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22/5/20

El viento frío

Pedro Conde Sturla 
4 de marzo de 2019 
Fue el sábado en la mañana, en el momento en que me estaba levantando, cuando sentí por primera vez el suave soplo del viento frío en las piernas y en los pies. Venía de abajo de la cama y eso fue lo que me extrañó. Entonces levanté las piernas y vi que los pies subían al mismo tiempo y dejé de sentirlo. Volví a bajar las piernas y los pies al mismo tiempo y volví a sentirlo. El soplo del viento frío luego se hizo audible cuál si fuera una música de fondo, un rumor apacible como el que acompaña el correr de los arroyos en el monte. Pero el apacible rumor me causó un desasosiego en lugar de apaciguarme.

Yo sé que a veces las cosas, ese tipo de cosas, empiezan a mudarse debajo de la cama y el lugar se convierte en escondite de criaturas extrañas y a veces malignas. Nada bueno puede vivir debajo de la cama, pero ¿un viento, un viento frío? Quien podría imaginarse un viento frío escondido debajo de la cama. ¿Que hacía allí? Preferí ignorarlo. No sería yo quien lo averiguara metiendo la cabeza en aquel lugar oscuro que parecía ser cómplice del espejo del armario de caoba. Desde que era pequeño, desde el día en que los zapatos se deslizaron debajo de la cama aprendí por amarga experiencia que ciertos seres y enseres se deben sacar de ese lugar con un palo de escoba con escoba y manteniendo los ojos cerrados si no se quiere correr el riesgo de ver lo que no debe verse o ser visto.
Con esas criaturas extrañas y a veces malignas se puede convivir si uno no las molesta, pero el viento frío empezó a adquirir un comportamiento díscolo y poco discreto. Daba vueltas todo el tiempo y arreciaba de vez en cuando y se salía y movía las cortinas y abría las puertas del armario. En una ocasión me pareció que estaba a punto de tumbar el espejo y empecé a preocuparme. 
Una noche se produjo un concierto de ruidos tan terribles, o, mejor dicho, un desconcierto tan desafinado que no pude pegar un ojo. La cama se movía, se desplazó de su sitio y empezó a temblar, a sacudirse y a provocar en la pequeña habitación un desorden mayúsculo. Parecía que el viento frío y las otras criaturas extrañas pugnaban o se enfrentaban violentamente por el control o dominio del espacio, que era de por sí reducido antes de la llegada del viento frío.
Los altercados no sólo continuaron sino que fueron cada vez más aumentando. Yo estaba decidido a soportarlos, pero el ruido empezó a molestar a los vecinos y los vecinos empezaron a preguntarme por el origen de tanto escándalo a tan altas horas de la noche. Entonces los invitaba a pasar, les mostraba la habitación para ver si me ayudaban con su presencia a desalojar a los intrusos o desentrañar los misterios. Pero en presencia de extraños todo se apaciguaba.
El hecho es que miraban por todas partes en busca de lo que podía ser el origen del ruido, pero nunca debajo de la cama. Incluso se sentaban para  ver si los los muelles del bastidor eran la causa y revisaban todo y todo era, todo parecía inocente, una inocencia que provocaba mayores suspicacias. Pero nadie miraba debajo de la cama. Yo estaba dispuesto a todo, menos a mirar bajo la cama. 
Una noche se produjo una batahola infernal y tan ruidosa que los vecinos salieron a la calle y me exigieron ponerle fin al alboroto. Entonces volví a invitarlos, por enésima vez volví a invitarlos a entrar para que vieran o mejor dicho para que no vieran lo que sucedía, porque en cuanto entraron los vecinos se aplacó la batahola y el viento frío dejó de soplar. Sin embargo, era evidente que todos sospechaban de alguna manera que el culpable era yo y nadie más que yo. Para peor, en cuanto abandonaron la habitación, el viento frío apacible se convirtió en viento huracanado y el armario y el espejo y hasta el pobre gato y la cama conmigo arriba empezaron a dar vueltas. 
Esa vez, los hastiados vecinos me dieron un ultimátum. Tenía que solucionar el problema o abandonar la habitación donde había vivido toda la vida. Yo estaba dispuesto a todo, como ya he sugerido, menos a irme de la casa y a mirar bajo la cama. 
Extrañamente, después del ultimátum algo parecía que había comenzado a cambiar. El viento frío giraba día y noche y me congelaba las piernas y los pies al levantarme pero no se escuchaban ruidos de la pugna por el espacio vital. Parecía que el apacible viento frío había triunfado sobre las demás criaturas extrañas y a veces malignas. Tan sólo se escuchaba un leve soplo, un rumor leve de río subterráneo, y me invadió una ola de felicidad, de intensa paz espiritual, y un infinito sosiego se hizo dueño de mi ser. Ya podía vivir tranquilo escuchando el dulce soplo del viento frío, y una idea poco a poco empezó tomar forma en mi cabeza. Miraría, por fin, debajo de la cama, lo pensé una y mil veces. Me asomaría curiosamente. Nada podía pasarme ahora en el dominio gentil del viento frío que rondaba bajo la cama. Me prometí que miraría, hice de tripa corazón y decidí que finalmente miraría.
Esta noche, sin falta, o quizás cuando amanezca, cuando sienta en mis piernas el soplo del viento frío miraré…



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Pedro Conde Sturla
1 marzo, 2019
Fue el sábado en la mañana, en el momento en que me estaba levantando, cuando sentí por primera vez el suave soplo del viento frío en las piernas y en los pies. Venía de abajo de la cama y eso fue lo que me extrañó. Entonces levanté las piernas y vi que los pies subían al mismo tiempo y dejé de sentirlo. Volví a bajar las piernas y los pies al mismo tiempo y volví a sentirlo.
El soplo del viento frío luego se hizo audible cual si fuera una música de fondo, un rumor apacible como el que acompaña el correr de los arroyos en el monte. Pero el apacible rumor me causó un desasosiego en lugar de apaciguarme.
Yo sé que a veces las cosas, ese tipo de cosas, empiezan a mudarse debajo de la cama y el lugar se convierte en escondite de criaturas extrañas y a veces malignas. Nada bueno puede vivir debajo de la cama, pero ¿un viento, un viento frío? ¿Quién podría imaginarse un viento frío escondido debajo de la cama? ¿Qué hacía allí? Preferí ignorarlo. No sería yo quien lo averiguara metiendo la cabeza en aquel lugar oscuro que parecía ser cómplice del espejo del armario de caoba. Desde que era pequeño, desde el día en que los zapatos se deslizaron debajo de la cama aprendí por amarga experiencia que ciertos seres y enseres se deben sacar de ese lugar con un palo de escoba con escoba y manteniendo los ojos cerrados si no se quiere correr el riesgo de ver lo que no debe verse o ser visto.
Con esas criaturas extrañas y a veces malignas se puede convivir si uno no las molesta, pero el viento frío empezó a adquirir un comportamiento díscolo y poco discreto. Daba vueltas todo el tiempo y arreciaba de vez en cuando y se salía y movía las cortinas y abría las puertas del armario. En una ocasión me pareció que estaba a punto de tumbar el espejo y empecé a preocuparme.
Una noche se produjo un concierto de ruidos tan terribles, o, mejor dicho, un desconcierto tan desafinado que no pude pegar un ojo. La cama se movía, se desplazó de su sitio y empezó a temblar, a sacudirse y a provocar en la pequeña habitación un desorden mayúsculo. Parecía que el viento frío y las otras criaturas extrañas pugnaban o se enfrentaban violentamente por el control o dominio del espacio, que era de por sí reducido antes de la llegada del viento frío.
Los altercados no sólo continuaron sino que fueron cada vez más aumentando. Yo estaba decidido a soportarlos, pero el ruido empezó a molestar a los vecinos y los vecinos empezaron a preguntarme por el origen de tanto escándalo a tan altas horas de la noche. Entonces los invitaba a pasar, les mostraba la habitación para ver si me ayudaban con su presencia a desalojar a los intrusos o desentrañar los misterios. Pero en presencia de extraños todo se apaciguaba.
El hecho es que miraban por todas partes en busca de lo que podía ser el origen del ruido, pero nunca debajo de la cama. Incluso se sentaban para ver si los los muelles del bastidor eran la causa y revisaban todo y todo era, todo parecía inocente, una inocencia que provocaba mayores suspicacias. Pero nadie miraba debajo de la cama. Yo estaba dispuesto a todo, menos a mirar bajo la cama.
Una noche se produjo una batahola infernal y tan ruidosa que los vecinos salieron a la calle y me exigieron ponerle fin al alboroto. Entonces volví a invitarlos, por enésima vez volví a invitarlos a entrar para que vieran o mejor dicho para que no vieran lo que sucedía, porque en cuanto entraron los vecinos se aplacó la batahola y el viento frío dejó de soplar. Sin embargo, era evidente que todos sospechaban de alguna manera que el culpable era yo y nadie más que yo. Para peor, en cuanto abandonaron la habitación, el viento frío apacible se convirtió en viento huracanado y el armario y el espejo y hasta el pobre gato y la cama conmigo arriba empezaron a dar vueltas.
Esa vez, los hastiados vecinos me dieron un ultimátum. Tenía que solucionar el problema o abandonar la habitación donde había vivido toda la vida. Yo estaba dispuesto a todo, como ya he sugerido, menos a irme de la casa y a mirar bajo la cama.
Extrañamente, después del ultimátum algo parecía que había comenzado a cambiar. El viento frío giraba día y noche y me congelaba las piernas y los pies al levantarme pero no se escuchaban ruidos de la pugna por el espacio vital. Parecía que el apacible viento frío había triunfado sobre las demás criaturas extrañas y a veces malignas. Tan sólo se escuchaba un leve soplo, un rumor leve de río subterráneo, y me invadió una ola de felicidad, de intensa paz espiritual, y un infinito sosiego se hizo dueño de mi ser. Ya podía vivir tranquilo escuchando el dulce soplo del viento frío, y una idea poco a poco empezó tomar forma en mi cabeza. Miraría, por fin, debajo de la cama, lo pensé una y mil veces. Me asomaría curiosamente. Nada podía pasarme ahora en el dominio gentil del viento frío que rondaba bajo la cama. Me prometí que miraría, hice de tripa corazón y decidí que finalmente miraría.
Esta noche, sin falta, o quizás cuando amanezca, cuando sienta en mis piernas el soplo del viento frío miraré….



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