresados unos doscientos haitianos. Había entre ellos mujeres, hombres, niños y niñas, muchachos, ancianos, neonatos y no natos, y fueron llevados como reses a un patio rodeado por edificaciones del gobierno. Allí se procedió sistemáticamente, metódicamente, concienzudamente a decapitarlos o ejecutarlos de cualquier otra manera a golpe de machete para que parecieran, si acaso podían parecer, víctimas de la ira popular, del odio de los dominicanos a los nacionales haitianos.

En Montecristi, con la agradecida colaboración de Isabel Mayer, la cosecha de haitianos fue igualmente buena o quizás más abundante, pero con ellos se procedió de otra manera. Fueron arreados hacia el puerto a punta de fusil y arrojados a las aguas a fuerza de culatazos y bayoneta. Ahogados sin misericordia por guardias que tenían el corazón podrido o ejecutaban órdenes por miedo. Quizás el mismo miedo que veían en los ojos de sus víctimas.

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-¡Pero mi capitán, son solo niños!

-Y las órdenes son órdenes: hombres, mujeres, niños, niñas.

-Algunos apenas caminan, míreles los ojitos, mi capitán, y ni siquiera entienden, algunos me sonríen.

-Si los deja crecer se convierten en adultos y se propaga otra vez la plaga. No les mire los ojos. Lléveselos adonde se le dijo y resuelva.

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En Dajabón y sus alrededores, a la orilla del fronterizo río Masacre, se produjo quizás la peor matanza, el más horrible picadillo. Cientos o miles de haitianos perecieron, fueron exterminados con machetes, pero también se les disparaba a los que huían, tratando de cruzar el rio hacia Haití cuando la noticia de la matanza provocó una estampida entre los que lograron escapar a las redadas, al cerco militar que se estrechaba día por día.

En la frontera y sus alrededores todo comenzó a oler a sangre y a podrido. El río estaba tinto en sangre y olía a sangre putrefacta. Por sus aguas boyaban los cadáveres o se apilaban en ambas orillas con su fétido aliento de muerte. Dicen los pocos testigos oculares que aparecían cuerpos mutilados y descompuestos en todos los rincones, en caminos vecinales, en las calles solitarias de los poblados, en cualquier hondonada. La sangre se mezclaba con el  polvo, dejaba un rastro de espanto entre lomas y cañadas, goteaba de los cuerpos apiñados como basura para tirar al basurero. Durante mucho tiempo, en los alrededores de Montecristi, aparecerían huesos humanos en las pocilgas.

Dicen que el guaraguao Alcántara, uno de los más terribles asesinos al servicio de la bestia, era uno de los que andaba por esas lomas haciendo de las suyas, matando y torturando haitianos por diversión a troche y moche. El guaraguao Alcántara, le decían los dominicanos. Malfiní Alcantará, le decían los haitianos en voz baja. Unos y otros le temían por igual.

En el ambiente de terror y anarquía de esos días, cualquiera podía caer por equivocación en manos de los guardias. Nadie, y sobre todo aquellos de piel más oscura, estaba realmente a salvo. No siempre había una línea clara de demarcación entre dominicanos y haitianos. Distinguir, a veces, entre unos y otros se prestaba a confusión y la confusión se aclaraba obligando a los prisioneros a decir la palabra perejil, de difícil y característica pronunciación para los haitianos. Si no había duda, eran ejecutados. En caso de dudas, también podían ser ejecutados. Numerosos dominico-haitianos corrieron esa suerte.

Muchas familias escondieron y protegieron a sus criados o conocidos, incluso a los fugitivos, otras los  entregaron a las autoridades.  Isabel Mayer cedió a la guardia gustosamente los numerosos haitianos que tenía como sirvientes. El célebre capitán Bisonó ejecutó personalmente, en su propio hogar, a su anciano cocinero haitiano, uno que había servido durante años a su familia.

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-A un grupo de muchachos, niños y niñas, les dijeron que los iban a llevar al río a bañar y los llevaron. Al río Dajabón los llevaron. Al Dajabón, al Masacre. A bañarse en el río de sangre.

-Con los bebés haitianos los guardias jugaban un juego muy bonito. Se los arrebataban a las madres y los lanzaban hacia arriba, muy arriba, y los ensartaban en las bayonetas y reían.

-Los que no pudieron escapar ya ni lo intentan. Parece que se entregaron a la muerte, abandonaron las ganas de vivir. Lo más impresionante es esa mirada triste y mansa. Resignada. Se dejan agarrar y conducir en fila india sin ofrecer resistencia. Están como sin vida, sin voluntad,  como si fueran zombis. El capitán les dice que levanten el ala y la levantan, levantan el brazo izquierdo  mecánicamente y se dejan meter la bayoneta por el sobaco hasta alcanzar el corazón y ahí se acaba. Ya ni siquiera gritan. Parece que ya no sienten ni padecen. Están como hipnotizados, quizás paralizados mas bien por el terror.

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Dice Crassweller que, en aquellas terribles horas, muchos  enfrentaron su destino con la estoica o cansada resignación de los bueyes. Largas filas de hombres, mujeres, niños, serenos o pasmados vieron venir la muerte con una fortaleza increíble y a la vez silenciosa. Vieron cómo eran decapitados uno tras otro. Uno tras otro. En rápida sucesión uno tras otro.

Dicen que en las zonas de conflicto mucha gente no se atrevía ni a salir de sus casas, pero en el resto del país no se sabía nada, sólo llegaron rumores de la masacre del perejil durante los primeros días. Luego ni siquiera rumores, a pesar del rio de sangre derramada.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [47](https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html)

BIBLIOGRAFÍA:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”


Noticias de la frontera (48)


Pedro Conde Sturla

16-11-2020 00:03

La primera noticia sobre la matanza haitiana, la llamada masacre del perejil, llegó a las páginas de "The New York Times" con casi tres semanas de atraso. Apareció en la página 17 el día 21 de octubre del fatídico año de 1937, en un reducido espacio de apenas tres pulgadas, una delgada columna de tres pulgadas. En realidad, más que de una noticia se hablaba de un rumor, de un incidente en la frontera domínico-haitiana, unos cuantos muertos, unos cuantos heridos. Nada del otro mundo.


La matanza, después de todo, no había afectado los intereses de las inversionistas extranjeros. Ningún haitiano, de los muchos que trabajaban en los ingenios azucareros, había sido sacrificado ni molestado. Se había pagado el merecido tributo de respeto al dios dinero, solamente las vidas de unos cuantos miles de seres humanos habían sido tronchadas.

A Trujillo, por supuesto, esas muertes no le quitaban el sueño, de lo contrario no habría pegado un solo ojo en su vida. A él le había divertido el episodio, lo había descrito gráficamente, imitando con el brazo el movimiento de un  machete cortando cabezas. Lo había descrito fonéticamente y sonriente,  imitando con un lúgubre y ocurrente cha cha cha el sonido de los machetes al cortar pescuezos haitianos y domínico-haitianos. Dicen que dijo: "Mientras yo estaba negociando, allá afuera estaban haciendo cha cha cha". Los haitianos bailando el cha cha del horror. El horror, el horror, el corazón de las tinieblas de las que habla el maestro Conrad.

Crassweller se sobrecoge, con razón, al describir la naturaleza helada, satánica, demoníaca, luciferina o dantesca del personaje, la frigidez de espíritu de aquel hombre capaz de pronunciar tan despiadada sentencia. Una sentencia tan despiadadamente repulsiva. La grotesca imagen, la música retorcida de una danza infernal, el macabro cha cha cha que anidaba en la mente de aquel monstruo. La mente de la bestia.

Trujillo mantenía en esa época las mejores relaciones con Haití, cuyo presidente era Sténio Vincent. Con éste se  había reunido  un año antes,  en 1936, para ratificar los términos de un tratado fronterizo en el que se perdió por negligencia o torpeza una porción nada desdeñable del territorio nacional. La firma del tratado, que contribuía supuestamente a la pacificación de la frontera, infló de tal manera el ego de Trujillo que lo movió a postularse o hacerse postular, junto a Vincent, como candidato al Nobel de la paz.

Vincent se encontraba, pues,  tan a gusto con Trujillo que no quiso, en principio, darse por enterado de la matanza y poner en riesgo el apoyo material y financiero con el que la bestia contribuía a mantenerlo en el poder y que no dejó de fluir —quizás con un mayor caudal—, en esos días. 


La primera iniciativa diplomática del gobierno haitiano fue una discreta nota elaborada con la más fina cortesía, una comunicación que Crassweller considera como un milagro de moderación. La delicada nota pedía cortésmente que se abriera una investigación, pero al mismo tiempo concedía al gobierno dominicano el crédito de la duda. Se ponía graciosamente en duda la participación del gobierno en ciertos hechos de sangre y se pedía gentilmente por rutina, sólo por rutina, establecer la veracidad de los hechos. Unos días después ambos gobiernos firmaron un grotesco documento que no se hizo público y que forma parte de la historia universal de la infamia. Se anuncia la solicitada y cordial investigación, se ponen de relieve las inmejorables relaciones y la armonía reinantes entre Santo Domingo y Haití y entre Trujillo y Vincent, se reducen a su mínima expresión y a su mínima importancia  los recientes incidentes fronterizos, los reportes de muertos y heridos, los vagamente muertos o heridos, no la matanza de un número mal estimado de veinte mil seres humanos. Lo importante es la armonía que reina entre ambos pueblos, la armonía que debe mantenerse, la labor patriótica y a la vez humanista  de los gloriosos estadistas que conducen los destinos de ambas naciones con tan alto espíritu de moral y de justicia. Se pide para ellos el aplauso del mundo. El papel lo aguanta todo.

Pero a pesar de los esfuerzos por evitar la mala prensa, la verdad terminó abriéndose paso, o por lo menos parte de la verdad. Se abrió, sí, confusamente paso, a trompicones, como quien dice a cuenta gotas, y el escándalo estalló finalmente y muchos se horrorizaron. Hasta los mejores padrinos del sátrapa en la capital del imperio se horrorizaron o fingieron horrorizarse. Hasta su gran protector, su gran amigo Cordell Hull, el flamante Secretario de Estado de los Estados Unidos, el hombre al que le otorgarían el premio Nobel de la Paz en 1945, el que tanto lo alababa y lo quería fingió desvergonzadamente horrorizarse.

Sténio Vincent no pudo esta vez resistir la presión, la indignación de la opinión que ya era pública en su país y en el extranjero. Se vió entonces precisado a solicitar, contra su voluntad, la intervención de México, Estados Unidos y Cuba para mediar en el conflicto y  esclarecer todos los hechos. Algo que suele llamarse en forma eufemística "una exhaustiva investigación",  de esas que no conducen a ningún resultado. Trujillo protestó, movió las piezas del ajedrez político que se jugaba en Washington, los diputados y senadores que servían a sus intereses por un inmódico precio.

Mientras algunos representantes pedían severas sanciones para la República Dominicana, Cordell Hull, que estaba inconsolable, propuso que se llegara a un acuerdo entre la república haitiana y la dominicana. Con un candor digno de mejor causa, dijo sentirse perturbado, abrumado por los hechos que se le imputaban al gobierno de un hombre del cual se honraba en ser su amigo, el amigo leal al que nunca dejaba de demostrar su admiración y respecto, un hombre al que siempre había considerado como uno de los grandes estadistas de América, del cual era uno de sus grandes admiradores y defensores y del cual recibía seguramente  de vez en cuando espléndidas muestras de agradecimiento. Nadie como Cordell Hull podía sentirse tan decepcionado por las atrocidades que se le imputaban a su protegido ni tan deseoso de contribuir al esclarecimiento de los hechos.

Total, que la investigación se convirtió en una negociación entre Santo Domingo y Haití (con la providencial intervención del nuncio papal), se convirtió a la larga en una supuesta indemnización, en un acuerdo de pago firmado por ambas naciones. Se acordó la suma de setecientos cincuenta mil pesos en un plazo de cinco años para compensar a los familiares de los trabajadores muertos. El primer desembolso fue de doscientos cincuenta mil pesos y los quinientos mil restantes fueron reducidos luego por supuesto mutuo acuerdo a doscientos setenta y cinco mil. La mayor parte del dinero fue a parar, desde luego, a las manos de "servidores" públicos corruptos, a políticos y militares y toda clase de crápulas. Lo más indignante es el precio que se pagó o, mejor dicho, el precio que no se pagó, a manera de compensación, por cada haitiano muerto. A dos centavos por cabeza —de acuerdo a la más generosa estimación— salieron los muertos, quizás menos. Dos centavos que los familiares nunca vieron.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [48](https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html)

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.

El día que Trujillo cedió parte del territorio a su aliado haitiano

(https://www.diariolibre.com/revista/el-dia-que-trujillo-cedio-parte-del-territorio-a-su-aliado-haitiano-FF8777502).

Trujillo le regaló La Miel a Haití | Hoy Digital (https://hoy.com.do/trujillo-le-regalo-la-miel-a-haiti/)



sábado, 21 de noviembre de 2020

Con Dios, con Trujillo y con Peynado (1)


Pedro Conde Sturla23-11-2020 00:03


La matanza haitiana —la misma que los nazionalistas llaman "dominicanización" de la frontera y desearían repetir— fue uno de los más desenfrenados episodios de la llamada era de Trujillo, la más grande orgía de sangre, aunque no la única, que se produjo durante el régimen de la bestia.

Fue, sin duda, el hecho que más problemas le acarreó en la primera década  de su gobierno y el de más ingrata recordación. De no haber contado con la valiosa colaboración o complicidad del presidente de Haití, su lacayo Sténio Vincent,  quizás no hubiera permanecido en el poder, quizás habría podido disfrutar de los placeres de un dorado exilio o de una muerte temprana. Felizmente temprana.

A Vincent le costó el cargo, dos años después,  la manera pusilánime con que había encarado los acontecimientos, pero la bestia tenía incontables recursos y maniobró de manera expedita, poniendo o contribuyendo a poner en su lugar a Élie Lescot.

Élie Lescot no era un lacayo, era un arrastrado, era un servil a quien Trujillo tenía amarrado, como dice Crassweller, "con una soga de oro". Había sido embajador de Haití en la República Dominicana, pero al servicio de Trujillo (un poco al revés de lo que sucedía con cierto reciente embajador dominicano en la República de Haití). Además, Lescot había sido cómplice de todas las maniobras diversionistas: las muchas bombas de humo con que Trujillo trató de ocultar al mundo los escabrosos detalles de la "dominicanización" de la frontera. La atroz limpieza étnica. 

La llegada de Lescot al poder anunciaba, según el parecer del gobierno dominicano, "una nueva era de imperturbable cordialidad y fructífera colaboración en todos los campos de actividad" entre ambas naciones. En el trono de Haití había colocado la bestia a su más rastrero servidor, un incondicional a toda prueba.

Sin embargo, y a pesar de todos los pronósticos, la criada le salió respondona. Nada más llegar al poder, o por lo menos al poco tiempo, Élie Lescot se le viró a Trujillo. Descubrió que era nacionalista, sobre todo después de que Trujillo organizó un atentado para matarlo. Un frustrado atentado que contó con la participación de un comando compuesto por quince  haitianos. Las relaciones se pusieron tirantes. Se hablaba de una posible invasión de la República Dominicana a Haití.

Lescot llegó a prohibir a la prensa haitiana mencionar a Trujillo y a República Dominicana y se mantuvo un tiempo, de forma muy vacilante, en el poder, esquivando trampas y asechanzas. A la larga perdió el pleito y fue derrocado por una revuelta en la cual siempre se vio la mano larga de la bestia. Derrocado, sin dinero, posiblemente sin amigos, se exiliaría en Canadá. Allí se ganaría la vida durante un tiempo haciendo y vendiendo corbatas.

La matanza haitiana tendría por lo menos una consecuencia amarga para la bestia. Le echó a perder, momentáneamente, el favor del imperio, y hasta el de Cordell Hull, en apariencia, y le echó a perder la reelección. El proyecto reeleccionista.

Desde muchos meses antes de la matanza, la maquinaria reeleccionista se había puesto en movimiento y un ensordecedor clamor público se escuchaba por todo el país. A una sola voz, en pueblos y ciudades, se hacían manifestaciones populares, popularísimas, en las que oradores de barricada se desgañitaban pidiendo la reelección. La prensa y la radio (La Voz del Partido Dominicano) pedían la reelección, el pueblo unánime pedía al querido Jefe que continuara en el poder por otro periodo.

A la bestia se le ocurrió entonces (o quizás a alguna de las mentes maestras que dirigía la campaña) un ardid publicitario para aumentar, así fuera artificialmente, la intensidad de los reclamos y la popularidad del candidato.

De modo que, en el mismo mes en que se había consumado la matanza, el mes de octubre, la bestia pidió humildemente un permiso al honorable congreso para ausentarse del país y el congreso se lo negó. Responsablemente se lo negó. Trujillo hizo la petición, como dice Crassweller, sin mencionar ningún motivo ni destino y sé sentó a esperar la reacción, y todo salió a pedir de boca. Los gritos de alarma se escucharon por doquier. Las fuerzas vivas tronaron, demandaron que le fuera negada la aprobación de salir a un hombre imprescindible, de cuyos titánicos hombros pendía el destino de la nación. Un gobernante y un líder y casi un santo de altar cuya más breve ausencia podría provocar una catástrofe de proporciones incalculables y afectar irreversiblemente el progreso de la República. En consecuencia, ocho días después de haber recibido la petición, el congreso negó dignamente la aprobación. La bestia cedió entonces a la voluntad del pueblo y del congreso. Estaba satisfecho, mucho más que satisfecho. Todo aquel teatro había mostrado una vez más el amor que los dominicanos profesaban al querido Jefe. O por lo menos eso parecía ante los ojos del  demoníaco megalómano, el incurable mitómano. El hombre que nunca se cansó de escuchar su nombre, de escuchar las más hipócritas alabanzas durante toda su vida.

No obstante, en el mes de diciembre el  escándalo provocado por la matanza haitiana se había convertido ya en una creciente ola de indignación en el extranjero. Sus amigos  del imperio seguían enojados y el enojo no parecía disminuir.

El segundo periodo de gobierno de la bestia estaba llegando a su fin, y sin embargo —dadas las circunstancias—, no le pareció prudente seguir poniendo en riesgo su candidatura. Tendría que sacrificarse por la patria, hasta que las cosas se enfriaran. El país también se sacrificaría, por desgracia. Tendría que prescindir del imprescindible. El perínclito se tomaría unas vacaciones, se haría discretamente a un lado hasta que volviera a tomar directamente las riendas, pero no dejaría la patria en el abandono. Dejaría nominalmente la presidencia y vicepresidencia en manos de dos personajes singulares: Jacinto Bienvenido Peynado Peynado, alias Mozo, y Manuel de Jesús María Ulpiano Troncoso de la Concha.

Peynado era uno de sus más leales y serviles servidores. En el frente de su casa había un letrero de gran tamaño que rezaba "Dios y Trujillo". Lo habían puesto, de común acuerdo, él y su esposa, su amante y arrogante esposa Cusa, tan firme en sus afectos, en su lealtad a toda prueba. Casi tan devota a Peynado como a Trujillo.

De tal manera, la patria seguiría providencialente en las seguras manos de Dios. Seguiría con Dios y con la inestimable ayuda que Trujillo le prestaría. Seguiría con Dios y con Trujillo o con Trujillo y Dios y con Peynado, que era lo mismo, casimente lo mismo.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [49]

https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


sábado, 28 de noviembre de 2020

Con Dios, con Trujillo y con Peynado (2)



Arturo Logroño y otros devotos cortesanos fueron probablemente los autores del discurso trascendental y patriótico que la bestia dirigió a la nación en enero de 1938 para anunciar el retiro de su candidatura a un tercer periodo. Era, como de costumbre, un discurso ornamental, florido, lacrimoso, emotivo, retórico y abstruso. Trujillo lo pronunció, o más bien lo interpretó, con todo su patético histrionismo. No faltaron alusiones a la obra de Rabindranath Tagore, pasajes de inspirado misticismo, referencias a las grandes conquistas del pensamiento liberal y de la cultura democrática. Su "alejamiento del poder como rector de los negocios públicos" —dijo en tono probablemente lacrimoso, quizás también con lágrimas en los ojos, quizás con un sollozo ahogado—no debía y no debe de ninguna manera "provocar angustias ni zozobras en el ánimo de los hombres de orden, de paz y de trabajo; porque es una verdad indiscutible que las condiciones bonancibles en que se desenvuelven las actividades públicas y las actividades privadas de la complacida familia dominicana, ya no están expuestos a ser menoscabados por lamentables transgresiones al orden”.

Eso sí, la bestia dejó bien claramente establecido que hasta que siguiera latiendo su corazón no le faltaría a la patria ni su vigilancia ni sus servicios y que solo condicionalmente se apartaba de la vida y de la vía pública. Otro sería presidente en adelante, pero él seguiría presidiendo.

En consecuencia, solicitó al Partido Dominicano la nominación de Jacinto Peynado como candidato a la presidencia y la de Manuel de Jesús Troncoso de la Concha a la vicepresidencia. Para desempeñar esas funciones, o mejor dicho, para no desempeñarlas en absoluto, no había personas más idóneas.

Un coro de lamentaciones se hizo sentir entonces en todo el país. El querido Jefe no podía dejar sumidos en el abandono a sus infinitos seguidores, no podía dejar en la orfandad a todo el pueblo dominicano. Los más fieles cortesanos se rasgaban las vestiduras, cada uno pugnaba por lucir más apesadumbrado que el otro.

Las mujeres dejaron escuchar sus voces en una multitudinaria y aparentemente alegre  manifestación. Manifestaron su aprecio por el monarca con la misma intensidad que su inconformidad por el retiro de su candidatura. Le  rindieron pleitesía, homenajes de amor incondicional, homenajes florales. Las madres de los presos, supuestas o reales, portaban pancartas que derramaban bendiciones sobre la bestia, lo bendecían por haber liberado a sus hijos, por haber dejado limpias las cárceles. También había letreros donde podía leerse que los políticos y la política dominicana, al igual que Magdalena, habían sido redimidos por su amor (por el amor de Trujillo) del pecado. Ningún elogio, ninguna alabanza, por desproporcionada que fuese, parecía quedarle grande al perínclito. Ni siquiera compararlo con Jesucristo. En los medios oficiales, el clamor de todo el pueblo pedía su repostulación, pero todo fue inútil.Trujillo persistió en su “inquebrantable decisión de entregar el poder”.

El pueblo entonces cedió, los dirigentes del Partido Dominicano cedieron, con grandes muestras de pesar, a los deseos del querido Jefe. Una disciplinada convención, que tuvo lugar en febrero de 1938, dio como resultado la proclamación de Peynado y Troncoso como candidatos a las más altas magistraturas del estado. El triunfo, en las elecciones del 16 de mayo fue arrollador. No se contó un voto en contra y más de trescientos mil a favor.

Jacinto Peynado era miembro de una prominente familia en la que sobresalía su hermano Francisco, un prestigioso abogado que había servido a su país en circunstancias cruciales y con el cual no tenía muchas cosas en común. De él decía  Rufino Martínez que era “uno de los dominicanos mejor estructurados para las manifestaciones nobles de la vida”.

Jacinto, en cambio, eligió servir a Trujillo con la devoción y sumisión de un perrito, o quizás Trujillo lo eligió a él. A sus amigos idealistas, cuando lo importunaban con preguntas incómodas, solía decirles: "Hace mucho tiempo que yo enterré al Quijote". Nunca sirvió, en efecto, a un ideal, sólo vivió para servir a Trujillo. Él y su esposa Cusa, la difícil doña Cusa, crearon y popularizaron la frase "Con Dios y Trujillo", pusieron en el frente de la casa un letrero que decía "Con Dios y Trujillo", luego pusieron otro más grande con el mismo Dios y Trujillo. Dicen que doña Cusa, o quizás el mismo Peynado, querían en un principio invertir los términos, pero la idea fue desestimada por atrevida o irreverente.

El hecho es que el mismo Dios y Trujillo aparecerían luego en una placa de bronce con la efigie de Trujillo que se vendía como pan caliente a los empleados del gobierno y que se hizo mandatorio colgar en un algún lugar visible de muchos hogares, preferiblemente la sala o el comedor. La efigie de Trujillo, a la larga, terminó desplazando a Dios, como querían Peynado y doña Cusa.

A Jacinto Peynado también se le atribuye ser autor de la frase: "En esta casa manda el jefe". Vivía para adularlo y lo adulaba para vivir. Pero Trujillo nunca agradeció sus desvelos. Le pagaría a Peynado, como pagaba a muchos de sus más serviles servidores, con humillaciones, desplantes, desconsideraciones de todo tipo.

Peynado había sido —casi sin pena y sin gloria—presidente interino putativo cuando sustituyó a Rafael Estrella Ureña en 1930 y había sido vicepresidente putativo bajo el gobierno de Trujillo desde 1934 hasta 1938, pero su ascenso a la presidencia putativa de la República fue, desde el principio, equivalente a un trago amargo, muchos tragos amargos. algo penoso y vergonzoso. Trujillo se propuso maniatarlo políticamente, si acaso no lo estaba ya, cortarle por completo las alas, abolir hasta los elementos simbólicos o más bien decorativos del poder que representaba en sus manos la presidencia de la República. Se empeñó, sobre todo, en recordarle a cada momento que quien mandaba era él, el generalísimo Trujillo, como si alguien en su sano juicio pudiera olvidarlo, como si de un hombre tan inofensivo y pusilánime pudiera temer algo.

La bestia disfrutaba envileciendo a sus cortesanos, manteniendo con ellos una relación de acercamiento y distanciamiento, dispensando a capricho favores y castigos, dosificando el terror que inspiraba para envenenarles sin remedio el alma.

Dicen que a Balaguer en esa época le llamaba Pupú, cariñosamente Pupú. A Jacinto Peynado, alias Mozo, lo trataba como si lo fuera.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [50]

https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

Rufino Martinez "Diccionario-biografico-historico-dominicano, 1821-1930".

Trujillo declinó seguir Presidencia en 1938 El Nacional (https://elnacional.com.do/trujillo-declino-seguir-presidencia-en-1938)


sábado, 5 de diciembre de 2020

Con Dios, con Trujillo y con Peynado (3 de 3)



Desde el momento en que Mozo Peynado ganó las elecciones de 1938, con el apoyo aplastante de toda la población electoral, Trujillo le hizo sentir el peso de su brutal autoridad, lo sometió a un régimen de vejaciones, lo puso en ridículo públicamente, hizo todo lo posible por disminuirlo hasta su mínima expresión, degradarlo,

agraviarlo de todas las formas posibles.

Poco antes de juramentarse, el 16 de agosto, un diputado que seguía órdenes de la bestia declaró su inconformidad con el hecho de que Peynado hubiera sido elegido presidente, abiertamente le declaró su más firme y cordial enemistad y denunció que estaba formando a su alrededor una claque, una camarilla política. Intrigantes y conspiradores seguramente.

El flamante diputado se sintió en el deber de reafirmar su eterna lealtad a la bestia y advertir al mismo tiempo el peligro que representaba un hombre como Peynado en el poder. Otros miembros del congreso hicieron de inmediato causa común con él, y los medios de prensa no tardaron en unirse al coro de admoniciones y lamentaciones. Trujillo debería permanecer al mando a toda costa. Unos días más tarde, el querido Jefe se plegó a los deseos de sus intranquilos servidores y declaró en público que la juramentación de Peynado como presidente sería algo meramente nominal. Nada había que temer.

El 16 de agosto, en efecto, durante el solemne acto de toma de posesión del nuevo presidente (un acto de humillación en toda regla), Trujillo acaparó por completo la atención, lo eclipsó totalmente a Peynado. Y no podía ser de otra manera. Aunque en general Trujillo vestía de manera impecable y en ropa de civil lucía siempre elegante, se apareció en el acto con un uniforme tan estrambótico y ridículo como el que había usado en agosto de 1930, cuando se juramentó por primera vez en el cargo de  presidente.

A tono con el traje, que combinaba el atuendo de general con el de almirante y parecía una pieza de museo, pronunció un discurso rimbombante e igualmente ridículo sobre el septuagésimo quinto aniversario de la Restauración. Se cogió, en definitiva, todo el espectáculo para él. Había relegado a Peynado a un plano insignificante, pero le reservaba un final todavía más humillante, degradante, vejatorio e indignante a la vez, todo un bochorno, una ofensa, un ultraje de la más baja estofa. 

Peynado tomó la palabra cuando por fin se la dieron y empezó a declamar un indigno discurso laudatorio que situaba a la bestia en una especie de Olimpo, en el terreno incontaminado de la divinidad. Bendijo Peynado el bendito 16 de agosto de 1930, la  dichosa ocasión en que el divino Jefe había tomado posesión por primera vez de los destinos patrios. Una y otra vez lo exaltó, lo describió con palabras ardientes como un hombre del destino, lo elevó a la cumbre de  Caballero de la Divina Orden del Genio, la única orden cuyas insignias el mismo Dios y sólo Dios concede, celebró el momento providencial de su aparición por primera vez en este augusto lugar con rayos de luz en su mano, le agradeció de mil maneras por haber traído a esta tierra la Civilización y así por el estilo.

Mozo Peynado no se cansaba ni se cansaría de adularlo cuando ocurrió lo que nunca creyó que podía ocurrir. Era un movimiento calculado con anticipación, pero la gente pudo haber pensado que Trujillo había sufrido una indigestión de halagos, que se había hartado o empalagado de lisonjas cuando lo vieron ponerse inesperadamente de pie, darle la espalda al fogoso orador, marcharse del lugar y provocar con su partida los más estruendosos aplausos. El público, emocionado, poseído de un entusiasmo visceral, y posiblemente harto también de tanto discurso, ovacionó en efecto su partida y probablemente nadie volvió a ponerle caso a Peynado.

Poco tiempo después un gracioso decreto presidencial le concedió a la bestia los mismos privilegios que al presidente de la República. Otro decreto concedió a su amada esposa María la dignidad de primera dama. En el mismo decreto, también su madre, la excelsa matrona, la llamada Mamá Juliá, fue ascendida a primera dama. Pero como doña Cusa era también primera dama, o por lo menos primera dama putativa, la República se dió el lujo de tener lo que ningún otro país probablemente tenía.

Nuevos decretos dictados por el supuesto nuevo mandatario, confirmaron en sus puestos a toda los secretarios y subsecretarios de estado y los demás funcionarios, a los miembros del ejército llamado nacional, a los del cuerpo de ayudantes del presidente y a los de la policía también llamada nacional.

Para el querido Jefe, fue creada la muy especial nueva Secretaría de Estado del Despacho del Generalísimo. Una de las más felices iniciativas del esposo de doña Cusa consistió en disponer que en las escuelas y oficinas públicas se pusiera el retrato del perínclito junto al de los Padres de la Patria con el propósito de conferirles mayor honra.

Dice Crassweller que Peynado entró prácticamente desnudó a su despacho del Palacio Nacional y que a las muchas humillaciones que recibía respondió patética o irónicamente, aumentando el tamaño del letrero con el "Dios y Trujillo" que tenía en el techo de su casa. Aún así su séquito de ayudantes personales se redujo de un cuerpo de ayudantes a un solo guardia somnoliento. Su oficina se redujo de una suite a una habitación.

Trujillo, en cambio, se acomodó en unas amplias oficinas con aire acondicionado, que era uno de los grandes lujos en esa época, y centralizó en ese lugar la administración militar y policial.

Peynado, mientras tanto, al margen de sus pocas obligaciones palaciegas, trataba de mantener en lo posible su rutina existencial. Hacía que le sacaran, contra el parecer de doña Cusa, su cómoda mecedora de caoba al parque Colón y allí permanecía en amable tertulia con sus amigos durante horas. Sí alguno le pedía un favor político, le aconsejaba que se dirigiera a alguien con autoridad. Solía decir que la única persona en el país que alguna vez llegó a creer que él era presidente de verdad era su esposa Cusa.

La bestia no le temía a Peynado, por supuesto. Peynado era menos que un títere, era un muñeco de trapo. Le temía a los amos del norte, temía, de manera paranoica  a sus enemigos internos, al odio o aborrecimiento de los muchos dominicanos, temía con razón al resentimiento que podía estarse incubando en las filas de las fuerzas armadas, en el seno del mismo  ejército en que había surgido el complot de Blanquito, del teniente coronel Leoncio Blanco. La bestia, por aquello de que quien tienen hechas tiene sospechas, es posible que le temiera hasta su sombra.Temía, razonablemente que las circunstancias, la presencia incluso de un pelele en la presidencia de la República, podría abrirle paso a cualquier conspiración, facilitar cualquier movida desde el extranjero para desplazarlo del mando sin crear un vacío de poder. Convertir el muñeco de trapo en un sustituto provisional. Es posible que nunca se sintiera cómodo ni seguro con el hecho de que alguien ocupara el cargo de presidente, aunque fuera de mentirillas. Eso explicaría la impaciencia, la prisa que parecía tener para devolver las aguas a su cauce original y recuperar su título, su dignidad oficial de presidente de la República.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [51]

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Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


Las vacaciones del sátrapa (1)



El 30 junio de 1939, a bordo del lujoso yate Ramfis, Trujillo emprendió un viaje con el que había soñado intensamente. Se había atrevido a dejar, nominalmente, el timón de la cosa pública en las dóciles manos de Peynado, y a Peynado en las manos de su guardia pretoriana y salió de viaje. Un viaje político de vacaciones, las primeras vacaciones que se tomaba en mucho tiempo. El soñado viaje a los Estados Unidos.

La manera en que Crassweller describe el episodio, o los muchos episodios de su estadía en ese país, parece un cuento de hadas. Decir que lo trataron a cuerpo de rey es quedarse corto. La matanza de haitianos estaba todavía fresca en la tinta de los periódicos y en la memoria de mucha gente, pero sus amigos del imperio lo trataron mejor que a cuerpo de rey. Pasaron por alto ese pequeño detalle y lo recibieron con honores. En Washington, por ejemplo fue agasajado por altos funcionarios del Departamento de Estado, lo llevaron a conocer el cementerio de Arlington y la antigua hacienda esclavista de George Washington en Mount Vernon, donde se dice que hizo una pregunta bastante extraña. No preguntó, al parecer, por la extensión de la tierra, por vacas ni caballos ni peones, sino por los gustos literarios de quien había sido su propietario. No fue una pregunta al azar. Fue algo que le había sugerido quizás Logroño u otro cualquiera de sus áulicos para aparentar lo que no era.

El Senador Walsh, al frente de una delegación de congresistas, lo visitó después en la sede de la embajada dominicana, hizo un brindis en su honor, en honor de la bestia, y comenzó de inmediato a derramar torrentes de palabras lisonjeras. Palabras y más palabras en beneficio del generalísimo, todo un derrame de palabras: bendiciones, elogios, aplausos, epítetos tan ardientes y desmesurados que habrían hecho ruborizar a un santo.

Es casi seguro que todos los honorables congresistas, y sobre todo el alcahuete senador Walsh, eran sólo unos pocos de los que Trujillo tenía en su jugosa nómina, políticos y politicastros a quienes la bestia pagaba generosamente favores o silencios cómplices, o quizás ambas cosas, y que con gusto le hubieran besado los pies y cualquier otra parte del cuerpo. Lo que dijo el senador Walsh en esa ocasión no fue más que un discurso prepagado. ¡Y qué discurso!

A juicio de Walsh, ningún otro estadista de Centroamérica y el Caribe había sido tan grande y poderoso servidor del interés público. En su opinión, el generalísimo era el más aguerrido defensor de políticas humanitarias y progresistas, de esas que promueven el bienestar de todos los pueblos. Durante su período de gobierno, la bestia no se había caracterizado por haber implantado el terror en todo el país como presidente de la República Dominicana. Se había más bien destacado en su devoción y lealtad a todas aquellas causas y principios relacionados con el progreso del pueblo dominicano. Puro altruismo, desinterés y desprendimiento. En fin que —terminaba diciendo el efusivo senador Walsh—, era un placer darle la bienvenida y felicitarle por sus éxitos al gran humanista, al benefactor de la patria, y asegurarle que la gente de los Estados Unidos de América se alegraba de tener de visita a un hombre que había hecho tanto por el bienestar y el progreso de la República Dominicana y que nunca, al parecer, había planificado y realizado una masacre tan espantosa como la que aparecía todavía fresca en la tinta de los periódicos y en la memoria de mucha gente, especialmente en la de los periodistas, con los cuales no le iría muy bien más adelante.

Trujillo estaba, pues, en su mejor momento, posando y pasando de un escenario a otro, de banquete en banquete, de homenaje en homenaje. Rápidamente se contagió del espíritu libertario y democrático de la gran nación norteamericana y se sintió él mismo en algún momento tan libertario como democrático. Se atrevió entonces a decir, con toda la fuerza del descaro, que nunca se pondría del lado de los regímenes totalitarios como Alemania e Italia. A esas naciones jamás les ofrecería la República Dominicana sus simpatías en la guerra que ya casi se desataba.

Trujillo no consideraba que su régimen era de tipo totalitario. Era de tipo bimbinario. Testiculario, en efecto.

El generalísimo fue agasajado con las más finas atenciones. Los amigos se multiplicaban y parecían disputarse entre ellos el favor o su simpatía, lo invitaban a cenas, recepciones y todo tipo de reuniones. Al ministro Cordell Hull lo vió por lo menos en dos ocasiones. Otro senador de apellido Green ofreció en el mismo Capitolio un almuerzo en su honor que de seguro no le salió gratis a la bestia. Lo había pagado ya de muchas maneras con antelación al senador Green. Otro gran amigo y admirador, el teniente coronel Thomas Watson, le sirvió de anfitrión en una glamorosa recepción.

Una especie de apoteosis tuvo lugar en la prestigiosa academia militar de West Point. El ilustre visitante fue recibido con una salva de veintiún cañonazos. Una salva de cañonazos que representaba tal vez el más alto honor que alguna vez se le concedió, todo un implícito reconocimiento a su condición de jefe de estado y militar que recibiría seguramente con lágrimas en los ojos.

Pero no fue sólo West Point. La Academia Naval de Annapolis, y la Base Naval de Quantico también se disputaron y honraron con su presencia.

Pocas cosas, sin embargo, se igualaron ni se igualarían jamás a la gentil deferencia que le hiciera el general George C. Marshall, el mismísimo general George C. Marshall, nada más y nada menos que el Jefe de Estado Mayor en funciones del Ejército de los Estados Unidos de América, el hombre que se cubriría de gloria por el famoso plan de reconstrucción de Europa que lleva su nombre. Marshall no se conformó con hacerle una invitación a la bestia. Le hizo dos. Una en la noche del 9 de julio a una

especie de agasajo y otra de nuevo a un banquete  dos días después.

Pero faltaba más, mucho más. El viaje de vacaciones, las primeras vacaciones que se tomaba en mucho tiempo, resultó ser una caja de sorpresa para la bestia. En el momento más elevado de su carrera fue invitado a la Casa Blanca a tomar té a las cinco. El té de las cinco de la tarde.

A esa hora, el día 11 de julio de 1939, estaba el monstruo en la Casa Blanca. Saludó y fue saludado por mucha gente distinguida. Recibió y fue recibido. Conversó y fue conversado. Durante una hora, por lo menos, parloteó amenamente con Franklin Delano Roosevelt, el entonces presidente de los Estados Unidos. Hablaron, según se dice, de unas espadas españolas de la época colonial que Roosevelt había comprado en Santiago de los Caballeros en 1917, durante un viaje que hizo a Santo Domingo y Haití en la época en que ambas naciones estaban intervenidas militarmente. Ninguno de los dos, por lo que se sabe, mencionó la matanza haitiana.Y ni siquiera el nombre del padre R. Barnet, "asesinado a palos en la Iglesia Episcopal de la avenida Independencia de Santo Domingo por haber suministrado datos a la prensa norteamericana sobre la feroz carnicería".

Trujillo era, al fin y al cabo, un poco lo mismo que había dicho Franklin Delano Roosevelt sobre el dictador nicaragüense Tacho Somoza. Era un SOB. Era un HDP. ("Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta"). Quizás el hijo de puta favorito. El más favorito de todos los posibles hijos de puta.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [52]

https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


sábado, 19 de diciembre de 2020

Las vacaciones del sátrapa (2)



Entre los días 12 y 25 del mes de julio de 1939, la bestia honró con su presencia a la ciudad de Nueva York, donde se estaba celebrando una feria o exposición mundial que se le quedaría grabada en la cabeza. A lo mejor pensó desde el primer momento que alguna vez haría algo semejante, aunque a menor escala, por supuesto. Pero algún día lo haría y sería su ruina. La ruina de la economía dominicana.

La feria tenía muchísimos atractivos y fue visitada por más de cuarenta y cuatro millones de personas. Para alguna gente, incluyendo a los periodistas, no había en ella ni en toda la ciudad nada más exótico e interesante que la presencia del tirano instalado a todo lujo en el fastuoso hotel Waldorf.

Para el alcalde Fiorello La Guardia, que le dió una formal bienvenida al evento, el sanguinario personaje no era más que un engorro y no puso mucho empeño en el agasajo. Parecía más bien dispuesto a desentenderse que a entenderse con él.

Sus anfitriones oficiales se desvivían, en cambio, por complacerlo. Lo llevaron de visita a Walt Street, confraternizó con los más encopetados banqueros, le organizaron una pomposa recepción en la Cámara de Comercio. A bordo del impresionante yate Ramfis, la bestia hizo un viaje por el caudaloso río Hudson y se asomó discretamente a las ciudades de Poughkeepsie y Albany. Pero todo no podía ser color de rosa.

Feria Mundial de Nueva York de 1939

Durante su visita a la feria tuvo que enfrentarse a un grupo de periodistas que le hicieron preguntas desagradables sobre la matanza haitiana. Hay que suponer que algunos de ellos eran lo que aquí llamamos bocinas, vulgares voces y plumas de alquiler, y que se establecieron ciertas medidas para evitar que la situación saliera de control y que el ilustre visitante fuera metafóricamente acribillado a fuerza de preguntas incómodas. Lo cierto es que el perínclito se defendió como gato bocarriba y no salió mal parado del encuentro. Contuvo de alguna manera el odio visceral que sentía por la gente del poder informativo y respondió las preguntas con una calma que no tenía. En  ningún momento negó los hechos de sangre, sólo los redujo a su mínima expresión. Es decir, mintió descaradamente diciendo parte de la verdad.

Nunca hubo masacre, los muertos fueron unos pocos y por accidente. En pocas palabras, los hechos habían sido brutalmente exagerados. Fue algo incidental que había ocurrido en la frontera. Algo parecido a lo que sucedía normalmente entre estadounidenses y mexicanos. La muerte de miles de haitianos a manos de los guardias dominicanos era impensable. Ellos mismos se habrían encargado de evitarlo.

Trujillo estaba deslumbrado, estaba encantado, estaba feliz. Nunca pensó que sus amigos norteamericanos, o mejor dicho sus amos, le dispensarían una acogida tan privilegiada. En ningún otro país se podía recibir tan finas atenciones como en los Estados Unidos ni había en todo el mundo un pueblo tan hospitalario y refinado. Un pueblo que lo había distinguido, que lo había tratado como se merecía. Como un César triunfante. De esa misma manera planeaba también volver a Santo Domingo, como lo que era, todo un César del Caribe, y reclamar de inmediato un triunfo a la manera romana, el que se le debía a todo general victorioso.

Tan contenta estaba la bestia que prolongó su estadía más allá de lo previsto. Sus afectuosos anfitriones no estarían quizás tan contentos como él, pero no pusieron reparo.

A principios de agosto se embarcó en el SS Normandie, un moderno crucero francés con turbinas turbo-eléctricas, y llegó felizmente a Cannes, donde nadie acudió a recibirlo.

Peynado lo había designado Embajador Extraordinario en Misión Especial ante los Gobiernos de Francia e Inglaterra, pero los maleducados franceses y los gélidos ingleses no se dieron por aludidos. Chapita estaría seguramente decepcionado, allí no reconocían su grandeza, su contribución a la paz y confraternidad del mundo libre. Pero en Paris le esperaba desde el día 10 de junio una adorable bebé, su casi recién nacida hija Angelita, la que sería la niña de sus ojos, la que sería algún día reina de belleza. Angelita y su adorable esposa María. Pero sobre todo Angelita, la que sería Angelita. Es decir: María de los Ángeles del Sagrado Corazón de Jesús Trujillo Martínez. Nacida en Paris de Francia o más bien en el aristocrático suburbio parisino Neully-sur-Seine. Hija predilecta del tirano. La que le haría mimos en público. Su amante biógrafa. La brillante escritora.

Por lo demás, la estadía de Trujillo en Francia pasó prácticamente desapercibida. Ni la prensa ni el gobierno se dieron realmente por enterados, no hubo recepciones ni agasajos oficiales, ni ceremonias conmemorativas. Los únicos que de verdad mostraron interés por su visita fueron unos izquierdistas revoltosos que se manifestaron frente a la embajada dominicana en su contra y que fueron sometidos al orden por una turba pagada por Porfirio Rubirosa. Quizás dirigida en persona por Rubirosa, que tomaría parte en la riña, luciéndose como boxeador. Con ese acto heroico, según se dice, logró reconciliarse con el querido jefe, de cuya hija Flor de Oro se había divorciado un año antes, no sin haberle propinado alguna golpiza. Rubirosa era un incondicional de la dictadura, había espiado para la dictadura y se involucraría en más de un asesinato por cuenta de la dictadura, incluyendo el de Galíndez. Pero de vez en cuando, alguna bellaquería diplomática o un cheque falsificado, por ejemplo, le hacía caer de la gracia de la bestia y perdía ocasionalmente el favor y el cargo. Los ingresos por la venta onerosa de visas a los  judíos.

Como todos los funcionarios, caía alternativamente en gracia y en desgracia, pero Trujillo tendría muy en cuenta lo que hizo por su buen nombre en París. Lo recibiría con honores de héroe cuando Rubirosa regresó de visita a Santo Domingo. Sin embargo, y a pesar de lo mucho que se querían él y Trujillo, esas visitas de Rubirosa —quizás por exceso de precaución —eran breves y esporádicas. Brevemente esporádicas. Esporádicamente breves.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [53]

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Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


La resurrección de la bestia


A la muerte de Jacinto Bienvenido Peynado y Peynado en 1940 —a mitad de su período como presidente títere de la República—, ocupó la presidencia otro títere de nombres y apellidos igualmente rimbombantes: Manuel de Jesús María Ulpiano Troncoso de la Concha.


Al igual que Peynado, Troncoso era un abogado manso y culto, una de esas personas en las que la bestia confiaba, si acaso era capaz de confiar en alguien. Se lo impedía el instinto, su natural instinto de fiera que le salvó la vida muchas veces. Pero con Troncoso no tendría la bestia ningún tipo de problemas.



Sin embargo, el inicio del gobierno de Troncoso fue poco auspicioso. Durante el mes de mayo, poco tiempo después de su juramentación, se le presentó a la bestia el peor de los problemas que había tenido que enfrentar hasta el momento, una inesperada situación de vida o muerte. Esta vez no era un enemigo externo sino interno. Una enfermedad infecciosa muy grave e indeseable, el ántrax, que se contrae a través del contacto con animales y puede ser mortal en muchos casos. Aparte de grave, el ántrax es desagradable: la infección se presenta en lo profundo de la piel y forma una protuberancia, un forúnculo que se compone de pus y líquido y tejido muerto.

El de la bestia era un ántrax cervical, ántrax de cuello, que provocó rápidamente una septicemia, un envenenamiento de la sangre, y puso a la bestia al borde de la tumba. La situación era tan desesperada que muchos lo daban por muerto, incluyendo a su médico de cabecera, su médico personal, el Dr. Francisco Benzo, que también era secretario de salud pública y un frecuente acompañante. Uno de los más prestigiosos cirujanos del país. Un catedrático de fama.

El asunto se manejó con la discreción que es posible imaginar en un régimen de terror, lo que no pudo evitar que la noticia se filtrara y circulara a cuenta gotas, como un chisme de patio, como un secreto a voces.

En los círculos del poder, y sobre todo en el ámbito familiar, cundía el nerviosismo y una gran preocupación. Entre los opositores menos piadosos, entre la mucha gente que tenía razones de más para odiar al tirano, había motivo de júbilo, un merecido júbilo. Era como el anuncio de una tragedia inminente para unos pocos y una luz al final del túnel para la mayoría. Esa mayoría confiaba seguramente en la divina providencia, rogaba seguramente a la divina providencia para que le concediese a la bestia un desenlace fatal. Felizmente fatal.

En aquellas circunstancias no había gente más presionada y nerviosa que los médicos dominicanos y extranjeros que habían sido convocados al lecho del enfermo para tratar de salvarlo. Un cubano, el Dr. Pedro Castillo, se declaró partidario de extirpar el forúnculo infeccioso sin pérdida de tiempo. Pero la operación conllevaba riesgos que la mayoría de los médicos se negaba a asumir. Los que se mostraban dispuestos sugerían, por obvias razones de prudencia, que el paciente fuese trasladado e intervenido en Puerto Rico, donde se contaba con medios más avanzados. Lo decían, tal vez, a sabiendas de que la propuesta sería desestimada. La enfermedad de la bestia era un asunto de estado que de ninguna manera podía darse a conocer oficialmente, ni someterse al escrutinio público. La prensa extranjera se hubiera dado banquete con semejante noticia y la habría convertido en espectáculo de circo.

Designaron entonces al Dr. Francisco Benzo para que realizara la operación, pero Benzo se mostró en desacuerdo con la opinión del médico cubano y se negó a intervenir. Dicen que dijo, si acaso se atrevió a decirlo, que no estaba en disposición de operar a un muerto.

Sabía desde luego, el riesgo que corría al negarse, pero también sabía que lo que le pasara a la bestia le pasaría a él, que la muerte de la bestia sería su muerte. Temía en fin por la vida de Trujillo tanto como temía por la suya. Quizás creía que no había nada que hacer o quizás no quería hacer.

Apareció entonces un valiente, un médico temerario, el Dr. Darío Contreras Cruzado, que acudió o tuvo que acudir al llamado de los familiares de la bestia y se prestó de manera más o menos voluntaria o involuntaria a hacer la operación. Hay quien dice que fue a Darío Contreras que Benzo le dijo, en francés, que iba a operar a un muerto. Lo cierto es que había que tener valor para no operarlo y había que tener valor para operarlo.

La controversial cirugía, secretísima, no se realizó en una clínica sino en un quirófano improvisado en la llamada Estancia Ramfis y el vaticinio de Benzo estuvo a punto de cumplirse. La bestia permaneció varias semanas en condiciones críticas, debatiéndose entre la vida y la muerte, pero a mediados de junio comenzó a recuperarse y se recuperó poco a poco, lentamente y sin pausas, aunque la convalecencia sería larga.

Muchos criticaron o más bien acusaron al Dr. Darío Contreras durante años de haberle salvado la vida a la bestia, pero en realidad no se ha establecido si se salvó gracias a la operación o se salvó a pesar de la operación y del ántrax al mismo tiempo. Algunos médicos atribuyen su recuperación a su recia anatomía o quizás a un milagro, a una jugarreta de un destino endemoniado. El hecho es que la bestia volvió a la vida, resucitó de entre los muertos vivos y seguiría viviendo durante más de veinte años.

Benzo cayó en desgracia, naturalmente, a raíz de su negativa a intervenir en la operación. No mucho tiempo después aparecería en la primera plana del periódico La Nación del 9 de agosto del 1940 la noticia de que había sido arrestado y enjaulado y despojado de todos sus cargos. Decía, con mayor lujo de detalles en el citado diario, que el Dr. Benzo había sido detenido por malversación de fondos en el Hospital Padre Billini, que había sido llevado preso a la Fortaleza Ozama, que había sido despojado de su condición de secretario de Estado y que había sido cancelado su nombramiento como profesor de la Universidad de Santo Domingo.

Al Dr. Conteras le fue un poco mejor, mucho mejor, aunque siempre se lamentó de que sólo lo recordaran como el médico que había salvado a la bestia. Se dice, sin embargo, que la bestia agradeció el servicio de manera fría y distante o se lo agradeció más bien a su manera, como si el favor se lo hubiera hecho él a Contreras. 


Casi dos décadas después,  “El 15 de julio del año 1959, mediante el decreto No. 4979 se ordenó la construcción del Hospital Dr. Darío Contreras, que fue inaugurado en agosto del 1960”. En ese mismo hospital murió Contreras en 1973 a los 94 años de edad.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [55]
(https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html)

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator
Doctor Francisco E. Benzo Chalas
Herbert Stern11 noviembre, 2017 (https://www.elcaribe.com.do/gente/cultura/doctor-francisco-e-benzo-chalas/).


La redención de la deuda


Pedro Conde Sturla



Cuatro meses después de haber resucitado de entre los muertos, la bestia se encontraba en Washington. La operación de ántrax había sido un éxito, aunque el paciente había estado a punto de morir, y ahora se encontraba en la capital del imperio, firmando el tratado Trujillo—Hull. La misma bestia se había nombrado Embajador extraordinario en misión especial, un cargo que le daba potestad para firmar el documento, y asistió puntualmente a la ceremonia, que se efectuó el 24 de septiembre de 1940. Para estar presente había hecho un esfuerzo sobrehumano, o mejor dicho bestial. Dice Crassweller que todavía no estaba físicamente recuperado y que bajo su camisa de cuello alto se disimulaba el vendaje que cubría la herida. Había sufrido, recientemente uno de sus recurrentes ataques de malaria y bajo cualesquiera otras circunstancias no habría abandonado su cama y que su debilidad era visible en la inusual firma que estampó en el documento. Ese fue —dice Crassweler— probablemente el cenit de su carrera, el punto más alto que llegara alguna vez a alcanzar como estadista.


El tratado permitiría, en unos cuantos años, al gobierno de la bestia la recuperación de las aduanas que estaban en manos del imperio desde la Convención dominico—americana de 1906, la compra del First Nacional City Bank y sus sucursales y su conversión en Banco de Reservas, la creación del Banco Central de la República, el pago de la deuda pública externa y la puesta en circulación del peso domicano, que durante largos años se mantuvo a la par con el dólar.

Los apologetas del trujillismo se jactan a boca llena de estos y otros supuestos grandes logros del régimen de la bestia. Hablan de la redención de la deuda externa en términos mesiánicos, la solución de la cuestión fronteriza, el desarrollo y modernización del país y el orden y la paz sociales, y hasta de un supuesto carácter progresista e incluso nacionalista de su régimen . Todos sus crímenes, bellaquerías y latrocinios palidecerían al parecer en comparación con tan grandes hazañas.

Pero las cosas están de otra manera. La recuperación de las aduanas y cancelación de la deuda pública externa en 1947, le permitió a la bestia manejar las finanzas a su antojo y le dejó pingües beneficios. Además, una parte de esa deuda había sido contraída para financiar sus propias empresas: la construcción del hotel Jaragua, por ejemplo, y muchas otras.

De acuerdo con el economista Martínez Moya el dictador fue “uno de los gobernantes que más rápido ha endeudado la República, si no superó a Lilís fue por el tiranicidio, era la tendencia que llevaba su gestión”.

Cierto es que “El 21 de julio de 1947 liquidó la deuda del Estado con bonistas en el exterior por el monto de US$9,271,855.55,” pero “para pagar a bonistas tomó un préstamo de corto plazo en el Banco de Reservas por US$9.2 millones, a un interés de 5%, garantizado el repago con los impuestos. Lo que hizo en 1947 fue cambiar de acreedor, el Banco de Reservas ocupó el lugar de los bonistas”.

En definitiva, “Contrario a la propaganda que se vendió, el dictador era pésimo administrador de las finanzas públicas, lo dicen las estadísticas históricas. Los déficits y endeudamientos públicos habían sido prohibidos por la Convención de 1907 y ratificado por la de 1924. El panorama cambió desde que se sintió libre, de 1938 a 1947 acumuló faltante en el Presupuesto Público por US$16.9 millones y US$33.7 millones de 1950 a 1960. Como resultado, en 1961 las finanzas publicas estaban más endeudadas que en 1931 (US$16,292 millones), sin cambio de importancia en el ingreso per cápita del dominicano, de US$233 en 1931 pasó a US$264 en 1961. Si de tiempo en tiempo se revive la propaganda política mentirosa de Trujillo, es porque la historiografía especializada moderna no ha corregido lo que se lee en libros de historia sobre la deuda pública”. (1)

En el mismo orden de ideas, explica Bernardo Vega con lujo de detalles:

“Durante la dictadura de Trujillo, y todavía hoy día, se citan como grandes logros del régimen del tirano la eliminación del control norteamericano sobre las aduanas, el repago total de la deuda externa, la creación del Banco Central y el peso dominicano, la acelerada industrialización durante la posguerra, la ayuda al campesino y la definición del territorio nacional a través de un tratado fronterizo con Haití.

“La realidad, que nunca se hizo pública durante la dictadura, fue que Haití logró su control aduanal seis años antes que los dominicanos, tuvo moneda propia en 1935, 12 años antes que los dominicanos, y pagó su deuda externa el mismo día que los dominicanos. La República Dominicana fue uno de los últimos tres países de América Latina en tener un Banco Central y moneda propia. Su industrialización fue una de las más lentas del continente, Trujillo quitó tierras a campesinos pobres y el tratado fronterizo realmente se firmó durante el gobierno de Horacio Vásquez y lo que hizo el dictador, al firmar un protocolo de este, fue entregar tierras a Haití que bajo el tratado firmado por Vásquez eran dominicanas, a cambio de un pacto político bajo el cual el Gobierno haitiano se comprometió a no permitir la presencia de exilados antitrujillistas en su territorio”. (2)
A pesar de todo, todavía los trujillistas y mucha gente pregonan y piensan que a Trujillo hay que agradecerle por su política de obras públicas, el sistema de educación y salud, las buenas escuelas y hospitales, el bienestar y progreso acumulado en tres décadas de orden. Eso sucede cuando se pierde de vista lo esencial y se presta atención a lo circunstancial o accesorio, a lo que “depende de una cosa principal o está agregado a ella”. Lo que se debe a Trujillo es la creación de una cárcel cementerio, un cementerio carcelario, un régimen de horror e iniquidades perfectamente organizado en el cual el orden y el progreso forman parte del mecanismo de represión, son la parte visible de una mazmorra con fachada de relumbrón. El orden era el terror y la paz era un cementerio.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [56]
https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html 



Notas:
(1) Arturo Martínez Moya, “Trujillo no pagó la deuda pública en 1947” ( https://hoy.com.do/trujillo-no-pago-la-deuda-publica-en-1947/) 


(2) Bernardo Vega “Las falsas hazañas de Trujillo” (http://revista.global/las-falsas-hazanas-de-trujillo/) 


Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator




La rueda de la fortuna (1)



La firma del tratado Trujillo-Hull se convirtió de la noche a la mañana —por órdenes de la bestia— en el hecho histórico más transcendente de la historia dominicana, con excepción, quizás, del día del nacimiento de la bestia, la llegada al poder de la bestia, el cumpleaños de la mamá de la bestia... La pluma, con la que había firmado, el 24 de septiembre de 1940, se convirtió o quiso ser convertida por el congreso en un símbolo patrio, y el Padre de la Patria Nueva y Benefactor de la patria se convirtió ademas en Restaurador de la Independencia Financiera.




El tirano también había ordenado a sus fieles que se declararan en estado de regocijo, que se produjera un estallido de júbilo nacional, que todo el pueblo dominicano celebrara como una fiesta patria el magno acontecimiento y que todos los corazones rebozaran de gratitud, que la gente llorara de alegría y lo recibiera en triunfo como al Dios Apolo en su carro triunfal, que le arrojaron bendiciones al pasar. De hecho, a su regreso al país fue enaltecido, glorificado, deificado, ensalivado circunstancialmente por una lluvia torrencial de alabanzas.

En el Altar de la Patria se colocó una tarja de bronce con una inscripción que decía más o menos eterna gloria a Trujillo, benefactor de la patria, a cuyos esfuerzos y sacrificios debe el pueblo dominicano la feliz recuperación de su soberanía financiera...

El tratado Trujillo-Hull fue uno de los acontecimientos más celebrados y sazonados durante la era fatídica de la bestia. Tanto así que, en1944, tres años antes de la liquidación de la deuda, se inauguró en el malecón —la flamante avenida George Washington—, el Monumento a la independencia financiera.

En realidad es un monumento al mal gusto, un discreto adefesio, formado por dos monolitos, al que la gente puso el nombre de obelisco hembra en contraposición al monolítico y falocrático obelisco macho, otro adefesio, que se encuentra en la misma avenida a corta distancia y conmemora o conmemoraba el cambio de nombre de la ciudad de Santo Domingo a Ciudad Trujillo en 1936.
Originalmente el obelisco hembra tenía unas esculturas en alto relieve, alusivas a las musas, y una tarja en tres idiomas —francés, inglés y español—, con las consabidas alabanzas al tirano. Un derrame de alabanzas y explicaciones sobre el histórico hecho que rememoraba el monumento.

El regreso de la bestia no fue motivo de alegría para todos sus seguidores. Uno de los más encumbrados, el general José Estrella, quizás el más encumbrado y más fiel y confiado de todos, cayó repentinamente en desgracia, sintió en carne propia los efectos desfavorables de la rueda de la fortuna, de los cambios de humor y del favor del voluble tirano, y se convirtió durante un tiempo en chivo expiatorio. Fue acusado, en pocas palabras, de todos los excesos que había cometido al servicio de la bestia.

El general José Estrella era un hombre que ejercía funciones de procónsul en ausencia de la bestia. Se había desempeñado como gobernador de Santiago, un gobernador cuya palabra era ley, batuta y constitución. Luego había sido nombrado Comisionado Especial en el Norte, con poderes discrecionales que ejercía dictatorialmente, pero siempre al servicio de la bestia. Quizás no había otro hombre con tanto poder en el país después de la bestia, y ninguno más leal. Él, más que ninguno, había contribuido a llevar y mantener en el poder a la bestia y más que un hombre leal era un incondicional.

Sin embargo, durante la última estadía de Trujillo en los Estados Unidos, con motivo de la firma del tratado, se esparcieron rumores, quizás solamente rumores, que empañaban la impecable hoja de servicios del general José Estrella. Rumores o calumnias que sugerían que el leal servidor se sentía ya bastante fuerte para tratar de sustituir a la bestia.

Dice Crassweler que José Estrella había puesto su lealtad a Trujillo por encima de su propia familia cuando su sobrino Rafael estrella Ureña fue perseguido y obligado a salir del país durante los primeros meses de su gobierno. Era una lealtad enfermiza, retorcida y morbosa. José Estrella —dice Crassweler— se inclinaba para rezar (o quizás para fingir que rezaba) ante el retrato de la bestia que tenía en su hogar. Si lo hacía con sinceridad, con sentida devoción, o para convencer a los informantes de que era más papista que el papa, es algo que no está establecido. José Estrella era un tipo rústico, iletrado, pero conocía a la bestia y de seguro sabía a que atenerse. Quizás intuitivamente percibía que el favor de los poderosos no era cosa confiable.

La bestia le había dado grandes muestras de estima, le había entregado el Cibao a manera de feudo, lo había elogiado en más de un discurso, había dicho que era el más eficiente de todos sus asociados, que era el hombre que velaba por sus intereses, que él veía allí donde su ojo vigilante no alcanzaba a ver, que enfrentaba a las balas con su pecho para proteger su vida, que era cabal y honesto y responsable como ninguno, que en él la ley tenía el más firme respaldo. El general José Estrella era, de hecho, el asociado más eficiente que había estado a su lado durante sus años de gobierno, fue el hombre que la bestia escogió como padrino de su adorado hijo Ramfis y nunca dejaba de visitarlo cuando pasaba por Santiago.

Así las cosas, parecería que Trujillo era tan estrellista como Estrella era trujillista. Pero al cabo de unos cuantos días de su regreso al país el 8 de octubre de 1940 —después de la firma del glorioso tratado Trujillo-Hull—, Estrella fue dado de baja. Fue despojado de todos sus cargos. Otro incondicional, Mario Fermín Cabral, fue nombrado en su lugar como gobernador de Santiago.
Lo que se montó al regreso de la bestia fue una farsa, una especie de circo mediático que hizo las delicias de la opinión pública hasta el mes agosto de 1941.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [57]
https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/ 04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


La rueda de la fortuna (2)



El 16 de octubre de 1940, el general José Estrella —el hombre al que la bestia solía llamar tío José— cayó sorpresivamente en desgracia. Fue destituido como gobernador de Santiago y de todos los demás puestos que ocupaba. Su flamante cargo de Comisionado especial para el norte, en el que se desempeñaba con brutal autonomía, fue simplemente abolido. Apenas un mes más tarde, el día 16 de noviembre, ingresó como prisionero en la fortaleza San Luis de Santiago.


Las autoridades habían tenido, por órdenes o sugerencias de la bestia, la muy feliz iniciativa, la inspiración divina de reabrir el caso del asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa Altagracia Almanzar, ejecutado por órdenes o sugerencias de la bestia. Fue apenas el primero de los grandes asesinatos que cometería la bestia en su dilatada carrera criminal, y ocurrió el 1 de junio de 1930, cuando ya había sido declarado ganador de las elecciones, del descarado fraude electoral de mayo de 1930 y cuando todavía no había tomado posesión de la presidencia.


Los nombres de los sicarios y de José Estrella, el oficial que les había dado carta blanca para cometer el hecho, habían salido a relucir desde el primer momento. Los asesinos, no obstante, se paseaban y se pasearían toda la vida con impunidad y la opinión pública ardía de indignación.

Rafael Estrella Ureña era en ese momento presidente provisional de la República y hay quien dice que lloró con la misma indignación. Se trasladó entonces a Santiago para tratar de aplacar los ánimos y mover de alguna manera el oxidado brazo de la justicia, acallar los insistentes rumores que circulaban. Pero los peores rumores se confirmaron. El mero jefe de los asesinos era su propio tío, el general José Estrella. Y el jefe de todos los jefes y de todos los asesinos era la bestia, el hombre fuerte del país, el infame brigadier, el hombre que ejercía el poder, que mataba y mandaba a matar desde antes de ganar las elecciones y de juramentarse como presidente.

Rafael Estrella Ureña se replegó de inmediato. Pensaría que no había nada que hacer o que sería en extremo peligroso y vano el tratar de hacer algo. A la corta y a larga él también sería víctima de la bestia. La bestia lo obligaría a tomar la ruta del exilio, le permitiría volver en un momento muy precario de su existencia, lo nombraría en un cargo, lo metería en la cárcel, lo nombraría después en un más alto cargo y lo ayudaría finalmente a morir durante una cirugía de rutina, pero decretaría tres días de duelo nacional a raíz de sus deceso.

José Estrella cayó preso, acusado del asesinato de Martinez Reyna y su esposa, diez años después del crimen y en compañía de Francisco Antonio Veras (Pichilín) y Onofre Torres, a quienes se atribuía la ejecución del hecho. Pero también fueron acusados y encerrados como cómplices Tomás Estrella, Luis Silverio Gómez (que fue suicidado en prisión), Juan Camilo Arias, Mateo Salcedo, Nicolás Peña y Rafael Estrella Ureña, el mismo que había sido presidente y que a la sazón era diputado.

Dice Crassweler que sobre la cabeza de José Estrella cayó un torrente de denuncias, de todo tipo de cargos civiles y criminales y que en el camino a la cárcel la gente se arremolinaba a su alrededor en número cada vez mayor, lo insultaban, lo vejaban, lo humillaban. Parecía que el enfurecido público hubiera sido capaz de desgarrarlo miembro por miembro si los custodias del general lo hubiesen permitido. Pero no está claro si tales manifestaciones eran espontáneas o si se trataba de un espectáculo previamente organizado en el que participaban mayormente agentes del gobierno, guardias y policías, quizás, vestidos de civil.

José Estrella fue acusado de todo lo que podía ser acusado. Se lo acusó —dice Crassweller— de hurtos mayores y menores, se lo acusó de estupró, se lo acusó de crímenes y asesinatos al granel.
Se invitó a los parientes de las víctimas a ofrecer testimonio contra el imputado, se exhumaron numerosos cuerpos de sus víctimas para supuestos fines de investigación, y se exhibieron y pasearon por calles de Santiago.

El general Estrella —añade Crassveller— fue castigado además con la deshonrosa y humillante expulsión de las filas del glorioso Partido Dominicano, se le despojó de la medalla al Mérito Militar, la prestigiosa Orden de Trujillo y la Orden de Duarte. Lo había perdido todo, incluyendo el honor, pero al general Estrella nunca pareció importarle.

Para empeorar las cosas, la bestia se ausentó nueva vez del país y lo abandonó a su suerte al querido y admirado tío José, lo dejó en manos del brazo imparcial de la justicia, y durante su larga ausencia de cuatro meses todo fue de mal en peor para el general en desgracia. Incluso fue acusado de la muerte de un fotógrafo llamado José Roca y condenado a veinte años frente a un numeroso público que aplaudió frenéticamente.

Lo extraño o aparentemente extraño del caso era la calma y desvergüenza y tranquilidad con la que José Estrella tomaba las cosas. Todos los agravios parecían rebotar sobre su piel de cocodrilo, no le hacían mella. Admitía —como dice Crassweller— con imprudente o temerario candor las infinitas atrocidades que había cometido en el Cibao, pero desligando a la bestia de toda responsabilidad. El energúmeno no se arrepentía de nada. Decía y repetía con la más desafiante actitud que si volvía a encontrarse de nuevo al mando de sus tropas procedería de igual manera contra todo aquel que osase atentar contra su querida bestia y hasta confesó voluntariamente haber ordenado la muerte de Virgilio Martínez Reyna, que provocó a su vez la de su esposa Altagracia Almanzar y la del hijo que llevaba en su vientre.

Quizás la actitud desafiante de José Estrella se explica a la luz del instinto, del instintivo conocimiento de la naturaleza de la bestia. Quizás de alguna manera sabía o advertía que sólo se trataba de un juego que ya conocía, de una jugarreta política, una de las tantas jugarretas políticas a las que era aficionada la bestia. Acaso simplemente sabía que a la corta o a la larga las aguas volverían a su nivel, como en efecto volvieron. José Estrella era tan bestia como la bestia y en el fondo creía  que bestia con bestia no se cortan.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [58]
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Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator

La rueda de la fortuna (3)


La bestia estaba de buen humor en esa época. Había superado el ántrax y la septicemia y había viajado a la patria de sus amos para firmar el tratado más importante de la bolita del mundo y a su regreso había encerrado en prisión a un cancerbero que hasta la fecha había sido uno de sus más fieles y cercanos colaboradores, lo había hecho acusar públicamente de un crimen horrendo que él mismo había ordenado y había convertido el país en un circo mediático donde las mismas fieras que estaban a su servicio eran objeto de escarnio. Con su buen humor específicamente macabro y retorcido, nombraba y metía en la cárcel alternativamente a los más encopetados y confiados funcionarios de su régimen, hacía y deshacía a su antojo todo lo que le daba la gana y se afianzaba cada día más en el poder. Además le había cogido el gusto a los viajes y viajaba por motivos de estado, por motivo de negocios, por motivos de salud, por cualquier motivo. Durante un crucero de placer encontraría amigos afables entre los banqueros y especuladores de Wall Street e incluso entre los miembros de la realeza británica. De hecho, visitó en la isla de Nasáu al Duque de Windsor y se reunió eventualmente en Cabo Haitiano con el presidente Elie Lescot. En esos días felices su inseparable compañero de viajes era el Coronel McLaughlin, un oficial que había venido al país en 1916 con las tropas de ocupación y se había quedado al servicio de la familia de la bestia y al servicio más o menos disimulado del imperio. Un colaborador y un informante del más alto nivel.


Lo que más divertía a la bestia era el juego del gato y el ratón, la acusación, la farsa jurídica que tenía como epicentro al general José Estrella en el proceso por el asesinato de Martínez Reyna. La bestia tiraba y aflojaba los hilos como un hábil titiritero porque sabía hasta dónde se podía llegar sin que las cosas se salieran de control. La acusación fue, en efecto, al poco tiempo desestimada porque supuestamente había pasado el plazo previsto por la ley o porque a ninguna autoridad le interesaba llevar el proceso más allá del mínimo necesario. José Estrella seguiría preso provisionalmente porque había sido condenado a veinte años por la muerte del fotógrafo José Roca. En cambio su sobrino Rafael Estrella Ureña fue puesto en libertad y se apresuró o lo apresuraron a mandarle un telegrama de agradecimiento a la bestia, que se encontraba en Nueva York.

Pero en cuanto la bestia regresó, la medida empezó a ser cuestionada, empezaron a descubrirse (por órdenes de la bestia) ciertas inadmisibles irregularidades o más bien complicidades concernientes a la administración de la justicia en el sonado proceso y al decoro de honorables funcionarios
Muy pronto la bestia volvería a ejercer su macabro sentido del humor, pondría de nuevo a girar la rueda de la fortuna y uno de los más devotos e insospechados servidores se sacaría el premio mayor: caería de su estado de gracia, la gracia de la bestia, e iría a parar a la cárcel sin apenas tener tiempo de reponerse del susto, del desagradable y repentino remeneón a que estaban expuestos todos los cortesanos.

Esta vez le tocó el turno al inefable Mario Fermín Cabral, el hombre que decía o que dicen que decía: “Trujillo es como el sándalo que perfuma el hacha que lo hiere”. Había dedicado sus mejores años al servicio de la bestia, a la alabanza, a la adulación desembozada y desvergonzada y al endiosamiento de la bestia. Se había ganado, sin duda, el aprecio y el desprecio que la bestia dispensaba intermitentemente a sus más arrastrados servidores.
Fermín Cabral —nieto del abominable presidente Buenaventura Báez—, había formado parte del grupo de conspiradores que apoyaron a la bestia para derrocar a Horacio Vázquez y entronizarse en el poder. Por sus buenos servicios sería premiado con una larga senaduría y otros cargos de importancia. Como legislador se distinguió por una de las más luminosas iniciativas del momento: la de ser autor del proyecto de ley mediante el cual se cambió de nombre a la ciudad de Santo Domingo por el de Ciudad Trujillo, el nombre de “su reconstructor insigne”. Hay que anotar, sin embargo, que al decir de un gran escritor de cuyo nombre no quiero acordarme, más que la bestia era la ciudad la que se honraba con su nombre.

No había, pues, motivo ni razón para sospechar que la cabeza de Fermín Cabral estuviese a punto de rodar. Había sido gobernador de Santiago durante nueve meses, en sustitución de José Estrella y se había desempeñado como el manso, el dócil, el habitual complaciente cortesano que solía ser. Pero la bestia tenía planes para él.

Crassweller cuenta que la noche del 10 de junio de 1941 Trujillo asistió a una pomposa fiesta en la ciudad de Santiago de los Caballeros, y que todos los invitados se divertían o fingían divertirse a sus anchas, con el nerviosismo que nadie dejaba de sentir en su presencia. La fiesta duró hasta el amanecer, hasta que Trujillo quiso que durara porque nadie podía abandonar el lugar antes que él ni dar muestras de alivio o regocijo cuando se fuera.

En algún momento la bestia propuso un brindis con su bebida favorita, un brindis con Carlos I que nadie podía rechazar. Se puso de pie —dice Crassweller— con evidente ánimo festivo y brindó por el gobernador vitalicio de la provincia de Santiago, brindó por su fiel amigo Mario Fermín Cabral y parecía sincero al brindar.

Fermín Cabral empezaría a levitar metafóricamente, se sentiría liviano, aéreo mientras flotaba o le parecía flotar ingrávido en el éter, embargado por una inmensa felicidad. Había recibido la bendición de la bestia y se sentía puro como un ángel.

Al poco rato, cuando estaba saliendo del lugar, se le acercó un pundonoroso oficial del ejército y le dijo cortésmente —quizás en el tono más educado y afectuoso posible— que tenía órdenes de llevarlo a la cárcel, a la cárcel precisamente, en la grata compañía del coronel Veras Fernández .

La bestia volvió a salir de viaje no mucho tiempo después y se desentendió del asunto. Lo dejó en manos de la justicia. Contra el Coronel Veras Fernández y contra su gran amigo, el gobernador vitalicio de Santiago de los Caballeros, se formularon graves acusaciones.


HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [59]

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.


La rueda de la fortuna (4 de 4)


Pedro Conde Sturla

20 agosto, 2021


Fermín Cabral y el coronel Veras Fernández pasarían unas semanas amargas en chirola, unas inesperadas vacaciones carcelarias, sin sospechar siquiera el motivo por el que habían sido agraciados con tan ingrata distinción. Sólo sabían, en principio, que sobre ellos pendían “graves acusaciones”. Pero por más que se devanaban la sesera no recordaban haber cometido en el ejercicio de sus funciones ninguna falta que justificara el trato, las múltiples desconsideraciones que habían recibido. Nada, absolutamente nada los hacia acreedores a tan indigna y bochornosa retribución. La naturaleza de las gravísimas acusaciones saldría muy pronto a relucir y no parecía, por desgracia, que fueran a ser desestimadas.


En cuanto la bestia regresó al país, después de un mes de ausencia, que debió parecerle a los prisioneros una especie de eternidad, el misterio comenzó a desentrañarse. Todo se debía a una intriga, una tramoya atribuida al general José Estrella, un ardid epistolar.

Desde su cárcel en la Fortaleza Ozama —dice Crassweller—, José Estrella escribió una carta en la que solicitaba cortésmente, justificadamente una amnistía. Estrella defendía su moralidad, defendía quizás su pundonor, proclamaba su inocencia o una extraña suerte de inocencia en el caso del asesinato del fotógrafo José Roca, por el que estaba condenado a veinte años. A su juicio, según decía en la carta, el homicidio de Roca se justificaba por tratarse de un asunto de interés público. Su asesinato había sido, como quien dice, un servicio a la patria. Y en cuanto a la muerte de Martinez Reyna y su señora esposa atribuía toda responsabilidad a su sobrino Rafael Estrella Ureña.

Con toda la fuerza de descaro o desfachatez de la que era capaz, aseguró que el sobreseimiento de la acusación contra Estrella Ureña era debida a la “inexplicable y flagrante omisión” de Fermín Cabral y Veras Fernández. Ambos habían interpuesto supuestamente sus buenos oficios o mejor dicho sus turbios manejos para beneficiar así a Rafael Estrella Ureña y al coronel Veras Fernández. De manera que contra ellos se abatió ahora todo el peso de la justicia. En el proceso que se les siguió, ambos fueron acusados, por comision y omisión, de haber violado la ley, de complicidad y negligencia en la liberación de Rafael Estrella Ureña. Ninguno de los dos podía creerlo. Concretamente, a Fermín Cabral y Veras Fernández se los acusaba de haber coaccionado y quizás amenazado, o de alguna manera intimidado al juez para que desestimara la pesada acusación contra Estrella Ureña y Veras Fernández. Para peor, el mismo juez fue citado y desde luego amonestado, aterrorizado y finalmente despedido.Sumariamente despedido.

Detrás de todos estos y muchos otros encarcelamientos y persecuciones —¡contra su propia gente!— estaba, por supuesto, la mano tenebrosa de la bestia. La gente conjeturaba, trataba de explicarse un poco en vano, no entendía, en definitiva, el porqué de la caída del general José Estrella. Algunos la atribuían a ciertas irregularidades financieras que habían sido descubiertas y en las que de seguro había incurrido, pero el argumento no resultaba convincente.

Dice Crassweller que algunos tenían la opinión de que Trujillo solamente pretendía montar un espectáculo, reafirmar, mostrar de una vez por todas el carácter omnímodo de su autoridad, antes de partir en un viaje al extranjero. La bestial autoridad que en el momento necesario no distinguía entre fieles e infieles.

Un rumor que no parecía carecer de fundamento relacionaba la caída de José Estrella con la impresión que le había producido la reciente enfermedad de la bestia y su previsible actitud frente a un vacío en el poder. El estado de salud del todopoderoso mandatario, por más que se hubiera querido mantener en secreto, había hecho sonar todas las alarmas y José Estrella se había alarmado. Quizás había dado algún paso en falso.

Campanas de ambición sucesoral se habían escuchado, por ejemplo, en los predios de la hermandad de las bestias y de seguro las había escuchado el poderoso general Estrella con cierta delectación, con cierto inconfesable o más bien disimulado relambimiento. Estrella, como tantos otros, era un hombre fiel, un devoto, pero no carecía de ambiciones y de seguro había cometido un pecado de pensamiento. Un pensamiento impuro. Si las cosas hubiesen salido mal para la bestia, él no habría preguntado por quien doblaban las campanas, habrían estado doblando por la bestia y solamente por la bestia. Se hubiera visto a sí mismo en el  trono.

Ahora bien, todo aquel burdo espectáculo, aquel juicio escenificado en torno al asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa no era más que una farsa, una burla monumental, un vulgar número de feria, un teatro de títeres en el que la bestia movía los hilos. Todos los personajes jugaban sencillamente el papel que les asignaba la bestia. La única y verdadera víctima era la familia Martínez Almánzar.

En el mes de julio de 1941 la bestia dio por terminado el espectáculo. Mario Fermín Cabral y el coronel Veras Fernández fueron discretamente liberados, salieron en libertad sin bombos y sin platillos, sin ningún anuncio oficial, sin que la noticia llegara a los periódicos. Sin ningún tipo de publicidad. Veras Fernández volvió a la gracia de la bestia y al poco tiempo fue aceptado como miembro del Partido Dominicano. Fermín Cabral sería elegido o nombrado senador un año más tarde. Rafael Estrella Ureña viviría tal vez lo que le quedaba de vida en permanente zozobra. El general José Estrella saldría también en silencio, a pesar de haber sido condenado a veinte años por la muerte del fotógrafo José Roca, volvería otra vez a disfrutar de la inestimable estima de la bestia, recuperaría sus privilegios, volvería muy pronto a las andadas, volvería a ser un matarife descarado y ostentoso.

Seguiría, en fin, siendo el mismo José Estrella que, en el colmo de los agravios, fue alguna vez encargado de supervisar la remodelación y reacondicionamiento de la residencia de Martínez Reyna para que sirviera de alojamiento a la bestia durante las visitas que hacía a la región.

El dolor y la indignación de la familia Martínez Almánzar sólo es posible imaginarlo. Pero eso sí, la digna madre de Altagracia Almánzar juró según se dice públicamente en más de una ocasión, se hizo más bien el propósito, se prometió quizás de muchas maneras no morir hasta que la bestia muriera, hasta que dejara de contaminar el mundo con su fétido aliento.

Falleció un día después de que ajusticiaran a la bestia.


HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [60]
https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/ 04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.




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