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YO ADIVINO EL PARPADEO
EL IMPERATIVO gardeliano frustró mis aspiraciones: yo iba para cantante, quiero decir cantante de verdad, no un simple merenguero, ni siquiera baladista. Quiero decir cantante de abolengo, cantante de mucha vaselina y mucho pelo, con clase, con estilo,
con escuela, con misterio. Quiero decir cantante de voz aceitunada, melosa, perfumada: un decidor de tangos, por ejemplo.
Yo iba para famoso, sí señor, iba para estrella de variedad y para rico, iba para el cono sur, a Buenos Aires, querido. Ya me veía yo arrullando multitudes, sonsacando lágrimas a mares, rompiendo corazones.
Me presentía yo en la cúspide del mundo, rodeado de periodistas, perseguido por admiradores, tocando y dejándome tocar, firmando autógrafos. Eso, sobre todo eso, firmando autógrafos, conociendo multitud de gente interesante, conociendo y dejándome conocer, tocando y dejándome tocar por los admiradores, dejándome adorar como santo de iglesia, sí señor. Muchos me adorarían por este modo que tengo de
mirarme de reojo sin perderme de vista un sólo instante.
(Los cuentos negros).
SU SANTIDAD hizo a un lado el cálido edredón de plumas de
ganso y se sentó al borde de la cama con un esfuerzo sobrehumano,
y por segunda vez, cuando intentó decir sus oraciones, lo castigó un sabor amargo
como retama en el cielo de la boca. Casi al mismo tiempo sus pies hicieron
contacto con un objeto frío que no podía ser la alfombra. Atrapado en el fuego
cruzado de sensaciones adversas y simultáneas, temió que se le hubiese fundido
un circuito del cerebro, alguno de los cables del juicio. Incrédulo, se inclinó
hacia delante para poder ver lo que creía, aunque no quisiera verlo ni creerlo.
El cardenal Wizchinsky, su ayudante de
cámara, secretario personal de primera clase, amigo y confidente de toda una vida,
compañero por más de cinco años en las inmundas cárceles polacas, un hombre
santo de toda santidad, que nunca en su vida había probado el alcohol ni las
mujeres, ni cometido pecado de intención o de hecho, el mismo hombre en cuyo
cuerpo se manifestaban los estigmas de Cristo durante las conmemoraciones solemnes
de Semana Santa, el reverenciado y sufrido cardenal Wizchinsky dormía de bruces
al pie de la cama, desnudo como un cachorro, con una
copa
vacía en la mano y una hermosa rosa roja colocada en el inverosímil florero de
la espalda, allí donde la espalda pierde el nombre. Colocada, para decirlo así
poéticamente con palabras que el inmortal Quevedo aprobaría, en el mismo trayecto del culo.
(Los cuentos negros).
MÁS CAFÉ, PORFAVOR,
INFINITAMENTE CAFÉ
EN SU despacho del Palacio de la Esquizofrenia —Cafetería Restaurante El
Conde por más señas— Gómez Doorly lee y subraya periódicos. Pide un café, otro
café. Vuelve a leer y subrayar periódicos, todos los periódicos (infinitamente
periódicos, diría Borges). Con caligrafía perfecta escribe comentarios y poemas
al margen, lee y subraya periódicos, recorta, ordena, clasifica, rectifica.
Pide un café. INFINITAMENTE CAFÉ
El hombre mejor informado de La Ciudad Colonial no compra periódicos:
está suscrito al basurero de un edificio de apartamentos, donde tiene
apalabreado a un conserje, en un barrio pudiente. Allí los botan sin leer,
apenas hojeados, a veces precintados y vírgenes. Con este material bajo el
brazo, Gómez Doorly asiste puntualmente a su despacho del Palacio de la
Esquizofrenia. Un aire ministerial lo distingue: el aire y el porte
ministeriales, la cabeza en alto ministerio, el gesto de tipo ministerial, la
formalidad de un ministro, la mirada eventualmente ministeriosa, el rostro
siempre alegre. Pide un café, otro café —otro café para la mesa 22—, y empieza
el arduo proceso de selección. Minuciosamente hojea cada periódico, todos los
periódicos, minuciosamente periódicos. A partir de los recortes de periódicos
anotados y subrayados, Gómez Doorly construye la revista Cacibajagua, edición
clandestina, con más de 300 números publicados. Cacibajagua es su creación
original. Para eso vive. Un café, por favor, más café, infinitamente café.
Ministro, pues, sin sueldo y sin cartera, al servicio de su propia
empresa de ideales románticos, Gómez Doorly administra cuantiosos recursos
oníricos. Entre la vigilia y el sueño, dirige la Fundación Cultural Cacibajagua,
un emporio en miniatura del cual depende la revista homónima, o viceversa. Al
frente de la fundación, Gómez Doorly se involucra en múltiples actividades.
Organiza encuentros artísticos y literarios, emite boletines de información,
promueve espacios culturales y participa en peñas y tertulias en las que se
debaten con carácter de seriedad los más espinosos temas. El tema de hoy, por
ejemplo, versaba sobre un artículo de Enrique Lengüemime, poeta tangencial de
la lengua, en el que éste demuestra con pelos y señales su valor mandinga.
Con singular destreza, Gómez Doorly se maneja en el área de las
relaciones públicas y en el terreno diplomático. De esta suerte, en su despacho
y sala de redacción del Palacio de la Esquizofrenia, el hombre concede
entrevistas, ofrece asesoría gratuita, firma autógrafos, firma convenios,
aunque no firma nunca un cheque, y asimismo recibe y agasaja a visitantes distinguidos,
distrayendo, apenas, su atención del asunto de los periódicos, que ocupa su más
valioso tiempo.
Llega, por ejemplo, el maestro Villegas sin anunciarse y sin cita previa
y lo recibe en la silla correspondiente a su alto linaje poético, donde le
brinda un trato magnánimo, que es lo único que brinda, y vuelve a leer y
subrayar periódicos. Llega Rafael Abréu Mejía y discuten sobre un proyecto
editorial y vuelve a los periódicos. Llega Díaz Carela y entablan una conversación
soterrada y vuelve, otra vez, a los periódicos. Llega Carlos Lebrón Saviñón y
poetizan, declaman, producen rumores que tienen que ver con la poesía y vuelve,
nueva vez, a la tarea de leer y subrayar periódicos. Pasa, en fin, por
coincidencia, Mariano Lebrón Saviñón y lo distingue con un saludo respetuoso. Abréu,
por favor, otro café. Y vuelve Gómez Doorly a los periódicos.
Pero si de repente Gómez Doorly se enfrasca en la escritura de un texto,
en un poema, y baja la cabeza y baja la mirada y baja la guardia y se encierra
como quien dice metafóricamente en su despacho, entonces ya no está para nadie,
no recibe. El ministro no está en este momento, no responde al teléfono ni atiende
reclamos. Simplemente no está aunque siga estando. Está fuera de la ciudad. El
lunes vuelve. El celular fuera de servicio, la limosina en el taller. Llámelo más
tarde, diría la secretaria. Simplemente no
está. Café no, por
ahora, ni siquiera café.
Sólo cuando el ministro se recupera del trance y vuelve a la realidad,
el despacho cobra vida de nuevo y queda abierto al público. Gómez Doorly gira
la cabeza como quien se pregunta qué ha sido del mundo mientras tanto y fija la
mirada en la taza vacía de café. Pide un café, la cuenta del café, ordena sus enseres
en la valija diplomática. Después se levanta el ministro, se despide de sus
colaboradores, sale al Conde, mira el reloj, el chofer como siempre retrasado. Se
irá en taxi esta vez, mejor a pie.
Cualquier parroquiano puede ocupar la mesa en este momento y la ocupa,
pero el despacho de Gómez Doorly está cerrado, definitivamente cerrado. La mesa
ahora es sólo mesa, hasta que el huésped habitual —huésped vital— vuelva
mañana. Imprima en
ella su magia.
(Los cuentos negros).
FÁBULA DEL FABULADOR
LO DE MARQUESA es otra historia. Ahora Dato está en París de Francia. El
relato de cómo la sedujo y la llevó al orgasmo por teléfono es una suerte de
filigrana.
El Dato se acomoda, dirige
las antenas del recuerdo en dirección a la memoria feliz de aquel encuentro, se
prepara para darle largas a un relato y relata. Era la primera vez que cometía
adulterio por teléfono...
Pero la marquesa telefónicamente infiel era ninfómana, insaciable, una
mujer difícil de satisfacer, en pocas palabras. Difícil, incluso, hasta para un
hombre como él, dotado por supuesto con la potencia sexual de un fauno. De
manera que, después del primer asalto, cuando Dato daba por cumplida su misión,
creyendo haberla complacido a saciedad, la marquesa reaccionó como una gata en
calor, dando muestras de un renovado apetito. El apetito de quien ha probado
apenas un bocadillo, un simple aperitivo, y siente que el estómago se expande.
Tenía hambre, más hambre, y la comida era él. Ahora le tocaba a ella seducir al
seductor y lo sedujo, lo atrajo a la perdición
con cantos de sirena.
La marquesa era mujer de una belleza implacable y de tal modo experta en artes amatorias
que con el guiño apropiado era capaz de provocarle una erección a la estatua de
un santo.
Primero fue el chasquido en el auricular. Dato se estremeció. Con un
simple chasquido de la lengua le puso todos los pelos de punta, por no hablar
de otra cosa. Un miauguleo sensual crispó sus nervios, una jaculatoria obscena
lo sacó de casillas, perdió el control —a sus años— y allí lo estamos viendo en
su cama de hotel barato parisino, momentáneamente abandonado a la vergüenza de
la jaculación precoz, junto al teléfono.
Dato se empleó a fondo en el siguiente asalto con toda su mala leche, de
la cual más adelante le quedaría poca, y al cabo de un complicado preámbulo
erótico basado en técnicas orientales que no podía revelar, le acarició
fonéticamente el pubis (Dató, Dató,
mon amour). Casi rendida,
la marquesa ripostó con un nuevo chasquido, una vez y otra vez y otra vez. Pero
en esta ocasión Dato estaba pre venido —ya lo hemos visto— y le soltó un pasaje
del Cantar de los cantares en un latín tan licencioso y provocativo que le
alborotó gravemente el
hormonamen. (Dató, Dató, mon amour). Hubo una pausa, un silencio. Al otro lado
escuchó los gemidos de una diosa en agonía, arrastrando las eres en forma
proporcional a la intensidad del placer y dio por terminado el asunto. Pero
la marquesa se repuso
en breve y volvió a la carga con susurros y siseos, frases y fraseos parecidos
a cosas del demonio y en cuanto bajó la guardia (o mejor dicho: al revés) lo
ordeño sin piedad hasta que se puso azul, como hacía con todos sus amantes.
Azul pintado de azul.
Dato se aplicó de nuevo con la voz y el tacto, el tacto de la voz —su
único órgano sexual disponible en ese momento. Se aplicó con devoción, con
destreza
inaudita, soplándole
al oído unas palabras aladas de aquellas de las que habla Homero en La Ilíada . Halagó su inteligencia, su
vanidad —por supuesto— su belleza. Sutilmente la condujo a un estado de éxtasis
que era primero místico antes que sensual y la marquesa se desvaneció
dulcemente. Esta vez había tratado de ganársela y se la ganó espiritualmente,
apelando a sus sentimientos profundos y no a sus bajos instintos, hurgando
entre los pliegues preciosos del alma, no del sexo. En algún lugar había
encontrado a la marquesa virginal y casta, que era la que ahora le interesaba.
La marquesa, en efecto, dormía tranquila, con un sueño apacible al otro lado
del teléfono.
La experiencia del
diestro había triunfado sobre el instinto animal. Podía tomar su merecido
reposo de guerrero. Dormiría también, junto al teléfono
abierto, por si acaso.
Fue entonces cuando escuchó aquel jadeo de fiera enardecida que lo llenó
de terror. El asunto iba en serio, muy en serio. Ahora —pensó— le sacaría la
sangre,
porque otra cosa no le
quedaba. Ocurrió, sin embargo, lo que nadie habría podido imaginarse a esas
alturas. La marquesa se pronunció con una voz liviana, afrodisíaca, plena de
leche y miel bajo la lengua libidinosa de serpiente del paraíso, una voz en la
cual estaban
conjuradas todas las artes de Venus y las argucias del demonio. Dato acusó el
golpe —¡Misericordia, Señor, misericordia!— antes de verse arrastrado
al torbellino de un
orgasmo múltiple que le dejó el corazón en mangas de camisa.
(Los cuentos negros).
SU EMINENCIA Reverendísima
terminó de firmar unos papeles sobre el escritorio de caoba centenaria y ordenó
que hicieran entrar a la muchacha y la muchacha entró como quien dice envuelta
en una nube de velos vaporosos, flanqueada literalmente por una corte de
camareras solícitas, piadosas, que a su paso esparcían agua de rosas. Aquella
nube de velos vaporosos, que apenas la ceñía dulcemente, respondía a la más
leves ondulaciones de su anatomía, y en medio de esa corte de camareras
solícitas, piadosas,
parecía santa de altar
en procesión, mecida al viento. Las camareras solícitas, piadosas, se
cuadraron, se humillaron religiosamente en presencia del Príncipe aun más
piadoso y la presentaron un poco en actitud de ofrenda —la ofrenda de la
virgen— y un poco también a manera de trofeo, esperando por supuesto su aprobación.
Respetuosamente descorrieron la nube de velos vaporosos que cubría su cuerpo
impúber. La nube de velos vaporosos cayó al suelo sin vida, como un cuerpo sin
alma, y la muchacha infeliz quedó en pelotas, ruborizada un poco y sorprendida.
En cambio los ojos del Príncipe piadoso cobraron otra vida. Sus pupilas se
dilataron, por no hablar de otra cosa, y agradeció infinitamente al Señor por
aquel regalo del cielo. Era una campesinita preciosa, deliciosa, blanquita,
delgadita, bañadita, desnudita —de las que se cosechan todavía en los cerros de
Gurabo—, con unas teticas largas y afiladas como puntas de lanza, piernas
torneadas como quien dice a mano por el mucho subir y bajar lomas y unas
nalguitas tímidas, puyonas, un poco cohibidas y esmirriadas, que parecían de
juguete, nalguitas de fantasía, como le agradaban a su Eminencia, que era parco
en sus gustos. Alabado sea el Señor.
Bueno, en honor a la verdad, aquel espécimen, aquel magnífico ejemplar
montuno de la sierra, campesinita blanca y desnudista y virgen, intocada, no
era
un obsequio del Señor,
directamente al menos, ni tampoco del cielo, sin descartar por supuesto la
intervención, la voluntad divina, porque por algo estaba allí, en presencia del
siervo de Cristo. Provenía más bien de sus fieles de la Diócesis de Santiago
—mano
de Dios en cualquier
caso— y sobre todo de la fidelidad condicional del obispo, al cual tendría que
pagar su peso en whisky. Cuatro o cinco cajas por lo menos de las muchas
docenas que le enviaban en Navidad. Whisky Pinch, por lo menos, de doce años. El
obispo era puntilloso en esa materia y tenía un paladar refinado. Su amor a
Cristo era casi tan grande como su amor al whisky.
Sin apartar los ojos de su presa, el Príncipe Piadoso la devoraba
intensamente —boccato di cardinale a no
dudar. La imaginaba Salomé, sin Herodes, tendida en su blanquitud en una cama,
sobre una sábana negra, quizás roja, y en su interior tocaban a gloria todas
las campanas del pecado, el sexo alegre bajo la sotana. Pero lo que sus ojos
apreciaban lo despreciaba su fino olfato, su finísimo olfato de gourmet
consumado, hecho a las exquisitas mesas del Vaticano donde tantas veces había
desayunado y conversado con el Papa en perfecto itañol, sin mencionar cenas y
banquetes. Un aleteo leve en las ventanas nasales denunciaba su desaprobación o
disgusto. Huele a pobre.
(Los cuentos negros).
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