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25/5/20

CUENTOS BRUJOS Y OTROS ESPANTOS

Índice

Alucinaciones y espantaciones

Mecedoras

Galipotes

La rotonda

La yegua trotona

Calle sin salida

El espejo

El viento frío 

La ciudad pérdida

Me dijeron que no entrara ahí, doctor

Agua difunta

Otra vez el espejo 



Alucinaciones y espantaciones 

20 de febrero de 2017 


Confieso que Gógol me hace recordar episodios de la remota infancia pueblerina, veladas a la luz de velas y velones o temblorosas luces incandescentes amarillas, literatura oral, cuentos espeluznantes y espeleznudos en boca de personas que creían y te hacían creer al pie de la letra en lo que contaban, cuentos  de galipotes, de muertos que salen o aparecen, del diablo en persona fumando cachimbo, echando fuego por la nariz, cuentos que te ponían los pelos de punta, la piel de gallina, te aflojaban el fulimiñín y te ponían a ver nimitas (admitiendo que existan esas palabras), convertían el corto e interminable camino de regreso a la casa en una dimensión desconocida…

Un cuento que nunca se me olvida es el del compadre. El compadre iba por la vereda, ¿saben?, la que pasa junto al arroyo y se mete en el cacaotal, que comenzaba a teñirse de sombras, y se moría de miedo, de ganas de fumar. Pero los fósforos se habían mojado y había que aguantarse las ganas, aguantarse el miedo y las ganas de fumar, que era peor. Iba pitando, silbando como de costumbre, para espantar las ánimas, para espantar el miedo que no se le quitaba, las ganas de fumar y de repente…

De repente lo vio cuando venía hacia él, allá lejos lo vio, a una distancia eterna. Claro está que lo vio, aunque de lejos, aunque al principio lejos. Y venía caminando, igualmente quizás venía pitando, venía quizás silbando pero también fumando: en la boca la lumbre lo alumbraba.

Y se seguía acercando a paso lento, pero ya no silbaba. Era un paisano, con su machete al cinto. Cuando lo vio de cerca la lumbre no alumbraba, tenía dientes de oro, todos los dientes de oro.

El compadre le dijo buenas noches y le pidió candela para prender el pachuché. El otro abrió la boca y le enseño los dientes, todos los dientes de oro, a modo de saludo y se tanteó un bolsillo, en búsqueda de fósforos.

Que Dios me lo bendiga, dijo entonces el compadre. El otro se detuvo, se le mudó el semblante, se lo quedo mirando un segundo y le enseñó los dientes, todos los dientes de oro, le dijo ¡Prenda aquí!, y largó un candelazo por la boca…

Algo parecido le paso a Moreno hace muchos años. Moreno regresó cansado de trabajar y se encerró en el ranchito que había alquilado el día anterior, techo de zinc, tablas de palma, piso de cemento. Lo había alquilado a buen precio porque a nadie en los alrededores parecía interesarle y tenía un buen tiempo desocupado a causa de rumores infundados, chismes de patio, supercherías en las que Moreno no creía.

Viviría allí con su familia, su mujer y cuatro hijos, dos varones, dos hembras, un perro prieto. Pero esa noche estaba sólo, estaría solo hasta que llegara la mudanza con el resto de los muebles y su gente.

Los vecinos lo habían visto llegar, lo saludaron de lejitos, lo miraron con  aprensión, con  recelo, se hicieron cruces. En esa casa no se puede vivir, le habían dicho, hay presencias extrañas, se oyen voces, la mecedora empieza a mecerse.

La mecedora, sí, cuál mecedora. Moreno no creía en esas cosas y se sentó en la cama, empezó a decir sus oraciones, a quitarse las botas. No creía en esas cosas, pero más le valiera haber creído.

No quería creerlo hasta que vio la mujer, la cabeza de la mujer que lo miraba desde el rincón. Empezó a creerlo de verdad cuando la cabeza de la mujer comenzó a crecer, a llenar con su presencia todo el espacio sin dejar de mirarlo. Lo miraba a los ojos con un olor podrido y se acercaba. Moreno se puso blanco, momentáneamente blanco, tembloroso y ajado como un papel. Encomendó su alma al Altísimo. Ahora estaba creyendo. Misericordia, Señor, misericordia. Ahora estaba creyendo de verdad…

El mejor de todos los cuentos me lo contó varias veces tío Raúl. Tío Raúl venía en su mula de paso fino de la finca de El Pozo y le había cogido la noche, noche negra encendida. Amenazaba lluvia y el cielo estaba tronando, relampagueando. Antes de llegar al puente la mula se espantó, se frenó. Tío Raúl le clavó las espuelas y la montura no respondió. Estaba aterrada. Trató de convencerla por las buenas hablándole al oído, pero la mula no quiso entrar en razones.

Alguien, con sombrero, de estatura imponente, estaba reclinado en una barandilla del puente y parecía estar mirándolo  con malos ojos. Tío Raúl le pidió que por favor se quitara del  lugar, que le estaba espantando la montura, que lo dejara pasar, pero el hombre del sombrero no se movió, no respondió, se quedó mirándolo con la misma impertinencia.

Por, favor, repitió tío Raúl, mire que está casi lloviendo y va a caer un diluvio. El hombre del sombrero no se inmutó, no se movió, no respondió y lo seguía mirando con malos ojos.

Al cabo de un buen rato, después de agotar sus mejores recursos persuasivos, tío Raúl se apeó de su mula de paso fino y se dirigió hacia el impertinente que lo doblaba en tamaño. Ya había perdido la paciencia. De nuevo le pidió, le rogó para que por favor lo dejara continuar pero el impertinente volvió a dar la callada por respuesta y lo miraba con sorna, con descaro. En ese momento pareció llevarse la mano al cinto y tío Raúl supo que se estaba jugando la vida. Sacó raudo el machete, tiró un planazo al cuerpo, escuchó un ruido seco, paff, y vio la figura desplomarse, caer más bien al río como una yagua seca.

Como lo que era.


P.S.: Cerca de ese lugar había un ranchito de mala muerte que no parecía tener dueño, nadie lo había reclamado en años. Era el ranchito donde había estado Moreno aquella noche aciaga.



Mecedoras

27 de noviembre de 2017 


El caso es que la mecedora se mecía, comenzaba a mecerse brevemente y la piel a ponerse de gallina. A veces se sentía un aire dulce, tibio, y luego el sonido de la mecedora, como si el aire dulce y tibio la meciera, empezara a mecerla.Corría un rumor insano, si acaso no lo son todos. En la casita de madera había vivido y envejecido una señora que se pasó los últimos años meciéndose en una mecedora de caoba y después de muerta se mecía, seguía meciéndose, inconfundiblemente se mecía y remecía a altas horas de la noche sobre el piso de madera y el mecimiento se escuchaba en el cuarto de servicio. A veces la señora pedía su leche y llamaba en voz alta a la muchacha, que no duraba en el empleo. Ninguna duraba en el empleo, ya ni siquiera lo aceptaban. Soplaba el viento, el viento de las ánimas, y se mecía con el viento la señora en su mecedora a veces toda la noche, toda la inmensa noche.

De día era diferente. La casita de madera tenía dos niveles, una apariencia alegre, una reata con flores y tres delgadas palmas, de las llamadas areca, que crecían justo al frente y se movían alegremente al viento. Soplaba continuamente el viento y nada de lo que se escuchaba estaba fuera de lugar.

En el segundo nivel había una sola habitación donde se congregaba cada noche un grupo de universitarios para estudiar y fumar, planificar, entre otras cosas, el próximo fin de semana, y ninguno creía, por supuesto, en cuentos de aparecidos y ancianas difuntas que se mecían en mecedoras. Sólo el estudiante de odontología le concedía al fenómeno el crédito de la duda, aguzaba de vez en cuando los oídos, creía oír lo que no oía y los demás se burlaban, se reían, le hacían pesadas bromas, lo tachaban de supersticioso y timorato. Hasta que un día, una noche, les fue revelada “una gran maldad”.[1] 

Sopló un viento nocturno esa noche, no podía ser de otra manera, todos sintieron el sonido del viento, y al estudiante de odontología le pareció escuchar la mecedora que los demás no escucharon. Pero el viento arreció y empezó sentirse un raque raque y todos palidecieron. Era el viento de las ánimas. Soplaba, al parecer, el viento de las ánimas, y se mecía al viento la mecedora. En la casita de madera había vivido y envejecido una señora que se pasó los últimos años meciéndose en una mecedora de caoba y después de muerta se mecía, seguía meciéndose, inconfundiblemente se mecía y remecía a altas horas de la noche sobre el piso de madera y el mecimiento se escuchaba en el cuarto de servicio y ahora en toda la casa, incluyendo el cuarto de estudio y una inmensa cagazón invadió a todos los estudiantes.

El estudiante de ingeniería miró en derredor, miró hacia arriba, se asomó a una ventana, buscó una explicación lógica, pero no la encontró. Los demás se miraron unos a otros las caras pálidas, los ojos desorbitados, el pellejo erizado, los cabellos descompuestos por el fuerte viento de las ánimas, que entraba por todas las ventanas de la ventilada habitación.

El estudiante de odontología hizo acopio de prudencia, cerró el libro, dio por terminada la sesión, se puso de pie y se dirigió a la puerta de salida. El estudiante de medicina -el futuro Dr. Mime- hizo lo mismo. El estudiante de química no quiso quedarse atrás.

El estudiante de ingeniería dudó un instante, volvió a mirar en torno y hacia arriba, buscando una explicación que no encontró y finalmente les siguió los pasos.

Uno y otro tras otro abandonaron el lugar con el rabo entre las piernas, sintiendo esta vez que la piel se les ponía de cocodrilo, sintiendo con pavor el viento de las ánimas que movía la mecedora, todas las mecedoras y los troncos de las palmas. Las tres delgadas palmas, de las llamadas areca, que crecían justo al frente de la casita de madera y se movían lúgubremente al viento. Los troncos de las tres delgadas palmas que se mecían y remecían con el viento, que rozaban una de las planchas del techo de zinc y pronunciaban un sonido quejumbroso como el de una anciana señora en su mecedora sobre un piso de madera.


  1. Leopoldo Marechal, “El banquete de Severo Arcángel”



La yegua trotona 

11 de diciembre de 2017


Le aconsejo que no vaya por ese camino, magistrado, y mucho menos a estas horas. Le va a coger la noche y el agua. La mala noche. Es un camino difícil y pasan cosas raras. Tenga cuidado con la ciénaga y los derricaderos. Y tenga pendiente que si se mete en el arenal se lo traga con todo y montura.

El magistrado tenía que estar temprano en el tribunal y salió de Samaná para Sánchez en la yegua trotona. Era la misma ruta que tomaba cuando viajaba a San Francisco (cinco o seis horas a caballo y otras tantas en tren). La yegua trotona se la conocía de memoria.

El caso que le ocupaba era particularmente extraño. Un pescador de la zona se había sentido mal cuando desyerbaba el conuco y al poco rato empezó a sentirse peor, mucho más que peor. Primero lo atacó un dolor en la boca del estómago y después en el cuerpo y en el alma. Todo el cuerpo y el alma. El padrejón tenía que ser. Le dolía el cuerpo y el alma y apenas tenía resuello.

En esas condiciones atravesó la bahía en su cayuco y puso rumbo hacia Miches, más bien hacia la vivienda donde malvivía un curandero haitiano que tenía fama de milagrero, en los alrededores de Miches, casi como quien dice en los alrededores de un poblado despoblado que antes se llamaba El Jovero. Al lugar llegó casi muerto o casi vivo y no encontró señales del curandero, no había por el momento nadie ni cosa alguna en que poder sentarse. Una vivienda era porque allí se vivía, se malvivía. Apenas un bohío, apenas tablas de palma, techo de yaguas, piso de tierra y ceniza apisonadas. Y no había nadie, por el momento nadie. Y nada en que sentarse.

El milagrero y el milagro se hicieron esperar y al cabo de mucha espera el visitante empezaría a desesperarse. Decidió forzar la puerta de entrada y la forzó. Hacía un rato que la había forzado cuando llegó el curandero haitiano. Venía de trabajar, con la azada al hombro, y no le gustó lo que vio.

El intruso había violado la puerta de entrada, que no ofreció resistencia y la había dejado abierta, había sacado una silla, una de las mejores sillas y allí estaba sentado con aire de dueño de casa. El haitiano le echó lo que pareció una maldición en creole y el otro se la devolvió con una mirada de mala muerte.

El magistrado se sorprendió al escuchar la historia, pero cuando conoció a los personajes se negó a creerla. El pescador era un hombrecito flaco, chiquito, esmirriado, un rebejío que se había pasmado durante el desarrollo, cuerpo de niño con cara de viejo. Todo lo contrario del curandero haitiano que casi lo doblaba en tamaño, en corpulencia, en vigor y que además estaba armado con un temible instrumento de labranza. Sin embargo, el hombrecito no tuvo mayores dificultades para arrebatarle la azada. Casi como quien dice jugando, jugando con un niño, se la quitó, lo tumbó, le hizo unos concienzudos cortes superficiales con la afilada hoja del instrumento desde la cabeza a los pies. En ese estado había llegado de alguna manera al hospital.

Por el momento está más vivo que muerto -

—magistrado—, pero el pronóstico es reservado.

Lo que pasó después es algo más sorprendente. El tal Hiciano, el agresor, se había recuperado como por encanto de sus dolencias, se había sanado solo o en contacto con el curandero. Vaya usted a saber.

Así que lo trancaron. Lo trancaron provisionalmente en una celda de la fortaleza en la que cabían cinco presos y había diez o doce, quizás más. Lo recibieron con alegría, como si fuera un juguete nuevo. En mala hora comenzaron a burlarse del hombrecito rebejío, a darle empujones, desconsiderarlo. Casi de inmediato se armó la pelotera. El tal Hiciano agarró una de las cubetas donde los reclusos hacen sus necesidades y comenzó a repartir cubetazos y mierdazos a trocha y moche.

Los guardias acudieron al oír los gritos y encontraron a los presos arrinconados, enmierdados, encaramados los unos sobre otros, y al tal Hiciano hecho una furia, poseído como quien dice por un demonio y repartiendo golpes de cubeta.

No fue fácil sacarlo, magistrado, a culatazos limpio lo sacaron y lo metieron en solitaria. Pero los culatazos no parecían hacerle efecto, lo golpeaban sin misericordia y no se aplacaba su furia.

El cuento no termina ahí, magistrado. Desde que lo metieron en solitaria no dejó de dar gritos, gritaba de día y de noche y sacudía las rejas con tal fuerza que parecía capaz de desprenderla y la desprendió. Salió con ella al patio de la fortaleza una vez y tuvieron que meterlo en otra celda y encadenarlo, pero el maldito no deja de gritar, no come ni bebe, pero no deja de gritar. Nos tiene locos a todos. Ya están pensando en matarlo.

El magistrado no olvidaba esas palabras. Una sentencia de muerte. Por eso tenía tanto empeño en regresar. Interpondría de alguna manera sus buenos oficios para tratar que el caso no tuviera un desenlace fatal. Era evidente que el tal Hiciano no sobreviviría mucho tiempo en la cárcel y el magistrado había pensado en negociar un traslado al manicomio de Nigua, que se encontraba por cierto a poca distancia del leprocomio. Sólo en el manicomio de Nigua, bajo la dirección del Dr. Zaglul, podían garantizarle hasta cierto punto la vida. El mayor riesgo era que se contagiara de lepra.

No le faltaba mucho para llegar a Sánchez cuando lo agarró el temporal, o más bien un diluvio. Empezaron a caer rayos y centellas y todo se ponía intermitentemente más negro y más brillante. El resplandor lo deslumbraba y lo cegaba a la vez. Ya no podía verse ni las palmas de las manos.

A la yegua trotona no parecía afectarle, en principio, y continuaba por el camino que conocía de memoria, pero a un cierto punto empezó a ponerse nerviosa, insegura, aminoró la marcha, pese a que el magistrado la apremiaba con golpes de talón, perdió aparentemente el rumbo y se puso mañosa. El magistrado seguía apremiándola con golpes de talón, pero la bestia no respondía, respondía mal, de mala gana, y el magistrado seguía apremiándola con golpes de talón. De repente se detuvo y ya no quiso seguir. La golpeó entonces con la rienda en los flancos y la yegua trotona no se movió. Siempre había sido mansa, dócil, pero ahora había perdido sus buenos modales y no avanzaba ni se movía. Se había clavado a la tierra. No reaccionaba con golpes ni caricias.

El magistrado no tenía espuelas ni las habría usado en caso de tenerlas, pero de alguna manera tenía que reducir el animal a la obediencia. No podía permitirse el lujo de quedarse allí varado por quién sabe cuanto tiempo.  Llevaba puesto un capote militar, una reliquia de la época de la intervención militar yanqui, pero ya estaba empapado hasta los huesos. Hecho una sopa. Y la yegua no se movía. La tozuda yegua no se movía. El temporal arreciaba, arreciaba con violencia el viento y todo se movía menos la bestia inmóvil.

La castigó bien fuerte de nuevo con la rienda y los talones, y la maldita bestia no se movió. No se movería. Pero está vez relinchó como si estuviera protestando o más bien advirtiendo y el magistrado se conmovió, sintió pena, le acarició la crin. En ese momento un relámpago iluminó la escena y al magistrado se le pusieron todos los pelos de punta. Se le cayó el alma al suelo cuando por un momento pudo ver lo que tenían delante. Allí estaban parados -la bestia y el magistrado -, justo al borde de un barranco en el que se habrían roto la siquitrilla si la bendita yegua trotona hubiese dado un paso adelante.




Galipotes

4 de diciembre de 2017 


Tenían días buscándolo después que mató al general y se dio a la fuga, pero no le habían visto ni la sombra. Treinta uniformes detrás de un fugitivo al que todos habían visto en algún lugar y no aparecía en parte alguna. Días y noches buscándolo sin descanso, sin comer, sin dormir, sin resuello, sin fuerzas, con las patas hinchadas y adoloridas.

La orden era apremiante, había sido apremiante y apremiadora, aquí no vuelvan sin él, pero el fugitivo sabía esconderse, sabía estar y no estar. Entre esas lomas podía estar en cualquier sitio y no estar en ninguno. Y a lo peor se escondía a simple vista.

Aparte de cansada y hambrienta, la tropa estaba nerviosa. Todos estaban nerviosos. Habían peinado la zona, habían tumbado puertas y ventanas a culatazos, habían tumbado dientes para hacer que la gente hablara. Hasta en las letrinas habían buscado y no le habían visto ni la huella al fugitivo. Los lugareños estaban aterrados. ¿Dónde podía haberse metido?

A lo peor se esconde a simple vista. El hombre tiene poderes.

A mi no me venga con ese cuento.

Hay cuentos que no son cuentos, mi comandante.

¿Cómo el del abogado de Pimentel que tenía una crianza de ciguapas?

Si al fugitivo le hicieron un ensalmo está protegido y si es un galipote tiene poderes y no hay quien pueda con él.

Déjese de pendejadas y organice la tropa para que descanse. Y que nadie se quite las botas, que después no le entran.

El galipote se vuelve guaraguao y se vuelve chivo, como ese que está pasando, se vuelve piedra y se vuelve tocón como ese mismo donde usted puso la gorra ahora mismo. Un tocón de caoba o lo que sea. Y no hay quien pueda con él.

Si, ya lo sé, y también se vuelve perro, pero no muerde como las ciguapas. Es más malo que el diablo y no le hacen efecto las oraciones ni le entran los tiros de ametralladora. Deja que lo encontremos.

Dicen que no tiene sombra ni tiene alma. Que les chupa la sangre a los niños, como las culebras. Qué está fuera de la ley de Dios. Y también le gusta espantar a la gente, hacer maldades, extraviar a los caminantes, derricarlos por los barrancos. Y enamorar mujeres ajenas.

Eso yo no lo sé, comandante, pero un tío mío vio uno y le dio un ataque de ferecía. Estuvo a un tris de morirse.

El comandante era un hombre instruido y conocía de memoria aquellas historias. Había honrado el uniforme desde la época del corte, la gran masacre de haitianos (hombres mujeres y niños, por orden del ilustre Jefe), y había pasado por las armas a muchos de ellos. Había estado como quien dice toda la vida oyendo hablar de brujos que curaban enfermedades incurables con ensalmos, oraciones y resguardos o le causaban la muerte a un semejante echándole un guanguá, una muerte lenta y dolorosa.

Un brujo poderoso podía convertirse en galipote y el galipote podía convertirse en muchas cosas, igual que el zángano, el zancú, que camina dando zancadas y de una sola zancada puede cruzar un río. También puede hacerse invisible. Pero el zancú es inofensivo, sólo es travieso y cuando se hace invisible es para asustar a los niños.

Los brujos más ambiciosos pactan con el maligno a cambio de su alma o la vida y el alma de sus hijos y sobrinos, y engendran un bacá, una criatura demoníaca que multiplica sus poderes, los hace ricos, multiplica sus riquezas, los protege, los cura en salud.

En Pimentel -durante una conferencia del Dr. Mora Serrano- el comandante había oído hablar del mal de ojos, cabañuelas, amarradores de agua, de la mágica y primera agua de mayo, de ciguapas, marimantas, nimitas y biembienes, y de la pesadilla con una mano agujereada y otra llena de tesoros que puede hacerte rico…

El comandante se las sabía todas. Eran supercherías, puras supercherías, supersticiones de dominicanos y haitianos ignorantes. Creencias que conocía y despreciaba y en las cuales toda la tropa creía

Ahora, después de un merecido descanso, la tropa de uniformados tenía que ponerse en marcha y el comandante dio la orden de ponerse en marcha y todos se pusieron en marcha.

Hay que encontrar al fugitivo, y si no lo encontramos lo fabricamos. Necesitamos un culpable con carácter de urgencia o por lo menos un sospechoso.

Después de un breve andar, alguien se percató de que el comandante había olvidado la gorra y preguntó, mi comandante, si se la voy a buscar. Al comandante no le gustaba que le pusieran la mano a su gorra y dijo que no y volvió sobre sus pasos a buscar la gorra.

Regresó al poco rato con la gorra puesta, pero ya no era el mismo. Traía el semblante blanco, mortecino, los pelos engrifados, la piel engranujada, transfigurado el rostro.

Parecía haber visto una aparición y la vio. O mejor dicho, había presenciado una desaparición. Había encontrado la gorra el comandante, en el mismo lugar en que la había dejado, exactamente en el mismo lugar donde también habría debido encontrar el tocón de madera de caoba donde había puesto la gorra. El fatídico tocón de caoba que debía estar y no estaba.



La rotonda

25 de diciembre de 2017   


La rotonda de Boca Chica tenía mala fama. Todos decían que la mujer vestida de blanco se montaba en el vehículo y no decía una sola palabra durante el viaje y al llegar a la capital pedía que la dejaran en la puerta del cementerio de la Tiradentes y desaparecía. El chofer se volteaba para cobrarle cuando llegaban a la puerta del cementerio y la mujer ya no estaba. Simplemente desaparecía.

En cuanto anochecía, la rotonda cambiaba como de apariencia y temperamento, se convertía en algo extraño, maligno, y ninguno de los choferes que se ganaban la vida transportando pasajeros por esa zona se detenía en el lugar. No circulaban ni cerca de la rotonda, porque siempre se oían voces.

Sin embargo, a mí me pasó lo que me pasó en otro lugar, cuando regresaba del aeropuerto donde había ido a llevar una pareja que iba a viajar para los nuevayores. 

Me la encontré a prima noche, más allá del cruce de la salida del aeropuerto con la avenida de las Américas, muy lejos de la rotonda, pero estaba vestida de blanco y no quise pararme a recogerla. 

Más adelante me detuve a comprar una fría, una cerveza bien fría, una ceniza color de novia que botaba humo como una chimenea por lo fría que estaba. Sudaba de frío.

El primer trago me supo a gloria y seguí mi camino, rumbo a la capital, pero el segundo no pude tomarlo. La mujer vestida de blanco estaba de nuevo en la pista esperando transporte. Me hizo señas para que me detuviera y yo pisé el acelerador y ni la miré al pasar. No quería mirarla.

Hice un alto en la bomba para echar gasolina un par de kilómetros más adelante, y mientras llenaban el tanque me llevé la botella de cerveza a la boca y no pude tomarla. Ya se había calentado y sabía a lo que tenía que saber, a puro meado.

Ya estaba listo para irme cuando una puerta se abrió con un chirrido y volví la cabeza. Una punzada, un calambre frío empezó a bajarme por la espalda y siguió bajando hasta el lugar en que la espalda pierde el nombre. Se me alojó en el huesito de la sopa, allí donde el sol no alumbra. La mujer vestida de blanco se había acomodado en el asiento trasero y me miraba con expresión risueña.

Era la muchacha más linda que había conocido en mucho tiempo, la más linda que había conocido en mi vida y su belleza y simpatía disiparon todas mis aprensiones.

Me pareció haberla visto más atrás.

Quizás por el vestido. Hoy es día de los muertos. Día de los Santos difuntos. Muchas mujeres se visten de blanco. O de negro.

La fiesta de los muertos, sí, lo había olvidado. 

¿Se le hace difícil pensar en una fiesta de todos los muertos?

Soy estudiante de medicina en la UASD y pienso que la vida de los muertos debe ser muy difícil. Por algo dicen que la muerte es un país donde no se puede vivir.

 ¿Ha estado usted muerto alguna vez?

Hasta ahora no, por pura suerte, pero estoy casi seguro de que algún día me tocara morirme.

¿No le da miedo?

Bueno, a pesar de todo lo que se dice, no conozco ningún muerto que se haya quejado de la muerte y eso es alentador.

¿No ha oído hablar de almas en pena?

Por estos lugares pasan muchas casi todos los días. La gente de por aquí no se cansa de contar la historia de una mujer vestida de blanco como usted. Por eso la rotonda de Boca Chica tiene mala fama. Una mujer vestida de blanco se monta en el vehículo como usted, no dice una sola palabra en todo el viaje y al llegar a la capital pide que la dejen en la puerta del cementerio de la Tiradentes y desaparece. El chofer se voltea para cobrarle cuando llegan a la puerta del cementerio y la mujer ya no está. Simplemente desaparece. Una mujer vestida de blanco como usted, pero usted no parece muy muerta.

Hasta ahora no, por pura suerte.

Y además usted habla, pone conversación, no me parece nada muerta.

Todavía.

!Y no me diga que se va a quedar en la puerta del cementerio de la Tiradentes!

No, yo me quedo enfrente del cementerio de Los Minas.

A partir de ese momento la mujer no volvió a decir palabra y yo empecé a sentir que la botella de cerveza que llevaba entre las piernas se estaba enfriando, se había puesto otra vez color ceniza. Ceniza color de novia. Botaba humo como una chimenea por lo fría que estaba. Sudaba frío.

Entonces tomé otro trago y me supo a gloria, pero la mujer no volvió a decir palabra. Temí que se hubiera ofendido por algo y yo tampoco hablé más durante el viaje.

Sólo una vez rompió el silencio. Me dijo que no pusiera música.

De ahí en adelante fingí ignorar su presencia, la ignoré por completo. No le dirigí la palabra ni la mirada. Al llegar al cementerio de Los Minas le anuncié con fina cortesía que habíamos llegado y me volví para cobrarle y descubrí que había sido engañado como un tonto. ¿Cómo podía una mujer tan educada y fina y bonita ser tan tramposa y deshonesta? Sí, la simpática y linda mujer ya no estaba. Simplemente había desaparecido frente a la puerta del cementerio sin despedirse y sin pagar y ya no estaba.



Calle sin salida

2 de julio de 2018 


Aquella suntuosa residencia en los alrededores de Puerta de Hierro tenía un encanto particular y nos sedujo al instante, sobre todo por su ubicación al final de esa arbolada y frondosa calle sin salida. Por eso no dejó de sorprendernos que el vendedor (tan aparentemente nervioso) estuviese  contento de desembarazarse de un inmueble de ese valor a  precio de vaca muerta. Se encontraba, eso sí, en un lugar retirado, prácticamente desolado, en las afueras de la ciudad, casi al lado del río Isabela, pero allí se respiraba aire puro y fresco a pleno pulmón y era un lugar apacible, extrañamente apacible en realidad.

A pesar de la abundante vegetación no vimos pájaros, no se escuchaba el canto de las aves. No se escuchaba ni siquiera el sonido del silencio. Pero en esos momentos nos sentíamos demasiados felices como para reparar en esos detalles y esa   misma tarde firmamos el contrato en presencia del encargado de la compañía de bienes raíces, que estaba más contento de vender que nosotros de comprar, aunque visiblemente nervioso, mucho más de lo que estaba cuando nos llevó a conocer la propiedad. Era un bicho raro. Uno de esos tipos de carácter opaco y elusivo que no miran a los ojos y evitan dar respuestas concretas. Cuando le preguntamos por el nombre de la calle emitió una risita indefinida: ji, ji… Dijo que la calle no tenía nombre oficialmente, solamente se llamaba Calle sin salida.

El primer inconveniente se presentó con la gente de la compañía de mudanza.

—No damos servicio en esa zona.

—¡Pero si ustedes hacen mudanzas a todo el país!

—Con algunas excepciones. Y esa zona es una de ellas.

—¿Y se puede saber por qué?

—No, señor, no se puede, política de la empresa.

¿Política de la empresa? Ninguna empresa iba a impedir que nos mudáramos o por lo menos comenzáramos a mudarnos al otro día temprano en la mañana. De modo que le pedí prestada la camioneta a Rafaelito Báez, un viejo amigo y compañero de estudios que vivía desde hacía años en Puerta de Hierro. Rafaelito me prestó el vehículo, desde luego, pero  frunció el entrecejo cuando le dije en qué lugar se encontraba la casa. 

Nos pasamos el día, todo el santo día dando viajes, trasladando lo indispensable de un lugar a otro: la cama, la nevera, la estufa, los muebles del comedor, la televisión, el labrador negro gigante que comenzó a brincar, a corretear de felicidad cuando lo solté en el inmenso patio. Pensé que uno de los próximos días iríamos al río a darnos un baño, sin sospechar entonces que el río estaba plagado de caimanes que se habían escapado del zoológico.  

Casi al anochecer devolví la camioneta y regresé cuando las sombras empezaban a tragarse la calle sin salida. Preparamos una cena más o menos frugal y salimos a la galería. Después iríamos a la cama y veríamos una película de Polanski. Pero en la galería nos sorprendió un espectáculo desolador. Todas las casas, menos la nuestra, estaban apagadas. El labrador ladraba y ningún perro respondía a sus ladridos. Las casas, todas las casas que en principio pensábamos que estaban simplemente apagadas, en realidad estaban simplemente deshabitadas o parecían estarlo.


Nos habíamos mudado a una calle fantasma. Eso explicaba en parte la tranquilidad y el silencio, pero no explicaba por qué había a esa hora tantos automóviles estacionados en las entradas de las viviendas y frente a las viviendas. Aparte de aquellos jardines tan esmeradamente cuidados, los buzones llenos de cartas, la basura en fundas plásticas.

Me pareció escuchar un ruido en la casa vecina y toqué la puerta, pero el ruido se desvaneció. Luego me pareció escuchar ruido en otras casas y fui de puerta en puerta tocando puertas con el mismo resultado. No había vecinos en el vecindario, pero estaba poblado, evidentemente poblado.

-Lo mejor es llamar al colmado para que manden unas cervezas -dije al regresar-. Unas cervezas frías, bien frías, cenicientas, y mañana averiguaremos lo que pasa, desentrañaremos el misterio si hay misterio.

El labrador emitió un ladrido de aprobación 

—Tres cervezas frías, por favor, media Marlboro Ligths y una funda de hielo a la Calle sin salida. Creo que así se llama.

—Ahí no vive nadie señor.

—¿Cómo?

—Que en esa calle no vive nadie, señor.

—Ahora vivo yo y le estoy hablando. Estoy viviendo yo y otros que no he tenido el gusto de conocer y le estoy pidiendo tres cervezas frías, por favor, media Marlboro Ligths y una funda de hielo. A la Calle sin salida, por favor.

—Le digo que ahí no vive nadie, señor.

—Y yo le digo que estoy viviendo yo. Mándeme uno de los muchachos con lo que le pido. Doy buenas propinas, las mejores propinas.

—Y le repito, señor, que ahí no vive nadie. No es asunto de propinas. Los muchachos no entran a esa calle y mucho menos de noche. Quien entra de noche a esa calle no vuelve a salir. Ninguno de los que se han mudado a esa calle vuelve a  salir. Desaparecen el primer día, todo se queda igual, pero la gente no vuelve a salir. Desaparece.

—Pues yo todavía no he desaparecido y mañana voy a salir y vivo aquí.

—Nadie ha salido nunca de ese lugar, se lo repito: ahí no vive nadie. Usted cree que está vivo, pero ahí no vive nadie. Ahí no vive nadie.



El espejo

9 de julio de 2018 

Siempre tuve miedo del espejo, de quedarme atrapado en ese abismo sin fondo y engañoso, el abismo sin fondo del espejo -junto al armario de caoba-, miedo de las serpientes, miedo de aquellos seres, de tantas cosas muertas que viven en el agua podrida del espejo.

Nadie se daba cuenta y yo gritaba por dentro, los veía moverse y nadie se daba cuenta, los veía venir en el agua infame y traicionera del espejo y nadie se daba cuenta.

—¡Pero sí eras tú mismo!

Me aterraba la mirada de hielo del espejo, la mirada insidiosa, descarada, incesante, brutal con que te mira, la descarada burla de esa cosa que mira fijamente, que nunca se está quieta.

—¡Pero sí eras tú mismo!

En el agua peluda del fondo del espejo descubría la mirada, la mirada que busca, que te busca, la mirada escondida, disimulada entre los pliegues escurridizos del espejo, mirada que te mira y te remira en las aguas movedizas del espejo, la mirada de hielo del azogue infernal.

Nadie se daba cuenta y yo gritaba por dentro, los veía moverse y nadie se daba cuenta, los veía venir en el agua infame y traicionera del espejo y nadie se daba cuenta y comencé a gritar por fuera. Mis padres se alarmaron.

—Sólo hay que bautizarlo —dijo el cura.

Después del bautismo siguió aterrándome la mirada de hielo del espejo, la mirada insidiosa, descarada, incesante, brutal con que te mira, la descarada burla de esa cosa que mira fijamente, que nunca se está quieta.

Seguía teniendo miedo del espejo, de quedarme atrapado en ese abismo sin fondo y engañoso, el abismo sin fondo del espejo -junto al armario de caoba-, miedo de las serpientes, miedo en fin de los seres, de tantas cosas muertas que viven en el agua podrida del espejo

—Ahora tiene que hacer la primera comunión— dijo el cura.

Le dije al cura que no se trataba de eso, que siempre y más que siempre había tenido y seguía teniendo miedo del espejo, de quedarme atrapado en ese abismo sin fondo y engañoso, el abismo sin fondo del espejo —junto al armario de caoba—, miedo de las serpientes y del árbol prohibido, miedo en fin de los seres, de tantas cosas muertas que viven en el agua podrida del espejo.

—Primera comunión-, volvió a decir el cura.

Después de la comunión, en el agua peluda y podrida del fondo del espejo seguía descubriendo la mirada que busca, que te busca, la mirada escondida, disimulada entre los pliegues escurridizos del espejo, mirada que te mira i te remira en las aguas movedizas del espejo, la mirada de hielo del azogue infernal, La gente que habitaba en el agua podrida del pantano, aquel engendro.

—¡Pero sí eras tú mismo!

Nadie se daba cuenta ni quería darse cuenta y yo gritaba por dentro, los veía moverse y nadie se daba cuenta, los veía venir en el agua infame y traicionera del espejo y nadie se daba cuenta y comencé a gritar por fuera. Mis padres se alarmaron. El cura comenzó a alarmarse.

—Sólo te ves a ti mismo— dijo para tranquilizarme.

No podía ser yo mismo, los veía venir en el agua infame y traicionera del espejo y nadie se daba cuenta

El hecho es que siempre tuve miedo del espejo, de quedarme atrapado en ese abismo sin fondo y engañoso, el abismo sin fondo del espejo -junto al armario de caoba-, miedo de las serpientes y del árbol prohibido, miedo en fin de aquellos seres, de tantas cosas muertas que viven en el agua podrida del espejo.

—Hay que hacer un despojo—, dijo el santero.

Y me hicieron el despojo, me bañaron, me azotaron, me frotaron con gardenia y apasote para despojarme de los malos espíritus y las malas influencias, con albahaca para prevenir el mal de ojo, con ruda para destruir el maleficio, con ortiga cocida en agua bendita con miel para darme protección, con orégano y tomillo para darme vitalidad y me sometieron por último al poder de la oración.

Después del despojo y las oraciones seguía aterrándome la mirada de hielo del espejo, la mirada insidiosa, descarada, incesante, brutal con que te mira, la descarada burla de esa cosa que mira fijamente, que nunca se está quieta.

—Te repito lo mismo—, dijo el cura-: no eres más que tú mismo.

No. Definitivamente no es lo mismo. El maldito espejo es un pozo maligno que se repite malignamente sin cesar. ¿Acaso no lo ven que es un espejo que se repite a sí mismo, se duplica y triplica hasta el infinito a la manera de un espejo frente a un espejo? Casi del mismo modo en que alguien puede repetir duplicar y triplicar las palabras de un texto a manera de “espejo de papel”.

Por eso nadie entiende lo que parece absurdo. Están perplejos. ¡Pero fíjense bien que se trata de un espejo que simplemente se repite a sí mismo, se duplica y triplica hasta el infinito a la manera de un espejo frente a un espejo” Casi del mismo modo en que alguien puede repetir duplicar y triplicar las palabras de un texto a manera de “espejo de papel”.

 En el agua peluda y podrida del fondo del espejo descubría, seguía descubriendo la mirada que busca, que te busca, la mirada escondida, disimulada entre los pliegues escurridizos del espejo, mirada que te mira y te remira en las aguas movedizas del espejo, la mirada de hielo del azogue infernal, aquel engendro.

—Te repito lo mismo dijo el cura: no eres más que tú mismo, sólo te ves a ti mismo.

Y no, no era yo mismo, sé que no era yo mismo en aquel espejo quebradizo y fatídico que me invitaba a entrar, a sumarme al abismo, una puerta de entrada sin salida a la ciudad perdida, ciudad sin esperanzas, poblada de contornos imprecisos, formas escurridizas de seres sin contorno que aullaban, que corrían, el incendio de napalm, las bombas de racimo, ese mar de difuntos, ese río de sangre, esa corriente de pus, esa cosa con cuernos…



El viento frío

4 de marzo de 2019   


Fue el sábado en la mañana, en el momento en que me estaba levantando, cuando sentí por primera vez el suave soplo del viento frío en las piernas y en los pies. Venía de abajo de la cama y eso fue lo que me extrañó. Entonces levanté las piernas y vi que los pies subían al mismo tiempo y dejé de sentirlo. Volví a bajar las piernas y los pies al mismo tiempo y volví a sentirlo.

El soplo del viento frío luego se hizo audible cuál si fuera una música de fondo, un rumor apacible como el que acompaña el correr de los arroyos en el monte. Pero el apacible rumor me causó un desasosiego en lugar de apaciguarme.


Yo sé que a veces las cosas, ese tipo de cosas, empiezan a mudarse debajo de la cama y el lugar se convierte en escondite de criaturas extrañas y a veces malignas. Nada bueno puede vivir debajo de la cama, pero ¿un viento, un viento frío? Quien podría imaginarse un viento frío escondido debajo de la cama. ¿Que hacía allí? Preferí ignorarlo. No sería yo quien lo averiguara metiendo la cabeza en aquel lugar oscuro que parecía ser cómplice del espejo del armario de caoba. Desde que era pequeño, desde el día en que los zapatos se deslizaron debajo de la cama aprendí por amarga experiencia que ciertos seres y enseres se deben sacar de ese lugar con un palo de escoba con escoba y manteniendo los ojos cerrados si no se quiere correr el riesgo de ver lo que no debe verse o ser visto.


Con esas criaturas extrañas y a veces malignas se puede convivir si uno no las molesta, pero el viento frío empezó a adquirir un comportamiento díscolo y poco discreto. Daba vueltas todo el tiempo y arreciaba de vez en cuando y se salía y movía las cortinas y abría las puertas del armario. En una ocasión me pareció que estaba a punto de tumbar el espejo y empecé a preocuparme.  

Una noche se produjo un concierto de ruidos tan terribles, o, mejor dicho, un desconcierto tan desafinado que no pude pegar un ojo. La cama se movía, se desplazó de su sitio y empezó a temblar, a sacudirse y a provocar en la pequeña habitación un desorden mayúsculo. Parecía que el viento frío y las otras criaturas extrañas pugnaban o se enfrentaban violentamente por el control o dominio del espacio, que era de por sí reducido antes de la llegada del viento frío.

Los altercados no sólo continuaron sino que fueron cada vez más aumentando. Yo estaba decidido a soportarlos, pero el ruido empezó a molestar a los vecinos y los vecinos empezaron a preguntarme por el origen de tanto escándalo a tan altas horas de la noche. Entonces los invitaba a pasar, les mostraba la habitación para ver si me ayudaban con su presencia a desalojar a los intrusos o desentrañar los misterios. Pero en presencia de extraños todo se apaciguaba.

El hecho es que miraban por todas partes en busca de lo que podía ser el origen del ruido, pero nunca debajo de la cama. Incluso se sentaban para  ver si los los muelles del bastidor eran la causa y revisaban todo y todo era, todo parecía inocente, una inocencia que provocaba mayores suspicacias. Pero nadie miraba debajo de la cama. Yo estaba dispuesto a todo, menos a mirar bajo la cama. 

Una noche se produjo una batahola infernal y tan ruidosa que los vecinos salieron a la calle y me exigieron ponerle fin al alboroto. Entonces volví a  invitarlos, por enésima vez volví a invitarlos a entrar para que vieran o mejor dicho para que no vieran lo que sucedía, porque en cuanto entraron los vecinos se aplacó la batahola y el viento frío dejó de soplar. Sin embargo, era evidente que todos sospechaban de alguna manera que el culpable era yo y nadie más que yo. Para peor, en cuanto abandonaron la habitación, el viento frío apacible se convirtió en viento huracanado y el armario y el espejo y hasta el pobre gato y la cama conmigo arriba empezaron a dar vueltas. 

Esa vez, los hastiados vecinos me dieron un ultimátum. Tenía que solucionar el problema o abandonar la habitación donde había vivido toda la vida. Yo estaba dispuesto a todo, como ya he sugerido, menos a irme de la casa y a mirar bajo la cama. 

Extrañamente, después del ultimátum algo parecía que había comenzado a cambiar. El viento frío giraba día y noche y me congelaba las piernas y los pies al levantarme pero no se escuchaban ruidos de la pugna por el espacio vital. Parecía que el apacible viento frío había triunfado sobre las demás criaturas extrañas y a veces malignas. Tan sólo se escuchaba un leve soplo, un rumor leve de río subterráneo, y me invadió una ola de felicidad, de intensa paz espiritual, y un infinito sosiego se hizo dueño de mi ser. Ya podía vivir tranquilo escuchando el dulce soplo del viento frío, y una idea poco a poco empezó tomar forma en mi cabeza. Miraría, por fin, debajo de la cama, lo pensé una y mil veces. Me asomaría curiosamente. Nada podía pasarme ahora en el dominio gentil del viento frío que rondaba bajo la cama. Me prometí que miraría, hice de tripa corazón y decidí que finalmente miraría. 

Esta noche, sin falta, o quizás cuando amanezca, cuando sienta en mis piernas el soplo del viento frío miraré…



La ciudad perdida

7 agosto, 2020


En la puerta de entrada me encontré con un señor muy elegante que me dirigió el saludo con cierta cortesía profesional, un señor anticuado con sombrero de paja, paraguas en mano, sonrisa fría, aliento funerario. El aliento y el rostro funerarios.


En el recibidor presenté mis credenciales y me pareció que el encargado se echaba a reír, pero no le di mayor importancia y me dirigí hacia el lugar que me indicó: el escritorio de la recepcionista.

Le dije a la recepcionista que había venido por el anuncio del empleo en el periódico. Que estaba muy necesitado. Que trabajaría de sol a sol recogiendo y juntando cadáveres si era necesario. Pero no me hizo caso.

En el lugar había muchos letreros en italiano y una vocinglería terrible. Quizás por eso la recepcionista no me oyó la primera vez que le hablé y volví a decirle que había venido por el anuncio del empleo en el periódico. Que estaba muy necesitado. Que trabajaría de sol a sol recogiendo y juntando cadáveres si era necesario. Pero otra vez no me hizo caso.

Levanté la voz, no sin cierta altanería, y volví a decirle a la recepcionista que había venido por el anuncio del empleo en el periódico. Que estaba muy necesitado. Que trabajaría de sol a sol recogiendo y juntando cadáveres si era necesario...

Lo escuché la primera vez, señor, pero estaba procesando el mensaje para darle la respuesta correcta. Verá usted, esta no es una funeraria a pesar de las apariencias, es una agencia de viajes.

En cuanto escuché aquellas palabras me invadió el desencanto. Sólo el trabajo en una agencia publicitaria podía ser peor que el de una agencia de viajes, pero necesitaba un empleo. En esa época yo estaba en la mitad del camino de mi vida y Beatriz me había dejado solo y desamparado con cuatro niñas berrinchosas que no podrían valerse por sí solas hasta que no estuvieran en edad de robar o prostituirse.

Una agencia de viaje, repetí mecánicamente.

Una agencia de viajes para almas muertas. Usted estará encargado de recibirlas y distribuirlas y las dispondrá frente a sus respectivas puertas de salida. De lo demás se encargan del otro lado de las puertas. No intente averiguar lo que sucede.

Como si me hubiera adivinado el pensamiento, la recepcionista añadió a renglón seguido:

El sueldo es bajo y en principio no tendrá días libres ni vacaciones y ningún tipo de incentivos, pero el horario es flexible.

¡Sin días libres ni vacaciones!

Virgilio será su ayudante durante los primeros días.

¿Virgilio

Sentí que alguien respiraba a mis espaldas y me volví, nervioso. Virgilio me miraba con sus ojos marrones y sonreía con cierta mansedumbre.

Acompáñelo, Virgilio, enséñele lo que tiene que hacer y que empiece de

inmediato a trabajar.

¡Pero si yo no he dicho que acepto el empleo!

Demasiado tarde, señor, debe comenzar de inmediato.

Ni siquiera hemos hablado del estipendio.¿Cuanto se supone que voy a ganar?

El sueldo es prácticamente honorífico, señor. No perdamos tiempo. Acaba de llegar un nuevo paquete de almas muertas. Acompáñelo, Virgilio.

Justo en el momento en que pensaba protestar e voz alta y airada, Virgilio me agarró por el brazo con una fuerza inusitada y me condujo por un laberinto de pasillos y habitaciones a un extraño lugar. Allí se recibían y clasificaban las almas muertas en una cantidad tan grande que los empleados no daban a basto. Al final del recinto, a una distancia imprecisa, que parecía alargarse y acortarse a capricho, había tres puertas. Las dos de la izquierda eran de madera y no llamaban particularmente la atención, la tercera era imponente y parecía fabricada en acero incandescente.

Estas de aquí, dijo Virgilio, se deben depositar en el buzón de la puerta de la izquierda. Generalmente son pocas y muy ligeras. Estas otras son más abundantes, van al buzón de la puerta del medio. Las de este fardo van a la ciudad perdida, por la puerta grande de acero incandescente. No se acerque demasiado.

Desde que entré a aquel lugar había comenzado a sentir una cierta pesadez, un malestar indefinido. Ahora sentía como si el peso de una fuerza maligna empezara a gravitar sobre mis hombros y sentía miedo, una extraña desazón. Además, en algún momento volví a ver a lo lejos al señor de la puerta de entrada, el señor de rostro y aliento funerarios, y el corazón me dió un vuelco. Advertí, con asombro, que tenía una manera de moverse ágil, desenvuelta y ágil que desmentía su apariencia cadavérica, su condición de hombre muerto caminando.

¿Quién es esa persona?

El señor no es una persona, es una presencia. No está muerto ni vivo. A veces ni lo uno ni lo otro.

Creo que no lo entiendo.

Bueno, verá señor, estar muerto en este lugar es un condición transitoria y sobre todo aburrida.

¡Basta ya!, dije en tono imperativo, quiero irme inmediatamente de aquí.

No es posible, señor.

¡Cómo que no es posible? ¿Dónde está la salida?

No hay salida, señor.

¡Cómo que no hay salida? Exijo una explicación.

No existe una explicación. Todo lo que sucede aquí es inexplicable.

¡Pero se puede saber qué clase de lugar es este?

Nadie lo sabe señor, nadie lo ha sabido nunca en siglos y siglos de eternidad.



Me dijeron que no entrara ahí, doctor

26 febrero, 2021


Me dijeron que no entrara ahí, doctor, desde el primer día me lo dijeron. No me dieron explicación y ni siquiera me lo ordenaron ni me lo prohibieron, sólo me dijeron que no entrara ahí, que me abstuviera simplemente de entrar y de inmediato me dió curiosidad.



Lo gracioso es que no estaba cerrado, era un lugar abierto al final del pasillo del primer piso del hospital, una especie de sala de espera donde siempre había gente: médicos y pacientes, enfermeras y camilleros que conversaban con aire de aburrimiento y que aparte de conversar parecía que no estaban haciendo nada, y era la misma gente todos los días y a todas horas de la noche.

Ni siquiera tenía puertas ni había una línea divisoria, ni había un guardián que impidiera el paso. Pero no se podía entrar. Era algo absurdo. Tampoco estaba prohibido pero no se podía entrar. Nada impedía entrar pero no se podía entrar. Consulté los reglamentos del hospital y en ningún lugar mencionaba la dichosa sala de espera ni mencionaba la prohibición. Pero no se podía entrar.

Yo recorría todos los pasillos del hospital por lo menos una vez al día durante mis rondas habituales, visitaba a los pacientes en compañía de mis estudiantes y nunca dejaba de llamarme la atención aquella sala de espera llena de gente a la que no se podía entrar porque simplemente no se podía. A veces me hacía el tonto o el temerario y me acercaba al lugar y me detenía casi al límite. Una vez me acerqué más que de costumbre y una enfermera dio la voz de alarma, me dio una voz de advertencia.
Me dijo que no entrara, que no entrara ahí, doctor. Lo mismo que me habían dicho desde el primer día. No me dio explicación y ni siquiera me lo ordenó ni me lo prohibió, sólo me dijo que no entrara ahí, doctor, que me abstuviera de entrar. Pero había algo de alarmante en su ruego. Ruego, sí, porque parecía una advertencia y lo era. Había un cierto tono de angustia en su voz.

El caso es que el asunto terminó convirtiéndose en una obsesión, mi curiosidad iba en aumento. Sin darme cuenta comencé a descuidar mis labores, a despreocuparme por los pacientes. Sólo pensaba en llegar al fondo del absurdo. Todo lo demás dejó de tener importancia.

Durante la última junta de médicos —presidida por el mismísimo Dr. Fegarca— me llamaron la atención, me recordaron más de una vez que mi nombramiento era provisional y se negaron a responder mis preguntas sobre lo que ya consideraba el enigma de la sala de espera al final del pasillo. En realidad no sabían nada, es decir, sabían lo mismo que yo o me ocultaban algo. Me recomendaron que me atuviera a las ordenanzas, aunque se suponía que no había ninguna a favor ni en contra.

Alguien me dijo que uno de los conserjes podía darme las respuestas que buscaba y fui de inmediato a verlo. Le pregunté por qué no se podía entrar y me preguntó que para qué quería entrar. Le dije que no quería entrar sino saber por qué no se podía entrar y me preguntó que por qué quería saber. Le dije que tenía curiosidad, simple curiosidad, y entonces me preguntó que por qué tenía curiosidad. Me dijo que no tenía nada que buscar en ese lugar, que me limitara a mis labores, a la costumbre, al sentido común. Por último, cuando le pregunté qué por qué estaban en ese lugar todas esas gentes, me respondió con cierto aire de superioridad que pretendía ser sabiduría:

—Están ahí porque están.

El hecho es que todos los días pasaba varias veces por el pasillo y ya no podía ver a todas aquellas personas aburridas sin que me invadiera el desasosiego. A veces daba la impresión de que estaban filmando una película. Alguien parecía dar voces. Decía cámara, acción. Pero era sólo mi imaginación.

Me obsesioné tanto que cualquier pretexto era bueno para acercarme al lugar. Fingía estar distraído, haber equivocado el camino, me daba paseítos de presidiario desde el principio hasta al final del pasillo con las manos en las espalda, sumergido en aparente cavilación y me acercaba cada vez más al abismo. A la fruta prohibida. Entonces comenzaban las voces.
Indefectiblemente alguien volvía a decirme que no entrara ahí, doctor. A la inocente sala de espera.

Cada vez me sentía más atraído, fascinado por el misterio, por el absurdo más bien, y me sentía igualmente más atrevido, más capaz de llegar hasta el fin, pero las voces de alarma me detenían. Era irracional. Le tenía miedo a algo en lo que no creía o pretendía no creer. Casi igual que uno de esos ateos que temen vender el alma que dicen que no existe.

Sin embargo, el miedo pesaba menos que la curiosidad. No cejaba en mi empeño, me acercaba más a la meta, y en un par de ocasiones estuve a punto, casi a punto de entrar a la dichosa sala de espera, pero las voces me lo impidieron en el último instante, cuando ya estaba dispuesto a jugarme el todo por el todo.

Un día, finalmente, no pude más, se agotó mi paciencia, me venció la curiosidad. Me armé de coraje, caminé con firme determinación por el pasillo hacia el fondo, hacia la sala de espera, ignorando las voces, las muchas voces que repetían que ahí no se podía entrar, doctor. Resueltamente traspuse el límite y me acerqué al grupo de personas que ocupaba la sala de estar.

Me recibieron con la más insípida apatía, como si hubieran estado esperando algo rutinariamente inevitable, y ni siquiera respondieron a mi saludo. Me presenté, les di mi nombre, les dije cuantas ganas tenía de conversar con ellos antes de continuar con mis tareas habituales. Algunos eran viejos, sorprendentemente viejos, daban la impresión de haber estado mucho tiempo en aquel lugar y me miraron con pena, como se mira a alguien que acaba de cometer un error, el peor error de su vida.

—Aquí no hay nada de qué hablar —me dijo uno de ellos, quizás el más viejo de todos—. Y además ya no podrá seguir con sus tareas habituales. Ha caído usted, igual que todos nosotros, en la mano del angel exterminador y ya no podrá salir de aquí.
—Y se puede saber quién es el Ángel exterminador.
—Nadie lo sabe. Quizás simplemente una metáfora.
Confieso que la ocurrencia me dio risa, en principio.
—Y por qué razón no voy a poder salir de aquí.
—Por ninguna razón —dijo el más viejo de todos—, pero no podrá salir de aquí. Ninguno puede.
—El doctor Buñuel tiene razón. —dijo una de las enfermeras.
—¡El doctor Buñuel?
—Para servirle a usted. Soy cirujano cardiovascular y hace cuarenta y dos años se me ocurrió venir a este lugar a descansar y nunca he podido salir. Nadie puede salir. Estamos, como le dije, en manos del ángel exterminador.
—Eso sí que está bueno —dije en tono de burla—. Creo que tendré muchas cosas que contarles a mis amigos.
—No podrá contar nada, aquí ni siquiera el tiempo cuenta, aquí nunca es de noche ni de día, aquí no dan la hora ni hace frío ni hace hambre, aquí sólo estamos sin estar. O si lo prefiere, sólo estamos estando. El ángel exterminador nos ha convocado, vino por nosotros o nosotros vinimos por él, no nos prohíbe salir, pero no podemos salir. Hasta aquí llegó usted, doctor. Hasta aquí llegamos todos.

En ese momento me sentí repentinamente abrumado, me pareció que me había caído sobre las espaldas el peso de los siglos y me senté, me desplomé en uno de los bancos. Estaba agotado, pero no sentía sueño y no volvería a sentir sueño. Empezaba oscuramente a entender.

Noté que del otro lado, a mitad del pasillo, unas enfermeras me miraban con tristeza y hablaban sobre mí, decían de seguro que me habían dicho encarecidamente mil veces que ahí no se podía entrar, doctor. 


Agua difunta

14-06-2021 


Almanzor Armando el Boteich, el conocido erudito y poliglómata entrebajeño, me advirtió muchas veces que no pasara frente a un espejo, que no me acercara ni siquiera a un metro de distancia, ni siquiera por detrás, y que tuviera cuidado con el agua que se escapaba por debajo. El agua difunta del espejo, como le llamó el poeta Villegas. Nuestro Víctor Villegas. El caballero. No el prosaico español de mala fama.


La gente común no se imagina la cantidad de cosas desagradables y podridas que habitan bajo la engañosa superficie bruñida del espejo y las cosas horribles que suceden. Los espejos lo ven todo, lo saben todo, atraen a los narcisistas y vanidosos y también a los incautos, y cuando se acercan demasiado los atrapan. Los condenan a una prisión más que perpetua. No hay peor prisión que la del espejo. Los prisioneros del espejo están condenados a contemplarse de por vida, a pedir inútilmente auxilio a los pasantes.

Cuando mueren se quedan entre los vivos, en un infierno paralelo, y hacen un ruido ensordecer que sólo se puede escuchar a ciertas horas de la noche. La única salvación para ellos es que alguien rompa o cubra el espejo, todos los espejos del mundo. Todas las trampas de azogue infernal con el que convivimos.

Esas, y otras muchas cosas, las dice el mencionado Armando Almanzor el Boteich, en un tratado clásico sobre el tema. El vasto y enciclopédico Almanzor Armando.

Además, los espejos pueden cambiar de lugar. En días pasado estaba yo leyendo cuando sentí una presencia a mi espalda: el espejo estaba detrás, leyendo también por encima de mi hombro. Luego empezó a maquillarse, a ponerse ropa de mujer. Un espejo puede enloquecer y cambiar de sexo. No sólo de lugar.

Yo había escrito anteriormente sobre el peligro que representan los espejos, pero sólo el mencionado Armando pareció entender la gravedad del asunto. Recuerdo que me escribió, en una ocasión, con mucho afecto y mucha preocupación, aconsejándome tomar distancia del maligno enigma del espejo, del maldito espejo que es un pozo maligno que se repite sin cesar, malignamente... Algo tan escurridizo y furtivo como la paradójica identidad humana. Identidad del uno y del otro, el azogue y el ser, que se hurtan a todo unívoco desciframiento...

También escribí, para advertir a los incautos, sobre los peligros que podía encerrar un simple callejón sin salida, sobre los muertos y desaparecidos que se mecen en las mecedores, las falacias de las rotondas en los alrededores de Boca Chica o del viento frío debajo de la cama, he advertido sobre la presencia de ciguapas y galipotes, de lugares donde se puede entrar y no se puede salir, del horror y las desdichas de ciudades perdidas irremediablemente y sin retorno, de tierras de nadie donde no se puede dar un paso hacia adelante ni hacia atrás, de algunos infiernos alucinantes, ficciones y adivinaciones de género esotérico y trashumante... Todo lo que me enseñara alguna vez el ilustre poliglómata entrebajeño en prolíficas noches del Palacio de la esquizofrenia. El discreto y muy celebrado Almanzor Armando el Boteich.

Nada hay nada peor que los espejos: los engañosos espejos que nos enseñan su sonriente cara y nos ocultan la podredumbre que habita dentro. La sutil telaraña del espejo, el horror de los espejos que se manifestó de manera tan elocuente en el palacio del Rey Sol. El llamado Rey Sol que era más sombra que luces. El de París de Francia. El de don Luis XIV.

Fue él quien mandó a construir aquel engendro. La llamada Galería de los espejos que fue su perdición.

A Luis XIV le encantaba follar frente al espejo en la famosa Galería de los espejos del Palacio de Versalles, multiplicarse hasta el infinito entre dos espejos, verse de perfil y de culo y de cabeza al mismo tiempo, sin sospechar el peligro que corría. Hasta que un día vio lo que no quería haber visto nunca. Y desde entonces mandó a cerrar la galería. A su hermano LGTBI le prohibió específicamente, personalmente, terminantemente la entrada porque al hermano le gustaba elegetebiar en público y eso estaba prohibido en la corte.

Sin embargo, el hermano se las arreglaba para entrar en olor de multitudes. La multitud de multitudes que se reflejaban alegremente en la fastuosa Galería de los espejos del Palacio de Versalles.

Para dar una idea de la magnitud del espanto basta decir que la Galería de los espejos, la galería de horrores del palacio de Versalles, tenía infinitas ventanas y centenares de espejos gigantes colocados frente a frente, y desde luego parecía un escenario de cuentos de hadas cuando la luz entraba a raudales.

Todo estuvo bien, parecía estar bien hasta que el agua comenzó a escaparse por debajo de los espejos. Aquel diluvio solamente podía significar una cosa: los muertos se estaban quedando sin agua y agonizaban, empezaron a salir en manadas y se chupaban a los habitantes del palacio como si fueran frutas maduras y los enterraban vivos en la prisión del azogue para seguir chupando.

El horror de los espejos es algo que conocieron los infelices habitantes del Palacio de Versalles. El horror y el escándalo que llevaron a la clausura y demolición del palacio.

El hecho es que los espejos se disimulan, se “hurtan”, como dice el maestro Armando, tienen doble cara, participan en las cosas de los pobres y en las fiestas de los ricos y la realeza como se ha visto. En días claros, muy claros, pueden ser luminosos felices y sonrientes y mostrarse alegres e inofensivos pero en cuanto disminuye la luz o disminuye el agua muestran su verdadero rostro, no sólo reflejan la parte superficial de tu entorno sino todo lo que sin saberlo te rodea las cosas lúgubres que habitan dentro y fuera de nosotros. En un momento así el maestro Armando no recomienda pararse frente a un espejo, ni siquiera a prudente distancia. No lo mires ni te mires, si te quedas mirando al espejo vas a ver los muertos y vas a ver cosas vivas que son peores, cosas que ni soñabas que existen y viven allí arrinconadas, en el infierno del espejo.

Para peor, hay espejos y criaturas dentro del espejo que se dedican a atrapar niños, niños que nunca aparecen o vuelven con el cuento de Alicia en el país de las maravillas.

Lo más peor que peor es que cuando el agua empieza a escaparse no hay nada que hacer, como sucede ahora, en este mismo momento, en muchos sitios.

Es lo que, lamentablemente, parece estar sucediendo en el Salón de las cariáritides del Palacio Nacional, donde no había espejos originalmente y no se supone que los haya. Hace unos días llamaron a Almanzor Armando para estudiar el problema.

Y el problema es que Armando ha desaparecido.


Otra vez el espejo

9 julio, 2021


Otra vez el espejo ha vuelto a moverse, lo he sentido a mis espaldas, he sentido su aliento, el aliento fétido de su alma podrida, su respiración rota, su respiración ronca y pausada, el olor que invade la habitación, casi toda la casa, sus mínimos intersticios. Y percibí el ademán que parecía amenazante.


Pensé que en breve yo empezaría como de costumbre a sudar: un sudor frío, un hilo de hielo recorrería mi espalda, me quedaría paralizado de terror como en otras ocasiones  


en otros lugares y otros espejos.

Pero en esta oportunidad no me dio miedo, sólo percibí un vacío enorme, infinitamente desolador. En ese momento me di cuenta de que no era un monstruo, era un alma en pena. En realidad se sentía solo, tenía ganas de hablar.

Me contó que en algún tiempo había estado enamorado de una mujer que lo dejó por otro espejo y que había estado enamorado de otro espejo, una mujer y una espeja que habían sido los grandes amores de su vida.

Aquella confidencia traducía un aura de soledad. Yo percibía en ese momento su soledad, su desamparo, la inmensa soledad de los espejos. Los espejos pueden sentirse solos, muy solos y tristes, incomprendidos, más solos y desamparados e incomprendidos que los números primos. Sí. Algo peor que la soledad de los números primos de los que habla aquel escritor italiano.

La mujer de la que se había enamorado le había dado algunas gratificaciones, pero a la espeja la había amado inútilmente. Era una espeja de pared, muy presumida, una que se jactaba de su alcurnia, una vanidosa, una engreída que había pertenecido a las mejores familias de Santiago y se sentía muy oronda de su sofisticado marco al estilo art nouveau. Una que nunca le prestó la menor atención a pesar de su porte distinguido y que sólo se aprovechó de su nobleza.

Después me contó, en tono aún más confidencial (e igualmente a propósito de amores contrariados), que su hermano había servido en la habitación de una reina de belleza y la existencia se le había hecho miserable.

En los primeros días sintió que era el ser más feliz del mundo, pero poco a poco empezó a perder el sentido de la vida. sólo vivía para ella, en espera de que llegara y se despojara frente a él de todas sus vestimentas. Ella no tardó en advertir el efecto que producía en él y lo provocaba con sus refinados movimientos de odalisca, le hacía sufrir el suplicio de Tántalo. Todo estaba a su alcance y no lo podía tocar. Un día la bella comenzó, como de costumbre, a desnudarse y contonearse rítmicamente, pero en esa ocasión demoró más de la cuenta en el trámite y lo llevó al límite de la exasperación, del deseo incontrolable. Llegó un momento en que su fiel admirador no pudo más y empezó a resquebrajarse y ese fue el fin de sus días. Lo abandonaron en el cuarto de servicio.

En ese momento se produjo un pesado silencio que no presagiaba nada bueno. El espejo hizo una pausa, como si tuviera miedo de haber cometido alguna imprudencia al hacerme partícipe de sus confidencias, revelarme sus íntimos secretos. Por un momento llegué a temer por mi vida. Los espejos matan y pueden matar de muchas maneras y yo estaba muy cerca de su alcance. Fue una falsa alarma, o quizás no, pero el hecho es que el espejo hizo una especie de ademán conciliador, retomó el tono confidencial.

Me dio a entender entonces algo que ya había intuido. Que a fuerza de mirarlo todo, los espejos lo saben todo. Que los espejos conocen hasta los sueños que nos sueñan y desensueñan. Me aseguró que no todos los espejos llevan una vida contemplativa e indiferente al mundo, ni permanecen iguales con el tiempo. Lo espejos maduran, envejecen, se le abren fisuras en en alma, profundas cicatrices emocionales, adquieren a veces los vicios o las virtudes de las personas que reflejan y a veces les toman cariño. Se encariñan a veces con nosotros, sobre todo cuando nos tratan y conocen desde la infancia. No son indiferentes. Me dijo que recordaba siempre con mucho afecto a una joven que había servido durante años con la más resignada fidelidad, hasta que la joven creció, se hizo mayor y un día cualquiera se aburrió de él o se olvidó.

Al cabo de mucho hablar se le empezaron a cansar las palabras. Y con palabras cansadas me habló, a continuación, y sin que viniera aparentemente al caso, de los achaques de la vejez. Me dijo que tenía la impresión y quizás solo la impresión de que la vejez es la parte más intensa de la vida. Quizás porque nos agarramos con más ahínco a cada segundo y el tiempo parece a cada momento más fugaz.

Pero con la llegada de la vejez, cuando ya se manifestaban los primeros signos de decadencia y la edad y el deterioro físico hacían estragos, fue relevado del servicio, lo echaron como quien dice a patadas de la lujosa residencia donde había permanecido más de cien años y consiguió trabajo en un hotel de mala muerte. Después fue a parar a la casa de una familia disfuncional donde conoció a una niña con la que entabló una gran amistad.

En cuanto regresaba del colegio, la niña iba a conversar con él, permanecía durante horas mirándolo y mirándose, contándole sus aventuras. Pero la niña tenía un padrastro tirano que la maltrataba por cualquier motivo y el espejo había empezado a odiarlo con un odio frío, sin ira. El mejor de los odios es un odio frío, sin ira.

Con mucha paciencia esperó la oportunidad de convertir ese odio en justicia. Pero el padrastro raramente se dejaba ver y no miraba nunca hacia él. Escuchaba desde su habitación, impotente, las golpizas que el abusador propinaba a la niña y a su mujer, la madre de la niña, pero no había nada que pudiera hacer, hasta que un día el padrastro cometió un error que resultó fatal. Entró bruscamente a la habitación y empezó a reprender a la niña en su presencia, interrumpiendo una amable conversación entre el espejo y la niña, y el espejo se inflamó de ira. El padrastro sintió una presencia y sintió un escalofrío, miró hacia atrás, miró hacia arriba, se quedó atónito un instante, un sólo instante, luego miró y se miró en el espejo fijamente y esa fue su perdición.


El espejo le devolvió el reflejo de su propia monstruosidad y se volvió loco, murió pocos días después dando alaridos, pidiendo que cerraran esa puerta, que por favor cerraran esa puerta...

Fue algo que no debió haberme contado, algo que habría preferido no escuchar. Los espejos son capaces de matar y matan de muchas maneras. Sentí terror. Yo también estaba al alcance de su ira. Cerré los ojos para evitar cualquier contacto visual.

Al poco rato se echó a llorar con desconsuelo.








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