Flaubert encontraba pájaros rotos en la ventana, tristes pájaros
rotos muriéndose al azar. Pájaros como quien dice chuecos, diezmados en la paz
de una memoria que acaso felizmente no tuvieron, tristes pájaros rotos,
apestosos, simplicios, desplumados, borrachos, evacuantes – todos a la vez
lastimeros y flacos, redondos y podridos.
En principio había sido un hecho
insólito, aislado,
esporádico, incidental, pero luego fue tornándose
frecuente con más frecuencia, agravándose con inaudita frecuencia. De la
ventana del balcón los pájaros pasaron a morirse a la sala, de la sala a la
antesala, de la antesala al comedor de lujo, del comedor de lujo al comedor de la
terraza, de la terraza a la cocina y de la cocina a las habitaciones (incluyendo
la de los huéspedes), y de aquí al cuarto de servicio y al área de lavado, al
depósito de carbón y al zaguán. Finalmente coparon la biblioteca, el salón de
música y la sala de los muertos, y ahora Flaubert vivía fastidiado por el
estropicio de plumas y el olor a carne chamusquina en todos los rincones,
cuando no manchas de sangre en las paredes y disparos provenientes del recinto
militar contiguo. Discusiones y disparos,
aullidos y disparos, ladridos de los perros a la luna –a
la luna pálida– y otra vez disparos y disparos y disparos. ¿No se podía pedir
un poco de cordura?
En el mejor de los casos, los
disparos provenientes del recinto militar contiguo aplastaban a los pájaros
contra las paredes exteriores y allí terminaba todo, salvo que la pintura y la
madera se deterioraban por obvias razones de lógica aristotélica. Peor si en su
vuelo final los pájaros caían a los pies de Flaubert y se quedaban mirándolo
con tiernos, desamparados ojillos pajariles moribundos. Peor si caían sobre el
piano durante las prácticas de piano y defecaban, aleteaban, se sacudían sobre
sus papeles de música como si retozaran en el juego de la muerte. Peor que peor
si se metían a morir al desván por los huecos del cielo raso o en los
intersticios de las paredes, porque nada era peor que el olor de la descomposición
de los cuerpos atrapados en las paredes de aquel inmenso caserón de madera
–inmenso, sí–, edificado con apego al más espurio
estilo victoriano.
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