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31/10/22

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO (primera parte)

  [1-31]


Pedro Conde Sturla



…bailemos un merengue de espaldas a la sombra / de tus viejos dolores, / más allá de tu noche eterna que no acaba, / frente a frente a la herida violeta de tus labios / por donde gota a gota como un oscuro río / desangran tus palabras. / Bailemos un merengue que nunca más se acabe, /bailemos un merengue hasta la madrugada: / el furioso merengue que ha sido nuestra historia.

Franklin Mieses Burgos

Paisaje con un merengue al fondo






QUERIDO JEFE


Al querido Jefe siempre le decíamos que se cuidara, que no anduviera sólo, que había mucha gente mala y envidiosa en este país, se lo decíamos a cada rato una vez y otra vez  cuando venía de visita, se lo repetíamos sin cesar querido Jefe, una y otra vez querido Jefe, cuídese mucho, querido, que el país lo necesita, que nadie puede ocupar su lugar. Se lo decíamos a coro mis dos hermanas y yo, las tres que habíamos quedado bajo su manto protector por expreso deseo de nuestro padre, el deseo de un padre amoroso en lecho de muerte. En él había encontrado nuestro progenitor un amigo, un mentor, un hermano. En él sus hijas  encontraron otro padre, un tutor, un benefactor, un abnegado educador, un refugio, un amante, un marido.


Cuídese mucho, Jefe, no se descuide, Jefe, vaya por la sombrita, le decíamos  al Jefe mis dos hermanas y yo. Y el jefe se reía, despreciaba el peligro. Y esa fue su perdición.

Al amparo de las sombras lo esperaron, malditos, en sus autos de lujo, disimulados entre los matorrales. Lo atacaron de noche y a traición, con ventaja, con maña. Siete hombres que del Jefe sólo habían recibido beneficios, cercanos colaboradores que traicionaron su confianza, la ley de los hombres y de Dios. Siete verdugos cobardes, afrentosos contra un pobre anciano que iba a visitar a su más anciana madre.

xxx

Solo los ingratos no quieren recordar cómo el querido Jefe reconstruyó la ciudad después del ciclón de San Zenón, que no dejó piedra sobre piedra, o mejor dicho tabla sobre tabla en la capital. El Jefe la volvió a hacer de nuevo y más bonita y con muchos edificios de concreto. Por eso, un reconocido  patriota y hombre público pidió que le pusieran su nombre. Por eso le pusieron su nombre los ciudadanos más agradecidos. Por eso  le pusieron Ciudad Trujillo a Santo Domingo: por puro agradecimiento. Por eso dijo un escritor famoso que no es Trujillo el que se  honra, que es la ciudad que se honra con su nombre. Por eso al querido Jefe lo llamaron padre de la patria nueva. Benefactor de la patria.


Para ser desagradecido sólo hay que haber nacido. Ese es el tipo de gente que achacaba y sigue achacando todo lo malo que pasaba en este país al ilustre Jefe.

El Jefe se rodeaba de intelectuales, hombres cultos, preparados, gente de bien que sólo deseaba servir a la nación y la servía sirviendo al Jefe. Nunca tuvo el país tantos hombres ilustres en el gobierno. Un funcionario corrupto no tenía cabida en su gabinete. Había también gente mala, como en todos los gobiernos, sobre todo en la guardia y la policía, gente que no le pedía permiso al Jefe para cometer sus bellaquerías. Coroneles y generales que hacían lo que les daba la gana sin que el Jefe se enterara, oficialitos que actuaban por su cuenta y siempre a espaldas del Jefe, sin que el Jefe lo supiera. Pero cuando el Jefe llegaba a saberlo era el primero en indignarse.

Todos recuerdan cómo castigó de viva voz y en presencia de delegados extranjeros los excesos de varios oficiales durante el proceso de dominicanización de la frontera y cómo humilló a Ludovino Fernández por ensañarse con el cadáver de Desiderio Arias.

Los detractores del Jefe no le agradecen ni reconocen nada. Salvó el país de los invasores y sus detractores lo acusan de genocidio, salvó al país de la montonera y le llaman tirano. La dominicanización de la frontera es lo que  llaman el corte, la matanza haitiana, la masacre del perejil, el genocidio. El genocidio, sí, el genocidio.

Todos los haitianos muertos a manos de gente nerviosa y asustada que perdió el control de la situación durante la deportación se los pegan al Jefe, toda la gente que murió a manos de incontrolables infiltrados en las filas del orden se la pegan al querido Jefe, todos los abusos, todos los crímenes que se cometían eran obra del Jefe que ni lo sabía ni tenía tiempo para atropellar a tanta gente.

Que había en las filas del gobierno subordinados que se insubordinaban y excedían en el ejercicio de sus funciones podía ser cierto, ya lo he dicho, pero también había luminarias como Troncoso y Peynado, intelectuales como Peña Batlle y reconocidos humanistas como el discreto, inspirado, resignado y sufrido Dr. Joaquín Balaguer, a quien el mismo Jefe y el destino pondrían en  manos las riendas del país y la continuación casi ininterrumpida de  la Era Gloriosa.


Los detractores del Jefe no hacían ni hacen más que lo saben hacer: detractarlo. Pero mis hermanas y yo conocíamos a fondo la bondad de su corazón, sabíamos de lo que era capaz el querido Jefe. El devolvía cada golpe de ingratitud con nobleza, cada traición con el perdón. Por eso un gran patriota, un hombre público lo definió en su esencia, su quinta esencia: Trujillo es como el sándalo, que perfuma el hacha que lo hiere. Nunca entendimos por qué la gente se ponía tan nerviosa cuando venía de visita. Era un hombre cortes, educado, incapaz de hacerle un daño  a nadie. En él había encontrado nuestro progenitor un amigo, un mentor, un hermano. En él sus hijas encontramos otro padre, un tutor, un benefactor, un abnegado educador, un refugio, un amante, un marido.



VIRGILIO 


Virgilio escuchó que le decían levántate Virgilio o te tumbamos la puerta, te tumbamos el rancho y le prendemos fuego. Levántate cabrón. Su esposa despertó aterrorizada.

Virgilio Martínez quizás se levantó a ver qué pasaba, quizás llegó a la puerta que quizás ya se abría a culatazos o patadas. Aquellas fieras infernales, tres demonios con el rostro tiznado, le abrieron la cara, la cabeza, le abrieron la garganta con golpes de machete y de furia incontenible, le abrieron la nariz, los labios, la barbilla con golpes de machete, le abrieron la mujer que estaba en cinta, la criatura que no habría de nacer, dejaron un mar rojo de sangre en la vivienda, un eco inmenso de gritos desgarrados.

En su habitación, la muchacha de servicio empezó a escuchar los alaridos, escuchaba claramente y sintió que algo entre las venas se le volvía de hielo, un hielo interminable que le corría por el cuerpo, le entraba por los oídos con los gritos de terror y de dolor y los aullidos de las bestias. Después vería a la esposa agonizante, los colchones y el piso y las paredes, toda la casa nadando tinta en sangre. El cadáver vejado, mutilado, pateado, baleado, acuchillado de Virgilio Martínez Reyna. “El horror, el horror”,  apenas el principio de la orgía de sangre.



EL CORTE


-¡Pero mi capitán, son solo niños!

-Y las órdenes son órdenes: hombres, mujeres, niños, niñas.

-Algunos ni siquiera caminan, míreles los ojitos, mi capitán, y ni siquiera entienden, algunos me sonríen.

-Si los deja crecer se convierten en adultos y se propaga otra vez la plaga. No les mire los ojos. Lléveselos al monte y resuelva.


XXX

-Dicen que algunas familias los han escondido y protegido, otras los han entregado  con engaños a las autoridades. A un grupo de muchachos, niños y niñas, les dijeron que los iban a llevar al río a bañar y los llevaron. Al río Dajabón los llevaron. Al Dajabón, al Masacre. A bañarse en el río de sangre.

-Dicen que Alcántara anda por esas lomas haciendo de las suyas. El guaraguao Alcántara le dicen. Malfiní Alcantará.

-En la frontera todo huele a sangre y a podrido. Los que no pudieron escapar ya ni lo intentan. Parece que se entregaron a la muerte, abandonaron las ganas de vivir. Lo más impresionante es esa mirada triste y mansa. Resignada. Se dejan agarrar y conducir en fila india sin ofrecer resistencia. Están como sin vida, sin voluntad,  como si fueran zombis. El capitán les dice que levanten el ala y la levantan, levantan el brazo izquierdo  mecánicamente y se dejan meter la bayoneta por el sobaco para alcanzar el corazón y ahí se acaba. Ya ni siquiera gritan. Parece que ya no sienten ni padecen.

Durante mucho tiempo, en los alrededores de Montecristi, los puercos desenterrarían huesos humanos en las pocilgas.





IMAGINARIO DEL 30 DE NUNCA


La bestia había salido, como de costumbre, a pasear por el Malecón en compañía de sus fieles. Esa noche lo acompañaban, de acuerdo a informes dignos de crédito,   Miguel Ángel Báez Díaz, Arturo Espaillat, Rafael Paíno Pichardo, Jhonny Abbes García, Luis Rafael Trujilllo (Nene), Augusto Peignand Cestero, el general José René Román Fernández (Pupo), jefe de las Fuerzas Armadas, y su edecán militar, el coronel Marcos Jorge Moreno. Al grupo se uniría después Virgilio Álvarez Pina (alias Cucho). Un selecto grupo de sus mejores hombres, entre los que no faltaban matarifes, torturadores, aduladores, sicofantes…


Quizás no lo sabía (o quizás así lo quería), pero todos en su compañía se sentían cohibidos, temerosos, inseguros. Sus cambios de humor y sus rabietas eran cada vez más frecuentes y su desconfianza en esa época se acercaba al límite de la paranoia. Sospechaba sin duda que algunos de sus fieles más fieles, incluso algunos de los que lo acompañaban, comenzaban a ser infieles. Y lo peor, para la bestia, es que no estaba equivocada. Sus sospechas no eran infundadas. Junto a la bestia caminaban esa noche por lo menos dos conspiradores. La negra bestia de la muerte caminaba junto a la bestia esa noche y la bestia no lo sabía.


xxx


Ahora lo estaban esperando en las sombras al sombrío y siniestro, ahora iba a pagar la bestia inmunda, a malpagar con unos minutos de terror lo que no podía pagar en el peor de los infiernos, si acaso hubiera infierno.

La estaban esperando a la fiera infernal con más de treinta años de  retraso, pero sí que la esperaban y desesperaban y temblaban, con miedo, con angustia, con los corazones oprimidos por la ansiedad y el odio, la dilación, la espera, el sudor que corría a borbotones, la tensión que agarrotaba las manos y los sentidos, pero dispuestos a todo, finalmente dispuestos al todo por el todo.

Estaban sudando a mares, probablemente, a causa del calor que sentían por dentro, la caldera que estaba a punto de estallar, los nervios que parecían a punto de reventar, la tensión que trataban de disipar con aquellos movimientos compulsivos de las manos y los dedos que acariciaban los hierros.

-No va venir el maldito.

-El teniente dijo que vendría y va a venir.

-No va venir, lo presiento, no a venir el maldito.

-Te digo que vendrá y va a venir.

La presión de todos esos días que se convirtieron en semanas y meses había ido en aumento y ahora llegaba a un punto culminante que era también un punto muerto. Ya no había vuelta atrás, quizás lo peor había pasado. ¿Cómo habían podido soportar durante tanto tiempo las dudas, las vacilaciones, el temor a ser descubiertos, a la delación por parte de sus propios compañeros, la zozobra cotidiana de aquella permanente incertidumbre? ¿Cómo habían podido eludir la vigilancia del temible Servicio de Inteligencia Militar, cómo se habían podido encubrir, disimular, frente a los ojos de sus potenciales enemigos y sobre todo de sus seres queridos, cómo habían podido mantener oculto a sus esposas, hijos, padres, hermanos y demás familiares los hilos de una trama que afectaría las vidas de inocentes y culpables?

Ya no había vuelta atrás. Pero lo peor no había pasado. El precio que ellos podían pagar lo habían calculado al milímetro. El que pagarían sus familiares era imponderable.


xxx


La bestia se repantigó en el confortable asiento trasero del Chevrolet Bel Air azul y le ordenó a Zacarías de la Cruz que enfilara para San Cristóbal. Acarició, sin proponérselo, casi inconscientemente, la culata de su fiel compañera.

Era una Thompson. Un fusil o subfusil ametralladora, una de esas máquinas de matar diseñada o inventada por John Tagliaferro Thompson en 1919. El arma favorita de Al Capone, de los gánsteres de Chicago y los agentes federales  durante la gloriosa época de la prohibición en los Estados Unidos.

Una sonrisa de placer le  bañó el rostro. No era la habitual sonrisa de hiena que exhibía en público para atemorizar a la concurrencia y a veces sin darse cuenta. Ahora tenía una sonrisa beata, casi de santidad. La sonrisa del santo que esperaba su recompensa. En la casa de caoba de la Hacienda Fundación lo esperaba una muchachona de carnes firmes, muy firmes.

Nunca supo en qué momento escuchó un estruendo que salió como quien dice de la nada, un sonido espantoso, un rechinar de vidrio, un alarido de metal que retumbó dentro del lujoso vehículo del año y sintió un fuego, un fuego intenso y agrio que penetraba en su cuerpo, un violento empujón y el fuego intenso y agrio…

Probablemente la muchachona se quedaría esperándolo esa noche.


xxx


El Chevrolet negro, con las luces apagadas, se acercó por detrás al Chevrolet azul y el motor rugió como una fiera. El disparo sonó igual que un cañón, produjo una enorme detonación que parecía de escopeta y durante un segundo ahogó el rugido de fiera del motor. Luego el conductor encendió las luces, aceleró y se emparejó con el carro del Jefe por la derecha, internándose por el paseo. Sus ocupantes dispararon con armas automáticas, con todo lo que tenían. El mayor Zacarías de la Cruz, el valiente y leal chofer de la bestia, dice que embistió con el auto suyo al de los agresores, tratando de sacarlo de la pista, pero el otro tenía un motor más potente y lo rebasó. Zacarías tuvo que pisar el freno para evitar una colisión.

Zacarías dice que el querido Jefe le dijo que estaba herido, ordenó que detuviera el vehículo y salieran a pelear. Zacarías le dijo que iba a tratar de evadirlos y regresar a la ciudad. El Jefe repitió la orden, le dijo que detuviera el auto y bajaran a pelear. En ese momento Zacarías intentó dar la vuelta, un giro desesperado, y le faltó poco para lograrlo. El auto quedó varado en la hierba, a un lado de  la carretera, en dirección contraria a la que venía.

Zacarías dice que se volvió hacia atrás y vio cuando el valiente Jefe abría la puerta izquierda, la ropa tinta en sangre, posiblemente mal herido. El vehículo de los asaltantes estaba al frente, del lado opuesto, y el Jefe avanzó hacia ellos con decisión temeraria, disparando con su pequeño revólver 38 de cañón corto. Los traidores respondían con un nutrido fuego de armas largas. Zacarías dice que también estaba herido y le echó manos a un  fusil M-1 y empezó a disparar. El Jefe seguía avanzando y disparando, evadiendo como por arte de magia la metralla enemiga. Zacarías lo vio, luchando todo el tiempo como una fiera enfierecida, hasta el momento en que se desplomó lentamente como un titán sobre el pavimento.

Cuando el cargador del M-1 agota su escasa provisión de municiones, Zacarías toma una metralleta, una Luger de cañón corto, y continua disparando a conciencia, racionando las balas para sostener un combate que suponía que iba a ser largo. Uno de los asaltantes se acerca al cuerpo del Jefe, posiblemente con la intención de darle un tiro de gracia. Zacarías le dispara y lo hiere, ve cuando se retira y escucha sus gritos. Otro asaltante se acerca al caído y corre la misma suerte: Zacarías lo derriba de un plomazo y cree que está muerto, pero luego ve que se incorpora y vuelve atrás, corriendo cobardemente hacia su auto.

La provisión de balas de la Luger también se agota. En ese momento, sólo en ese momento, Zacarías sale del auto, abre una puerta trasera y toma la poderosa ametralladora Thompson que el Jefe había dejado en el asiento, rastrilla el arma y se dispone a acabar con los taimados agresores. Entonces siente un impacto en la sien derecha y es lo último que recuerda. En el combate había recibido un balazo en cada pierna, uno en un tobillo, uno en un muslo, otro en el vientre, dos en el hombro derecho y finalmente uno en la sien derecha que le fracturó el parietal.

Cuando despertó, al cabo de un tiempo indeterminado, se sentó en una verja. El cadáver del querido Jefe y su Chevrolet Bel air azul ya no estaban. Zacarías recibió ayuda de unos campesinos. Alguien lo llevó a la ciudad y lo internó en el Marión, un hospital militar.


xxx


Los del Chevrolet sudaban la gota gorda. Sudaban como caballos y sus razones tenían para sudar mientras esperaban que la bestia hiciera su aparición. Se habían estacionado casi a tiro de piedra frente al Coney Island de la Feria, la pomposa Feria de la Paz y confraternidad del mundo libre, y mantenían las luces apagadas, por supuesto. La conversación apagada, a veces cáustica, nerviosa.

Unos tres kilómetros más adelante, y quizás también sudando a mares, esperaban Tejera y Livio Cedeño en el Oldsmobile.

Roberto Pastoriza estaba solo en un Mercury. La camisa empapada de sudor.

Imbert quizás sudaba más que los otros, sudaba copiosamente y el sudor le corría seguramente por los mofletes, por las manos regordetas y quizás torpes. Estrella Sadhalá y Antonio de la Maza, junto al veterano teniente García, contenían de alguna manera la impaciencia, pero todos sudaban copiosamente y la maldita bestia no aparecía.

Imbert estaba al frente del volante. El sería el único sobreviviente del grupo de los conjurados que tomaron parte en el besticidio, él daría la versión oficial de los hechos, él crecería en su estatura heroica en cada versión de los hechos.

En la versión oficial de los hechos ocurrirían cosas que no se han podido desde luego comprobar y tampoco desmentir, en la versión oficial la bestia recibiría heridas que no recibió: la herida desgarrante que le destrozó el hombro en la refriega, la herida que no vieron y desmintieron los médicos que vieron el cadáver. 

El se arrastraría junto a los demás por el suelo hasta llegar a pocos metros de la bestia, él apuntaría con su revólver desde el suelo y dispararía dos veces, la bestia caería bajo el fuego de sus disparos certeros, una bala le daría en la barbilla, se caería de espaldas, moriría inmediatamente. No se movería más. Él lo hizo todo, casi todo.

Ocurrirían otras cosas heroicas e imposibles de comprobar. La bestia ordenaría detener el auto y bajarse a pelear. Se bajaría del auto, cuando ya estaba herido, enfrentaría a los conjurados, avanzaría hacia ellos disparando con su revólver '38, caería finalmente abatido, heroicamente abatido, mientras Zacarías vaciaba una ametralladora tras otra, sin darle tregua a sus oponentes.

¿No berreó la bestia como un chivo, no se ensució en los pantalones? ¿Lo dieron por muerto a Zacarías o se hizo el muerto, se escondió o salió huyendo? Los únicos dos sobrevivientes se apropiaron de la versión de los hechos y todo lo demás son conjeturas. Lo único que permanece claro es que a la bestia la ejecutaron esa noche. Todo lo demás pertenece al imaginario colectivo.




LOS MUERTOS


La lista de los muertos, los muertos conocidos, los tantos muertos, los muertos más y menos ilustres, los muertos que murieron de mala muerte es algo que no parece que se acaba y no se acaba porque no se conoce más que la superficie de los campos de exterminio.

De una u otra manera la bestia comenzó a desembarazarse incluso de quienes habían sido sus aliados, aquellos que lo habían llevado al poder y ahora le hacían sombra, los que vieron cuando era demasiado tarde las entrañas del monstruo que habían aupado y dieron muestras de horror.

A Estrella Ureña, su vicepresidente, el verdadero creador del movimiento que lo elevó a la presidencia, lo apartó del poder en medio del festín, lo segregó, lo convirtió en un paria social durante muchos años hasta que decidió ponerle fin a sus días.

Desiderio Arias era más peligroso e hizo que lo ejecutaran, le cortaran la cabeza y celebraran su muerte en los pueblos del Cibao como una fiesta.

El prestigioso opositor Virgilio Martínez Reyna era también un peligro y le propinó una muerte cruel junto a su esposa Altagracia Almánzar, que estaba esperando un hijo. Hay quien dice que en la matanza no se salvó ni la muchacha del servicio. Pero la saña, la sed de sangre de la bestia no se dio por satisfecha. También persiguió, hostigó, encerró en un exilio interior a la familia del difunto, la familia Mainardi Reyna, pues aquellos que caían de la gracia del Jefe no tenían una segunda oportunidad en este infierno. Bastaba con que un miembro de una familia se hiciera o lo hicieran desafecto al régimen para que el resto cayera en desgracia. Era la lógica del poder que se aplicó a los Larancuent, a los Bencosme, a los Perozo que fueron prácticamente exterminados. A tantas otras familias.

LOS CONJURADOS 


No hay mejor cuña que la del mismo palo, reza el refrán.

La mayoría de los conjurados pertenecía en mayor o menor medida al círculo de amistades o conocidos, al entorno social de la bestia, algunos al círculo íntimo, al entourage sacré. Cuñas del mismo palo, como se dice. Ángeles que iban a caer, que empezaban a sudar copiosamente.


Todos sudaban a mares, probablemente, a causa del calor que sentían por dentro, la caldera que estaba a punto de estallar, los nervios que parecían a punto de reventar, la tensión que trataban de disipar con aquellos movimientos compulsivos de las manos y los dedos que acariciaban los hierros.

La presión de todos esos días que se convirtieron en semanas y meses había ido en aumento y ahora llegaba a un punto culminante que era también un punto muerto. Ya no había vuelta atrás, quizás lo peor había pasado. ¿Cómo habían podido soportar durante tanto tiempo las dudas, las vacilaciones, el temor a ser descubiertos, a la delación por parte de sus propios compañeros, la zozobra cotidiana de aquella permanente incertidumbre? ¿Cómo habían podido eludir la vigilancia del temible Servicio de Inteligencia Militar, cómo se habían podido encubrir, disimular, frente a los ojos de sus potenciales enemigos y sobre todo de sus seres queridos, cómo habían podido mantener oculto a sus esposas, hijos, padres, hermanos y demás familiares los hilos de una trama que afectaría las vidas de inocentes y culpables?

Ya no había vuelta atrás. Pero lo peor no había pasado. El precio que ellos podían pagar lo habían calculado al milímetro. El que pagarían sus familiares era imponderable.


27 DE NOVIEMBRE DE 1930


La historia de los Larancuent, del valor suicida de Alberto Larancuent Ramírez y varios de sus hijos es algo que causa admiración y parte el alma.

Alberto Larancuent había estado preso por oponerse a la farsa electoral que culminó con el triunfo de Trujillo el 16 de mayo de 1930 y la juramentación de Trujillo y Estrella Ureña el 16 de agosto del mismo año.

Lo soltaron para darle muerte, para dar un ejemplo, otro de muchos ejemplos a los opositores. El hecho ocurrió un mes después de la toma de posesión y apenas unos meses después del escandaloso asesinato de Virgilio Martínez Reyna, cuando todavía la bestia no se había juramentado. Muchos otros crímenes no figuran en los libros de contabilidad de la historia, pero la bestia chorreaba sangre por ojos, boca y nariz desde los inicios de su carrera de cuatrero, guarda campestre, asaltante, violador de menores y sobre desde que se puso al servicio de las tropas de ocupación del imperio en la llamada Guardia Nacional.

Al temerario Alberto Larancuent lo balearon, le cayeron a balazos en público, como para que la gente viera que el brazo de la bestia no tenía pudor ni reparos.  Un siniestro personaje lo baleó a traición, por la espalda, mientras conversaba de noche con amigos en el parque Colón, y el primer disparo lo alcanzó en la nuca.

Alberto Larancuent escucharía el disparo, sentiría un dolor confuso, un hierro al rojo vivo a flor de piel, y se sorprendería quizás en el primer momento, antes de entender que la muerte lo buscaba y lo encontraba.

Larancuent se volvió con el rostro descompuesto: ¿Habrá tenido en ese momento un arrebato de furia, uno de esos que impulsan a luchar como las fieras cuando se sienten heridas de muerte? Quizás invadido por la rabia cometió la imprudencia de hacerle frente y sin armas a su verdugo que volvía a disparar y le dio en la mano, según se dice. Lo más probable es que Larancuent intentaría escabullir el bulto mientras el agresor se le acercaba disparando a mansalva. El alevoso

vaciaría el revólver, lo dejó hecho un colador. Solo su alma, su lucidez y su entereza estaban intactas.

Me han cosido a balazos, dicen que dijo, y lo habían cosido literalmente a balazos.  Los cirujanos del hospital Padre Billini encontraron en los intestinos diez perforaciones, otra en el pubis, dos en la vejiga, otra en los órganos genitales, amén de las del cuello y la mano.

Lucharon inútilmente durante horas tratando de salvarle la vida que, gracias a su increíble resistencia y fortaleza, conservó hasta la tarde del día siguiente. El entierro tuvo lugar en La Romana.

Pero la historia no termina aquí.

A su hijo Alberto lo asesinarían muchos años después, en 1948, en el mismo pueblo de La Romana. Su hijo Ramón apareció muerto al poco tiempo sobre los rieles de un ingenio azucarero. Su hijo César Federico pereció junto a la mayoría de los héroes de la repatriación armada del 14 de junio de 1959.


EL AUTOMÓVIL 


Al automóvil del Jefe no le cabían más tiros, desgraciados. En ningún momento se les apretó el alma, lo masacraron al Jefe sin compasión, lo cocinaron a balazos, lo acribillaron, lo hirieron de muerte y le pasaron el carro por encima, lo remataron y después lo metieron en el baúl. Al chofer lo dieron por muerto y lo abandonaron, le dieron balazos de vicio, pero no lo martirizaron como al Jefe. No lo metieron en el baúl sin saber si estaba difunto. No se lo merecía el querido Jefe…


EL CHEVROLET 


Los del Chevrolet sudaban la gota gorda. Sudaban como caballos y sus razones tenían para sudar mientras esperaban que la bestia hiciera su aparición. Se habían estacionado casi a tiro de piedra frente al Coney Island de la Feria, la pomposa Feria de la Paz y confraternidad del mundo libre, y mantenían las luces apagadas, por supuesto. La conversación apagada, a veces cáustica, nerviosa.

Unos tres kilómetros más adelante, y quizás también sudando a mares, esperaban Tejera y Livio Cedeño en el Oldsmobile.

Roberto Pastoriza estaba solo en un Mercury. La camisa empapada de sudor.

Imbert quizás sudaba más que los otros, sudaba copiosamente y el sudor le corría seguramente por los mofletes, por las manos regordetas y quizás torpes. Estrella Sadhalá y Antonio de la Maza, junto al veterano teniente García, contenían de alguna manera la impaciencia, pero todos sudaban copiosamente y la maldita bestia no aparecía.

Imbert estaba al frente del volante. El sería el único sobreviviente del grupo, él daría la versión oficial de los hechos, él crecería en su estatura heroica en cada versión de los hechos.

En la versión oficial de los hechos ocurrirían cosas que no se han podido desde luego comprobar y tampoco desmentir, en la versión oficial la bestia recibiría heridas que no recibió: la herida desgarrante que le destrozó el hombro en la refriega, la herida que no vieron y desmintieron los médicos que vieron el cadáver.

El se arrastraría o dijo que se arrastró por el suelo hasta llegar a pocos metros de la bestia, él apuntaría con su revólver desde el suelo y dispararía dos veces, la bestia caería bajo el fuego de sus disparos certeros, una bala le daría en la barbilla, se caería de espaldas, moriría inmediatamente. No se movería más.

Del otro lado, en la versión de Zacarías de la Cruz (el valiente y leal chofer de la bestia), ocurrirían otras cosas heroicas e imposibles de comprobar. La bestia le ordenaría detener el auto y bajarse a pelear. Se bajaría del auto, cuando ya estaba herido, enfrentaría a los conjurados, avanzaría hacia ellos disparando con su revólver 38, caería finalmente abatido, heroicamente abatido, mientras Zacarías vaciaba una ametralladora tras otra, sin darle tregua a sus oponentes.

¿No berrió la bestia como un chivo, no se ensució en los pantalones? ¿Lo dieron por muerto a Zacarías o se hizo el muerto, se escondió o salió huyendo?

Lo único que permanece claro es que a la bestia la ejecutaron esa noche. Todo lo demás pertenece al imaginario colectivo.


Bibliografía:

Federico D. Marco Didiez, Los primeros crímenes de Trujillo,

http://unojotacuatro.blogspot.com/2011/11/los-primeros-crimenes-de-trujillo.html





EL ACOSO DE LOS BENCOSME

19 de noviembre1930

(Primera parte)


El general Cipriano Bencosme sobresale hasta cierto punto en la historia dominicana como un defensor de causas perdidas.

En 1911, a raíz del alevoso asesinato de su amigo y presidente Ramón Cáceres en los alrededores de Güibia, incursiona por primera vez en la lucha armada: toma parte en la llamada guerra o Revolución de los Quiquises, apoyando a Horacio Vázquez y Desiderio Arias contra los Victoria, que se habían establecido en el poder (aprovechando el vacío dejado por Cáceres) y pretendían de seguro quedarse por tiempo indefinido.

Durante este episodio a Bencosme le fue mal, peor que mal. Los partidarios de los Victoria o Quiquises le quemaron la casa y un hijo pequeño se esfumó y lo dieron por muerto, hasta qué apareció al cabo de un año en brazos de la niñera que se había escondido todo ese tiempo prudentemente.

La sangrienta contienda se decidió a favor de los intereses del imperio que intervino directamente para ponerle fin mediante presiones económicas y militares. Estas dieron origen a una Comisión Pacificadora que eligió como presidente al oportunista y servil Arzobispo Nouel en 1912 por un periodo de dos años que no llegó a cumplir.

Bencosme no escarmentó y, otra vez en alianza con el general Desiderio Arias y Horacio Vázquez, del cual era incondicional, se levantó contra el arzobispo presidente, pero las fuerzas de los insurrectos fueron sitiadas y tuvieron que capitular.

Un año más tarde acompañaría a Horacio Vásquez en un nuevo levantamiento, esta vez contra el gobierno de José Bordas Valdez, pero con Desiderio Arias en contra (la llamada Revolución del ferrocarril), y fueron otra vez derrotados, aunque algún tiempo después lograron echar a Bordas del poder, lo que dio paso a un gobierno provisional de Ramón Báez, seguido por otro de Juan Isidro Jiménez y luego por otro de ocho años impuesto por las cañoneras del fatídico imperio del norte.

Con la misma entereza y el mismo valor que había demostrado toda su vida, protestó Bencosme contra las tropas yanquis que ocuparon el país entre 1916 y 1924, y llegó incluso a confabularse con un grupo de patriotas para llevar a cabo unas acciones que no llegarían a materializarse. Cipriano  Bencosme sería traicionado, delatado, apresado e incluso maltratado en prisión por la soldadesca interventora.

Se dedicó después o, mejor dicho, volvió a dedicarse a las labores del campo que eran su medio de vida. Bencosme, oriundo de Moca, era un rico terrateniente que se había casado con una prima más terrateniente que él y se convirtió en uno de los principales hacendados del país. Llegó a poseer un emporio agrícola de miles de tareas en el que según se afirma, con cierta exageración, trabajaban más de quinientas personas.

Dice Rufino Martinez que era un hombre espléndido que no le negaba protección o asilo en sus tierras a ningún perseguido, un hombre pródigo que a nadie negaba los frutos de la tierra que necesitaran.

Ahora bien, cuando no estaba sembrando o participando en levantamientos militares, Cipriano Bencosme se dedicaba a hacer muchachos. Su apetito sexual incurable lo llevó a tener una inmensa prole de veintisiete descendientes directos con diez mujeres.

Cuando las tropas del imperio abandonaron el país, si acaso alguna vez lo han hecho, cuando pareció restablecerse la soberanía nacional -un espejismo-, se realizaron elecciones y su  cancachán Horacio Vázquez se convirtió en presidente y él en diputado. Pero Bencosme subió sin hambre al poder y se desempeñó, según se dice, con ecuanimidad.

Renacieron viejas esperanzas y se fortaleció la fe en el progreso. Pero todo era una ficción, pura apariencia. El reloj de la historia marchaba de nuevo hacia atrás.

Después de cuatro años de gobierno corrupto como pocos, Horacio Vázquez descubrió que un solo periodo en la presidencia era muy corto para llevar a cabo su magna obra de gobierno y decidió prolongar su estadía en el poder con un par de años más, una extensión de dos años posiblemente renovable. Luego trataría de reelegirse y se armaría la pelotera.

Era la oportunidad que la bestia esperaba agazapada, la compuerta que abrió las aguas del pandemonio.

Horacio confiaba ingenuamente en la bestia, lo había ascendido a teniente Coronel, a brigadier, a general de brigada, lo había convertido en el hombre fuerte más fuerte del país. Cuando Rafael Estrella Ureña abandonó las filas del gobierno para organizar -contra los propósitos reeleccionistas de Horacio- un movimiento de desobediencia cívico militar que estremeció el Cibao, éste acudió a la bestia para que le sacara las castañas del fuego. Pero la bestia y Estrella estaban confabulados. Coludidos.

Estrella Ureña había apoyado a Horacio en las elecciones de 1924 y había sido nombrado en el ministerio de Justicia e instrucción pública hasta que las veleidades continuistas de Horacio lo llevaron a conspirar con Trujillo, que era Jefe de las fuerzas armadas, su hombre de confianza.

Horacio Vázquez trató entonces de detener el golpe de Trujillo y Estrella Ureña nombrando a última hora a Sergio Bencosme, hijo de Cipriano, como Secretario de Defensa, un cargo que ya resultaba ser poco menos que honorífico

Una vez derrocado Horacio, Estrella Ureña ocupó la presidencia provisional y organizó unas elecciones para mantenerse más o menos legítimamente en el cargo. Estrella tal vez creía haber utilizado a Trujillo, pero era todo lo contrario. En las elecciones de 1930 iría como candidato a la vicepresidencia y Trujillo a la presidencia, y ganarían por una abrumadora mayoría de fraudes condimentados con una buena dosis de represión y terror.

Las relaciones entre ambos mandatarios se deterioraron de forma tan violenta que Estrella Ureña se vio obligado a viajar fuera del país en 1932 y anunció desde Cuba su renuncia por supuestos motivos de salud.

Se desempeñó luego como juez de la Suprema corte de justicia, hasta que un día se vió obligado a someterse a una operación quirúrgica a la que no sobrevivió, probablemente por consejo de Trujillo a los médicos.

Cipriano Bencosme -ya se dijo- era incondicional de Horacio Vázquez, lo acompañó en todos sus levantamientos, con él estuvo en las buenas y en las malas, estuvo con él cuando se le ocurrió extender en dos años el periodo de gobierno y lo secundó en la aventura de la fracasada reelección, en todas las circunstancias le brindó, en fin, un apoyo sin fisuras. Lo seguiría hasta la última consecuencia, hasta que la muerte los separó. La muerte de Bencosme.


Bibliografía:

Cipriano Becosme Comprés, https://www.ecured.cu/Cipriano_Bencosme_Compr%C3%A9s

Cipriano Bencosme, http://mocanos.typepad.com/my_weblog/2008/11/cipriano-bencosme.html

El general Cipriano Bencosme entra en la corriente…, https://www.diariolibre.com/opinion/lecturas/el-general-cipriano-bencosme-entra-en-la-corriente-JODL350229

Federico D. Marco Didiez, “Los primeros crímenes de Trujillo”,

http://unojotacuatro.blogspot.com/2011/11/los-primeros-crimenes-de-trujillo.html

Jorge Zorrilla Ozuna, “Cipriano Bencosme ”, http://hoy.com.do/cipriano-bencosme-2/

Rufino Martínez, “Diccionario biográfico-histórico dominicano, 1821-1930”


18 DE NOVIEMBRES 1930

((Segunda parte)


Bencosme le tenía ojeriza a Trujillo por la deslealtad que había mostrado a Horacio  Vásquez, quien había sido su benefactor,  por no haberlo apoyado en su proyecto de perpetuarse en la presidencia y por traidor, por haberlo, en una palabra, reemplazado y porque ahora comenzaba a perfilarse como el monarca sin corona que sería durante más de treinta años y por los métodos brutales que estrenaba en el ejercicio del poder, incluso antes de la toma de posesión y durante la campaña electoral.

La época de las revoluciones, o mejor dicho, de los levantamientos de la montonera, ya había perdido su base de sustentación desde que los invasores comenzaron a desarmar a la población civil y a crear un ejército que suplantaría al de los tiempos de Mon Cáceres. El que se forjó en parte -como dice Rufino Martínez- bajo el mando de Alfredo Victoria “a base de rigurosa disciplina, el cuerpo militar más acabado que tuvo la República, el último ejército netamente dominicano”.

Ahora había un ejército más moderno con hombres mal pagados, como de costumbre, bien armados y entrenados, uniformados y fanatizados, pero al servicio de intereses foráneos

(“…se desvanecía con ello -dice Rufino Martínez- el espíritu del honor militar…”).

La mayoría de los revolucionarios de profesión estaban sin empleo o estaban muertos o jubilados, y con los pocos que quedaban  no era posible organizar un movimiento armado que pudiera dar directamente el frente a la guardia nueva que ahora custodiaba los intereses de la nación norteamericana.

Quizás por eso Bencosme cogió el monte, el monte, que de seguro conocía al dedillo, se alzó el 26 de junio en las lomas de El Mogote, cerca de Moca, casi dos meses antes de que la bestia tomara posesión, se levantó en armas por última vez en su propio territorio con un puñado de seguidores (entre los cuales había no pocos peones de su finca), tratando de crear un foco guerrillero que no llegó a prender.

En compañía de Bencosme se alzaron hombres de gran carisma y relieve militar  como el temerario Domingo Peguero, un coronel tan horacista y decidido como él, alguien que se había ganado el rango y un enorme prestigio a sangre y fuego en la sangrienta revolución de los quiquises, pero el movimiento no pudo aglutinar a las menguadas huestes horacistas y fue perdiendo fuerza, la poca que tenía, ante el acoso de las tropas del gobierno.

En torno al levantamiento de Bencosme se han hecho numerosas conjeturas y edificado montones de fábulas. Que Trujillo conocía las intenciones de Bencosme y fue dos veces a visitarlo para hacerlo cambiar de opinión, que envío a Estrella Ureña varias veces con el mismo fallido propósito, que Bencosme contaba en principio con un total de quinientos hombres, que organizó la sublevación confiando en la promesa de un envío de armas que nunca se materializó, que Trujillo se vio precisado a pedir unos aviones prestados al dictador Machado de Cuba para sofocar a los insurrectos.

Lo poco que se saca en claro es que el movimiento guerrillero no prosperó en ningún sentido y  que al final Bencosme se vió acorralado, aislado, casi solo y luego se vio obligado a buscar refugio en una finca de Jamao, Puerto Plata, la finca de un tal Luis D’Orville, que supuestamente lo delató.También es posible que haya sido delatado por sus compañeros de armas, los pocos que le quedaban, los que habían caído presos y hablado bajo tortura.

Se sabe que lo perseguían con la rabia de perros rabiosos. Se sabe que el 19 de noviembre de 1930 reposaba en una hamaca, se dice que sacó la cabeza al escuchar un ruido,  que le dieron un balazo en la cabeza o en un ojo, que lo enterraron y desenterraron, que lo llevaron de Puerto Plata a Moca en parihuela para avergonzar su cadáver, que lo expusieron al público como un trofeo de caza. Todo un poco quizás a la manera de lo que hicieron con los restos de aquel héroe troyano, aquel famoso Héctor de La ilíada, el domador de caballos.

“…como si hubiera sido un malhechor, -dice Rufino Martínez-, su cadáver, casi profanado, tuvo una mala sepultura. Todo Moca, donde era apreciado por la mayoría de los moradores y estaba emparentado con buen número de ellos, rumió su dolor, inmersa en el silencio más angustioso”.

La propiedades de Bencosme fueron saqueadas, devastadas, la familia cayó en la ruina, descendió bruscamente del bienestar a la pobreza, fue reducida a la miserable condición de paria.

Así le escribía, de rodillas, el día 14 de octubre de 1930, la suplicante Ana Bencosme a la bestia:

“Nos está vedado todo. Los intereses de mi padre están en poder del comandante de Moca, el teniente Pérez. El café lo cogen y lo venden verde en la casa “Rojas”, de Las Lagunas de Moca; no podemos contar con nada; animales…gallinas, caballos, mulos… víveres… Por eso vengo a arrodillarme ante Usted…”.

28 DE ABRIL1935


Las tribulaciones de la familia Bencosme no terminarían con la muerte de Cipriano y la devastación de sus propiedades, sólo  estaban empezando. El segundo en la lista de difuntos sería Sergio y luego Donato, el menor y más conocido de sus hijos, a los que se sumarían Alejandro y Boíl. Cuatro de los ventisiete que tuvo.

Sergio Bencosme, aquel que Horacio Vásquez nombró Secretario de Defensa en su vano intento de parar el golpe de Trujillo, se había asilado en Estados Unidos, junto a otros cientos de dominicanos, y se supone que lo mataron por error.

El asesino, un conocido sicario llamado Luis de La Fuente Rubirosa, alias Chichí, intentaba matar, silenciar para siempre a Ángel Morales, un archienemigo del régimen, y al parecer se confundió, confundió al joven Sergio con Ángel Morales, y lo ultimó a balazos, según dicen, en su propio apartamento de Nueva York. Probablemente no hubo tal confusión y Ángel Morales se salvó simplemente porque no estaba en el apartamento que compartía con su amigo cuando el verdugo llegó a cumplir lo que parecía ser una doble encomienda.

En las oscuras circunstancias del hecho, el asesino logró escapar a Santo Domingo, donde la bestia lo recibiría, si acaso lo recibió, con todos los honores que el miserable merecía.

El tal Chichí era sobrino de un oscuro personaje que había tenido a su cargo la coordinación de las labores de inteligencia para ubicar a Ángel Morales, y que ya se había manchado y se mancharía las manos y el alma de sangre al servicio de la bestia. Era Porfirio Rubirosa, una especie de crápula que más tarde brillaría con luz propia en el firmamento de las grandes estrellas del jet set, un play boy, un vividor, un parasito glorificado.

Otro personaje que intervino en la planificación del crimen fue el abominable Félix W. Bernardino, el cónsul dominicano en  Nueva York, uno de los planificadores del rapto y desaparición de Mauricio Baéz en cuba, un señor de horca y cuchilla en sus tierras del este, un sicópata  bilioso, siempre sediento de sangre, que moriría de viejo pacíficamente en su cama.

Mientras tanto, al joven Sergio Bencosme le cupo el triste honor de ser el primer enemigo de Trujillo asesinado en el extranjero. El primero de una larga serie que sería alcanzado en el exterior por el brazo largo de la bestia.

Bibliografía

Cipriano Becosme Comprés, https://www.ecured.cu/Cipriano_Bencosme_Compr%C3%A9s

Cipriano Bencosme, http://mocanos.typepad.com/my_weblog/2008/11/cipriano-bencosme.html

El general Cipriano Bencosme entra en la corriente…, https://www.diariolibre.com/opinion/lecturas/el-general-cipriano-bencosme-entra-en-la-corriente-JODL350229

Federico D. Marco Didiez, “Los primeros crímenes de Trujillo”,

http://unojotacuatro.blogspot.com/2011/11/los-primeros-crimenes-de-trujillo.html

Jorge Zorrilla Ozuna, “Cipriano Bencosme”, http://hoy.com.do/cipriano-bencosme-2/

Rufino Martínez, “Diccionario biográfico-histórico dominicano, 1821-1930”



16 DE FEBRERO 1957


Donato Bencosme había heredado de su padre la figura de recio galán, el carácter rebelde, insumiso, la pasión por las mujeres y unos ojos azules que lo hacían, según se decía, irresistible.

Fortuna, buenos modales, galanura y otras muchas cualidades garantizaban su éxito con las mujeres, aparte del envidiable arte o artificio para convivir con varias en extraña armonía. De hecho, llegó a tener relaciones con seis al mismo tiempo y tuvo en total treinta y dos hijos, cinco más que los que se le conocían a su progenitor.

Por lo demás, había reconstruido y tal vez  acrecentado el patrimonio familiar y vivía como un potentado, como lo que era, un hombre rico, laborioso, culto y refinado que había estudiado en Europa y conocía varios idiomas, un hombre de mundo que se daba todos los lujos y se complacía en hacer ostentación de ellos.

En especial tenía debilidad por los automóviles y era el feliz propietario de una flamante colección, una flotilla, ocho en total, y cada uno con su garage designado, aparte de habitación privada con baño para cada chofer.

Donato Bencosme no medraba, pues, a la sombra del padre, se había construido su propia leyenda, pero la sombra del padre gravitaba ominosamente sobre su cabeza, era un hombre marcado por el odio de la bestia para morir de mala muerte.

A ello contribuía una actitud desafiante o quizás fatalista, la de quién sabía que no iba a poder evadir para siempre las trampas del destino y respondía a las amenazas patentes y latentes con extrema dignidad.

El esplendor y boato en que vivía constituían sin duda una afrenta para sus enemigos políticos y un motivo de rencilla para todos los envidiosos. Pero no hubo contra él durante mucho tiempo una hostilidad manifiesta.

Donato había servido a la bestia en el cargo de gobernador en un par de ocasiones, había sido presidente del Partido Dominicano, el partido único, el de la bestia, y en alguna de sus propiedades había un letrero que ensalzaba la obra de gobierno, la de la misma bestia. También se cuenta el cuento de que en  una ocasión denunció un complot para eliminarla.

Nada, pues, enturbiaba la fidelidad o aparente fidelidad de Bencosme a Trujillo. El mismo Bencosme quizás pensaba que se había producido una reconciliación desde el momento en que la bestia le había permitido rehacer la fortuna familiar y hacerse cargo de sus hermanos y hermanas. Pensaba quizás ingenuamente que le habían otorgado el perdón por la rebeldía del padre y del hermano. Pensó que podía disimular, seguir disimulando, hacerse el muertito, guardar las apariencias, pensaría quizás que su propia fortuna demostraba que gozaba del favor de la bestia o que un hombre de su posición social era intocable.

De hecho, logró mantener su estatus durante más de dos décadas, hasta los años finales de la tiranía, hasta que la paranoia de la bestia se desató de forma incontrolable.

Las relaciones de la bestia con sus enemigos tenían muchas veces un carácter cíclico en el que se alternaban los castigos y los premios. De la cárcel se podía pasar a un cargo público y del cargo al cementerio. Algo rutinario.

Donato no había sufrido ningún castigo y la bestia lo había premiado o premiaría con honrosos nombramientos que no podían ser rechazados, pero la suerte se le estaba agotando.

En el momento quizás menos pensado, Donato Bencosme fue objeto de un Foro público en el que se lo acusaba de que tenía en su poder las armas que nunca llegaron a manos de su padre y que se aprestaba para tumbar al gobierno en cualquier momento.

El Foro público, la gloriosa creación de Panchito Pratz Ramirez, era una columna diaria de difamación e injuria que se publicaba en El Caribe y generalmente anunciaba quién estaba o iba a caer en desgracia con el régimen.

Donato Bencosme protestó públicamente contra la acusación y en medio del revuelo que se armó o quizás al final del mismo fue inconsultamente nombrado gobernador de la  Provincia Espaillat.

El juego del gato y el ratón había empezado.

Siendo gobernador empezó a tener una racha de tropiezos, una serie de desencuentros con prominentes figuras del régimen, empezando por el llamado Pipí Trujillo, a quien acusó de malandrín y cuatrero, lo que en efecto era, y se lo ganó de enemigo. Más adelante se enemistó con el general Pupo Román, que era jefe del ejército, a causa de un accidente de tránsito, y luego se granjeó el odio del tenebroso Coronel Ludovino Fernández, a quien echó de su casa por haberse presentado en compañía de una querida. Para peor, se dice que en alguna ocasión encolerizó a la misma bestia por un asunto en relación con una candidata a reina de belleza.

Aparte de esas minucias, su familia estaba fichada, etiquetada como enemiga del gobierno. Se decía que Donato financiaba los proyectos subversivos de Toribio y Ramón Camilo Bencosme en el exterior, que juraba entre sus íntimos que algún día tomaría venganza por la muerte de su padre y de su hermano.

De la noche a la mañana precipitaron los acontecimientos y empezaron a acosarlo, a perseguirlo, lo botaron del cargo, lo volvieron a poner, lo acusaron de atentar contra el orden y la paz, lo condenaron a prisión, lo multaron, le concedieron una precaria libertad. Pero ya era hombre muerto. Definitivamente muerto.

Andaba siempre con Rafael Camacho, su chofer, su guardaespaldas, su más leal y fiero servidor. Y un día, por fin, un fatídico día los detuvieron en Piedra Blanca, los trasladaron al palacio de la policía de Santiago. Allí los esperaban Pipí Trujillo, Ludovino y otros matarifes, los ofendieron seguramente de palabra y maltrataron, le clavaron un punzón a Rafael Camacho en el pescuezo, le cayeron a palos a Donato Bencosme, lo masacraron, lo machacaron a palos sin el menor asomo de piedad. Después los metieron en sacos, los metieron en el baúl del Opel en que andaban cuando los capturaron en Piedra Blanca, los arrojaron a un Barranco, un precipicio en la llamada Cumbre de Puerto Plata, los apalearon y despeñaron como harían años más tarde con las tres hermanas Mirabal y su chofer Rufino de La Cruz.

Era el 18 de febrero de 1957 y Donato Bencosme tenía cuarenta y nueve años de edad

“Fue una muerte muy anunciada -dice su hijo Cipriano-. Los que nos acompañaron fueron  los pobres y mendigos. Nosotros fuimos repudiados por Moca entera”.

Las noticias del trágico accidente, “debido a la rotura de la varilla del guía”, repercutieron en los escasos medios de prensa y provocó una soterrada conmoción.

Todos sabían quién era el autor “intelectual” del accidente. Sólo el poeta Joaquín Balaguer no pareció enterarse nunca:

“¿Quién le dio muerte a Donato?/ ¿Es verdad que conspiraba?/ ¿O algún amante celoso le tendió vil emboscada?”


1959


A la familia Bencosme le faltaba pagar todavía un nuevo y pesado tributo de sangre y lo pagó dos años después con las vidas de

Ramón Camilo Bencosme y el doctor Toribio Bencosme en el amargo episodio de la repatriación armada del 14 de junio de 1959.

Alguien dice que murieron en combate y otros dicen que fueron como la mayoría capturados, puntualmente torturados, sometidos a una secuela de horrores inenarrables.

Bibliografía:

Angela Peña, Donato Bencosme, La muerte anunciada de un coloso que recuperó la herencia que parecía perdida, http://hoy.com.do/donato-bencosme-la-muerte-anunciada-de-un-coloso-que-recupero-la-herencia-que-parecia-perdida-2/

José Abigail Cruz Infante,  50 años de la muerte de Donato Bencosme, https://listindiario.com/puntos-de-vista/2007/2/17/3557/50-anos-de-la-muerte-de-Donato-Bencosme

TANIA MOLINA, Vivió como un sultán y murió con honor, https://www.diariolibre.com/noticias/vivi-como-un-sultn-y-muri-con-honor-DLdl126746



EL QUERIDO JEFE


El querido Jefe fue uno de esos hombres que se hizo a sí mismo.Trabajó desde la más temprana juventud como telegrafista, trabajó en un ingenio azucarero, trabajó de guardia campestre, ingresó a la academia militar fundada por los gringos durante la ocupación que tanto bien nos hizo y se graduó con honores con el rango de segundo teniente. Diez años después de su entrada triunfal a la academia lo ascendieron a general de brigada y jefe del ejército en el gobierno de Horacio Vásquez. Toda una hazaña. Todo un general y un caballero, un general y un humanista.

Gracias a él pudo cumplir el presidente Vásquez  su período en el poder, algo excepcional en la historia del país. Gracias a él se salvó luego la República de la dictadura que intentó implantar el mismo Vásquez con sus veleidades continuistas, gracias a él se preservó la continuidad democrática mediante elecciones libres, ejemplarmente libres. Eso no lo recuerdan ni lo quieren recordar los detractores del ilustre Jefe. Nadie sabe ahora o recuerda o parece haberse enterado de que la popularidad del Jefe era tan abrumadora que la oposición se retiró de la contienda y que el Jefe ganó las elecciones con una inmensa mayoría de votos. 

La más bella revolución de America llamó el poeta Tomás Hernández Franco al movimiento cívico y militar que impidió al presidente Vásquez entronizarse en el poder e hizo posible la llegada providencial del querido Jefe a la primera magistratura del estado. Un designio, sí, providencial…

Se iniciaba una época de estabilidad y desarrollo como nunca había conocido el país.

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La bestia había salido, como de costumbre,

a pasear por el Malecón en compañía de sus fieles. Esa noche lo acompañaban, de acuerdo a informes dignos de crédito,   Miguel Ángel Báez Díaz, Arturo Espaillat, Rafael Paíno Pichardo, Jhonny Abbes García, Luis Rafael Trujilllo (Nene), Augusto Peignand Cestero, el general José René Román Fernández (Pupo), jefe de las Fuerzas Armadas, y su edecán militar, el coronel Marcos Jorge Moreno. Al grupo se uniría después Virgilio Álvarez Pina (alias Cucho). Un selecto grupo de sus mejores hombres, entre los que no faltaban matarifes, torturadores, aduladores, sicofantes…

Quizás no lo sabía (o quizás así lo quería), pero todos en su compañía se sentían cohibidos, temerosos, inseguros. Sus cambios de humor y sus rabietas eran cada vez más frecuentes y su desconfianza en esa época se acercaba al límite de la paranoia. Sospechaba sin duda que algunos de sus fieles más fieles, incluso algunos de los que lo acompañaban, comenzaban a ser infieles. Y lo peor, para la bestia, es que no estaba equivocada. Sus sospechas no eran infundadas. Junto a la bestia caminaban esa noche por lo menos dos conspiradores. La negra bestia de la muerte caminaba junto a la bestia esa noche y la bestia no lo sabía. 


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La más bella revolución de América

(Primera parte)


Horacio Vásquez había sido elegido presidente en 1924 (al cabo de un paréntesis de ocho años de ominosa ocupación  militar yanqui),  y cuando estaba a punto de agotar su período de cuatro años se inventó o hizo que sus más fieles servidores se inventaran (en base a un mamotreto jurídico) una prórroga que le permitió extender dos años su mandato. Cuando la extensión se estaba acabando se inventó o hizo que sus más fieles servidores y aduladores se inventaran o más bien desempolvaran el expediente de la reelección o el reeleccionismo. Nada nuevo bajo el sol.

Los afanes continuistas y reeleccionistas de Horacio Vásquez, aparte de su miopía o ceguera en relación a las turbias maquinaciones de Trujillo, le abrieron a éste último las puertas del poder político, el poder absoluto, o por lo menos le dieron el pretexto para tomarlo por asalto.

Mientras los más fieles servidores y aduladores del presidente vociferaban y escribían “Horacio o que entre el mar”, algunos colaboradores y funcionarios del gobierno, incluyendo al vicepresidente Federico Velázquez, renunciaron y pasaron abiertamente a la  oposición o se negaron simplemente a secundar las ambiciones del anciano y gastado y quizás decrépito caudillo. 

Rafael Estrella Ureña, que había formado parte del gobierno como Secretario de Estado, se puso al frente de un movimiento cívico militar que surgió en Santiago y que era al mismo tiempo el  instrumento de una conspiración de la que  formaba parte -o más bien dirigía- el brigadier Trujillo.

En la atmósfera de incertidumbre que se creó en esos días aciagos, no resultaba fácil distinguir quién trabajaba a favor o en contra de quién. Trujillo -pensaba Estrella Ureña-, sería su catapulta al poder y lo mismo pensaba Trujillo de Estrella Ureña. 

Una cosa piensa el burro -dice el refrán- y otra quien lo va montando. Pero Trujillo no era el burro.

Muchos se dieron cuenta, lo vieron venir, lo intuyeron,  presintieron lo que iba a suceder, pero otros, precisamente las partes más interesadas, permanecieron ciegas hasta que fue demasiado tarde.

Cuando Vásquez, casi al final de la extensión de su mandato, se vio obligado a ausentarse del país por razones de salud, el vicepresidente Alfonseca, José Dolores Alfonseca (el sucesor de Federico Velázquez), lo sustituyó interinamente en el cargo y al cabo de pocas horas recibió la visita de quien era en ese momento uno de los más prestigiosos e influyentes dirigentes políticos del Cibao, un partidario suyo y un amigo de confianza: Virgilio Martínez Reyna.

A Martínez Reyna no le fue difícil convencer a Alfonseca de aprovechar la ausencia de Horacio Vásquez para librarse o tratar de librarse de Trujillo, pero la loable tentativa provocó un duro enfrentamiento en el que poco faltó para que la sangre llegara al río. La legación norteamericana intervino como mediadora  y Trujillo se salió con la suya, como tenía que salir con semejante mediación.

Trujillo permaneció en su redil, en la fortaleza Ozama, y Martinez Reyna volvió al Cibao (afectado ya de una seria enfermedad pulmonar), sin saber que había firmado (o anticipado) su sentencia de muerte. Trujillo no le perdonó ni le perdonaría la iniciativa, el haber tratado de hacerlo saltar de su cargo, y se la hizo pagar cara. A él y a su esposa embarazada: Altagracia Almánzar.

Durante su convalecencia en el hospital, Horacio Vásquez recibía reiterados informes sobre la deslealtad de Trujillo, su protegido y niño lindo, pero nunca les concedió mayor crédito ni mayor importancia.

Cuando regresó al país al cabo de casi dos meses de ausencia y con un riñón de menos, recibió la visita de Cucho Álvarez Pina, un pariente de Trujillo que con el andar del tiempo sería uno de sus grandes colaboradores. Pero en ese momento Álvarez Pina no era trujillista y había ido a informarle a Vásquez que Trujillo lo había traicionado y estaba complotando contra él. Horacio Vásquez no quiso darse por enterado, le concedió a la noticia apenas el crédito de la duda y fue a la fortaleza a entrevistarse con Trujillo, a escuchar de su boca si era verdad o mentira que lo estaba traicionando. Trujillo sólo permitió la entrada a Horacio y dos acompañantes. Aun así, al parecer salió del recinto convencido de la lealtad de su protegido y de que las informaciones obtenidas no eran más que chismes de patio, intriga de políticos y politicastros.

Muy confiado y seguro al parecer se sentía de las manifestaciones de lealtad recibidas por parte del hombre a quien había ascendido a general de brigada y jefe del ejército. Trujillo se había cuadrado en su presencia, lo había reconocido como su presidente, había quedado formalmente a la espera de sus órdenes y Horacio ordenó.

Fue tan incauto, ingenuo, desmaliciado o bruto que le ordenó a Trujillo  -precisamente al brigadier Trujillo- que enviara tropas a detener la caravana de insurrectos del movimiento cívico militar que encabezaba su cómplice Estrella Ureña. La caravana de insurrectos que avanzaba amenazadora desde hacía varios días sobre la capital.

Bibliografía

Robert D. Crassweller, Trujillo: the life and times of a caribbean dictator



(8)

La más bella revolución de América

(Segunda parte)

La caravana de insurrectos del movimiento cívico y militar se encontraba en ese momento en la llamada curva de la U, una fatídica curva que serpenteaba en una cumbre de la carretera de Santiago a Santo Domingo, una curva cerrada y peligrosa como su nombre indica, de la cual se habían desbarrancado incontables conductores imprudentes.

Unos días antes, los insurrectos habían recibido, por fina gentileza del brigadier Trujillo, un cargamento de armas procedente de la capital. Después tomaron heroicamente por asalto la fortaleza de San Luis con esporádicos disparos al aire que los custodios del recinto respondieron, por órdenes o sugerencias del mismo brigadier Trujillo, con esporádicos disparos al aire.

Las victoriosas tropas, en un número indeterminado de varios cientos o unos pocos miles de hombres mediocremente armados, se pusieron lentamente en marcha hacia la capital. Toda una revolución casi triunfante.

Cuando el brigadier Trujillo recibió de su presidente las concisas órdenes de mandar tropas a detener el avance de los rebeldes, hizo lo que de él podía esperarse: las incumplió puntualmente al pie de la letra. Los dejó pasar, simplemente pasar.

El 26 de febrero entraron a Santo Domingo a tiro limpio, tiros también al aire y al desgaire. Nadie o casi nadie ofreció resistencia, por supuesto, a excepción de Trujillo.Trujillo se atrincheró en la fortaleza Ozama para que no cayera en manos enemigas y en ningún momento dejó de manifestar su lealtad, su irrestricto apoyo al gobierno. Lo siguió apoyando desde la fortaleza hasta que Horacio se asiló y el gobierno finalmente dejó de existir. Trujillo, obligado por la fuerza de las circunstancias, aceptó el fait accompli, el hecho consumado. La más bella revolución de América había triunfado, parcialmente triunfado.

Horacio Vásquez y Estrella Ureña se reunieron en la sede de la Legación de los Estados Unidos, que era la verdadera sede de gobierno, y llegaron a un acuerdo. Estrella sería nombrado Secretario de Estado de Interior, Horacio renunciaría, Estrella asumiría la presidencia provisional y la asumió, en efecto, el día 2 de marzo de 1930. Tenía el encargo de organizar unas elecciones en las ni él ni Trujillo podían ser candidatos.

Como medida profiláctica para evitar desórdenes y derramamiento de sangre, Trujillo le aconsejó y llevó a cabo el desarme de los expedicionarios de Santiago. Estrella acaba de ser nombrado presidente, pero ya no presidía. Trujillo era el hombre fuerte. El hombre al mando. El tutor y el garante de la nación.

Estrella se convirtió como quien dice en un preso de confianza. A los pocos días de su juramentación, los presidentes de las cámaras de diputados y senadores fueron desconsiderados por la guardia durante una visita que le hicieron. El 18 de marzo, dieciséis días después de haber asumido el cargo, Estrella se quejó ante la legación norteamericana de que Trujillo lo estaba degradando y pidió que el Departamento de Estado emitiera una declaración reiterando su oposición a una candidatura o un gobierno de Trujillo. El Departamento de Estado no accedió.

Horacio Vásquez se enteró muy tarde de que había sido traicionado por Trujillo, pero aún más tarde se enteraron los demás

Gustavo Estrella, hermano del presidente, se lo diría en la mansión presidencial y en su cara, que lo habían engañado como a un niño, que su única alternativa era matar a Trujillo o darse a la fuga. Dos cosas muy difíciles de lograr. Trujillo ya era el jefe, o más bien el dueño de la guardia.

Pronto comprendería Estrella y los demás integrantes del movimiento cívico militar que el brigadier no sólo los había engañado a todos, sino que de su terrible, demoníaca naturaleza solo conocían una parte. La bestia, eso lo sabrían pronto, no estaba dispuesta a compartir ni siquiera superficialmente el poder con quienes habían sido, voluntaria o involuntariamente, sus cómplices o aliados.

El acuerdo al que se había llegado en la sede de la legación norteamericana le cerraba en apariencia el paso a la candidatura deTrujillo y del mismo Estrella,  pero no preveía que la situación del país pudiera alcanzar un grado tal de descomposición que hiciera necesario la adopción de medidas extremas. EntoncesTrujillo tomó medidas para descomponer el país.

Bandas de matones incontrolables, militares con traje de civil y uniformados se desperdigaron por los principales pueblos y ciudades, cometieron todo tipo de crímenes y tropelías, fomentaron el desorden, organizaron el terror, sumergieron el país en el caos. El tres de abril fueron ametrallados los vehículos de unos dirigentes políticos que regresaban de Montecristi. En La Romana se produjo un escandaloso hecho de sangre en el que tomó parte Pedro o Pedrito Trujillo, el menos agresivo de los hermanos de la bestia en opinión de Robert D. Crassweler. A finales de abril, la legación norteamericana reportó que la ley había dejado de existir y se declaró incompetente para reportar los cientos de episodios que involucraban la violación de derechos humanos. El clima del terror de la República Dominicana había vuelto a ser, como dice Crassveller, peor que en la época de Ulises Hilarión Heureaux Lebert, alias Lilis.

En semejante situación, la aparente reticencia de la legación norteamericana en relación a la candidatura de Trujillo se resblandeció. Ahora parecía prudente apoyar la candidatura de un hombre fuerte como Trujillo para restablecer el orden aunque ese  mismo Trujillo fuese el causante del desorden. De hecho eso fue lo que sucedió.

Dos partidos políticos, la Confederación y la Alianza,  proclamaron por un lado a Trujillo y Estrella Ureña,  y por otro lado a Federico Velázquez y Ángel Morales como candidatos a la presidencia y vicepresidencia de la nación.

Las elecciones, que tuvieron lugar el día 16 de mayo, fueron ejemplares en un sentido retorcido de la palabra. Desde que se anunció la candidatura del brigadier Trujillo y el general Estrella Ureña, con el beneplácito y el apoyo disimuladamente implícito del Departamento de Estado de los Estados Unidos, recrudeció la presión, aceleró la marcha la maquinaria del fraude, la intimación, la represión, el terror. Trujillo ganaría por las buenas o por las malas, preferiblemente por las malas. Eso ya se sabía.

El día 7 de mayo, la Junta Central Electoral, desbordada por los acontecimientos, renunció en pleno. Una nueva junta encabezada por Roberto Despradel y otros incondicionales de Trujillo fue creada por el presidente Jacinto Peynado, otro incondicional que sustituía en ese momento a Estrella Ureña en la presidencia por encontrarse éste en licencia.

El 15 de mayo, apenas un día antes de las elecciones, la oposición y todos los opositores renunciaron y denunciaron inútilmente la farsa electoral.

Para Trujillo y Estrella Ureña el torneo del 16 de mayo fue todo un éxito, ganaron sin oposición por aplastante mayoría, con un número superior de votos que de votantes.

Se acudió entonces a un tribunal, una corte, a la institución judicial correspondiente para que se pronunciara en torno a la validez del proceso, pero una banda de matones portando ametralladoras penetró a la sala donde los jueces deliberaban y se produjo, como dice Crasweller, la capitulación del poder judicial.

Quedaba en pie todavía el poder legislativo, el congreso, un congreso obsequioso que el día treinta de mayo, precisamente el 30 de mayo reconoció al gobierno emanado de las urnas. De esas urnas funerarias surgió la bestia chorreando lodo y sangre. Apenas era presidente electo, pero ya estaba en el poder, lo había estado desde antes. Tan seguro se sentía de sus propias fuerzas y del apoyo incondicional que le brindaban sus amos del norte, que no vaciló en desatar una oleada represiva para acallar las voces de protesta contra el fraude que se extendían por todo el país.

Podría decirse que su primer acto no oficial como presidente electo, apenas un día después de su reconocimiento, fue el vulgar y terrorífico asesinato de Virgilio Martínez Reyna y Altagracia Almanzar, la esposa embarazada que esperaba su primer hijo.


Bibliografía:

Robert D. Crassweller, Trujillo: the life and times of a caribbean dictator



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La más mas bella revolución de America (Última parte)


El asesinato de Virgilio Martinez Reyna y su esposa fue algo tan aberrante y cruel, tan abominable y escandaloso que no quedó conciencia sin sacudir en todo el país. Provocó sin duda una conmoción que dejó a muchos horrorizados. 

El hecho quería demostrar y demostraba que no había nada ni nadie que el nuevo mandatario respetara o respetaría en el futuro. La conmoción fue tan grande que hasta Jacinto Peynado, un funcionario pusilánime y plegadizo, se atrevió a escribir una carta de renuncia que se propuso entregar y no entregó a Estrella Ureña. 

Antes de que pudiera consignar el documento -relata Crassweller- Trujillo se le apareció en el despacho visiblemente emocionado y casi lloroso, lacrimoso, y le hizo un drama, toda una escena dramática digna del mejor histrión. Explotó en un bien fingido arranque de indignación y estuvo a punto de endilgar a Estrella Ureña el haber instigado la muerte de la conocida pareja.

Si lo que dice Crassveller es cierto, el fingido  balance o desbalance emocional de Trujillo en ese momento era tan  precario que rompió a llorar o por lo menos a gimotear. Puso a Dios por testigo de su inocencia, imploró que lo castigara junto a toda su progenie si acaso era culpable. Peinado quedó tan impresionado, o quizás más bien tan aterrado, que no entregó la renuncia.

Virgilio Martínez Reyna no era un guerrillero ni un cacique, no se había alzado ni se alzaría en armas, y sólo tangencialmente se había dedicado a la política durante un  periodo en el que, sin embargo, casi por poco sucumbe a un atentado. Era periodista, escritor y poeta, era un patriota, un hombre que inspiraba admiración y respeto y su limitada influencia residía en su ascendiente moral, además estaba enfermo y prácticamente retirado y aislado y no representaba para nadie un peligro. Pero unos meses antes, cuando Horacio Vázquez convalecía en el extranjero, se había puesto de acuerdo con Alfonseca, el vicepresidente en funciones de presidente, para tratar de despojar a Trujillo de su flamante cargo de jefe del ejército, jefe como quien dice del país…Y el Jefe se la tenía jurada…

“Y una noche -cuenta Rufino Martínez-, los asesinos, puestos de acuerdo con el comandante del Departamento norte del ejército en el Cibao con asiento en la fortaleza San Luis, de Santiago, salieron para San José de las matas, llegaron al hogar de Martínez Reyna, que estaba enfermo, y le dieron despiadada muerte, lo mismo que a su consorte doña Altagracia Almanzar que se hallaba en estado de embarazo y hasta reconoció y reconvino al jefe de los asesinos. Esto se concibió y planeó en la capital por elementos exclusivamente santiagueros. Bastó una insinuación escrita en una tarjeta de la Secretaría de Estado de la Presidencia y dirigida al Comandante de la fortaleza para qué el plan se ejecutará. Crimen insólito en las ambiciones políticas dominicanas. Un manto de impunidad cubrió el cuadro horrendo conocido por esos días del año 1930 en todos sus detalles y con la especificación de los asesinos transitando  muy campantes las calles de Santiago”. 

Estrella Ureña, el presidente electo, que había vuelto a ser presidente interino, viajó a Santiago a realizar lo que se llama en el argot político una exhaustiva investigación. Ya era un secreto a voces que su tío, el general José Estrella, era el cabecilla de los autores. Los matarifes, señalados a dedo por el rumor público, eran dos carniceros conocidos como Onofre y Pichilín. La voz del pueblo, que es la voz de Dios, apuntaba aTrujillo como autor intelectual. 

A Estrella Ureña, por razones de salud, le convenía hacerse el tonto, el disimulado, el de la vista gorda. De alguna manera era un cómplice involuntario, pero era también un rehén. Un hombre como él, que brillaba como orador y había dado muestras de un gran poder de convocatoria cuando encabezó a los cientos de hombres del movimiento cívico militar que destronó a Horacio, no podía sentirse seguro al lado de Trujillo, le hacía sombra. Por eso Trujillo lo ahuyentaría, no del poder, sino del cargo que ocupaba al poco tiempo de establecerse en el trono del país. Para peor, diez años más tarde tuvo una ocurrencia macabra: desempolvó el expediente que Estrella había ido a seudoinvestigar a Santiago y lo metió en la cárcel junto a su tío y otros supuestos secuaces, acusándolos precisamente del crimen que él, Trujillo, había ordenado o sugerido. Finalmente, según las malas lenguas, lo ayudaría a morir piadosamente, en 1945, cuando Estrella Ureña se sometió a una cirugía.

Día tras día, semana tras semana, año tras años, ocurría algo que parecía impensable, algo que parecía que no podía ser o suceder o repetirse y, sin embargo, puntualmente volvía a ser, a repetirse, volvía a suceder quizás de otra manera más y menos peor: se repetía en infinita repetición de repeticiones atroces. El país se movilizaba contra el terror, pero terminaría paralizado por el terror.

El periodo comprendido entre la la elección y la toma de posesión fue como quien dice peor que el de la supuesta campaña electoral. La represión cruda y desembozada 

se hizo presente  en espacios públicos y privados, las manifestaciones de protesta eran sofocadas a macanazos o balazos, se disparaba contra los vehículos de los dirigentes de oposición y en Santiago y otros lugares hizo su aparición el carro de la muerte, el más nefasto símbolo del siniestro folklore político de la época.

La mayor parte de los desmanes eran obra de una banda de facinerosos, conocida como La 42, que integraba a personajes de la peor ralea, incontrolables más o menos bien controlados que dirigía el capitán Paulino, uno de los compañeros de

la pandilla de maleantes en que se había curtido Trujillo en sus años de cuatrero y asaltante de camino. El carro de la muerte era un lujoso Packard rojo que ostentaba en la placa el número que le daba nombre a la banda, precisamente el 42, y en su interior siempre viajaban personajes de naturaleza luciferina. El Packard podía aparecer a cualquier hora, preferiblemente al amparo de las sombras, frente a una casa, un parque o en cualquier lugar donde se reunieran grupos de personas que a juicio de sus ocupantes parecieran sospechosas y merecieran ser rociadas con fuego de ametralladora.

Eran frecuentes los opositores que morían en ciudades y pueblos y los opositores que huían, pero ahora comenzaban a sumarse también los opositores que desaparecían. El éxodo de los principales líderes políticos no se hizo esperar. Uno tras otro tomaron el camino del exilio. En junio se produjo la salida precipitada de Federico Velázquez, Alfonseca, Ángel Morales, Martín de Moya, Horacio Vásquez. De estos cinco, solo los dos últimos regresarían al país. Mientras tanto, los partidos políticos entraron en fase de desintegración, sus principales miembros fueron arrestados o simplemente se plegaron. 

La presión de la caldera política se acercaba  a un punto crítico en la medida en que se acercaban el día y la hora en que Trujillo y Estrella Ureña tomarían posesión de sus cargos, y en aquella pesada atmósfera de incertidumbre quizás muchos temían que se produjera finalmente una explosión a la que seguiría una matazón, una especie de toque a degüello que no haría distinción entre mansos y cimarrones.

Pero la apoteosis tuvo por fin lugar, sin contratiempo, el 16 de agosto de 1930, aniversario de la Restauración. El nuevo presidente y su seudopresidente se juramentaron en medio de grandiosas celebraciones y libaciones.

El brigadier Trujillo luciría sus mejores galas. Con su ridículo bicornio emplumado, el uniforme de hilos de oro y la banda presidencial terciada semejaba discretamente a un pavito real o una serpiente emplumada. La academia militar en la que se formó durante la ocupación la oficialidad que defendería los intereses del imperio, había dado sus frutos, sus mejores frutos. El pueblo dominicano fue sepultado vivo durante más de treinta años en un ataúd de silencio.



10)


El Jefe se lo dio todo. 

Con su natural desprendimiento y generosidad se lo dio y se lo ofreció todo, lo colmaba de honores, se hacía acompañar de él en los grandes desfiles militares, en las conmemoraciones de nuestras gloriosas fechas patria, le hacía las más finas distinciones, le concedía toda su admiración y respeto. Pero Desiderio era un malagradecido, un envidioso, un engreído. Él hubiera querido ser el elegido. Elegido como el querido Jefe casi por voluntad popular. Él ansiaba ocupar el cargo que no se había ganado. Lo cegó su ambición, su ceguera lo condujo a la traición. Decidió obtener por la vía de las armas lo que no podía conseguir con el voto de todo un pueblo y esa fue su perdición.

Mis hermanas y yo éramos casi niñas, pero todavía recordamos con lágrimas en los ojos aquellos titulares que aparecían en los diarios la cotidiana información sobre la rebelión del general Desiderio Arias contra el gobierno legalmente constituido. La consternación de todo un país ante tamaño despropósito.

!Ay, qué general!

                                         xxx


El último caudillo 

(Primera parte)


Desiderio Arias fue el Caudillo más levantisco y fogoso que tuvo el país durante las primeras tres décadas del siglo XX.

Hay quien le atribuye ser responsable de la intervención yanqui de 1916 a causa del desorden que se creó cuando se levantó contra Jimenes, y otros no le perdonan el apoyo que brindó aTrujillo durante el sangriento proceso de su ascensión al trono presidencial, pero en uno y otro caso no fue más que una ficha del ajedrez político de la época.

El caudillismo era una forma y un estilo de vida que tenía por meta el poder y en algunos casos fue alimentado, financiado por la misma potencia que lo usaría como pretexto para intervenir tanto en Santo Domingo como en Haití. Muchas de las famosas revueltas, que llamaban entonces revoluciones, las dirigían caudillos que se otorgaban o se ganaban el título de general y tenían un carácter anarquista y oportunista, pero en incontables ocasiones eran movidas por ideales patrióticos.

Si acaso alguna vez Desiderio Arias se equivocó de bando o de bandera, si alguna vez peleó por ambición, como cuando se alzó contra Jimenes o en la llamada revuelta o revolución del ferrocarril, lo cierto es que al final rectificó, se redimió al final, si acaso necesitaba redimirse, cuando escogió la lucha armada en la manigua para  enfrentarse a Trujillo, para cumplir su destino de guerrillero heroico en desigual contienda. Ese es el gran final que lo define. El valor a toda prueba, la oposición a la naciente tiranía, el levantamiento armado al cual se vió en parte comprometido y en parte obligado por las circunstancias.

Las relaciones entre Desiderio Arias y Trujillo nunca fueron estables, eran producto de ciertos acuerdos políticos que llevaron al primero a convertirse en senador y al segundo en presidente. Hay que suponer que Trujillo desconfiaba, recelaba de aquel hombre cuya fama de valiente y de rebelde lo precedía, y hay razones para pensar que Desiderio conocía, empezaba a conocer o por lo menos a intuir el fondo oscuro, la naturaleza tenebrosa del despiadado y traicionero brigadier y sabía a qué atenerse. 

Empezaría a distanciarse poco a poco, alarmado por las muertes de Larancuent y Bencosme en septiembre y noviembre de 1930, y sobre todo a partir del momento en que Trujillo dio a conocer su intención de formar un partido único. 

Desiderio se opuso públicamente al proyecto, dando a conocer en octubre del mismo año de 1930 una carta en la que llamaba a la militancia del Partido Liberal a cerrar filas, a mantener la fidelidad y la cohesión partidarias. Fue el único político de relevancia que se atrevió a hacerlo, y su atrevimiento provocó una reacción que tuvo terribles consecuencias. Sus relaciones con Trujillo se agriaron, se enrarecieron, se pusieron tensas. Aun así se mostró sorprendido cuando las autoridades procedieron a hostigarlo, a fastidiarlo, a hacerle la vida difícil o más bien imposible, a conducirlo por el despeñadero.

De ahí en adelante vivió al salto de la mata, en la cuerda floja, en permanente zozobra. Acudió entonces en busca de consejo y ayuda o protección a la legación norteamericana, donde no era persona bien vista. Desiderio se había opuesto a la intervención de 1916, había entregado armas a sus seguidores, había llamado al pueblo inútilmente a enfrentar al invasor en una lucha a muerte, y durante los ocho años que duró la ocupación estuvo en capilla ardiente, vigilado permanentemente por  espías del imperio que -como cuenta Rufino Martínez- tenían órdenes “de darle muerte en viéndole traspasar las afueras de la ciudad de Santiago, donde residía”.

Además había sido acusado muchos años antes de contrabando de armas y mercancías por la frontera, de perjudicar en consecuencia la recaudación de las aduanas, que estaban en manos del imperio. Un alto funcionario del mismo imperio lo había considerado alguna vez un forajido. Otra vez, en otro tiempo, otro alto  funcionario igualmente imperial había dicho por escrito que su eliminación física era oportuna y prudente, “el principal requisito para una paz permanente en la República Dominicana”.

Los intereses de la legación norteamericana y el general Trujillo con relación a Desiderio Arias eran,  pues, coincidentes, más o menos los mismos, y, en consecuencia, las gestiones que hizo para conseguir amparo o  protección fueron, básicamente, un fracaso.

En tales circunstancias, Desiderio escribe al brigadier una carta en la que traduce su desconcierto y sus temores, su real o aparente desconcierto:

“Ante la situación, para mí inexplicable, en que me encuentro frente a usted me valgo de esta carta, puramente privada, para pedirle que me oiga algunas explicaciones, si son necesarias, o que usted me las dé a mí ya que ignoro de la manera más sincera los motivos que originan el distanciamiento que nos separa hasta en nuestras relaciones personales. Quiero que si usted tiene algo sobre lo cual pueda acusarme que me lo diga para salir de este mar de dudas en que vivo y hasta para su propia satisfacción si una explicación de mi parte le convence de la lealtad con que he venido sirviendo al Gobierno y a usted”. 

A manera de respuesta, el senador fue arrestado y conducido en presencia deTrujillo. A raíz del encuentro, ambos contendientes volvieron a ser amigos públicamente, sólo públicamente, bajo presión o amenaza, de seguro.

Desiderio Arias se comprometió -o fingió comprometerse- a emitir un pronunciamiento a favor del gobierno y del gobernante, pero en cuanto tuvo una oportunidad cogió las de Villadiego, se esfumó provisionalmente, se refugió según se dice en Haití. 

Por alguna razón que parece inexplicable regresó al poco tiempo, apareció entre enero y marzo de 1931 otra vez en compañía de Trujillo, participó junto a éste en el desfile militar del 27 de febrero. 

Pero todo era un teatro, una ficción. El veterano luchador sabía que su vida estaba en peligro y decidió abandonar la capital, su cargo y sus enseres, abandonar al brigadier que pretendía ser su dueño, y a finales de abril buscó refugio en sus tierras de la línea noroeste, el escenario de tantas batallas juveniles. Se atrincheró, como quien dice, en sus posesiones de Mao, se enrocó como un rey de una partida de ajedrez en la prudente cercanía de la sierra y de la gente que tanto conocía. 

Bibliografía:

Ángel Berto Almonte, “La muerte del general Desiderio Arias”. (https://elnacional.com.do/la-muerte-del-general-desiderio-arias/).

Bernardo Vega, “Desiderio Arias y Trujillo se escriben”.

Francisco M. Berroa Ubiera, “Las rebeliones contra Trujillo del general Desiderio Arias” , (http://notihistoriadominicana.blogspot.com/2012/11/las-rebeliones-contra-trujillo-del.html).

Manuel Rodríguez Bonilla, “Muerte de Desiderio Arias”, (https://mao-en-el-corazon.blogspot.com/2014/05/muerte-de-desiderio-arias.html).

Rufino Martínez, “Diccionario biográfico-histórico dominicano, 1821-1930


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El último caudillo

(segunda parte)

Muchos consideran que la retirada o el repliegue táctico (o simplemente la huida) de Desiderio Arias a posiciones defensivas en sus tierras de Mao, a finales de abril de 1931, constituye una primera rebelión contra Trujillo. Sin embargo, lo que todo parece indicar es que el ya añejo caudillo se vio o creyó obligado a tomar el monte y las armas con el propósito elemental de ponerse a salvo del largo brazo de la bestia. 

El hecho en sí constituía, por supuesto, una especie de rebeldía o por lo menos un rechazo que Trujillo no estaba dispuesto a aceptar. Por eso mandó primero una comisión a escuchar lo que Desiderio tenía que decir y luego otra comisión seguida de otra comisión. Desiderio Arias reclamaba el fin de la represión contra miembros del Partido Liberal, el fin de los desmanes del ejército contra la población, pedía garantías para él y sus hombres y el respeto por todo lo concerniente a las libertades públicas consagradas en la constitución. Además parecía no estar dispuesto a ceder, a transigir, a negociar en otros términos, y mucho menos a abandonar su refugio ni las armas.

Finalmente lo convencieron, quizás por obra del diablo, de reunirse con Trujillo. O mejor dicho al revés.

Con anterioridad al encuentro llegaron a Mao agentes de seguridad y militares con ropa de civil para prevenir y contener o neutralizar en la medida de lo posible cualquier movimiento de los partidarios del caudillo.

Trujillo llegó al lugar con una pequeña escolta y se reunió, en condiciones desventajosas, con el pundonoroso general y senador de la República. Por este hecho, y otros no menos ilustres, Trujillo haría que el congreso le concediera años después una medalla al valor: La gran cruz del valor. 

Trujillo no era valiente, pero era inteligente, observador, intuitivo. Conocía de lo que era capaz y no capaz su adversario y planificó sobre esta base una visita que no estaba exenta de riesgos, por supuesto, y pudo haberle costado (felizmente)  el pellejo. De hecho lo hubiera dejado en el lugar si Desiderio hubiera hecho caso al consejo o petición de sus hombres. Pero Desiderio era (lamentablemente, en este caso) hombre de honor, de principio, o quizás pensó que matar a Trujillo era un suicidio. Quizás simplemente no sabía que ya estaba muerto en la cabeza de Trujillo. 

De acuerdo a los testimonios del encuentro, Desiderio se mostró muy reservado, distante, y escuchó con desconfianza las palabras risueñas del infame brigadier. Éste no se explicaba cuáles eran las razones de su levantamiento o aislamiento, le ofreció garantías para que se reintegrara a la vida pública, le ofreció armas que le entregaría puntualmente (todas con desperfectos), casa para su esposa, cargos en el gobierno para sus seguidores. Promesas de una vida mejor en el más acá.

Los hombres de Desiderio rabiaban alrededor y ardían en deseos de hacerle justicia al indeseado visitante, se oponían tajantemente a todo tipo de arreglo. Pero al final Desiderio cedió. Dicen que él y el ofidio se abrazaron en público en el parque de Mao, que hubo aplausos, se pronunciaron discursos. Arias  emitiría luego unas declaraciones guabinosas:

“… es necesario que el pueblo sepa que no hay bases ni convenios entre el Honorable Presidente de la República y yo. Nuestra entrevista fue la de dos buenos y viejos amigos en que se tocaron diversos tópicos que no dudo redundarán en beneficio de la reconstrucción nacional, en la cual el Honorable Presidente está vivamente interesado, a tal punto que recabó de mi humilde persona mi opinión y colaboración, la cual gustoso y como ineludible muestra de patriotismo le ofrecí incondicionalmente”.

A principios de mayo Desiderio se traslada a Santiago, pero allí no se sentía a gusto ni seguro . De hecho, ya no estaría seguro en ningún sitio. Trujillo lo había convencido de abandonar su refugio con el único propósito de darle muerte a la primera oportunidad que se presentara. Una muerte discreta, como la que podía propinarle alguno de sus hombres debidamente motivado, sobornado, una muerte que pareciera fruto de envidias y rencillas personales y no un crimen de estado.

Mientras tanto, la matazón en todo el territorio nacional continuaba, la carnicería continuaba con renovados bríos. Diariamente caía un opositor en algún lugar del país. Los partidarios de Arias estaban siendo asesinados o simplemente desaparecían.

Desiderio Arias tenía miedo, estaba cansado, estaba deteriorado físicamente y no tenía ganas ni bríos para emprender nuevas aventuras bélicas, pero todo conspiraba en su contra, Trujillo conspiraba en su contra y lo empujaba poco a poco al abismo, a la perdición, a la desesperación.

Finalmente no pudo más y decidió enfrentar lo inevitable. En el mes de junio de 1931 -dos meses después de haberse reconciliado en público con la bestia-, dio a conocer un manifiesto en el que se pronunció contra los crímenes, la secuela de abusos que cometía la guardia impunemente, contra el régimen de impunidad que tenía como garante al brigadier Trujillo.

Éste sería el preludio del último y forzoso levantamiento del último caudillo dominicano. Un documento que rezuma dignidad por toda su tinta, la dignidad de un guerrero vencido que no rehuye el combate en el que va a morir 

“Es necesario ser honrados y manifestar responsablemente que el 23 de Febrero, no nos legó nada. Trujillo solo resucitó los odios y las pasiones, atrayendo las traiciones y el incremento del crimen, alentando los abusos de la autoridad y los excesos de poder. Los tantos asesinatos de los ciudadanos David Vidal Recio, Virgilio Martínez Reina y de su esposa embarazada, siguieron los del periodista Emilio Reyes, el de los generales Evangelista peralta (tío Sánchez) Ciprian Bencosme, Alberto Larancuent y Buluta Pelegrin. Además se cuentan 18 fusilamientos en San Francisco de Macorís y 116 en Puerto Plata, con más de 100 en Moca.

“Todos estos crímenes cometidos por el actual gobierno han despertado en el espíritu de los hombres libres de la Republica, sentimiento de venganza ciudadana contra los engreimientos y las acciones criminales de los que detentan el poder, desmoralizando el hogar y la sociedad, saqueando indecentemente la hacienda publica y privada.

“Por todas estas gravísimas cosas, yo me confieso culpable de esta situación, toda vez que irreflexivamente favorecí la candidatura del general Trujillo, mas yo deseo hacer constar que me engañé aquella vez por tener la creencia de que un hombre joven como él estaría enamorado de la gloria personal y del bien del pueblo y de la Patria y podía merecer todo por una obra de gobierno digna de la época y propicia del momento histórico que vivía la República; tuve fe, repito, en el orgullo que pone la juventud que no se ha corrompido y creí que el general Trujillo hubiera sido capaz de hacer del país una verdadera nación organizada en donde el derecho, la justicia, el amor, la cordialidad y el respeto a la vida y a la propiedad constituyeran el patrimonio de la sociedad y de la patria”.


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El último caudillo 

(Última parte)


Diez u once días después de haber hecho  público el manifiesto a la nación Dominicana del 13 de junio de 1931, Desiderio Arias estaría muerto y decapitado.

Todo resultó como aparentemente se había planeado. De la fortaleza San Luis de Santiago salió más de un centenar de soldados en medios motorizados para aplastar un levantamiento que en gran parte había sido provocado. Al llegar a Mao tomaron la plaza como si se hubiera tratado de una fortaleza enemiga y mataron a varios de los seguidores del caudillo. Desiderio apenas tuvo tiempo y fuerzas para abandonar el poblado y refugiarse en Gurabo con un puñado de fieles, donde muy pronto sería circundado. Desiderio estaba probablemente enfermo y en las peores condiciones para enfrentar lo que se le venía arriba. Las tropas del gobierno infundían terror entre los lugareños, y a base de terror y de torturas y quizás de traición no fue difícil ubicar su paradero.

Lo hirieron y lo capturaron o lo capturaron y lo hirieron el día 20 o 21 de julio. Lo hirieron según se dice por la espalda, a traición, en la espina dorsal, con un disparo que lo habría dejado inválido y le provocaría un terrible sufrimiento durante horas o minutos. Tal vez lo ametrallaron para poner fin a su agonía o tal vez la prolongaron, lo humillaron, se burlaron, disfrutarían hasta el fondo su martirio.

La historia señala a Mélido Marte, un cancerbero, como el oficial que dirigía las tropas cuando mataron a Desiderio. Mélido Marte era uno de esos personajes que parecía haber sido tocado al nacer por la mano del demonio y se convertiría en uno de los más feroces perros de presa del régimen, el mismo celoso perro de presa que serviría a Trujillo y luego a Balaguer con su pesada cola de infamias, latrocinios y muertos durante más de cuarenta años. La gente decía y no se cansaba de decir que tenía un pacto con alguna fuerza maligna y al parecer no se equivocaba.

Junto a Mélido Marte se encontraba el tenebroso teniente Ludovino Fernández, un personaje abominable que sobresalía entre los abominables, un tipo cuya presencia helaba la sangre, tan oscuro y retorcido que hasta Trujillo llegaría a tenerle desconfianza o miedo o quizás ambas cosas.

Ludovino tuvo la idea, la feliz iniciativa (si acaso no cumplía instrucciones de Trujillo), de cortarle la cabeza (o mejor dicho el cuello) al cadáver de Desiderio y quizás la exhibió públicamente.

Trujillo se indignó o fingió indignarse, tal vez para ocultar su regocijo, cuando Ludovino se la mostró, y entonces ordenó supuestamente a un médico que volviera a ponerla en su lugar. Este hecho ha dado origen a unas especulaciones macabras y de mal gusto, pero no necesariamente falsas: Ludovino no pudo encontrar el cadáver de Desiderio o lo encontró en estado de descomposición y decidió ejecutar a algún infeliz y cortarle también el cuello para colocar la cabeza del guerrillero en un cuerpo más fresco. El cuerpo de Desiderio Arias habría sido así  enterrado en algún lugar con una cabeza que no le pertenecía y la cabeza en otro lugar con un cuerpo que no era el suyo.

De cualquier manera, lo cierto  es que a partir del día de su muerte, Desiderio Arias salió de la historia y se convirtió en leyenda

En una semblanza muy idealizada de esos últimos tiempos del guerrillero, a quien sin duda admiraba, dice Rufino Martínez:

“Desconfiado de la buena fe del candidato sustentado por la unión de partidos en el año 1930, entró en la combinación política. Complacía a los compañeros del Movimiento Cívico que dió al través con el gobierno de Vázquez, pero la suspicacia del hombre criollo mantenía sus grandes reservas, temeroso del engaño y la perfidia. No se equivocó, y el pueblo entró en una faz dolorosa de asfixia por la falta de libertades públicas y garantía personal. Lo que precisamente reclamaba el pueblo, se le negaba. Tamaña responsabilidad de los hombres creadores indirectos de aquel estado de cosas, no obstante sus empeños de bien público.Un estado de desesperación, efectos de  flojedad y cobardía, fue el producido en la sociedad por la terrible fuerza opresora. En medio de aquella depresión moral, se alzó una virilidad: Desiderio Arias, que tenia el cargo de Senador de la República. Ello no sirvió de estimulo para que se levantaran los ánimos; pareció surtir efecto contradictorio, pues vióse a los del bando liberal renunciar la filiación y hacer labor de descrédito contra el hombre único. Todos se le entregaban al  Presidente Trujillo, que, como amo, repartía él solo los favores del poder. Ante aquel desconcierto en que se le iba haciendo el vacío morbosamente, exclamó: ‘No importa. Cuando ninguno quiera pertenecer al Partido Liberal, yo sólo seguiré siendo liberal…’.  La millarada de tránsfugas de la hora, no derivó beneficio alguno; ni siquiera garantía. La opresión siguió su curso creciente, mientras Arias continuaba de pies, atreviéndose a pedirle al Presidente que le concediera libertad al pueblo.Éste miró en aquel la postrera esperanza de romper las cadenas que le aherrojaban. Por eso se le prendía en el corazón un sentimiento de simpatía, ajeno a toda suerte de interés político. Arias se fue a la manigua, que siempre ha sido un recurso libertador entre nosotros, y pareció iniciarse la solución apetecida. Pero no estuvo en el poder de los hombres torcer el curso de la etapa que se iniciaba para el pueblo dominicano, y todo salió fallido por la falta de factores primordiales. Contratiempos en la salud del hombre y la falta de armas no le permitieron desplegar el dinamismo indispensable a las acciones prontas y atrevidas, Como las que sabe conducir el guerrillero. En las estratégicas lomas de Gurabo de Mao, la acechanza, parapetada en la traición, logró darle muerte”.

“El pueblo le lloró como nunca había llorado a un guerrillero. Era el último espécimen notable de una clase social que entraba en su fase de extinción (1872-1931).”

A los dos meses del asesinato del caudillo, según informa Ligia Minaya en uno de sus artículos, Rufino Martínez escribió otro emotivo testimonio que sólo pudo publicar treinta y cuatro años después, cuando Trujillo estaba muerto:

“Triunfó el crimen y fracasó el pueblo. Dentro del capitolio se desató la alegría del festín. Afuera desfilaba el pueblo cabizbajo y lloroso al contemplar el cadáver mutilado de un hombre trabajador y honesto, mientras se escuchaba la voz irónica y fatídica de Jacinto B. Peynado Secretario de Interior y Policía:  ‘Es un día de júbilo. Viva el Presidente Trujillo’”.


xxx


Nuestro difunto padre, el conocido general Bonilla, que Dios lo tenga en su gloria, estuvo con el querido Jefe en los momentos más difíciles, lo acompañó en las buenas y en las malas, en todas las circunstancias fue su más fiel servidor. Cuando la patria se vio amenazada por la invasión de haitianos en 1937, él acudió al llamado de las armas y se distinguió junto al sargento Manuel Nuñez  en las fieras batallas que tuvieron lugar durante el proceso de dominicanización de la frontera. Tanto así que el mismo Jefe se vería obligado a amonestarlo por exceso de celo. Pero fue un hombre leal a toda prueba, que dejó a sus hijas, a mí y a mis dos hermanas, un legítimo motivo de orgullo. No fue nunca un oportunista como Desiderio Arias, ese chaquetero que se rebeló contra el orden institucional que forjó  el querido Jefe…

Al Jefe lo mató un grupo de forajidos y lo ha pretendido matar la historia que escriben los resentidos de siempre, sobre todo esas hienas

de la fracasada izquierda y todos los que se resisten a callar, que emplean la fábula pintoresca de Desiderio Arias para pretender asesinar al Jefe dos veces con sus rabias inveteradas de perros hueveros, aquellos que no conciben, que se niegan a reconocer que el querido Jefe fue un ente modernizante en su tiempo…

Matar al querido Jefe…varias veces…todas las veces posibles. Ese es el propósito.



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La bestia se repantigó en el confortable asiento trasero del Chevrolet Bel Air azul y le ordenó a Zacarías de la Cruz que enfilara para San Cristóbal. Acarició, sin proponérselo, casi inconscientemente, la culata de su fiel compañera. 

Era una Thompson. Un fusil o subfusil ametralladora, una de esas máquinas de matar diseñada o inventada por John Tagliaferro Thompson en 1919. El arma favorita de Al Capone, de los gánsteres de Chicago y los agentes federales  durante la gloriosa época de la prohibición en los Estados Unidos.

Una sonrisa de placer le  bañó el rostro. No era la habitual sonrisa de hiena que exhibía en público para atemorizar a la concurrencia y a veces sin darse cuenta. Ahora tenía una sonrisa beata, casi de santidad. La sonrisa del santo que esperaba su recompensa. En la casa de caoba de la Hacienda Fundación lo esperaba una muchachona sin estrenar.

Nunca supo en qué momento escuchó un estruendo que salió como quien dice de la nada, un sonido espantoso, un rechinar de vidrio, un alarido de metal que retumbó dentro del lujoso vehículo del año y sintió un fuego, un fuego intenso y agrio que penetraba en su cuerpo, un violento empujón y el fuego intenso y agrio…

Probablemente la muchachona se quedaría esperándolo esa noche.

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Los detractores del Jefe no le reconocen ni siquiera su valor personal y mucho menos aun sus grandes valores morales. Le llamaban Padre de Patria Nueva porque la había reconstruido como quien dice de arriba abajo, porque la rescató de manos de los invasores haitianos y norteamericanos. Le llamaban Benefactor de la Patria porque dedicó su vida a las mejores causas, le llamaban Benemérito porque se había hecho acreedor a todos los merecimientos y reconocimientos. Lo distinguieron con el título de Primer Maestro Dominicano por el sistema de enseñanza que implantó en el país. Si lo sabré yo, que fui maestra y fui su alumna, al igual que mis dos hermanas.

Cuando el querido Jefe fue a Estados Unidos a rescatar la independencia financiera de nuestro país, el presidente Roosevelt le dio la bienvenida con bombos y platillos, se reunió con él en su despacho, lo condecoró, lo trató como a uno de sus iguales, como lo que era

La misma iglesia Católica, la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana le concedió la Orden Hierosomilitana del Santo Sepulcro. El mismo papa, su Santidad Pío XII, lo recibió en audiencia y le otorgó la Gran Cruz de la Orden Piana cuando el querido Jefe viajó a la Ciudad del Vaticano en 1954 para firmar el Concordato.

Solo por mezquindad le negaron al final de su vida el título que más se merecía: Benefactor de la iglesia.

El Premio Nobel de la Paz también se lo negaron por mezquindad a pesar de haber sido postulado por figuras de relieve internacional. Del mismo modo inexplicable le negó España (la Madre Patria, la España de Franco, de su amigo el Caudillo), el título de marqués.

Pero no le hacían falta al Jefe títulos ni medallas para demostrar su valía. Lo dice Lucas en la Santa Biblia: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca”.

Por sus hechos lo conocen todos. Murió como había vivido, como el Primer maestro dominicano, dando lecciones de vida hasta en la muerte. Por su valor sin límites se dio a conocer, sobre todo en la que fue la última noche de su vida.

Eso se llama valor, el valor qué demostraron el Jefe y un humilde chofer en la hora más crítica y oscura. Todo lo demás son falacias, calumnias de ingratos contra un hombre que lo entregó todo a su país.

Los que alguna vez lo acusaron de cobarde, palidecen ahora al oír mencionar sus gloriosas hazañas.


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39 de mayo 1961


El Chevrolet negro, con las luces apagadas, se acercó por detrás al Chevrolet azul y el motor rugió como una fiera. El disparo sonó igual que un cañón, produjo una enorme detonación que parecía de escopeta y durante un segundo ahogó el rugido de fiera del motor. Luego el conductor encendió las luces, aceleró y se emparejó con el carro del Jefe por la derecha, internándose por el paseo. Sus ocupantes dispararon con armas automáticas, con todo lo que tenían. El mayor Zacarías de la Cruz, el valiente y leal chofer, embistió con el auto suyo al de los agresores, tratando de sacarlo de la pista, pero el otro tenía un motor más potente y lo rebasó. Zacarías tuvo que pisar el freno para evitar una colisión.

El querido Jefe le dijo a Zacarías que estaba herido, ordenó que detuviera el vehículo y salieran a pelear. Zacarías le dijo que iba a tratar de evadirlos y regresar a la ciudad. El Jefe repitió la orden, le dijo que detuviera el auto y bajaran a pelear. En ese momento Zacarías intentó dar la vuelta, un giro desesperado, y le faltó poco para lograrlo. El auto quedó varado en la hierba, a un lado de  la carretera, en dirección contraria a la que venía.

Zacarías se volvió hacia atrás y vio cuando el valiente Jefe abría la puerta izquierda, la ropa tinta en sangre, posiblemente mal herido. El vehículo de los asaltantes estaba al frente, del lado opuesto, y el Jefe avanzó hacia ellos con decisión temeraria, disparando con su pequeño revólver 38 de cañón corto. Los traidores respondían con un nutrido fuego de armas largas. Zacarías también estaba herido y le echó manos a un  fusil M-1 y empezó a disparar. El Jefe seguía avanzando y disparando, evadiendo como por arte de magia la metralla enemiga. Zacarías lo vio, luchando todo el tiempo como una fiera enfierecida, hasta el momento en que se desplomó lentamente como un titán sobre el pavimento. 

Cuando el cargador del M-1 agota su escasa provisión de municiones, Zacarías toma una metralleta, una Luger de cañón corto, y continua disparando a conciencia, racionando las balas para sostener un combate que suponía que iba a ser largo. Uno de los asaltantes se acerca al cuerpo del Jefe, posiblemente con la intención de darle un tiro de gracia. Zacarías le dispara y lo hiere, ve cuando se retira y escucha sus gritos. Otro asaltante se acerca al caído y corre la misma suerte: Zacarías lo derriba de un plomazo y cree que está muerto, pero luego ve que se incorpora y vuelve atrás, corriendo cobardemente hacia su auto.

La provisión de balas de la Luger también se agota. En ese momento, sólo en ese momento, Zacarías sale del auto, abre una puerta trasera y toma la poderosa ametralladora Thompson que el Jefe había dejado en el asiento, rastrilla el arma y se dispone a acabar con los taimados agresores. Entonces siente un impacto en la sien derecha y es lo último que recuerda. En el combate había recibido un balazo en cada pierna, uno en un tobillo, uno en un muslo, otro en el vientre, dos en el hombro derecho y finalmente uno en la sien derecha que le fracturó el parietal.

Cuando despertó, al cabo de un tiempo indeterminado, se sentó en una verja. El cadáver del querido Jefe y su Chevrolet Bel air azul ya no estaban. Zacarías recibió ayuda de unos campesinos. Alguien lo llevó a la ciudad y lo internó en el Marión, un hospital militar.


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1932

Los miembros de las familias Perozo, Mainardi Reyna y Patiño estaban tan mal vistos por el gobierno que mucha gente no se atrevía a saludarlos. Algunos bajaban la cabeza al toparse con uno de ellos o se pasaban a la otra acera y en el mejor de los casos le hacían una señal de amistad muy discreta.

La brutalidad de la represión corría pareja con la obstinada resistencia al régimen. Nadie supo ni sabrá nunca cuántos fueron los caídos, pero en la medida en que unos caían, otros se levantaban de inmediato y la matanza no parecía tener fin.

Los Perozo y los Mainardi Reyna mantenían relaciones muy estrechas y, de seguro, el asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa, aparte de ciertos enfrentamientos con Trujilllo durante el gobierno de Horacio Vásquez, fueron factores determinantes en la actitud intransigente de ambas familias frente al régimen.

La rebelión de los Perozo comenzó en San José de las Matas en 1932, cuando los hermanos Faustino, César y Andrés urdieron un plan para eliminar al déspota (en el cual también estaba involucrado Virgilio Mainardi Reyna). Un plan que, como tantos otros, encabezados por civiles o militares, terminó en fracaso y provocó, al igual que siempre, una reacción desproporcionada.

El plan de los Perozo era de más vastas proporciones, incluía la formación de un frente guerrillero que no llegó a prosperar. En los primeros enfrentamientos con la guardia de Trujillo murieron los tres hermanos y otros cabecillas. Los que sobrevivieron, unos siete en total, se vieron obligados a desbandarse en dirección a la cordillera central, perseguidos por una jauría de guardias rabiosos que apresaban y torturaron campesinos para obtener información o por considerarlos sospechosos   de colaborar con los enemigos.

Tiempo después matarían en Montecristi a Dionisio Perozo, y a partir de ese momento, con uno u otro pretexto, no se detendría la cacería.

No sé si alguna familia de aquella época, dejó sobre el terreno -en la lucha contra la tiranía- un reguero de cadáveres como el de los Perozo. La saña o ferocidad con que fueron combatidos, perseguidos, asesinados, torturados, desaparecidos condujo casi al exterminio de todos los varones. Se habla por lo menos de treinta o treinta y tres muertos, treinta o treinta y tres que fueron cayendo en diferentes circunstancias, diferentes frentes. Cayeron, sí, en combate, en las mazmorras del régimen o a manos de sicarios. Los Mainardi Reyna y los Patiño pasaron por un calvario parecido y también se convirtieron en familias de héroes y mártires


1945. El Perocito

Ninguna muerte causó quizás tanto dolor, indignación y rabia, impotencia y desesperación y espanto como la del llamado Perocito. El Perocito que apuñalaron en una calle de San Francisco de Macorís, o tal vez en el parque, cuando apenas tenía catorce o quince años. José Luís Perozo Fermín.

El padre del Perocito había sido asesinado mucho tiempo antes en un supuesto atraco y él vivía  con su viuda madre, una hermana mayor y un hermano menor en la calle Colón, a pocas cuadras del cuartel de la policía. Llevaba una vida más o menos normal, dentro de la anormalidad de la situación, hasta el día en que apareció un letrero en la escuela en que cursaba el bachillerato. Un letrero infamante, que denigraba a Trujillo o más bien lo definía de cuerpo entero como asesino y ladrón o algo parecido.

Había que encontrar un culpable y nadie era mejor culpable que un miembro de la familia Perozo. En el pueblo siempre se dijo que el Perocito fue víctima de las intrigas del intrigante gobernador de turno y la denuncia de un calié, un informante al que apodaban Tito Mon.

El día 13 de junio de 1945, cuando salía o regresaba de su casa, un sicario se metió en su camino y al pasar le dio una puñalada en el vientre, casi como quien dice al descuido.

De alguna manera fue a parar, a refugiarse -o lo llevaron quizás-,  al cuartel de la policía y esa fue su perdición. La gente se arremolinó en el lugar, llegaron la madre y la hermana, llegó el doctor Federico Lavandier, pero la policía no dejó pasar a nadie. El muchacho se desangraba y la policía lo veía desangrándose como quien ve caer la lluvia. Según el testimonio de una mujer, el Perocito se levantaba y caía, se caía y se levantaba, se levantaba y caía. El doctor Federico Lavandier exigía que lo dejaran pasar y no lo dejaban. La madre y la hermana clamaban a gritos que las dejaran pasar y la policía no las dejaba pasar.

“Cuando llegamos allá -cuenta Alfonsina Perozo, la hermana del Perocito- vimos aquel niño tirado en el piso del cuartel, todo lleno de sangre, aquellos policías, como fieras acordonaron el recinto. Ni mi madre, ni yo, ni nadie podía dar un paso hacia adentro”.

Cuando se le permitió finalmente al doctor Lavandier prestarle auxilio al muchacho y llevarlo al hospital era demasiado tarde. El pueblo se tiñó de un inmenso pesar, se hundió en un silencio rabioso y contenido. Siempre se hablaría del Perocito en voz baja, siempre se diría  que fue uno de los crímenes más atroces de la tiranía. Se decía que el asesino había sido enviado desde Santiago y creo que nunca se supo quién era.

Después del crimen se montaría una descarada farsa. El asesino habría sido encontrado y hecho preso, y luego se habría ahorcado en la fortaleza. La guardia permitió la entrada al público, incluyendo a las alumnas de la cercana Escuela Primaria Costa Rica, que asistieron o fueron llevadas como quien dice en peregrinación a conocer al asesino del Perocito. Allí vieron al muerto, al ahorcado que no les permitiría dormir en varios días. Era un moreno, un negro, un infeliz, un chivo expiatorio. Estaba de rodillas frente a una pared, con el extremo de una soga al cuello y el otro extremo atado a un barrote de la ventana. No se habría podido ahorcar sin ayuda. La generosa ayuda de los guardias.

1959

El último tributo de sangre a la tiranía lo pagarían los Perozo en 1959 con la llegada de Masú Perozo en la expedición libertaria del 14 y 20 de junio, la invasión o repatriación armada que tuvo lugar en  Constanza, Maimón y Estero Hondo. La inmolación armada.

Por lo que se sabe, Masú Perozo fue capturado vivo, desgraciadamente vivo. Lo trasladaron a la base de la aviación de San Isidro, lo interrogaron, lo torturaron, lo humillaron, lo ejecutaron. Dicen que fue martirizado por el mismo Ramfis Trujillo. Un enfermo, un vicioso, un sicópata, alguien a quien le gustaba matar y torturar desde la infancia.

Bibliografía:

Era de Trujillo: El exterminio de la familia Perozo

https://www.diariolibre.com/opinion/lecturas/era-de-trujillo-el-exterminio-de-la-familia-perozo-OJDL239601

Los primeros crímenes de Trujillo

http://unojotacuatro.blogspot.com/2011/11/los-primeros-crimenes-de-trujillo.html

https://acento.com.do/2018/opinion/8634074-chapita-1


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CHAPITA  (1)



Doña Julia Molina de Trujillo, como especie de caja de Pandora, parió una fiera tras otra en fila india, una más mala que la anterior y la posterior y viceversa. De su vientre  salieron todos malos. Allí no había términos medios, solo había malos y malas y peores, demonios y demonias. La futura Excelsa Matrona sabía parir, no cabe duda, aunque paría de mal en peor. Y una de esas fieras, quizás la más fiera de todas las fieras, estaba marcada por el destino, por el azar, la predestinación, por la historia y las circunstancias, por la suerte o por designios del imperio, por las fuerzas de ocupación norteamericanas, por lo que ustedes quieran.

El predestinado debutó en la escena nacional e internacional como un héroe de mil batallas a juzgar por los títulos militares que se concedió. No se conformó con el rango de general, tuvo que ser generalísimo, un rango que, sin embargo, le quedaba corto a su ego. El generalísimo era un megalómano como todos los de su clase, como sus contemporáneos y cofrades, los generalísimos Francisco Franco y  Chiang Kai-shek, con la diferencia de que el generalísimo criollo no participó nunca en batalla alguna y solo estuvo en guerra contra su pueblo. No carecía, por supuesto, de una adecuada formación militar porque las tropas del imperio se habían ocupado de ello, pero al parecer se graduó de generalísimo por correspondencia o por obra y gracias de sus aduladores.

A lo largo y a lo ancho de su vida le otorgaron o se hizo otorgar innumerables títulos que, sólo por casualidad, no incluían ninguno de nobleza. Así fue, entre otras cosas, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria nueva, Primer maestro dominicano y Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina. El supremo pato macho de la República Dominicana y el Caribe durante más de treinta años de tiranía.

En realidad, sus títulos eran demasiados para ser contados. Uno de los más curiosos era el de Generalísimo Invicto de los Ejércitos Dominicanos.

Era, además, Doctor Honoris causa por todas las facultades de la Universidad de Santo Domingo. Esto llevaba aparejado el cargo de Rector de la misma institución y la condición de Primer Maestro de la República, Primer Médico de la República, Primer Periodista de la República, Primer Abogado de la República, Primer Agricultor Dominicano.

Agréguese a todo lo anterior el nombramiento como Restaurador de la Independencia Financiera del país y el de Campeón del anticomunismo en América, Paladín de la Libertad y Líder de la Democracia Continental, Protector de Todos los Obreros, Héroe del Trabajo, Padre de los Deportes y otras cursilerías.

El colmo de los colmillos fue su postulación, en 1935,  para el Premio Nobel de la Paz (junto al presidente haitiano Sténio Vincent),

por la firma de un tratado que garantizaba la armoniosa convivencia entre Santo Domingo y Haití.

Como nunca le hicieron caso, creó su propio Nobel, el llamado Premio Trujillo de la Paz, con $50,000 dólares de dote según se dice.

Dos años después tuvo lugar la matanza haitiana, que provocó escándalo y repulsa internacional. No obstante, en 1940, con motivo de la firma del tratado Trujillo-Hull, Franklin Delano Roosevelt lo recibiría con honores, le regalaría una foto con una pomposa y halagüeña dedicatoria. Fue agazajado, en fin, con las más finas distinciones, condecoraciones, honorificencias.

Cuando visitó España en 1954 los diplomáticos dominicanos solicitaron discretamente que se le otorgara el título de marqués, o algo parecido, pero la petición fue desestimada con mucho tacto, de manera muy fina, a pesar de la cacareada amistad entre el generalísimo y el caudillo.

El generalísimo, según se dice, había horrorizado a la alta sociedad y al ejército de todas las Españas con su  tricornio emplumado y su ridículo uniforme de opereta  y no se lo consideró digno de una distinción tan refinada.

Ese mismo año, sin embargo, El papa pío XII, de ingrata recordación, le otorgó la Gran Cruz de la Orden Piana como recompensa por haber beneficiado a la iglesia católica con la firma del Concordato, que le otorgaba todo tipo de privilegios.

En enero de1961 los cortesanos del sátrapa solicitaron al Vaticano que le otorgara el título de Benefactor de la Iglesia, pero en esa época Trujillo olía a muerto y la iglesia le dio largas al asunto y al final, sólo al final, lo enfrentó.

La descendencia y parientes cercanos  del generalísimo disfrutarían en menor medida del beneficio de títulos al por mayor y al detalle.

Su madre, Julia Molina, se convertiría en La Excelsa Matrona y su padre, José Trujillo Valdez  (alias Pepito, alías Pepe botella) sería nombrado diputado y condecorado varias veces y sería además sepultado  en la Capilla de los inmortales de la catedral primada de America, cerca de los restos de los Padres de la patria y las supuestas cenizas del Gran almirante.

“Jamás despojos tan ilustres -dijo Jacinto Peynado en el panegírico- han pasado bajo las arcadas de este templo para recibir cristiana sepultura”.

La esposa del generalísimo, María Martínez, se convertiría en La Prestante Dama y Primera Dama de las Letras Antillanas y también en una de las mujeres más redondas del país.

Su hermano favorito, Negro Trujillo, se convertiría igual que él en generalísimo y llegaría como él a ser presidente de la República.

Su primogénito, Ramfis Trujillo Martínez, se convertiría en La Promesa Fecunda y Príncipe Favorito, aparte de degenerado, violador  y drogadicto. En su brillante carrera militar alcanzó el cargo de Coronel a los cinco años y el de general de brigada a los nueve. El hermano menor,  Radhames, no se quedó atrás. A los cuatro o cinco años lucía el uniforme de mayor y a los nueve el de general. Y recibía, por supuesto, el salario correspondiente

La poco angelical Angelita, su hija mimada, la niña de sus ojos, sería algún día nombrada Princesa del Corso Florido y sería elegida en un concurso Reina de la Paz y Confraternidad del Mundo Libre.

De modo, pues, que a los miembros más encumbrados de la familia no les faltaban títulos, honores, reconocimientos, mientras que al supremo pato macho le sobraban. Los tenía todos o casi todos…

Pero le decían Chapita.

Chapita le decían o dicen que le decían desde chiquito su mamá y sus hermanos porque le gustaban esos trocitos de metal  con un grabado delante y un sujetador detrás, las llamadas chapas o chapitas, quizás las medallitas  de la Virgen, de san Pedro, san Pablo, de la reina Victoria de Inglaterra o Isabel de España, quizás las tapas o chapas de las botellas de refrescos o ron y todo tipo de baratijas, todo lo que brillaba y se podía poner en el pecho o colgar del cuello…Algo, en fin, a lo que son aficionados o más bien adictos todos los  militares, sobre todo si son rusos. Especialmente si son rusos.



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Chapita (2)


Chapita era el cuarto de las fieras, de las once fieras que sobrevivieron a los incontables partos de Julia Molina. Tenían nombres bonitos y algo graciosos. Se llamaban Flérida Marina, Rosa María Julieta… Uno se llamaba José Arismendy y le decían Petán, quizás por no decirle Patán. Otro era Amable Romero y le decían Pipí, y después Luisa Nieves, Julio Aníbal, Pedro Vetilio, Ofelia Japonesa y Héctor Bienvenido, al que le decían Negro. Cariñosamente Negro.

Con este último, el volátil Chapita se llevaría casi siempre bien. Con Julio Aníbal se llevaría mal, muy mal, y el pleito acabaría como el de Caín y Abel.

En general fue generoso con todos. Durante su largo gobierno o gobiernazo, como le llamaban sus cortesanos, sus hermanos de madre y padre, menos uno, hicieron una brillante carrera como coroneles y generales del ejército.

Por parte de madre, de la muy querida Mamá Julia, Chapita era descendiente de Pedro Molina Peña, un campesino, y de Luisa Ercina Chevalier, una maestra de ascendencia haitiana. Gente de pocos medios y buena reputación. De esa ascendencia, Chapita renegaría o se declararía orgulloso algunas veces, de acuerdo al lugar y las circunstancias.

La parte mala parece que le llegaba a Chapita por parte de padre, pero Mamá Julia la transmitía…

Ahora bien, aquí ahora las cosas se complican. El padre de Chapita, José Trujillo Valdez, alias Pepito y a veces Pepe botella, era hijo de un signo de interrogación. Su apellido materno era sin duda Valdez porque era hijo de Silveria, Silveria Valdez. Pero el apellido paterno era quizás Trujillo, solamente quizás, probablemente quizás y nada más. Pepito podía ser hijo de un tal José Juan de Dios Trujillo Monagas, que tuvo una relación con Silveria Valdez, pero también de Vicente y otros veinte.

Lo del abuelo paterno, en resumen, no está claro. Lo de Silveria, en cambio, no admite dudas, a menos que no le cambiaran el muchacho al nacer.

Silveria era un primor, un dechado de las peores virtudes. Alguna vez, dicen las malas lenguas, fue concubina del dictador Ulises Heureaux, alias Lilís, y tuvo amantes a granel, pero la peor fama le viene, entre otras cosas, por sus servicios a la causa del despótico Buenaventura Báez y del mismo Lilís, y por su condición de empresaria y relacionista pública de fondas y posadas y burdeles. Alguna otra vez, según según se comenta, en sus mejores años ejerció la prostitución al por mayor y al detalle, sobre todo al por mayor, y ganó fama entre las aguerridas tropas españolas que ocuparon el país durante la guerra de restauración. Las mismas que se vieron obligadas a abandonarlo con una mano detrás y otra delante.

José Trujillo Monagas, un español procedente de Cuba, donde había sido oficial de la policía, llegó al país en oscuras circunstancias y se estableció por un breve período. Se hospedó alguna vez en la pensión o casa de huéspedes que Silveria Valdez tenía en San Cristóbal, vivió maritalmente, brevemente con ella y luego se fue para no volver.

Silveria alumbró y le puso nombre y apellido al futuro padre de Chapita después que Trujillo Monagas, el amante ocasional, se había marchado del país y ningunapersona le discutió la paternidad. Trujillo se quedó y pudo ser Trujillo. Pero nadie (como dijo Freddy Beras Goyco en un programa de televisión) hizo la prueba de la parafina para averiguar quién había disparado.

Silveria crió a su hijo a su imagen y semejanza y, como cuenta Crassveller, sacó tiempo para desplegar todos sus talentos para la intriga y la violencia al servicio del régimen de Lilís.

En opinión de Sánchez Lustrino, era notoria “la compenetración que tenia Pepito con los impulsos e instintos de su madre”. Pepito Trujillo Valdez se parecía a su mamá por dentro y por fuera, y la emuló en casi todos los sentidos. Había asistido a la misma escuela que ella, la escuela de la vida, y había salido como ella, tan cuero y cortesano e intrigante como ella. 

Pepito se convirtió al crecer en comerciante, en un pequeño empresario de negocios turbios, todo tipo de negocios turbios o ilícitos, negocios de cosas ajenas por supuesto, que incluían  vacas, gallinas, cerdos, caballos, mulos, tierras, maderas, casas y cosas generalmente mal habidas.

Desde temprana edad ganó fama de cuatrero y estuvo preso, por supuesto, en varias ocasiones. De la cárcel duradera lo salvaron sus relaciones en el gobierno de Lilis, pero en alguna ocasión llegó a afectar con sus turbios negocios la reputación de su propio suegro.

Por lo demás, era o parecía ser un tipo agradable y amigable, como dice Crasweller, un sinvergüenza simpático, aunque notablemente rencoroso y sobre todo licencioso, libidinoso en grado extremo, fiestero, bebedor, inescrupuloso. 

Murió, lamentablemente, en 1935, apenas a los cinco años de haber llegado Chapita al poder. El mismo tiempo que, al decir de sus detractores, le duró la borrachera con la que celebró el magno acontecimiento.

No todas las opiniones sobre este personaje son coincidentes ni peyorativas, desde luego. El Vaticano, por ejemplo, vio con buenos ojos que fuera enterrado en la catedral, dio su visto bueno de buena gana.

Jacinto Peynado, por lo que dijo en su panegírico, consideraba que ninguno de los fieles difuntos que  poblaban los nichos del sagrado recinto de esa misma catedral primada de América eran más  ilustres que los de José Trujillo  Valdez, alias Pepito, alias Pepe Botella.

Al siguiente día del luctuoso acontecimiento, con el país cerrado en riguroso luto, en imponente duelo nacional de extremo a extremo, la señorial avenida Duarte, un bulevar de reciente inauguración, empezó a llamarse (y así se llamaría durante toda la era gloriosa) Avenida José Trujillo Valdez.

En los considerandos de la resolución que justificaba el merecido cambio, Virgilio Álvarez Pina, presidente del poder municipal del Distrito Nacional y un enfermizo colaborador de Chapita, dejó establecido lo siguiente: 

“Que los pueblos deben perpetuar la memoria de sus benefactores cuando han recibido de ellos servicios de alto linaje espiritual. Que el preclaro y excelso ciudadano José Trujillo Valdez, lamentablemente fallecido, además de sus virtudes cívicas y de sus relevantes méritos es acreedor del reconocimiento público por la circunstancia feliz de haber sido el progenitor muy amado del varón extraordinario que pone empeños inigualados en nuestra historia por la estructura de la Patria Nueva”. 


Bibliografía 

La biografía de José Trujillo Valdez

http://rosamelfierroperez.blogspot.com/2013/03/la-biografia-de-jose-trujillo-valdez.html

Robert D. Crassweller, “The luce and times of a caribbean dictator”



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Chapita (3)

Chapita nació en el que sería, por el simple hecho de haber nacido, un año fatídico en nuestra historia, un año agrio, nefasto, el 1891. Nació, por casualidad, en un poblado llamado San Cristobal que apenas tenía dos calles, y en cuyos alrededores sobraba espacio, sobraban ríos y montañas, todo lo que constituye la esencia de una vida pueblerina en un país rural y poco poblado: el país paisaje con un merengue al fondo en el que Chapita daría rienda suelta a su juventud desenfrenada, sin escatimar medios en la lucha por la supervivencia y como trepador social.

En opinión de Crassveler, la familia no era de origen humilde sino más bien de clase media o alta en relación al nivel de una pequeña comunidad rural y aislada. Los vecinos tenían a Julia Molina colgada del alma a causa de los tormentos que le infligía su infiel y a veces grosero marido, pero vivían en una de las más dignas casas del poblado, una que habían heredado de Ercina o Erciná Chevalier, la abuela materna de Chapita. Era una casa modesta y sin pretensiones, pero de generosas dimensiones, un rancho de madera techado de hojas de zinc pintadas de rojo, seis habitaciones, sala y comedor, un amplio patio con árboles frutales, letrina y cocina al fondo.

Todo indica que en sus años de infancia y en su época de estudiante, Chapita llevó una vida anodina y normal, pero en verdad no hay nada normal ni anodino en su biografía. Crassweller cuenta que  a los cinco años sufrió un severo ataque de difteria y se salvó de milagro gracias a la influencia de unos médicos que le proporcionaron una de las primeras dosis de antitoxina para combatir la enfermedad que habían llegado al país.

En el ánimo de Chapita, a partir de un incierto momento, se incubó de alguna manera el odio en la sangre, odio, resentimiento, frustración y revanchismo en los huesos y en la sangre a causa de sus delirios de grandeza y del rechazo que generaban su inconducta y la de sus hermanos. Pero no siempre fue así. No parecía ser así.

La mayoría de las fuentes describe el capítulo de la infancia y educación sentimental de Chapita como un período en el que nada presagiaba la naturaleza del monstruo que habitaba en su interior.

Ingresó a la escuela o escuelita de Juan Hilario Meriño, una de las cuatro o cinco escuelas hogareñas que había en San Cristóbal, y allí aprendió las primeras letras, se alfabetizó, aprendió a leer y escribir (la más valiosa o útil instrucción que un ser humano puede adquirir). Al cabo de un año pasó a la escuela de Pablo Barinas, un distinguido discípulo de Eugenio Maria de Hostos, alguien preocupado por impartir, así fuera en vano, la educación de los sentimientos. Su abuela materna, Ercina Chevalier se ocupó personalmente y sin duda amorosamente, de complementar en la medida de lo posible su formación académica. Por lo demás, alguien dice que en alguna ocasión fue monaguillo, brevemente monaguillo, si la información es cierta.

Por las manos del “joven y vigoroso” Pablo Barinas pasaron todos los miembros de la familia Trujillo Molina, los miembros de la tribu, y sólo por esto merecería una medalla, un título de reconocimiento.

A juicio de Pablo Barinas -dice Crassweller- Virgilio fue el mejor estudiante, Chapita el que mostró el mejor comportamiento y Petán lo peor de lo peor, alguien que sobresalió por su poca o ninguna aplicación al estudio, su mala conducta y su bien ganada fama de ladrón de pollos.

Chapita era tranquilo, a juicio de Barinas, dueño de una inteligencia despejada, una inteligencia natural, un muchacho que mostraba especial u obsesiva  preocupación por su apariencia, pulcritud, el aseo, la limpieza personal, alguien que en todo momento lucía o quería lucir acicalado, impecable.

En esos años, a finales del siglo XIX e inicios  del XX, consolida su relación con sus tíos Pina Chevalier, hijos del segundo matrimonio de su abuela Ercina, que había quedado viuda y se había vuelto a casar con un culto hombre de letras: Juan Pablo Pina.

Otra de sus grandes amistades es la que establece por la misma época con su padrino y pariente lejano Virgilio Álvarez Pina, el célebre, aunque no celebrado Cucho Álvarez.

Estos personajes y muchos de sus descendientes formarán parte de sus más fieles y cercanos servidores durante la era gloriosa.

Con Álvarez Pina ingresa Chapita a la verdadera escuela, la escuela o universidad de la vida, y empieza de alguna manera a torcerse, si acaso no había nacido torcido, a mostrar sus bajos instintos. En aquella época dorada, y en compañía de Álvarez Pina, Chapita se aficiona en modo particular a los caballos, se convierte en un jinete temerario, a caballo frecuenta los mejores balnearios, se convierte posiblemente en excelente nadador de mar y río y nace su afición por los perfumes y el baile. Crece, desde luego, su afán de pulcritud y de elegancia, a la vez que disminuyen sus escrúpulos. Su impecable figura ecuestre se hace popular, conocida en toda la zona. Surge o nace, o mejor dicho estalla de repente, su precoz interés en las mujeres. Las mujeres como aves de presa a las qué hay que conquistar por cualquier medio.

Gana fama por su comportamiento agresivo, su lujuria o lascivia impenitente, a flor de piel, las malas artes que afloran en su naturaleza de mujeriego empedernido, su vocación de amigo de lo ajeno.

Acumula cada día un mayor índice de rechazo, no por su condición social sino por su inaceptable comportamiento de ave de rapiña, y en la medida en que se generaliza el rechazo hacia el voraz depredador, se incrementa su odio contra la sociedad que lo desprecia y de la cual se vengará algún día.



Bibliografía

La biografía de José Trujillo Valdez

http://rosamelfierroperez.blogspot.com/2013/03/la-biografia-de-jose-trujillo-valdez.html

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


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Chapita (4)

El general Marcial Soto, un militar banilejo de pura cepa, recibió en alguna ocasión la encomienda de llevar a Chapita preso a Santo Domingo. Preso y bien amarrado, a lomo de mula, por robo de ganado. Cuando iban a pasar por San Cristóbal, Chapita le pidió humildemente por favor a Marcial Soto que lo  desamarrara mientras atravesaban esa población porque por ahí tenía una novia y no quería que ésta lo viera en esa situación. El general Marcial Soto lo complació. Chapita posiblemente adoptó en la medida de lo posible una postura digna, miraría quizás con desprecio, quizás con ojeriza, a quienes se fijaban en él y le guardaría un agradecido rencor o un rencor agradecido durante toda la vida al militar banilejo.

Cuando subió al poder, Marcial Soto no se alineó con él y Chapita lo mandó a matar o lo mandó a matar por el simple gusto de matarlo. El general había sido jefe militar en Baní, comandante de armas, y aunque apenas sabía escribir fue uno de los fundadores de la biblioteca pública. Ahora estaba medio ciego, cargado de años, pero la dignidad que le impedía inclinar  la cerviz ante un tirano le dio fuerzas para refugiarse en los montes situados entre el poblado de Galeón y el cruce de Ocoa,  acompañado de su hijo Pirolo, que contaba a la sazón catorce años. En esa zona tenía familiares que le llevaban alimentos a escondidas y lo protegían. Pero su mayor protección -como cuentan sus familiares- eran las oraciones que decía cuando Chapita mandaba guardias a rastrear la zona. Oraciones que -para que surtieran efecto-, tenía que decir con la cabeza gacha, sin levantarla bajo ninguna circunstancia hasta que pasara la tropa. 

Marcial Soto, el general banilejo que metió preso a Chapita

Las oraciones lo ayudaron aparentemente a hacer de alguna manera las paces con Chapita y vivir para contarlo. Algo insólito, inaudito: meter preso a Chapita, no plegarse a su  régimen, contrariarlo, irse al monte y vivir para  contarlo. Morir de viejo en su cama.

No sería esta la única vez que Chapita conociera la cárcel por dentro, aunque a la larga se convirtió en carcelero y metió al país entero en prisión. En el ínterin desempeñó, varios oficios, incluyendo el de jornalero y dependiente de pulpería, pero en lo que siempre sobresalió fue en el oficio de amigo de lo ajeno: falsificador de cheques, ladrón postal, asaltante de bodegas, cuatrero. Chapita nunca le tuvo miedo al trabajo. A cualquier cosa se dedicaba Chapita, a condición de que fuera deshonesta. Alguna vez fue declarado culpable de delitos menores y encarcelado por breves periodos. Nunca por el tiempo que en verdad se merecía.


La sagrada familia

Por el mismo camino iban sus hermanos, sobre todo Virgilio, Pipí, Aníbal, Petán. Con ellos a veces mantenía Chapita las peores relaciones, rencillas que se prolongarían a través de los años, incluso durante mucho tiempo después de su llegada al poder. Incluso toda la vida. Otras veces, sin embargo, se asociaban para delinquir y como buenos hermanitos delinquían. En compañía de Petán, cuando las cosas estaban bien entre ellos, arrasaba Chapita las fincas de los alrededores. Luego Petán se vio obligado a asilarse en el Cibao donde su desprestigio nunca disminuyó. Las noticias de sus fechorías y de las veces que entraba y salía de una cárcel llegaban de vez en cuando a su pueblo natal. En este sentido le fue peor que a Chapita, ya que llegó a caer preso hasta por acusaciones de homicidio seguramente fundadas.

Algunas de las hermanas de Chapita no se quedaban atrás y ganaban fama a su manera, como la célebre Nieves Luisa, la impoluta Nieves Luisa de la que habla José Almoina en el segundo capítulo de un despreciable libro de chismes que lleva por título “Una satrapía en el Caribe”. En ese nefasto capítulo, el ex secretario de Chapita denigra concienzudamente a casi todos los miembros de la familia Trujillo Molina, empezando por el fundador, el célebre y celebrado José Trujillo Valdez, alias Pepito, alias Pepe Botella. El texto infamante castiga sin misericordia al fundador de una dinastía que alcanzó en vida los honores máximos. Califica de abigeo, cuatrero, ladrón de ganado al hombre que fue senador de la República y Patricio, símbolo de la honestidad, esposo modelo, al prócer cuyo nombre se le dio a una provincia, canales, puentes, calles y plazas, cuya imagen fue colocada en el salón de sesiones del Congreso Nacional, junto a las de Duarte, Sánchez y Mella. El hombre, en fin, en cuyo homenaje se instituyó en el país el día del padre, el mismo cuyas cenizas reposan o reposaban en la Catedral primada de América, al lado de las de Colón, el que recibió a su muerte homenajes que no se tributan a los emperadores. A éste personaje, a éste prestigioso ganadero lo llama Almoina abigeo, cuatrero, ladrón de ganado. 

Para peor, Almoina acusa a Pepito de haber tenido un último hijo fuera del matrimonio, un último aporte a la Patria -sugiere despectivamente- que dejó al cuidado de la República. Se trata o trataba, al parecer, de un tal Nene Trujillo al que define como rechoncho, adiposo, ceceante, hidrocéfalo, un retrasado mental que a los doce años ya era coronel y propietario de una gran finca en Engombe y que vivìa con su avejentada media hermana Nieves Luisa.

Con Aníbal, Virgilio y José Arismendi no es menos generoso el Almoina. Fueron ellos -al decir de Almoina- los primeros que secundaron y emularon al padre en el robo de ganado durante algunos años. Los siguieron los hermanos menores, especialmente Chapita, no sin algunos tropiezos. Tropiezos que -según dice Almoina- les obligaron a comparecer ante los tribunales en ciertas ocasiones, tropiezos o tropezones que hicieron que las comarcas de Bonao y Baní conocieran las hazañas de los Trujillo, a quienes tienen o tenían por unos bandidos.

Aníbal sería, a juicio de Almoina, un loco de atar con el cerebro fundido, un vulgar esquizofrénico y alcohólicosifilítico. Dice que imitaba a Napoleón, que se vestía con una capa de colorines muy parecida a la de su hermano el sátrapa y formaba a los criados de su finca como a milites y a cada uno les adjudicaba un nombre ilustre. Tan loco estaba que su hermano Chapita tuvo que mandar a suicidarlo. 

Otros muchos afirman que se suicidó sin ayuda.



Bibliografía

José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


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Chapita (5)

La sagrada familia (continuación)

Diatriba tras diatriba se acumula en el injurioso y jugoso capítulo que José Almoina dedica a la gloriosa estirpe de los Trujillo Molina. Algo que sería indignante si el lector no sospechara que todo o casi todo lo que se dice es verdad o por lo menos merecido. El que queda peor parado de la familia, si acaso alguno queda, es el abominable Petán o Patán Trujillo, un personaje repulsivo que parece haber sido hecho a mano por el más inescrupuloso creador. Un dechado de maldad, el arquetipo del bravucón y cobarde, un engendro, un personaje retorcido y perverso. Un trujillito.

Dice Almoina que la biografía del feroz José Arismendy Petán se resume en una serie de asesinatos, violaciones y sobre todo estupros, y que cuando la impotencia lo convirtió en eunuco abusaba de las muchachitas desflorandolas con los dedos.

José Arismendy Trujillo, alias Petán

En Bonao estableció Petán lo que Almoina llama un bajalato, un territorio gobernado por un Bajá o Pachá. “A este megalómano –dice Almoina-, le había hecho su hermano Rafael a más de Mayor del Ejército, árbitro de las tierras de Bonao y explotador de la finca Rancho Grande”.

En Bonao, Provincia Monseñor Nouel en honor de un ferviente colaborador de Chapita, se hizo el petánico patán nombrar hijo adoptivo, rey o señor feudal, dueño de vidas y haciendas y empezó a cometer, según dice Almoina, todo tipo de crímenes para apoderarse de tierras y doncellas. A los peones de sus fincas, a los que pagaba una miseria, los enganchaba a la guardia sin que ellos lo supieran y se embolsillaba discretamente el salario, que triplicaba lo que recibían. En Bonao lo odiaban cordialmente, pero era un hombre valiente que repartía bofetadas a diestra y siniestra con el respaldo de sus guardaespaldas, un temerario que sólo se paseaba o se paseaba sólo en compañía de su celosa escolta.

No puede olvidarse que Petán fue el fundador de la emisora radial La Voz del Yuna, que luego se llamó La Voz Dominicana y fue trasladada de Bonao a la capital por órdenes de Chapita. Años más tarde, en 1952, se convirtió en el primer canal de televisión del país y uno de los primeros de América Latina.

La contratación de artistas latinoamericanos de mucho relieve convirtió la semana aniversaria de esa Voz Dominicana en uno de los eventos culturales más glamorosos de la era gloriosa. En éste se concentraba durante siete días la apasionada atención de los televidentes y muy especialmente la de Ramfis Trujillo, el impenitente lujurioso y violador que en más de una ocasión intentó meterle mano a más de una de las graciosas vedettes extranjeras.

Aparte de sus inquietudes artísticas y su gran debilidad por los caballos y vacas ajenas, Petán sentía un gran amor por la agricultura. Por eso Chapita le concedió el monopolio de frutos menores, la exportación y comercio de huevos, granos, guineos, aves, etc. En consecuencia, la venta de los productos, que con anterioridad constituían un libre mercado, se canalizó a través de grandes almacenes.

“El miserable Petán –si es cierto lo que dice Almoina en su libelo– muy luego distribuyó por el campo dominicano destacamentos del Ejército, que obligaban a los campesinos a entregarles los productos de su trabajo a precios irrisorios. Hizo más; intervino en los muelles de los puertos para que sin su autorización no pudiera salir del país un solo racimo de plátanos. Quedó así, por el doble sistema de coacción directa o de intervención coactiva, todo el sistema en sus manos. En adelante no se consumirían frutos menores sin pasar por las manos de Petán. Él los mandaba a comprar directamente, a precios caprichosos, y el campesino no tenía otro remedio que vender. Este monopolio se amplió con el de la exportación de huevos y aves. La cosa se llevó al extremo de que el campesino que salía a la carretera y no entregaba sus productos a los esbirros de Petán, aparecía muerto, modo de sembrar el terror en la comarca”.

En otra época menos afortunada, esto hay que reconocerlo, Petán arriesgaba el pellejo para ganarse la vida y en incontables ocasiones -ya se ha dicho- cayó preso y mal preso. Un testimonio cristiano y casi conmovedor de las penurias por las que tuvo que pasar José Arismendy me ha sido proporcionado recientemente desde Miami por el apreciado amigo Tiberio Castellanos.

Tiberio vió en una ocasión que nunca se borraría de su memoria cuando a Petán lo llevaban preso por robo de ganado en el tren que venía de Sánchez hacia San Francisco de Macorís. El tren tardaba una eternidad en el trayecto, casi un día completo, y se detenía en Pimentel, un pueblo que originalmente se había llamado Partido del Cuaba y alguna vez se había llamado Barbero, gracias a un célebre personaje.

En Pimentel demoraba el tren otra eternidad. Allí -dice Tiberio Castellanos- la locomotora “bebía” agua de un gran tanque frente a su casa. Tiberio recuerda todavía claramente que Manuel Mora (que tenía el cargo de Síndico, Gobernador o algo parecido), subió a la portentosa y resoplante máquina a ver al preso y mandó que le trajeran comida y agua.

Dice Tiberio que la gente decía que Petán nunca olvidó esa atención.


José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”

(http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf).



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Chapita (6)

La sagrada familia (continuación)

En comparación con Petán Trujillo, su hermano Héctor Bienvenido, alias Negro, parece haber sido un hombre decente, el más decentemente indecente de los Trujillo.

Alguna vez fue Secretario de Guerra y Marina y sucesor de Chapita en caso de muerte. Era de alguna manera su hermano favorito, o por lo menos con el que mejor se llevaba, y el único que, aparte de él, ostentaba el título de generalísimo, amén de que fue también presidente de la República.

Negro Trujillo mantenía un perfil relativamente bajo o mejor dicho discreto y tuvo una novia o marinovia formal llamada Alma McLauglinh Simó, con la cual contraería matrimonio en edad avanzada. La agraciada era hija de quien Almoina define como el indigno coronel Charles McLaughlin, uno que llegó al país durante la ocupación norteamericana y se quedo viviendo en calidad de consejero militar, traductor, socio empresarial de Trujillo y seguramente espía del imperio.

Negro Trujillo estuvo casado con Alma McLauglinh Simó hasta el fin de sus largos días, a la edad de 94 años, en la ciudad de Miami. En su testamento hizo constar que no tuvo ni un solo hijo y que su fortuna se la dejaba a ella y a dos sobrinas de ella. Muchas cosas podían inducir a pensar equivocadamente que era un compañero fiel y afectuoso. Pero en sus años mozos y no tan mozos, más que un marido o novio infiel era un depredador al que, según Almoina, se le escapaban muy pocas mujeres, generalmente jóvenes y atractivas. Cuando se cansaba de ellas las colocaba generosamente en algún puesto en el gobierno, en el Hotel Jaragua, en empresas particulares. Pero  Negro Trujillo tenía además un gusto morboso por las esposas de ciertos oficiales de alto rango, aunque no fueran agraciadas, y de sus relaciones descaradas con algunas de ellas se hablaba mucho entre los cortesanos de la era gloriosa. 

Antiguo faro casi centenario sobre el fuerte o fortín San José. Estuvo en pie hasta finales de los años de 1950

Por lo demás -dice el implacable Almoina- el Negro no desaprovechaba ningún medio deshonesto de enriquecerse, algo que era común a toda la familia, y al parecer sentía por la sangre, el derramamiento de sangre, el mismo amor que sus hermanos. Pocos meses después de abandonar el país en 1961, junto a casi toda su parentela (a causa del ajusticiamiento providencial de Chapita), se encontraron en algunas de sus fincas uno o varios cementerios sin cruces.

Otros hermanos de Chapita, como Virgilio y Pipí Trujillo, no eran menos despreciables, pero eran mucho más rastreros. Almoina dice que en un concurso de sinvergüenzas era Virgilio quien se llevaba el primer premio. Virgilio tenía un cargo diplomático en París cuando se derrumbó el frente republicano y miles de españoles salieron al exilio. Virgilio acudió generosamente en auxilio de muchos que buscaban con afán salir hacia las playas americanas y se entendió con ellos en términos de mercachifle. Dice Almoina que  recibió alhajas y oro en cantidad muy apreciable y cien dólares por cada refugiado que la República Dominicana aceptase. En consecuencia pasaron a Santo Domingo más de cinco mil españoles y Chapita se sintió contento porque quería blanquear el paìs, pero al mismo tiempo paró las orejas y exigió cuentas porque se trataba de un negocio y era un negocio redondo, jugosamente redondo. Virgilio rindió cuentas, pero las cuentas no cuadraron y el enojo de Chapita fue de mayor cuantía, proporcional al descuadre de la cuenta. Chapita procedió a destituir a su hermano 

Añade Almoina que en el asunto anduvo, como agente de Virgilio, Porfirio Rubirosa, a quien llama “el asesino Porfirio Rubirosa”, y que la operación fue tan turbia que para que se cumpliese el informal contrato de inmigración los exilados tuvieron que aportar nuevas cuotas al sustituto de Virgilio. Esto significa que Chapita y sus familiares no sólo eran ladrones sino que se robaban entre ellos.

En cuanto a Pipí Trujillo (Amable Romeo Trujillo Molina), lo primero que hay que decir es que era un poco lo que su apodo indica o implica: Un tíguere bimbín, como se dice en buen dominicano, un pillo de siete suelas, un arrastrado, un truhán, un pelafustán, un tipo de la más baja ralea, si acaso no lo eran todos sus hermanos.

De Pipí Trujillo se decía (entre muchas otras cosas de las que ninguna era halagüeña), que tenía por costumbre o por deporte chocar como al descuido los automóviles de personas que parecieran pudientes. Salía entonces como quien dice a inspeccionar el daño, se mostraba afligido, molesto, desencantado, entregaba finalmente la llave de su vehículo al agraciado dueño del  vehículo que había chocado y exigía con una petición perentoria que se lo cambiara por uno nuevo. (Algo parecido hacían algunos de los generales de Balaguer durante el fatídico régimen de Los doce años).

Quizás una de las cosas peores que hizo Pipí (con consentimiento de Chapita por supuesto) fue desmantelar un gracioso, un espigado faro casi centenario que se erguía en el antiguo fuerte de San José y que vendió miserablemente como chatarra. Toda una obra de arte, un monumento de gran valor histórico desmembrado pieza por pieza, montado en grandes camiones, llevado al matadero, condenado a la fundición.

En general, Pipí se dedicaba, según dice Almoina eufemísticamente, a la trata de blancas. Se dedicaba a la extorsión, a cobrar peaje a las prostitutas. En realidad parecería que Almoina exagera o miente o simplemente calumnia cuando afirma lo que afirma del Amable y Romeo Pipí Trujillo Molina. ¿Quién lo creería?:

“Pipí no es un polluelo, es un padrote que monopoliza la trata de blancas. Este retoño del gran cuatrero dedica sus actividades a cobrar a dólar por día y mujera todas las que venden sus gracias, sea en las casas de lenocinio, sea en sus domicilios privados. Nadie puede ejercer en Ciudad Trujillo la prostitución sino entrega un dólar a Pipí. Es un monopolio que su hermano el déspota le concedió. Para que no se escape sin pagar, ninguna mujer que ponga venal su cuerpo, Pipí recorre, con sus esbirros, los lupanares, casas de citas, cabaretuchos, etc., noche a noche”.

Por coincidencia, a ese  mismo oficio de tinieblas, el de la prostitución, se dedicaba muy profesionalmente en sus mejores años su hermana Nieves Luisa, pero no es probable que Pipí le hubiera cobrado peaje.

(Siete al anochecer [20])

Bibliografía:

José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”

(http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf).


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Chapita (7)


La sagrada familia (última parte)

La impoluta Nieves Luisa era la estrella de la familia Trujillo, quizás la primera que alcanzó notoriedad fuera del país. Se dio a conocer especialmente en Cuba donde ejerció con mayor éxito su profesión. La profesión de Silveria Valdez, su abuela paterna. Almoina dice en su execrable libelo que era cantonera en La Habana, es decir, prostituta callejera:

“Mujer en sus años juveniles de muy gentil donaire, había conocido los hoteles equívocos de La Habana en su totalidad. Quiere decirse que había estado en la capital cubana dedicada a vida ‘non santa’”.

Cosas impeorables dice de esta señora Pedro Andrés Pérez Cabral en su obra “El ladrón de San Cristóbal”, escrita casi con el mismo espíritu crítico, el mismo afán demoledor de la de José Almoina. A Nieves Luisa Trujillo Molina -dice Pérez Cabral-“en su juventud se le conocía como ‘la Trujillito’, por su vocación protagónica cuando se entusiasmaba en los prostíbulos”. 


Lo que es peor, dice un testigo de cargo, es que se destacó en su carrera de mujer pública en uno de los más sórdidos lupanares del este. De modo que “Cuando en enero de 1920 se procesó a Trujillo en San Pedro de Macorís por el estupro de una niña en Los Llanos, Nieves Luisa era popular en La Arena, zona de tolerancia de prostitutas en esa población. Que todavía existe”.

Salomón Sanz, un  cercano colaborador del régimen, cuenta que las noticias del degradante espectáculo que protagonizaba Nieves Luisa en el fastuoso escenario de “La Arena” y la vida desorganizada que le habían dado tanta fama avergonzaban al mismo Chapita. Esa mujer, su propia hermana, mancillaba sin duda el honor de su familia, hería  su sentido del pudor, su puntilloso pundonor, y siempre fue para él, según se dice, un problema agobiante, un estigma social, algo tan humillante como la falsa, seguramente falsa o supuesta acusación de estupro que lo persiguió durante muchos años.

Por suerte la Nieves Luisa se fue o le aconsejaron que se fuera a Cuba en 

los años veinte en busca de nuevos horizontes y allí alcanzó el estrellato, la consagración definitiva.

De ella y sus hermanas habla con ciertos detalles Crassweller y nada de lo que dice parece tener desperdicio. Pone el punto en las llagas, exactamente en las llagas y con la pus que destilan elabora cuatro perfiles: cuatros miniaturas en claroscuro dignas de Goya o de Rembrant.

Dice Crassweller (en traducción libre o libérrima) que las cuatro hermanas eran personas fuera de lo común, que Marina y Japonesa eran hogareñas y que se enriquecieron junto a sus esposos haciendo negocios que se beneficiaban de sus relaciones con el gobierno.

Marina, que era la mayor de los Trujillo Molina, gozaba de la protección de Chapita, según cuenta Crassweller, hasta el grado de que le permitía de vez en cuando, venderle al gobierno, a precios muy inflados, las casas que construía y que de seguro habían sido financiadas generosamente con dinero del mismo gobierno.

Julieta era la hermana extraña, incluso, en apariencia,  recatada. Dice 

Crassweller que nunca abandonaba su hogar, nunca se mezclaba en la vida pública, era casi una extraña para la familia. En cambio, su esposo, Ramón Saviñón Lluberes, era hiperactivo socialmente. Saviñón era rico de nacimiento y aumentó inmensamente su fortuna al obtener la concesión de la lotería del gobierno, la Lotería Nacional, una empresa rentable que dejaba legalmente unos dos millones de pesos al año, sin incluir otros beneficios provenientes de turbios manejos con billetes que no se vendían y luego aparecían entre los ganadores. 

En cuanto a la famosa Nieves Luisa, la cuarta hermana, dice Crassweller que aparte de diabética era muy similar a sus hermanos en carácter, inquieta, deshonesta y corrupta. Ella, afirma el indiscreto Crassweller, era la más inmoral de todos. 

Más adelante habla de algo a lo que ya se ha aludido: que se mudó a Cuba, que durante muchos años vivió en ese país, que demostró ciertos talentos ejecutivos y operativos, de los que Crasweller no da detalles ni explicaciones, y que se involucró al menos en dieciséis relaciones sexuales ilícitas de las que Crasweller tampoco da detalles ni 

explicaciones.

Lo que aparentemente hizo fue combinar la prostitución con la especulación en bienes raíces, vendiendo bienes inmuebles a precios altos después de desalojar a los propietarios mediante influencias políticas obtenidas en base a su innegable talento vaginal. 

La historia que, sobre este mismo personaje, cuenta el Dr. Lino A. Romero en su libro “Trujillo: el hombre y su personalidad”, difiere en ciertos matices de forma y fondo con lo que se ha dicho hasta aquí. El prestigioso siquiatra considera que “Nieves Luisa fue la contraparte femenina de su hermano” y que “fue una mujer inteligente, dinámica, emprendedora y con muy buen sentido del humor”, aunque igualmente “afectada por un trastorno antisocial de personalidad”.

El Dr. Romero no menciona a “La Arena” de San Pedro de Macorís como escenario de sus andanzas prostibularias, sino a “La Casa Blanca” de la ciudad capital. Es decir, una “Casa Blanca” que, a juzgar por el nombre y ubicación, debía tener cierto nivel de clase. Un viejo puertorriqueño 

llamado Don Juan era el dueño o gerente del centro de diversión y de vicio y tenía que ser bien conocido y frecuentado ya que se encontraba en la calle Estrelleta, al lado del Cementerio Municipal. “Nieves Luisa -dice el Dr. Romero- era una mujer atractiva, arrebatadoramente coqueta. Según dicen los que la conocieron, gustaba muchísimo y era prácticamente la estrella” del lugar y “una de las próstitutas más famosas de Santo Domingo”. La causa de su partida a Cuba fue una sarna “que se le presentó”. Viajaría entonces por motivos de salud y se perdería de vista hasta que Chapita llegó al poder.

En La Habana cosecharía muchos éxitos durante los fabulosos años veinte. Cultivó excelentes relaciones con oficiales del ejército y conocidos emprendedores y hombres de negocios con los que se involucraba como meretriz y empresaria de bienes raíces. Quizás a esto se refiera Crassweller cuando habla de sus talentos ejecutivos y operativos y de sus  relaciones sexuales ilícitas.

A su regreso al país tuvo amantes a granel, continuó con su vida 

licenciosa, pero ya no volvería a ejercer la prostitución, como no fuera por amor al arte. 

Chapita de alguna manera la metió en cintura, le puso un alto a su anarquía uterina mediante el sagrado vínculo del matrimonio, si acaso se lo puso. El hecho es que la casó con el militar  Manuel de Jesús Castillo, alias Lolo. Y cuando Lolo murió la casaron con el hermano. Éste logró sobrevivir mucho más tiempo a la unión y con mejor fortuna, pues llegó a ser jefe de la aviación. Además Nieves Luisa, que no tenía hijos, adoptó a Nene Trujillo, el hijo póstumo de Pepito, y se convirtió en buena madre.

Hasta la llegada de Flor de Oro y una hermana de Flor de Oro que aspira a excelsa matrona, no nacerían mujeres tan fogosas en la sagrada familia. Tan notorios o notables eran los excesos de Nieves Luisa, que hasta un hombre tan refinado y culto y taimado como Joaquín Balaguer se refiere a ella alguna vez en sus memorias de cortesano como “la oveja negra” de la familia. También dice que era atractiva físicamente o por lo menos la más atractiva de las hermanas. Quizás, sólo quizás, se sentía atraído por ella.

Al leer estas líneas cualquiera tiembla al pensar en el engendro que hubiera salido de un encate, un cruce o cruzamiento entre Balaguer y  Nieves Luisa.


Bibliografía:

Dr. Lino A. Romero, “Trujillo: el hombre y su personalidad” 

José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”

(http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf).

Pedro Andrés Pérez Cabral, El ladrón de San Cristóbal. Caracas, s.p.i., 1946

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



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Chapita (8)


Chapita tenía dieciséis años en1907, apenas dieciséis años cumplidos. Es una fecha que marca un antes y un después en su vida. Fue entonces que decidió como quien dice sentar cabeza y dar por terminadas o suspendidas sus correrías juveniles en compañía de Virgilio Álvarez Pina.Sólo mucho tiempo después se convertiría en jefe de la sagrada familia, el jefe de la manada de la que se ha tanto hablado hasta aquí.

El hecho es que en 1907, gracias a la mediación de su tío Plinio Pina, consigue empleo como telegrafista. Durante tres años serviría, en efecto, en las   oficinas de telégrafo de San Cristóbal, Baní y Santo Domingo donde ganaba la astronómica suma de veinticinco dólares mensuales. Nada despreciable para la época. Pero el puesto no colmaba sus aspiraciones ni el trabajo honrado como, ya se sabe, era su meta.


Guardia Campestre

Poco tiempo después de tan amarga experiencia laboral, Chapita se involucraba en falsificación de cheques y se le consideraba sospechoso de haberle metido mano a un dinero en una oficina postal. Por el primer delito -dice Crassweller- fue condenado por un juez de San Pedro de Macorís, pero de alguna manera se libró de la cárcel.

Al término de su carrera de telegrafista y falsificador de cheques empieza lo que Crassweler denomina el período oscuro de su vida, aproximadamente seis años, entre 1910 y 1916.

Se supone que en ese tiempo hizo un poco de todo tipo de cosas malas, cometió todas las bellaquerías, se convirtió, junto a Petán, en el azote de los ganaderos en los alrededores de Santo Domingo y posiblemente en las provincias cañeras del Seibo y San Pedro de Macorís. Se convirtió, en resumen, en un delincuente profesional. Se supone o se sabe que en algún momento se hizo miembro de una pandilla de asaltantes y se supone que en los tribunales se acumularían acusaciones en su contra, pero no existe documentación al respecto. No hay documentos históricos y muy pocas referencias sobre esta parte de su vida. Es un periodo cuya documentación fue deliberadamente destruida en incendios provocados por los interesados para hacer desaparecer expedientes contra la familia.

Algo que si se sabe a ciencia cierta es que cada día se iba haciendo de mayor fama como azote de las mujeres que se ponían a su alcance. Una de sus primeras víctimas fue Aminta Ledesma, a quien conoció en 1913 y con quien contrajo matrimonio. Siempre se dijo que su familia lo despreciaba  cordialmente y sólo accedió a la unión  porque la muchacha estaba en cinta. Deshonrada y en cinta.

Con ella tuvo una hija llamada Julia Génova y otra llamada Flor de Oro. Crassweler cuenta que la primera murió al cabo de un año, no sin que el padre hiciera esfuerzos desesperados por llevarla a un médico, tratando de salvarla. Cosa que le impidió un temporal, la crecida de ríos que interrumpieron las comunicaciones y el transporte. Esa pérdida de la que fue su  primera hija lo afectó sensiblemente.

Con la segunda hija tuvo muchas veces relaciones conflictivas y se decía que la hizo salir del país para no tener noticias de los frecuentes escándalos en que se veía envuelta o comprometida. Flor de Oro estuvo casada con el cantante Lope Balaguer después de haber caído en las garras de Porfirio Rubirosa,  o viceversa, y por fortuna no tuvo hijos con él ni con ninguno de sus ocho maridos ni con ninguno de sus  incontables amantes.

Por esa misma época -cuenta Crassweler- empiezan a manifestarse las primeras inquietudes políticas de Chapita. Aparece firmado con su nombre, en el Listín Diario, un documento concerniente a una figura pública y hace campaña a favor de Horacio Vásquez. Lo motiva el oportunismo del trepador social, no el idealismo. En su caso, y en la mayoría de los casos, la política es una extensión, una variante, una rama de la delincuencia, una forma de ascender por la escalera social o perecer en el intento.

A Chapita le fue mal en principio. Participó en una montonera contra el presidente Juan Isidro Jimenes en 1915, uno de los tantos levantamientos que se produjeron y fueron aplastados ese mismo año, y se vio obligado a huir y a esconderse. Después de un tiempo salió de su escondrijo y se presentó en condiciones piadosas ante el Ministro de justicia, que era Jacinto Peynado, y pidió perdón humildemente.

El episodio, que Crassweler relata, resulta a la vez extraño y sorprendente. Todas las fuentes conocidas describen a Chapita como un tipo limpio, aseado, atildado, acicalado, preocupado en grado extremo desde la infancia o adolescencia por la apariencia, esmerado en el vestir. Incluso cuando era pobre las pocas ropas que tenía estaban siempre en excelente condición. Su gran amistad con su tío Plinio Pina -dice Crassweller- sólo se alteraba, así fuera discretamente, cuando Chapita se apropiaba de sus corbatas.

El hombre que describe Crassweler, el que se presentó ante Jacinto Peynado a pedir perdón para poder regresar a su casa, estaba vestido de harapos y en deplorable condición física, había perdido muchos dientes a causa de desnutrición, golpes u otras causas, y estaba sumido en un total abandono y parecía además un tipo insignificante.

Peynado lo miró tal vez con pena y desprecio, quizás con indiferencia y ordenó que lo dejaran en libertad, pero antes de que se fuera le preguntó casualmente su nombre y la respuesta fue:

“Rafael Leonidas Trujillo, de San Cristobal”.

Después de tan  bochornosa, tan degradante y poco rentable aventura, Chapita no volvería a tomar parte o participar en ningún movimiento político como peón de la montonera. Lo dirigiría desde lo más alto cuando la ocasión fuera propicia. Y mientras tanto volvió a las andadas, se dedicó nuevamente a actividades criminales, a su vida de maleante, si acaso alguna vez dejó de  serlo. Así, en 1916 se hizo miembro junior -como dice Crassweler- de una copiosa pandilla de rufianes que años más tarde usaría para llegar al poder. Uno de los miembros más distinguidos o conspicuos era Miguel Ángel Paulino, un matarife vesánico, uno de esos demonios siempre sedientos de sangre que con el tiempo formarían parte de la élite de asesinos luciferinos de la era gloriosa, junto a Josè Estrella, Boy Frapier, Emilio Ludovino Fernández, Fausto Caamaño, Felix W. Bernardino, José María (el Guaraguao) Alcántara,  Federico Fiallo, Arturo (Navajita) Espaillat, Jhonny Abbes García, Candido (Candido) Torres, Roberto Figueroa Carrión, Espaillalito, Cholo Villeta, Dante Minervino, Alicinio Peña Rivera y tantos otros torturadores y asesinos de menor y mayor cuantía.

La pandilla, conocida como La 44, se dedicaba al robo de bodegas de las que abastecían los bateyes, soborno, extorsión, chantaje, robo de ganado, asaltos a mano armada, asesinatos por encargo.

El negocio no parecía ir muy bien o comportaba riesgos que Chapita no estaba dispuesto a correr. El hecho es que, por alguna razón, posiblemente ajena a su voluntad, a finales de año, el 1916, buscó empleo en un ingenio, un central azucarero, y durante una zafra trabajó en el pesaje de la  caña, un tarea muy ingrata o por la menos aburrida en la que debió sentirse poco a gusto. Su buena estrella comenzó a brillar cuando lo nombraron guarda campestre, una combinación de vigilante y policía privado. Ahora Chapita andaría a caballo y vestiría de uniforme, llevaría en el pecho una placa, una chapa o chapita de metal, símbolo de autoridad, y portaría un fusil, una bayoneta o un tremendo revólver al cinto. Ahora sí, por fin, Chapita se sentía más o menos en su aguas. Tenía veinticinco años y una ambición desmedida y un inmenso caudal de mala leche del que se alimentaban todos sus perversos proyectos.

(Siete al anochecer [22])

Bibliografía

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator




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Chapita (9)

El empleo de guarda campestre traía aparejado un salario de treinta dólares mensuales y convertía al maleante, casi por arte de magia, en un agente del orden público, una combinación de vigilante y policía privado, toda una autoridad en el cerrado y estrecho mundo del central azucarero.

El guarda campestre, dice Crassweller, trabajaba doce horas al día todos los días de la semana y también de noche cuando era necesario. Llevaba uniforme de mezclilla azul (especie de tela de jeans o vaqueros) y una placa que representaba la ley, el orden. Era una figura familiar que aparecía en cualquier lugar a caballo, con un poncho o capote enrollado en la silla para el caso de que lloviera, lo cual era casi constante o por lo menos muy frecuente en esa época.

El trabajo de guarda campestre, según Crassweler, no era de mucho prestigio, aunque tampoco era objeto de desdén. Más bien infundía respeto o temor o ambas cosas, porque el guarda campestre era en general una persona deshonesta, carente de sensibilidad y escrúpulos, muchas veces un abusador, cuando no un vulgar matarife. Sin embargo, mucho debió contribuir esta posición a la afirmación o reafirmación del orgullo y autoestima de Chapita. Y sin lugar a dudas lo preparó para la siguiente y definitiva etapa de su vida: la carrera militar.

Como guarda campestre, dice Crassweler, Chapita desempeñaba múltiples funciones. Tenía que proteger el dinero de la paga que se distribuía semanalmente, prevenir y detener peleas que se producían con frecuencia en fiestas y galleras, mantener a raya a los agitadores que se infiltraban en los bateyes a predicar doctrinas foráneas. Mantener el orden, en general. El mantenimiento del régimen opresivo de cualquier central azucarero.

Todo parece indicar que el guarda campestre se beneficiaba de las ganancias que generaban las peleas de gallos y juegos de azar ( las llamadas rifas de aguante) y de seguro no era ajeno a ciertos tipos de negocios turbios como la extorsión o la usura. Chapita se convertiría entonces en esa figura tenebrosa que es posible imaginar, una figura lúgubre, a veces bajo la lluvia, con un capote que semejaba un traje de difunto, la tétrica silueta a caballo, armado hasta los dientes bajo el sol o la lluvia o al amparo de las sombras. Casi un señor de horca y cuchillo.

Pero Chapita sólo duraría un par de años en ese empleo. Los yanquis le conseguirían, o se lo conseguiría él mismo, otro mejor, uno que le duró toda la vida.

Los yanquis gobernaban entonces directamente el país. Habían desembarcado en Santo Domingo (igual que habían hecho en Haití) para convertirlo definitivamente en un enclave azucarero, pero con el pretexto siempre loable de establecer el orden y preservar las instituciones o restaurar la democracia. Luego, en el fatídico 29 de noviembre de 1916 (casi en el mismo período en que Chapita había conseguido su trabajo de guarda campestre), un capitán de navío llamado Harry Shepard Knapp emitió una proclama desde un buque llamado Olimpia. La proclama de Knapp desconocía, en nombre de su gobierno, a la República Dominicana como estado soberano y establecía un régimen militar de ocupación que duraría ocho años.

Los tropas del imperio procedieron de inmediato a disolver el ejército y a desarmar en la medida de lo posible a toda la población, crearon una especie de servicio de espionaje para vigilar a los opositores bajo un régimen de dictadura férrea que implicaba censura, amenazas, encarcelamientos, torturas y asesinatos.

Ocupar el país de los dominicanos fue un poco más fácil que someterlos. Se produjeron episodios de oposición y levantamientos y protestas en diferentes zonas. Pero fue en el este, en las provincias de San Pedro de Macorís y el Seibo, donde se le presentó al invasor la más enconada resistencia, una que corría pareja con la más feroz represión. En esas zonas, de muy difícil acceso, surgieron o se reavivaron numerosos focos de insurgencia que mantuvieron en jaque varios años a las fuerzas de ocupación. En general los insurrectos recibían el mote despectivo de gavilleros, cuando no de ladrones o saqueadores, pero era muy heterogénea la composición de sus fuerzas. Había entre ellos verdaderos patriotas nacionalistas, bandas que habían hecho del pillaje una forma de vida, algún fanático religioso, y sobre todo campesinos que habían sufrido (igual que en otras partes del país) el despojo de sus tierras a manos de los capitalistas extranjeros vinculados al imparable desarrollo de la industria azucarera durante los primeros quince o veinte años del siglo.

El combate contra los gavilleros se llevó a cabo de una manera brutal, pero muy poco fue lo que pudieron hacer en principio las tropas del imperio.

Los insurrectos no presentaban un frente unido ni tenían, en general, un propósito político definido, aparte de la lucha por la supervivencia frente a los invasores. Además, actuaban sin coordinación entre ellos, en diferentes frentes guerrilleros y gozaban de amplio apoyo popular. Solían atacar y replegarse como quien dice a su antojo, asaltaban bateyes, ingenios y bodegas. Ocasionalmente incendiaban los inmensos plantíos de caña o chantajeaban a los administradores de los ingenios para que les pagaran a cambio de no hacerlo. Después se ocultaban en montañas y cuevas, en la espesura de un territorio densamente arbolado o quizás tupido de maleza punzante y de mosquitos, inhóspito y desconocido para las tropas del imperio.

Para enfrentar el problema y evitar que se generalizara en otras regiones del país, los altos mandos de las tropas de ocupación decidieron crear una guardia nacional y la crearon, una guardia nacional antinacional. Y así, oficialmente, Harry Shepard Knapp, el 7 de abril de 1917 emitió una orden ejecutiva, la número 27 del gobierno militar, que establecía la organización de un ejército de tropas cipayas llamado eufemísticamente Guardia Nacional Dominicana, pero comandada por oficiales norteamericanos. Tenía en principio unos ochocientos efectivos, un selecto grupo de personas de la peor ralea al servicio del imperio.

El reclutamiento de oficiales no fue tarea fácil, como dice Crassweler, porque los dominicanos con la requerida educación o formación eran renuentes a servir. De hecho, el repudio del pueblo contra la intervención era generalizado y una gran parte no disimulaba su hostilidad. En cambio, a Chapita y otros de su calaña les pareció ver el cielo abierto cuando se presentó la oportunidad de hacer carrera en esa guardia que llamaban nacional y se ofreció como voluntario.

La carta de solicitud que, con fecha 9 de diciembre de 1918 Chapita dirige al coronel C. F. Williams, comandante de la Guardia Nacional Dominicana, es todo un primor, algo que revela la candorosa hipocresía, el cinismo casi angelical de Chapita el grande.

Chapita solicita humildemente su ingreso, una humilde posición como oficial en la Guardia Nacional Dominicana. Pide excusas protocolares por molestarlo al Coronel Williams y afirma decorosamente que es un hombre al que no se le conocen vicios, que no fuma ni bebe y que no ha sido, sobre todo, de ninguna manera convicto, involucrado en ninguna corte por ningún tipo de delito.

Explica que en su ciudad nativa de San Cristóbal, a treinta kilómetros de distancia de esta ciudad de Santo Domingo, ha pertenecido y pertenece a la mejor sociedad, que tiene 27 años de edad y es casado. Un marido ejemplar seguramente.

Añade finalmente que en San Cristóbal y en la ciudad de Santo Domingo pueden dar testimonio de su conducta y buenas maneras Rafael A. Perdomo, Juez de instrucción de la primera jurisdicción, Eugenio A. Álvarez Álvarez, Secretario de la corte de primera instancia y el abogado Armando Rodríguez, consultor jurídico de la secretaría de estado de justicia.

Finalmente firma:

Sinceramente suyo 

Rafael L.Trujillo

El 18 de diciembre presenta otra carta, una de recomendación, escrita en papel timbrado, del gerente o administrador del Central Boca Chica, donde Chapita había trabajado como guarda campestre.

(Siete al anochecer [23])



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Chapita (10)


La carta de solicitud de Chapita a la Guardia nacional fue acogida favorablemente en pocos días, casi como si la hubieran estado esperando. Ciertas influencias, como las de Teódulo Pina Chevalier, del capitán James J. MacLean y posiblemente del capitán Fred Merkle no fueron insignificantes. Teódulo era su tío materno, el hermano de Plinio, y mantenía las mejores relaciones con las tropas del imperio y era sobre todo amigo de MacLean, mientras que Merkle, el fatídico Merkle, era amante o cliente asiduo de Nieves Luisa. Por esto último decía Ramón Alberto Ferreras que Trujillo se enganchó a la guardia gracias a las nalgas de su hermana (Nieves Luisa en su mejor época). De cualquier manera, no cabe duda que Chapita era el tipo de hombre que los marines estaban buscando. Un tipo de moral plegadiza o simplemente inmoral, carente de escrúpulos, de empatía, dispuesto a jurar y a matar por la bandera de sus amos.

Chapita recibió su nombramiento como segundo teniente a fines de diciembre de 1918 y se juramentó en enero del siguiente año. En un registro de la Guardia Nacional  aparece junto a un total de dieciséis segundo tenientes con el número quince. En el examen médico de rutina se hizo constar que su estado de salud era satisfactorio, tenía cinco pies y siete pulgadas de altura y pesaba ciento veintiséis libras. Estos datos, en caso  de ser ciertos, pondrían en evidencia que estaba bastante flaco.

La Guardia Nacional Dominicana tenía, entre otras cosas, la misión de colaborar con las tropas interventoras que perseguían en la región este a los llamados gavilleros dominicanos que defendían su territorio con las armas en la mano. De modo que, persiguiendo patriotas y gente que luchaba por no morirse de hambre se ganó Chapita la confianza del imperio norteamericano. Desde el principio, según los reportes oficiales, llamó la atención por “la corrección y limpieza de su uniforme y su persona”, su bien templada disciplina”, por ser  “extremadamente cuidadoso y correcto”. El mayor Watson, Thomas E. Watson, dijo que lo consideraba como “uno de los mejores oficiales en servicio. Casi todos los reportes hablaban de su eficiencia, eficiencia y obediencia al servicio de sus amos.

Entre 1920 y 1921, mientras Chapita estaba de servicio en el Seibo, tuvo lugar la intensificación de lucha contra los gavilleros. A esa época -dice Crassweler- pertenece una serie de  leyendas que se crearon para glorificar su figura egregia. El solo o con un grupo de valientes habría capturado toda una banda de rebeldes, habría penetrado en la jungla, en la oscuridad, enfrentado la muerte a cada paso mientras avanzaba. Finalmente arrestó y  esposó o encadenó a todos los supuestos criminales. A nadie mató, a nadie hizo mal este hombre de tanto valor.

Crassweler considera que esos relatos no son, por supuesto, más que fantasías. Asegura que Chapita, en ese tiempo, era un oscuro segundo teniente y nunca ejerció el mando en ninguna actividad contra los gavilleros y que su rol en la campaña fue mínima.

Participó, eso sí, en cierta especie de operación militar por la que recibió felicitaciones del mayor Watson. Una de tantas operaciones consistentes en la destrucción o quema de bohíos (con los marines al mando) para infundir terror entre los campesinos que apoyaban o se creía que apoyaban a los gavilleros. Ese tipo de iniciativa terrorista era algo rutinario que se hacía por lo menos semanalmente y que tenía efectos contraproducentes porque motivaba a mayor número de hombres y también mujeres a sumarse a la guerrilla.

Las tropelías que tenían lugar iban más allá de lo que podría suponerse. El aislamiento de la zona y el difícil acceso a la misma impedía o

Dificultaba en grado extremo las labores de contrainsurgencia y al mismo tiempo permitía cometer con impunidad todo tipo de horrores. Lo que se estableció en el este del país fue -como dice Crassweller-, un reino de terror que recrudeció en los años de 1920 y 1921. Los marines del imperio, ahora auxiliados por la Guardia Nacional, se especializaban en abusos y crueldades, torturas de las clases más  brutales, y hay razones de peso para suponer que Chapita no se mantuvo ni le iban a permitir mantenerse al margen.

Cientos de personas fueron vejadas, apresadas, asesinadas, martirizadas con hierros al rojo vivo, obligadas a beber agua hasta reventar, arrastradas por caballos desbocados, incluso descuartizadas, todo un baño de sangre en gran estilo. El historiador Roberto Cassá afirma que en muchas ocasiones los infantes de marina quemaron bohíos pertenecientes a gavilleros o a familiares de gavilleros con todo y gente adentro.

El hecho es que las noticias de las barbaries que se cometían se esparcieron por el país a través de radio bemba, el rumor público, y llegaron a conocimiento del congreso norteamericano y fueron también confirmadas por investigadores del congreso norteamericano.

La dotación militar, o parte de ella, fue objeto de una aspaventosa purga, una purga más o menos real o supuesta, y la persona que fue señalada como principal responsable, es decir, el principal chivo expiatorio, fue el  capitán Fred Merkle, el ya mencionado amante o cliente asiduo de la mencionada Nieves Luisa. Merkle fue removido de su cargo, encerrado en la cárcel de Nigua y sometido a corte marcial en 1922.

Era tan evidentemente culpable y había cometido tantas atrocidades que sus compañeros decidieron ahorrarle el sufrimiento y evitar de paso un mayor escándalo, ventilando en un juicio sus incontables fechorías, y le proporcionaron un arma en su celda: una invitación a que se suicidara volándose los sesos. En una palabra, lo sacrificaron en aras del bien común, lavaron con su sangre la mancha en el supuesto honor de los marines. Alguien asegura que fue el primer suicida de la cárcel de Nigua, el primero de muchos que se suicidarían o serían suicidados en la oprobiosa cárcel de Nigua.

Mientras tanto, en las provincias de San Pedro de Macorís y el Seibo continuaron las expediciones punitivas de los marines y la Guardia Nacional contra los insurrectos y los pobladores locales, que sufrían los efectos colaterales. Muchos gavilleros (y un incierto número de marines), fueron muertos en combate o pasados por las armas, pero no fueron las armas las que determinaron el cese de la lucha (que había durado ya cinco o más años), sino las negociaciones y concesiones. Al final, en 1922, el gobierno de ocupación ofreció una amnistía general que formaba parte del Plan Hughes-Peynado, con el que se instauró un gobierno provisional y se puso fin a la primera (o segunda) intervención militar yanqui.

El legado de miedo y odio y un resentimiento visceral permanecieron iguales o intactos por mucho tiempo en la zona, hasta que la desmemoria y el olvido fueron haciendo su trabajo, borrando poco a poco el pasado.

(Siete al anochecer [24])


Bibliografía:

Luis D. Santamaría, “Los ‘Gavilleros del Este’, ejemplo de patriotismo”.

https://elnuevodiario.com.do/los-gavilleros-del-este-ejemplo-de-patriotismo/

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


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Chapita (11-11)

 

El trato deferente que los marines dispensaban a Chapita no se correspondía con el repudio que cosechaba socialmente en El Seibo durante los años en que se dedicó, o lo dedicaron, a combatir la insurgencia en la zona. El flamante uniforme de oficial que ahora vestía no deslumbraba a la población civil ni era objeto de admiración. Inspiraba por el contrario un hondo malestar y rechazo, igual que los desmanes y ultrajes de la soldadesca.

Chapita se encontraba en El Seibo en compañía de sus conmilitones José Alfonseca, César Lora, y Adriano Valdez, que habían entrado junto con él a la Guardia Nacional y ostentaban su mismo rango. Con el segundo de ellos mantenía una relación estrecha, según se dice, y el futuro les tenía reservado un reencuentro providencial.

En el Seibo, casualmente, Chapita probaría su suerte como advenedizo en la sociedad local y la suerte le fue adversa.

El hecho es que Chapita, que seguía casado formalmente con Aminta Ledesma (aunque ya en trámite de divorcio) se encaprichó o se enamoró de una joven con la cual planeaba un ventajoso matrimonio de conveniencia con el propósito de relacionarse, mezclarse -como dice Crassweler-con distinguidas familias de la provincia.

La familia que más le interesaba era la de Servando Morel, a la cual pertenecía la agraciada, la graciosa y dichosa criatura que se había hecho dueña de su corazón, la dulcinea Bienvenida Morel.

Chapita le ofreció matrimonio, según es de suponer, al cabo de ciertos galanteos, a la  Bienvenida hija de Servando y casi al mismo tiempo solicitó la membresía en el principal club de El Seibo. En el club le dieron bola negra sin compasión, lo rechazaron en varias votaciones consecutivas. Bienvenida Morel, por su parte, declinó el dudoso honor de ser su esposa y al parecer hizo bien, tomó la decisión correcta la gentil doncella, desairó al gentil caballero que esperaba su respuesta como el Quijote de Rubèn Darío, con la adarga al brazo, toda fantasía, y la lanza en ristre, toda corazón.

El teniente Chapita no era gracioso ni caía en gracia. Recibió un doble desplante, una doble humillación que nunca olvidaría, que hirió su ego y alimentó la caldera de sus odios y resentimientos.

Chapita demostraría  muchas veces que a pesar de la imagen de oficial y caballero que quería proyectar, seguía siendo el mismo abusador, atropellador de mujeres y violador, alguien que persistiría hasta el último día de su vida en su condición de ave rapaz, de gavilán pollero. En una ocasión (una de las  ocasiones de que se tiene noticia), mientras patrullaba en busca de guerrilleros, abusó varias veces de una muchacha y fue sometido ante una corte marcial en 1920. Las evidencias eran abrumadoras y habrían sido más que suficientes para condenarlo, pero Chapita era muy valioso para el imperio y, según se sabe, una junta de oficiales norteamericanos se negó a condenarlo.

Chapita era un hombre con suerte, después de todo, aunque no en el amor. En realidad, más que afortunado, era fortunatissimo, como dicen los italianos. Los yanquis habían creado la Guardia Nacional y crearían al poco tiempo una unidad de oficiales de élite para dirigirla cuando desocuparan el país. Para tal fin, en el mes de agosto de 1921 fundaron la Academia Militar de Haina y reclutaron a veintidós segundo tenientes para un curso o cursillo de cuatro meses. Chapita estaba casualmente entre ellos.

Crassweler explica que los rangos fueron anulados y todos se convirtieron en simples cadetes. La restitución o reconfirmación de esos mismos rangos dependería del desempeño académico. En diciembre, con un excelente récord de notas, Chapita recibió la suya y fue designado comandante de San Pedro de Macorís. Ahora era teniente segundo de verdad. A partir de este momento la carrera de Chapita iba a ser tan exitosa que a veces daría la impresión de que todas las circunstancias se conjuraban o conspiraban a su favor.

Así, en enero de 1922 el comandante del Departamento Norte de Santiago, nada más y nada menos que el ahora mayor César Lora, pidió que fuera asignado a su comando. Lora era su amigo, aquel con el que había confraternizado desde que entró a la guardia y durante su estadía en el Seibo. Además le tenía a Chapita, según el mismo decía, una absoluta confianza.

El  flamante segundo teniente Chapita fue entonces trasladado al Cibao y al poco tiempo, mientras se encontraba de servicio en San Francisco de Macorís, fue ascendido al rango de capitán sin pasar por el de primer teniente. Una distinción que ningún otro oficial recibió.

Esta promoción -dice Crassweller- ocurrió simultáneamente con la reorganización de la Guardia Nacional Dominicana que entonces se convirtió en Policía Nacional Dominicana. La policia que luego pasaría a ser Brigada Nacional y finalmente Ejercito Nacional.

Chapita fue trasladado a Santiago donde lo pusieron al mando de una compañía, como corresponde a un capitán. A poco tiempo de su llegada, un favorable reporte exaltaba de nuevo sus méritos y cualidades:  “Este oficial es muy eficiente, uno de los mejores oficiales dominicanos en el Departamento Norte”.

En 1823 realizó otro curso de unos cuatro meses, esta vez en la Escuela de Oficiales del Departamento Norte: estudios de administración, topografía, ingeniería de campaña, derecho y maniobras de compañías y batallones. Chapita no sólo le sacó provecho a los estudios, sino que dio inicio o reafirmó una valiosa amistad con el coronel Thomas Watson, que era unos de los instructores, y al poco tiempo fue nombrado inspector del Primer Distrito Militar.

Chapita ocupaba entonces una de las más altas posiciones en mando y uno de sus superiores era ese mayor César Lora que había pedido su traslado del Este al Norte, su gran amigo y canchanchán J. César Lora, a quien Chapita tanto tenía que agradecer y agradecía.

Lora era el oficial que los yanquis se proponían dejar al mando, el favorito de los ocupantes para tomar las riendas del poder militar cuando se produjera la desocupación del país, que ya era inminente. Pero en 1924 el mayor Lora murió de muerte innatural, de muerte que parecía casi providencial.

Según  dicen las malas lenguas, el mayor César Lora tenía un enredo con una mujer ajena, una casada infiel, y alguien lo chivateó. El marido era dentista y era teniente y una tarde o una noche en que se apagaron los faroles y se encendieron los grillos (como en el poema de Lorca), encontró al mayor bajo un puente, montando su potra de nácar sin bridas y sin estribos. Bajo un puente del río Yaque del Norte encontró el teniente al mayor Lora sobre su mujer, o quizás viceversa, y se cobró con sangre la afrenta. El suceso no fue una obra de la providencia, no tan providencial.

Chapita no tenía nada que ver con el incidente, a pesar de lo que puedan pensar los malpensados, se lo impedía su condición de oficial y caballero, su honor de cuatrero y violador y el agradecimiento que dispensaba al mayor Lora. El dentista se había cobrado una deuda de honor, al fin y al cabo, y Chapita no tenía, por razones de empatía, grandes motivos para  lamentar esa muerte, pero por lo mucho que tenía que ganar debió ponerse por lo menos contento o resignarse de buena gana ante el hecho consumado.

La naturaleza, como se sabe, odia el vacío y, diez días después de la ejecución de Lora,  Chapita había ocupado su lugar y se hizo con el rango de mayor.

Chapita, que era un furioso apasionado del  merengue, pudo escuchar al poco tiempo la pieza que refería la tragedia de su mentor y amigo en versos casi festivos:

“Debajo del puente Yaque / mataron al mayor Lora / por estarle enamorando / al teniente su señora.

Cuando las tropas invasoras dejaron el país

en 1924, el mayor Chapita ocupaba la tercera posición en el escalafón militar. Y ese mismo año, contrariando todos los pronósticos electorales, que favorecían a Francisco José Peynado, ganó Horacio Vásquez la elección a la Presidencia de la República.

Horacio tenía una simpatía o debilidad  enfermiza por Chapita y Chapita supo aprovecharla, y supo además maniobrar, con su innata astucia y falta de escrúpulos, para desplazar del mando a otros competidores como el capitán Ramón Saviñon y el coronel Buenaventura Cabral y Baéz. De esta manera allanó el camino, pudo quedarse sólo como candidado al máximo escalafón militar.

Al poco tiempo de su llegada al poder Horacio lo ascendió a teniente coronel, el 13 de agosto de1927 lo promovió a brigadier general y en 1928 a brigadier general y Jefe de Estado Mayor.

Fabricado militarmente como quien dice al vapor en apenas diez años, el brigadier Chapita muy pronto se haría dueño del país, se lo metería literalmente en un bolsillo.

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EL TRAJE NUEVO DEL,EMPERADOR

16 de agosto 1930


Mis hermanas y yo, las hijas del conocido general Bonilla, lo recordamos todavía claramente… como si fuera ayer… Lo vimos todo desde un sitial privilegiado, desde aquel balcón del segundo piso, frente a frente a la tarima presidencial, justo a un costado de la catedral. Nuestra catedral primada de América. !Qué espectáculo! ¡Cómo poder olvidar aquel prodigio, aquella apoteosis?


Las celebraciones comenzaron el 16 de agosto de 1930 y se extendieron durante varias jornadas, al ritmo de música y danza en un ambiente mágico, festivo, como nunca se había visto en el país. Cuatro bandas de música marchaban sin cesar por toda la zona, despertaron alegremente a los vecinos a muy tempranas horas, hicieron la felicidad de grandes y chicos durante la mañana y prosiguieron, después de la juramentación durante toda la tarde, y luego durante toda la inmensa noche a la luz de la luna y una desfalleciente luz eléctrica y fuegos artificiales que hacían de la noche día.


La ciudad se vistió de gala, sí señor, con sus mejores galas. Y todo parecía nuevo y estaba reluciente. Había arcos triunfales en las principales vías y en los parques, en las pequeñas plazas. Arcos triunfales engalanados con guirnaldas y banderas coloridas. Y sobre todo había gente, mucha gente. La multitud desbordaba todos los espacios, literalmente todos. En la Calle El Conde y en las calles paralelas y transversales no cabía un alma. 

Las campanas de todas las iglesias repicaban, tañían bulliciosamente en señal de regocijo, sí señor. Todo era alegría, regocijo, sano y patriótico regocijo. Juegos florales, jinetes en magníficos caballos, elegantes oficiales enfundados en vistosos uniformes de gala.

El parque Colón parecía cosa de otro mundo, o más bien como si estuviéramos en otro país. Allí, más que en ningún otro lugar, había arcos y banderas coloridas y cantidad de flores, gente que distribuía a la gente pobre dinero a manos llena. Y gente que vociferaba, que gritaba palabras a favor del nuevo gobierno, que anunciaba una época de paz y prosperidad. Y había en medio del parque una tarima, una amplia tarima de madera que se proyectaba contra el lateral norte de la robusta, magnífica, imponente catedral primada de América.

La llegada del Jefe y su comitiva fue algo alucinante, solemne, portentoso. El Jefe apareció en el Parque Colón envuelto como quien dice en un aura de esplendor y santidad. Parecía, sí, que hubiera bajado del cielo en ese momento y todos a su alrededor palidecían. Opacos se veían en contraste con la luz que irradiaba el querido Jefe.

A las diez de la mañana en punto, tanto él como su vicepresidente, Rafael Estrella Ureña, representantes del cuerpo diplomático, ayudantes civiles y militares subieron a la tarima, que resultó un poco chica, por cierto.

El querido Jefe pronunció un discurso breve y emotivo, como tenía que ser, un discurso en el que se comprometía a preservar la paz (la paz que preservó durante todo su mandato), y a castigar con severidad, como tenía que ser, a los infractores del orden público. 

Luego pasaron a la catedral, donde se celebró la difícil, imponente ceremonia, el grandioso tedeum. Difícil, casi imposible, por la cantidad de personas que asistieron, que por nada del mundo se lo hubieran perdido.Tan grande fue la concurrencia, tan apretada, pegajosa y densa era la masa de aquella humanidad, de aquella tanta gente congregada, que muchos se vieron obligados a empujar o forcejear por un mínimo espacio. Allí, apretados como sardinas, vestidos con atuendos inapropiados para el trópico, sudando a mares, no pocos se desvanecieron por el calor, pero la mayoría se sentía feliz como los peces y todos soportaron con resignado estoicismo la retahíla de discursos de los importantes funcionarios y delegados. 

A continuación se efectuó una larga parada militar bajó un sol que arreciaba a cada momento, y finalmente, en horas de la noche, se celebró un fastuoso baile en el Club Unión, al que asistió lo más granado de la sociedad. Yo estaba ahí.

Nadie cargó ese día con una cruz más pesada que la del querido Jefe. Vestido como estaba parecía un emperador, pero tanta magnificencia tenía un precio. El Jefe era un emperador que soportaba el peso de la vestimenta como se sostiene el peso de la dignidad y los principios. Era un traje nuevo, ajustado a un nuevo protocolo, un traje de ensueño, por supuesto, ideal para países fríos. Sólo un hombre con el sentido del deber y de la elegancia como el querido Jefe era capaz de someterse, en semejantes circunstancias climáticas, a esa prueba de fuego, a vestir un traje que era como un cilicio, un tormento, una penitencia, una mortificación de la carne y del espíritu. Eso sí, el querido Jefe nunca sudaba. A fuerza de voluntad o por alguna gracia divina, el Jefe nunca sudaba.

El  Jefe se veía fresco, rozagante, con su traje imperial. Se veía fresco como una lechuga, aunque se estuviera cocinando por dentro. Fresco y bien maquillado, por cierto, como de costumbre, con ciertos tintes rosados característicos. Había que verlo con su bicornio emplumado. El sofisticado bicornio emplumado con entorchados de oro, reluciente oro de ley, el mismo que usaba con idéntica gallardía el presidente Ulises Heraux.

Había que verlo al Jefe, en toda su imponente majestad, el majestuoso porte que se gastaba con aquella casaca de tela azul de vicuña, la casaca con faldones de frac, recubierta parcialmente de entorchados con sus realces de oro.

Había que ver la gallardía, la apostura con que lucía aquellos pantalones de la misma finísima tela de vicuña, tan encantadoramente recia y tan azul, pantalones que lucían por igual vistosas bandas de entorchados de oro. 

Había que verlo con aquel varonil fajín que le ceñía el atlético talle, el fajín con sus colgantes, que eran también de oro, también de oro de ley. Y con flequillos de oro.

Bien lo recuerdo ahora todavía: aquel fajín con sus colgantes de oro y con flequillos de oro. El gracioso espadín, el  tahalí de oro del que pendía el espadín. !Ay, la patriótica banda tricolor enaltecida con  colgantes de oro, el glorioso escudo de la República con sus bordados de oro!  Aquellos inmaculados guantes blancos de cabritilla. El imponente bastón de mando, imponente bastón de Gran Mariscal… Zapatitos de charol con hebillas de oro.

El traje nuevo del querido Jefe parecía, en definitiva, como el engarce de una joya preciosa, el cofre de un tesoro, el traje nuevo de un emperador.

Así  vestía el Jefe, así sucedieron las cosas aquel día memorable, así comenzó la historia. Mis hermanas a veces dicen que exagero, que no todo fue así como lo cuento, pero yo así lo recuerdo y así lo quiero recordar al cabo de tantos años.

(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [26]. Tercera parte).

Bibliografía:

José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



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3 de septiembre de 1930

Dice un refrán, o una profecía, que las desgracias no vienen nunca solas. Cuando la bestia se impuso a sangre y fuego en el torneo electoral del 16 de mayo de 1930 (torneo o tiroteo electoral), no parecía que algo más malo podía suceder. La bestia impuso, desde antes de asumir oficialmente el poder, un régimen de represión y tomó posesión de su cargo el 16 de agosto en un ambiente carnavalesco que no disimulaba la presencia de matones y espías y la intención aviesa de cortar por lo sano cualquier asomo de rebeldía o protesta. Era un ambiente carnavalesco de tensión y nerviosismo en el que todo parecía que estuviera a punto de estallar y no estalló. Pero no habían pasado mucho más de dos semanas desde tan infausto acontecimiento cuando un engendro de la naturaleza, el peor en toda su historia, redujo la ciudad de Santo Domingo a escombros. La arrancó como quien dice de raíz un ciclón, un huracán con nombre de santo. El memorable ciclón de San Zenón de aquel fatídico 3 de septiembre de 1930.

Crassweller describe el episodio con tintes dramáticos y sombríos. En esa época no se disponían de los medios modernos para dar seguimiento a semejante fenómeno, pero algo se presentía. Un avión de Pan American se había visto obligado a desviarse de su ruta dos días antes y una onda de baja presión, intempestivas ráfagas de viento y repentinos chubascos se estaban dejando sentir cada vez con más frecuencia. Tales eventos no dejaban lugar a dudas: un huracán se acercaba, y no cualquier huracán.

Casi al anochecer del día 3, la monstruosa criatura se precipitó sobre Santo Domingo. El cielo se oscureció, se puso negro y amenazante, la lluvia golpeó con una furia inaudita y el mar se alzó sobre la tierra, sobre toda la costa sur de la ciudad, como si se la fuera a tragar entera de un bocado. Un viento pavoroso, que emitía lugubres silbidos, se movía en círculos concéntricos, desgajaba las copas de los árboles o los arrancaba de raíz, estremecía o reventaba puertas y ventanas y hacía crujir los tejados o los desprendía de cuajo. Cuando llegó la noche el terror se había apoderado de los habitantes de la ciudad, que escuchaban impotentes como se incrementaba la fuerza del viento y destruía sus hogares.

En las aguas del puerto las  amarras de las embarcaciones cedían ante la furia desatada y navegaban a la deriva, chocaban, se ladeaban, se volteaban o se hundían. Las frágiles casuchas de Villa Duarte y San Carlos fueron despedazadas o volaron por los aires, simplemente desaparecieron. El manicomio, el precario hospital siquiátrico de la urbe, fue destruido y los pacientes que sobrevivieron quedaron a la intemperie, a merced de la furia de los elementos. La sección media del puente levadizo sobre el río Ozama fue parcialmente destrozada y arrojada al río, como dice Crassweller, con sus poderosas vigas de metal retorcidas, convertidas en espaguetis.

Si lo que dice Crassweller es cierto, las hojas de zinc del hospital de maternidad se desprendieron y se convirtieron en guillotinas, armas mortales que se cobraron la vida de numerosas personas. Muchas de ellas, al parecer más de cincuenta mujeres y niños, fueron decapitadas o rebanadas, sufrieron la amputación de miembros o recibieron heridas fatales.

La furia del viento amainó durante algunos minutos en la medida en que el ojo del huracán tocó tierra y penetró a la ciudad y muchos fueron tan ingenuos para salir a la calle. Al cabo de poco tiempo empezó la segunda y más terrible tanda, con el viento resoplando y arreciando en dirección contraria, arrasando, devastando, ensañándose sobre todo con las pocas propiedades de gente humilde que aún quedaban de pie.

Se estima que de las diez mil viviendas que tenía la ciudad sólo se salvaron cuatrocientas y los poblados de Haina y Boca Chica fueron literalmente aplanados. La cantidad de árboles caídos entorpecía o hacía imposible en algunos lugares el tráfico de personas y vehículos y el puerto estaba bloqueado. Un total de treinta mil personas habían perdido sus hogares, dos mil habían muerto, seis mil quinientas estaban heridas, dos mil quinientas incapacitadas y casi todas en estado de shock.

Por lo demás, la mansión presidencial, el edificio del cuerpo de bomberos, las sedes de la cámara de diputados y de la secretaría de estado recibieron daños considerables o fueron parcialmente destruidas y el gobierno se vió precisado a instalarse en la Fortaleza Ozama. Casi de inmediato, se aprobó una ley que otorgaba todos los poderes del estado a la bestia y se declaró la ley marcial.

La ayuda del extranjero llegó en pocos días y fue de vital importancia. Vinieron doctores y enfermeras y medicinas y comidas de la Cruz Roja, de Cuba y Puerto Rico, unidades navales de emergencia de Estados Unidos, ayuda económica de Haití  y otros países

Mientras tanto, había comenzado la difícil tarea de limpiar las calles, remover los escombros y los muertos, disponer de los cadáveres de forma expedita, cremarlos parcialmente y enterrarlos para evitar una epidemia. Un humo negro y un olor característico, un olor a fúnebre chamusquina, se pasearon lúgubremente durante varios días sobre el techo de la ciudad y sus alrededores.

La bestia, dice Crasweller, se empleó a fondo y dio muestras de gran energía e iniciativa en la reconstrucción de Santo Domingo, pero también se las ingenió para sacarle el jugo a la tragedia. Entre los poderes que había recibido, uno le daba control sobre las donaciones en metálico que recibía de los gobiernos y además impuso una contribución sobre las cuentas de ahorros de los tres bancos que había en el país. Todo ese dinero estaba, desde luego, destinado a hacerle frente a la emergencia, al desastre nacional, pero una buena parte se quedó en los bolsillos de la bestia.

Además, el insigne mandatario se sintió tan complacido por su magna obra de gobierno, sus múltiples iniciativas a favor del renacimiento de la ciudad y el florecimiento de la economía y de la paz en todo el país, que se hizo reconocer como Padre de la Patria  nueva y  como generalísimo de todos los incontables ejércitos de la República, a lo que se agregó una retahíla de títulos que sería prolijo enumerar. De hecho, cada vez que se pronunciaba su nombre en las noticias o en un evento oficial era menester decir y repetir: Su Excelencia, el Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva. Más adelante recibiría el titulo de cuarto padre de la patria.

En 1936, gracias a una feliz iniciativa del senador Mario Fermín Cabral, la histórica ciudad de Santo Domingo, primada de América, fue honrada con su nombre.

(Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [27]. Tercera parte).

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator/



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Cementerio sin cruces (1)

 


En la medida en que avanzaban los trabajos de reconstrucción y remozamiento de la devastada ciudad de Santo Domingo, el futuro padre de la patria nueva se afianzaba en el poder, apretaba una por una todas las tuercas del engranaje del régimen totalitario que estaba  construyendo, especialmente en lo concerniente al aparato de seguridad de estado.

El servicio secreto era una herencia, un legado de la intervención, algo que nació junto a la llamada Guardia Nacional Dominicana, fundada en 1917 por las tropas yanquis que ocupaban el país, y jugó un papel cada día más importante y tenebroso durante toda la era gloriosa.

Con fines de modernizarlo y hacerlo más eficiente, la bestia se agenció desde un principio la asesoría de extranjeros, gente de experiencia en labores de inteligencia, sicarios y torturadores con un brillante historial, una impecable hoja de servicios a los más despiadados dictadores de la región.

Uno de los principales asesores de la bestia fue su gran amigo Watson. El mayor Thomas E. Watson, su instructor y mentor y simpatizante durante la ocupación. Watson estuvo presente y muy activo durante el periodo de emergencia posterior al ciclón de San Zenón y contribuyó a consolidar el organismo de inteligencia para que pudiera operar, monitorear las actividades de los desafectos  tanto en el interior del país como en el exterior. Sus tentáculos se extendieron de tal manera que llegaron a cubrir casi todo el espectro de las actividades políticas, sociales y culturales, penetraron en oficinas públicas y privadas, en la educación, en los hogares y familias, hasta el punto de convertirse en lo que parecía o llegó a parecer una policía del pensamiento. Así se fue creando poco a poco una atmósfera de paranoia, desconfianza, recelo, una densa y viciada atmósfera patibularia. Los ciudadanos se encerraron, como quien dice, o fueron encerrados Durante más de treinta años en un ataúd de silencio.

El desastre de San Zenón fue una bendición para la bestia, no sólo le brindó al régimen la oportunidad de consolidarse, de apropiarse de recursos destinados a otros fines y hacerse de un cierto prestigio.También le permitió librarse de una cantidad indeterminada de oposicionistas, presos políticos a quienes el huracán había sorprendido en las mazmorras de la Fortaleza Ozama y la penitenciaría de Nigua. La Ley de emergencia, que se promulgo a raíz de la devastación de la ciudad, la suspensión de las garantías constitucionales, el dictamen que otorgaba todos los poderes del estado a la bestia y la declaración de la ley marcial permitieron disponer de las vidas de estos infelices, haciéndolos pasar por víctimas del meteoro. Nunca se sabrá cuántos de ellos  fueron asesinados y luego cremados, enterrados sin identificar junto a las verdaderas víctimas en el Parque Eugenio María de Hostos. El mismo que se llamaba entonces Plaza Colombina y que se llamaría durante mucho tiempo Parque Ramfis en honor al primogénito de la bestia.

La bestia calculaba todo al milímetro, no descuidaba un detalle, no dejaba nada al azar. En 1931, con el propósito de eliminar cabos sueltos, urde un plan, una siniestra tramoya, se las arregla con desenfado y astucia para librarse de dos personajes que le resultaban incomodos:  el general Desiderio arias y el vicepresidente Estrella Ureña. Al primero lo eliminó fisicamente y al segundo lo obligó a dejar el cargo, a ausentarse del país y finalmente presentar su renuncia. También es posible que contribuyera con su muerte, algunos años después, durante una operación quirúrgica a la que fue sometido.

Mientras el gobierno asumía todos los rasgos de una dictadura militar, con un tupido entramado burocrático, los partidos tradicionales empezaban a desarticularse o ya se habían desarticulado. Sus dirigentes  se habían desbandado, se habían dado a la fuga y al destierro. La bestia empezó a ejercer un dominio casi completo de todos los poderes del estado y se disponía a controlar por adelantado por lo menos una pequeña porción del clima político que aún no estaba en sus manos: las intenciones de voto. Así, en 1931, apenas un año después de haber subido al poder, fundó su propio partido, el Partido Dominicano, en el que era obligatorio inscribirse, democráticamente obligatorio.

El glorioso Partido Dominicano fue registrado oficialmente en la Junta Central Electoral con el nombre de la bestia como director y el de Mario Fermín Cabral como presidente de la junta superior directiva. Éste último, uno de los más prestigiosos sinvergüenzas de la era, era el hombre que, según Crassweler, en alguna ocasión había sido uno de los primeros en dar la voz de alarma cuando la bestia empezó a conspirar contra el orden constituido y el primero  en enmendar el error y subirse al carro del vencedor. El hombre que, según Almoina, había traicionado a desiderio Arias, que había denunciado y llevado a la carcel y a la muerte a numerosos oposicionistas. Era el hombre que, como dice Almoina, se prestaría a subscribir o auspiciar, la iniciativa, el infame proyecto  para cambiar el nombre de la ciudad más vieja del Nuevo Mundo por el del más desvergonzado de los abigeos, por el apellido de una familia de ladrones y asesinos, el de la bestia que en cinco años había cubierto de dolor, de sangre, de lutos al pueblo dominicano.

Junto a Fermín Cabral figuraban en la nómina de fundadores del Partido Dominicano otros de los mas impúdicos y entusiastas cortesanos. Uno de ellos era  Augusto Chotín, que había participado en el asesinato del presidente Cáceres en 1911. Otro era Rafael Vidal, a quien Crassweler describe como un conspirador y asesino. El más prominente era el tío de Trujillo, Teódulo Pina Chevalier, un tipo obeso, disoluto corrupto y no muy inteligente en opinión de Crassweler.

El Partido Dominicano se convirtió en un referente obligado, en el principal soporte ideológico y político del régimen y en una importante fuente de ingresos. Todos los dominicanos mayores de edad estaban obligados a inscribirse y a donar generosamente el diez por ciento de su sueldo. El carnet de miembro, la llamada “palmita”, tenía un diseño elemental. Una palma real, el nombre del partido, la efigie de la bestia emplumada con el título de generalísimo y cuatro palabras sacrosantas: Rectitud, Libertad, Trabajo, Moralidad. Un burdo acrónimo formado con las iniciales de sus nombres y apellidos: Rafael Leónidas (o Leonidas) Trujillo Molina.

La “palmita” (junto a la cédula y la certificación de haber hecho el servicio militar), formaba parte de una santísima trinidad que todo ciudadano mayor de edad tenía que llevar consigo. Los llamados tres golpes que la guardia requería en cualquier momento a los ciudadanos, especialmente a los infelices. La falta de cualquiera de estos documentos podía ser penada con prisión y trabajos forzados. Andar descalzo también podía acarrear pena de prisión y trabajos forzados. Ser pobre y no tener trabajo podía ser penado con la cárcel y trabajos forzados por delito de vagancia.

La gente que resistía, que protestaba contra estas medidas era acosada, la gente que hablaba mal del gobierno iba a prisión o al cementerio, las mujeres que levantaban su voz contra los abusos eran vejadas en público y en privado. El servicio secreto y de inteligencia extendía sus tentáculos, penetraba por todos los resquicios de la sociedad, ejercía su dominio en cuerpos y almas. La oleada represiva por parte del ejército, con militares como Vásquez Rivera, Leyba Pou, Cocco y Federico Fiallo a la cabeza castigaba fieramente cualquier asomo de inconformidad o rebeldía. La bestia estaba construyendo un cementerio y una enorme prisión en todo el país. Una prisión cementerio.


Bibliografía:

Alejandro Paulino Ramos, “Mecanismos de Trujillo para la represión política: los servicios secretos contra los ‘desafectos’ del régimen“. (4)

José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”.

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.





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Cementerio sin cruces (2) 


La  bestia era una hechura de las tropas de ocupación yanquis, de la Guardia Nacional Dominicana que fundaron las tropas de ocupación en 1917. La Guardia Nacional Dominicana made in USA. La Dominican Constabulary Guard (DCG).

En la guardia confió la bestia para mantenerse en el poder. La guardia, la policía, la marina, los servicios de inteligencia, el más infernal aparato represivo. En algún momento llegó a tener uno de los ejércitos más poderosos del Caribe. Ninguno de sus enemigos estaba a salvo dentro ni fuera del país.

El gobierno se empleaba a fondo contra los opositores con toda su pesada y bien afinada maquinaria represiva, imponía el miedo, el terror, en los más amplios sectores de la población. En todo el país pululaban ahora los llamados policías secretos que todos conocían, espías, chivatos, gente que vigilaba y delataba, denunciaba cualquier tipo de actividad que pudiera parecer sospechosa, a cualquier persona que profiriera una queja, una simple crítica contra el orden constituido. Incluso a los empleados públicos y funcionarios se los conminaba a denunciar personas desafectas al régimen. Un desliz, una palabra indiscreta, una velada alusión o comentario político no favorable al régimen podía pagarse con la cárcel o la vida. Torturar en las prisiones, asesinar opositores en la prisión o en la calle se estaba convirtiendo en el pan nuestro de cada día.

Nadie se sentía seguro ni libre de sospechas, el régimen fomentaba la discordia, la desconfianza entre civiles y militares, entre civiles y civiles y entre militares y militares. El ojo del amo, los servicios de inteligencia, vigilaban sin discriminación sobre todos.

Mantener la dignidad y el decoro o simplemente mantenerse al margen del gobierno era cosa arriesgada, toda una osadía, y quienes pudieron lograrlo la pasaron mal. Solo unos pocos  notables, dentro del país, resistieron y sobrevivieron. Algunos durante casi toda la tiranía.

Numerosos políticos, intelectuales y profesionales, que en principio habían sido adversarios de la bestia, se sumaban ahora en tropel a su proyecto. Otros se plegaron, simplemente por miedo, se mordieron la lengua simplemente por miedo, eligieron muchas veces entre la cárcel y un empleo,  se refugiaron en un exilio interior y ejercieron con probidad sus funciones hasta donde les fue posible.

El ingente cúmulo de medidas represivas y coercitivas para convertir a la población en un rebaño de ovejas, tuvo, sin embargo, un efecto contraproducente, agravó el profundo malestar y descontento, caldeó los ánimos en lugar de enfriarlos, se manifestó con la aparición de siempre nuevas conjuras, manifestaciones de rebeldía, organizaciones secretas.

Dice Crasweller que durante los cuatro primeros años de la primera administración de la bestia se produjeron no menos de diez complots contra el gobierno y que aunque la mayor parte fue de poca o ninguna importancia, dos de ellos tuvieron amplia repercusión y muy trágicas consecuencias.

Lo curioso de todo es que el más radical y peligroso se incubó en las filas del ejército. De hecho, fue  en las fuerzas armadas, en los organismos castrenses, donde a lo largo de la era gloriosa se produjeron algunas de las peores amenazas contra el régimen y la vida de la bestia.

Los altos oficiales disfrutaban de privilegios y consideraciones especiales, pero también estaban sometidos  a una presión que muchas veces podía ser insoportable, a veces a cometer o ver cometer hechos que repugnaban a su conciencia, y además estaban más al tanto, mejor informados que el resto de la población de las atrocidades que se cometían entre bambalinas, detrás del telón de aquel teatro del horror.

El organizador de la más temprana y elaborada conspiración militar, una que tuvo lugar en 1933, fue un viejo conocido, un hombre de confianza de la bestia, si acaso la bestia tenia confianza en alguien. El teniente y coronel Leoncio Blanco.

Se conocían desde la época en que ingresaron a la Guardia Nacional, el fatídico Constabulary, y desde entonces habían sido compañeros de correrías y tropelías. Leoncio Blanco había recibido entrenamiento como oficial de inteligencia, en tácticas de contrainsurgencia y espionaje. Dice Jimenes Grullón que Leoncio Blanco era el brazo derecho de la bestia cuando urdió la trama para hacer saltar del poder a Horacio Vásquez, y que era un hombre ducho en todo tipo de mañas y artimañas militares. Crassweller lo consideraba poco educado, ambicioso y no suficiente astuto, pero reconoce que gozaba de gran popularidad entre civiles y militares. De hecho, Leoncio blanco  hizo una exitosa carrera en el ejército y llegó a ser comandante de la región sur, con asiento en Barahona. Pero fue su popularidad, según dice Crassweler, y los rumores de que estaba  concentrando demasiada autoridad en sus manos lo que alertó los finos sentidos de la bestia.

La realidad es que Leoncio Blanco estaba conspirando, montando una conspiración que alcanzó a llegar a los más altos niveles. Dice Jiménez Grullón que Dionisio blanco se manejó con bastante eficiencia y sigilo, que se había hecho de armas sacadas de los arsenales y que paulatinamente se había ido conquistando a muy altos oficiales y a civiles que adversaban el gobierno. Todo parecía ir viento en popa hasta que un teniente de la marina, al que Leoncio Blanco intentó reclutar, denunció olímpicamente el complot.

La bestia reaccionó, como dice Crassweler, con la violencia visceral que lo caracterizaba al enfrentar tanto a un enemigo como a un potencial competidor.


Bibliografía:

Juan Isidro Jimenes Grullón, “Una gestapo en America”

Julio M. Rodriguez Grullón,“Primeras conspiraciones militares contra Trujillo.

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator




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Cementerio sin cruces (3)


El descubrimiento de la conspiración del teniente coronel Leoncio Blanco le produjo a Trujillo el mismo efecto que al demonio cuando le pisan la cola. Pero el demonio podía ser más comedido. La bestia seguramente estalló en cólera y estuvo a punto de reventar, de arder en llamas por combustión espontánea. Seguramente le dio una rabieta monumental, un berrinche, una pataleta, lanzaría mordiscos de fiera enardecida, mentaría madres, maldeciría, imprecaría, insultaría y finalmente entraría en modo degüello, organizaría la represalia y respondería con todo lo que tenía.

La bestia conocía sin duda aquel refrán que dice que debajo de cualquier yagua vieja sale tremendo alacrán, pero este alacrán salía de las filas del ejército y era un teniente coronel y le decían Blanquito, cariñosamente Blanquito. Leoncio Blanco, Blanquito, un tipo popular entre las tropas, entre civiles y militares. Además no se trataba de un sólo alacrán, eran muchos alacranes uniformados, entre ellos el general Ramón Vasquez Rivera y el mayor Aníbal Vallejo Sosa, amén de numerosos oficiales de menor rango.

Como se diría en el acta del consejo de guerra que se llevó a cabo contra los principales acusados, un acontecimiento semejante no había tenido lugar en el país desde la fundación de la gloriosa Guardia Nacional Dominicana en 1917.

La bestia no podía perdonar semejante ingratitud y deslealtad. Apenas tenia tres años y medio en el poder y la misma gente a la que tanto había favorecido ya lo quería tumbar. Los conspiradores intentaban derrocar un gobierno emanado de la legitimidad de las urnas, así fueran funerarias, e interrumpir la magna obra de gobierno que llevaba a cabo el preclaro gobernante durante su primer periodo. La misma que seguiría realizando en el segundo, en el tercero, en el cuarto, en todos los que faltaban.

Lo que la bestia puso en marcha no fue sólo un aparato represivo, sino todo un espectáculo. El de la realidad como espectáculo. Tenía que dar un ejemplo a los traidores y lo dio, un escarmiento público, ejemplar. Concedió plena libertad a los esbirros para que actuaran en consecuencia y en el proceso se cometieron atropellos, asesinatos, encarcelamientos y, como de costumbre, pagaron por sus pecados tanto los mansos como los cimarrones.

A Leoncio Blanco le infligieron todos los tormentos imaginables. Fue arrestado en los primeros días de junio de 1933 y pasó un año o más confinado en una tenebrosa celda solitaria de la cárcel de Nigua. De ahí lo sacaban para interrogarlo, para torturarlo, para obligarlo a dar los nombres de los miembros del complot, pero Leoncio Blanco resistió como un toro, mantuvo todo lo que pudo el silencio, quizás incluso cuando le sacaron las uñas.

Dicen que Trujillo lo visitó en la cárcel, donde se lo presentaron prudentemente esposado y encadenado, y le vació toda una andanada de insultos que no quedaron sin respuesta. Trujillo le diría traidor y el le diría asesino, Trujillo le diría hijo de puta y el le diría cobarde. Dicen que le tiró un escupitajo. Al día siguiente lo ejecutaron, lo ahorcaron, fingieron un suicidio en el más burdo estilo. Lo suicidaron.

Con el general Ramón Vasquez Rivera y el mayor Aníbal Vallejo Sosa emplearon también la tortura y sobre todo la tortura sicológica. El juego del gato que atrapa al ratón y lo suelta, lo mantiene en un permanente estado de incertidumbre y finalmente lo elimina. Era algo parecido a lo que harían con Donato Bencosme y tantos otros. De la cárcel se pasaba a un cargo público y del cargo público a la cárcel y quizás viceversa, hasta llegar al cementerio.

Vásquez Rivera era puertorriqueño y había emigrado al país, como muchos de sus compatriotas de esa época, la época en que los boricuas venían (metafóricamente en yola), en busca de mejores horizontes. Aquí se enganchó a la Guardia Nacional, se destacó entre los mejores oficiales y se ganó el aprecio y la confianza de sus superiores. Llegó a ser jefe, comandante del ejército, hasta el día en que tuvo un tropiezo con Petán.

Petán y varios hermanos de la bestia también habían hecho una carrera exitosa en el ejército. De hecho, habían comenzado desde arriba, con el rango de altos oficiales. Además, el más alto rango era el apellido. Todos, en especial Petán (quizás por razones de abolengo), despreciaban y desconsideran a los oficiales de carrera.

Hay que suponer que, por algún motivo, el arrogante Petán le faltaría al respeto al general Vásquez Rivera y éste no se quedaría callado. Se produciría una agría discusión, una disputa, un enfrentamiento. En el choque del huevo contra la piedra perdió el huevo, desde luego y Vásquez Rivera fue puesto en retiro, lo cancelaron y sustituyeron por José García, un cuñado de la bestia. O de las bestias.

Unos meses después, el coronel Camarena, un oficial de la comandancia Ozama, denunció su participación en el complot militar que organizaba Leoncio Blanco y fue arrestado, vejado, torturado, condenado a cinco años de prisión.

En la cárcel permaneció Vásquez Rivera hasta el año 1938 y de repente lo amnistiaron. La bestia le concedió graciosamente la amnistía y lo nombró cónsul en Burdeos, Francia. Durante un año lo dejó disfrutar las mieles de la vida diplomática bajo algún tipo de chantaje o de amenaza contra él y su familia. Lo trajo de nuevo al país en octubre de 1939, lo acusaron de nuevo de conspirar contra el régimen legalmente constituido y lo trancaron de nuevo. En la fortaleza Ozama estuvo preso un tiempo en condiciones miserables. Allí le quitaron la vida en el mes de enero de 1940. Un homicidio que bautizaron, como de costumbre, con el nombre de suicidio.

El mismo tipo de vejámenes y torturas sufrió el mayor Aníbal Vallejo Sosa, un oficial que junto a Frank Féliz Miranda dio inicio a la aeronáutica militar dominicana. Ambos fueron enviados a Cuba en 1931 a estudiar aviación y de Cuba regresaron convertidos en excelentes pilotos. En 1932 Vallejo Sosa fue nombrado comandante de la recién creada fuerza área y el teniente Féliz Miranda como segundo al mando. Dicha fuerza, que era bastante débil, sólo contaba en principio con dos pilotos y dos aviones que se dedicaban al transporte de pasajeros y de valijas postales por toda la geografía nacional.

Muchos años más tarde, cuando una escuadrilla de cuatro aviones emprendió el fatídico “Vuelo panamericano” con el propósito de honrar la memoria de Colón y recabar fondos para construir un faro en su honor, Frank Féliz Miranda saltaría a la fama al convertirse, por capricho del destino, en el único piloto sobreviviente, el único de los pilotos cuyo avión no se estrelló. Los demás sucumbieron en los cielos de Colombia el día 29 de diciembre de 1937. Sucumbieron, según se dice, a la furia de los vientos de una tormenta y al fucú del gran almirante cuando se dirigían a Panamá. En ese país aterrizó Féliz Miranda, horas después de la tragedia, sin conocer la suerte que habían corrido sus compañeros de viaje.

El mayor Aníbal Vallejo Sosa duraría muy poco en su cargo. A principios de 1934 fue apresado, acusado de formar parte de la conspiración de Leoncio Blanco, torturado rutinariamente, sometido a consejo de guerra, condenado y mantenido en prisión hasta inicios de 1937. Ese año lo pusieron en libertad, igual que harían con el general López Rivera, le dieron un cargo, un nombramiento, lo mandaron a inspeccionar la construcción de una carretera en el sur o algo parecido, lo mantuvieron al salto de la mata, en un estado de zozobra. En 1938 la bestia ordenó su muerte.

Todos los demás, la mayoría de los numerosos conspiradores que Leoncio Blanco había reclutado y otros muchos que no tenían nada que ver con el complot, sufrieron por igual las penas del infierno en la tierra. Se calcula, tímidamente, que al menos un centenar fueron pasados por las armas, torturados y pasados sin apelación por las armas.


Bibliografía:

Julio M. Rodriguez Grullón,“Primeras conspiraciones militares contra Trujillo.

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator



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Cementerio sin cruces (4-4)



El fracaso de la conspiración militar de Leoncio Blanco y el baño de sangre en el que fueron ahogados sus participantes no desalentó ni desalentaría a la oposición. De hecho, las conspiraciones fallidas, los atentados fallidos y las invasiones fallidas serían cosa de rutina durante la era gloriosa.

Todas fracasarían rutinariamente, pero cada fracaso, en vez de aplacar los ánimos se convertía en caldo de cultivo, alimentaba el germen de nuevos proyectos subversivos que desembocaban en nuevos fracasos. Un día llegaría, finalmente, en el que un grupo de temerarios fraguaría un complot que tendría éxito, algo que parecía imposible llevar a cabo. Una conjura de la que ningún organismo de seguridad tendría noticias. Esa vez, como dice Tiberio Castellanos,  nadie hablaría entre tragos, no habría un descuido, un infiltrado, un delator, ni un cobarde ni un traidor.

Mientras tanto, la gente que luchaba contra la tiranía no se tomaba vacaciones. La rebeldía juvenil -afirma Jimenes Grullón- se ponía de manifiesto por medio de acciones que permanecen ignoradas u olvidadas. En 1932, un grupo de estudiantes universitarios intentó ponerle a la bestia una bomba cuyos materiales de fabricación procedían de Puerto Rico. En 1933 un grupo de jóvenes, que al parecer fue descubierto, hizo estallar un explosivo en el cementerio municipal de la capital. A principios de 1934 hubo nuevas explosiones en la misma ciudad y sobre todo en Santiago. Todo un festival de bombas y manifestaciones de rebeldía.

Dice Crassweler que el verano de 1934 fue testigo de una inusual agitación en el Cibao, que aparecieron numerosos letreros antigobiernistas en escuelas y calles, que  explotaron numerosas bombas de fabricación casera, que floreció además una cierta industria artesanal de fabricación de armas de fuego rudimentarias, escopetas recortadas y otros ingenios. Todo esto era parte de una serie de proyectos de la llamada conspiración de Santiago. Una conspiración de gente notable en su mayoría, que corrió la misma suerte que la de Leoncio Blanco.

Algunos de los conspiradores habían planificado ejecutar a Trujillo en Santiago, durante las festividades conmemorativas de la batalla del 30 de marzo de 1844, y había también un plan para acabar con la vida del aborrecible general y gobernador de Santiago, José Estrella, el hombre que organizó el asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa embarazada. La deplorable iniciativa de poner bombas en residencias y lugares públicos de varios pueblos y ciudades formaba parte  de la conspiración.

La violenta reacción del gobierno contra los autores de tanto atrevimiento no se hizo esperar. La bestia designó a su verdugo favorito y mano derecha, el mismo José estrella que estuvo en la mira de los conjurados, como comisionado especial para dirigir las investigaciones y la feroz represión contra santos y pecadores.

Numerosos jóvenes señalados como autores de los pasquines que habían aparecido en escuelas y sitios públicos y que eran sospechosos de haber hecho estallar bombas, fueron arrestados junto a los que estaban involucrados en los atentados contra Trujillo y José Ureña.

Algunos de los implicados o acusados por  el asunto de las bombas y pasquines fueron Mario de Peña, el doctor Pancho Castellanos, Juan Rafael López, José Sixto Liz, Sergio Manuel Idelfonso y Jesús Maria Patiño, miembro de una familia que casi fue totalmente exterminada por su oposición a la tiranía.

Entre los cabecillas del proyectado atentado contra Trujillo estaban Ángel Miolán, Ramón Vila Piola, Rigoberto Cerda, Ramón Emilio Michel, Juan Isidro Jiménes Grullón y Daniel Ariza. El muy infortunado Daniel Ariza.

En el fracasado atentado contra el general José Estrella estuvieron involucrados Rafael Antonio Veras, Hostos Guaroa, Feliz Pepín, Federico Guillermo Liz, Juan Rafael López, Leonel García Beltrán, Rigoberto Cerda y otros.

De acuerdo con un estimado conservador, se calcula que unas cuarenta o cincuenta personas  implicadas o supuestamente implicadas en la conspiración de Santiago fueron arrestadas y condenadas a ejemplares penas de prisión. Jimenes Grullón y Ángel Miolán se sacaron el premio mayor y fueron agraciados con una condena de treinta años, que era la pena máxima, relativamente máxima.

La pena máxima era la tortura y la muerte y los trabajos forzados en la tenebrosa cárcel de Nigua y sus alrededores, cerca de San Cristobal, cuna del benefactor. Cuna de la bestia.

Torturas, trabajos forzados, fiebres palúdicas  y continuas amenazas convertían a los prisioneros en muertos vivientes, forzados a trabajar de sol a sol en labores de limpieza de matojos, plantaciones de arroz y construcción de caminos durante el día. Apretujados durante la noche en celdas claustrofóbicas, sometidos al castigo de las pulgas, de los piojos, de los chinches, de las niguas,  sobreviviendo entre  ratones, cucarachas y otros bichos infames, sin asistencia médica para curarse lesiones y heridas de las que muchos morían. Otros serían fusilados por órdenes superiores o ejecutados a capricho por órdenes de oficiales como Federico Fiallo o Joaquin Cocco, fusilados y enterrados en el desolado anonimato del cementerio de Camunguí.

Dice el Dr. Lino Romero que en el infierno que reinaba en lo que muchos llamaban campo de concentración de Nigua los prisioneros oían o veían, o quizás ambas cosas,  cómo torturaban a sus compañeros y cómo se consumían sus vidas día por día, en medio de oprobios inhumanos, cómo Ellubín Cruz y Luis Helú se volvieron locos y murieron al cabo de tormentos espantosos, cómo Daniel Ariza sucumbió tras las infinitas  torturas que le convirtieron en un zombi, obligado a seguir trabajando con pesados instrumentos, mientras su cuerpo se convertía en un guiñapo, cómo padecía bajo las golpizas que le propinaban, cómo al morir parecía poco menos que un deshecho humano, sólo piel y sólo huesos, cómo se le declaró cínicamente muerto por arterioesclerosis.

Otro, como Rigoberto Cerda -dice Lino Romero-, sufrió también un martirio y fue dejado en libertad, aparente libertad por aparente misericordia, cuando se estaba muriendo y unos días después apareció degollado. Otro, como Félix Ceballos, sufrió abusos interminables y fiebres palúdicas y finalmente contrajo tuberculosis y murió desangrado durante un episodio de hemoptisis. Otros, igualmente vejados y martirizados, como Manuel y Bernardo Bermúdez, Tomás Ceballos, Alfonso Colón, Chicha Montes de Oca, fueron al final ahorcados.

La mayoría, de los presos, en general, recibió golpizas descomunales a manos de esbirros y torturadores como los infames José Álvarez, el coronel Rafael Pérez, José Leger, Dominicano Álvarez, el capitán José Pimentel y un soldado  que destacaba por su crueldad y el apodo de Pelo Fino.

Unos cuantos (entre ellos Jiménes Grullón y Ángel Miolán) tuvieron más suerte dentro de la mala suerte que les había tocado en suerte y fueron indultados por la gracia del jefe del estado. La poca gracia de la bestia.


Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [31]. Tercera parte).

Bibliografía:

Ángela Peña, “Un libro sobre la siquiatría en República Dominicana”

http://hoy.com.do/un-libro-sobre-la-siquiatria-en-republica-dominicana/

Bombas contra Trujillo en Santiago,

https://www.diariolibre.com/opinion/lecturas/bombas-contra-trujillo-en-santiago-ELDL211476

Lino A. Romero, “Historia de la psiquiatría dominicana”

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”











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