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19/5/20

IRREVERENCIAS Y PROFANACIONES



Cuando prohíben un libro
mío en una biblioteca
donde tienen la Biblia al alcance de cualquier
 joven indefenso, la ironía de la situación
en vez de irritarme me divierte
Mark Twain
La irreverencia es la campeona de 
la libertad, y su única defensa segura
Mark Twain
La irreverencia es la madre de
los tomates 


 PCS
ÍNDICE:
Profundo púrpura
Los ritos ancestrales
Cantar de los cantares
El nazionalista
Al maestro con cariño
La novicia rebelde
Crónicas tardías desde el Palacio de la esquizofrenia


PROFUNDO PÚRPURA

(Un relato del libro Los cuentos negros)
Pedro Conde Sturla
















     
[Una vez, si mal no recuerdo, Sara Pérez 
escribió una serie de artículos que llevaron a la revista Rumbo a la quiebra. Eran artículos  graciosísimos sobre la más graciosa y regalada e intrigante
 vida de los príncipes de la jerarquía eclesiástica dominicana y los   príncipes se resintieron. Al poco tiempo, casi por arte de magia, los anuncios desaparecieron y la revista Rumbo  se convirtió en un folletín de pocas páginas y poco después dejó de existir. 
Yo, confieso, me di tremendo banquete con lo de Sara y empecé a elucubrar y rascarme y a pensar en escribir uno de esos relatos retorcidos e irreverentes a los que soy  propenso. Irremediablemente sentí que me había picado una mosca o el moscardón de la divina o diabluna inspiración y fabriqué un relato al que le puse provisionalmente el título de una película italiana: Profundo  púrpura.
Sara es, pues, la culpable y un poco coautora del relato, o por lo menos un poco cómplice. He ahí la razón de la dedicatoria que aparece al final: A Sara Pérez, por supuesto.
Confieso que no la conozco personalmente. El     algoritmo de Facebook nos aleja de vez en cuando y de vez en cuando vuelve a juntarnos, o mejor dicho a reunirnos, pero abrigo la esperanza de que nos encontremos algún día, aunque sea, quizás, en el purgatorio. PCS].





Su Eminencia Reverendísima terminó de firmar unos papeles sobre el escritorio de caoba centenaria y ordenó que hicieran entrar a la muchacha y la muchacha entró como quien dice envuelta en una nube de velos vaporosos, flanqueada literalmente por una corte de camareras solícitas, piadosas, que a su paso esparcían agua de rosas. Aquella nube de velos vaporosos, que apenas la ceñía dulcemente, respondía a la más leves ondulaciones de su anatomía, y en medio de esa corte de camareras solícitas, piadosas, parecía santa de altar en procesión, mecida al viento. Las camareras solícitas, piadosas, se cuadraron, se   humillaron religiosamente en presencia del Príncipe aun más piadoso y la presentaron un poco en actitud de ofrenda -la ofrenda de la virgen- y un poco también a manera de trofeo, esperando por supuesto su aprobación. Respetuosamente descorrieron la nube de velos vaporosos que cubría su cuerpo impúber. La nube de velos vaporosos cayó al suelo sin vida, como un cuerpo sin alma, y la muchacha infeliz quedó en pelotas, ruborizada un poco y sorprendida. En cambio los ojos del Príncipe piadoso cobraron otra vida. Sus pupilas se dilataron, por no hablar de otra cosa, y agradeció infinitamente al Señor por aquel regalo del cielo. Era una campesinita preciosa, deliciosa, blanquita delgadita, bañadita, desnudita –de las que se cosechan todavía en los cerros de Gurabo-, con unas teticas largas y afiladas como puntas de lanza, piernas torneadas como quien dice a mano por el mucho subir y bajar lomas y unas nalguitas tímidas, puyonas, un poco cohibidas y esmirriadas, que parecían de juguete, nalguitas de fantasía, como le agradaban a su  Eminencia, que era parco en sus gustos. Alabado sea el Señor. 


Bueno, en honor a la verdad, aquel espécimen, aquel magnífico ejemplar montuno de la sierra, campesinita blanca y desnudista y virgen, intocada, no era un obsequio del Señor, directamente al menos, ni tampoco del cielo, sin descartar por supuesto la intervención, la voluntad divina, porque por algo estaba allí, en presencia del siervo de Cristo. Provenía más bien de sus fieles de la Diócesis de Santiago –mano de Dios en cualquier caso- y sobre todo de la fidelidad condicional del obispo, al cual tendría que pagar su peso en whisky. Cuatro o cinco cajas por lo menos de las muchas docenas que le enviaban en Navidad. Whisky Pinch, por lo menos, de doce años. El obispo era puntilloso en esa materia y tenía un paladar refinado. Su amor a Cristo era casi tan grande como su amor al whisky.
Sin apartar los ojos de su presa el Príncipe Piadoso la devoraba intensamente -boccato di cardinale a no dudar. La imaginaba Salomé, sin Herodes, tendida en su blanquitud en una cama, sobre una sabana negra, quizás roja, y en su interior tocaban a gloria todas las campanas del pecado, el sexo alegre bajo la sotana. Pero lo que sus ojos apreciaban lo despreciaba su fino olfato, su finísimo olfato de gourmet consumado, hecho a las exquisitas mesas del Vaticano donde tantas veces había desayunado y conversado con el papa en perfecto itañol, sin mencionar cenas y banquetes. Un aleteo leve en las ventanas nasales denunciaba su desaprobación o disgusto. Huele a pobre.
Allí no había nada que hacer sino bañarla de nuevo porque la muchacha había sido pobre toda la vida y el olor no se le quitaba a pesar de cinco baños corridos. Olía a pobre serrana y el olor no se quitaba y quizás no se le quitaría a pesar de los baños ni se le quitaría en toda la vida, ni la pobreza. Su Eminencia Reverendísima hizo un gesto apenas perceptible apenas suficiente para indicar que la audiencia había terminado por el momento y las camareras y la virgen se retiraron hasta el próximo baño.
Media hora más tarde la corte de camareras solícitas, piadosas, volvió a entrar sin anunciarse en compañía de la virgen envuelta como quien dice en una nube de velos vaporosos. Y la exhibieron de nuevo, desnudita, a manera de ofrenda y de trofeo. Esta vez la habían estregado y enjuagado y exprimido varias veces como a un trapo, la habían sumergido en una bañera con agua más caliente que tibia de sales perfumadas, la habían ungido con cremas, aceites y afeites y la virgen parecía limpia, pura e inodora. Más bien parecía despedir un halo de gloria. Pero el Príncipe Piadoso no se distrajo de sus menesteres, firmaba papeles y papeles y no levantó la cabeza, no se dignó mirarla a pesar de que la virgen despedía un halo de gloria. El discreto movimiento de sus narices anunciaba, de nuevo, desaprobación. Huele a pobre.
Cuando la trajeron por última vez pasó la prueba. Ahora Estaba deslavada, deslucida, translucida, casi a punto de botar la piel, como si la hubieran restregado con lejía, pero olía verdaderamente a limpio, limpito. Y además no aguantaba más baños ni refregas.
El Príncipe Piadoso ordenó que la llevaran a su recamara y respiró satisfecho. Después hizo un alto en el trabajo y fue a mirarse al espejo, aquel espejo gigante del vestidor que lo retrataba de cuerpo entero. Mirarse al espejo, varias veces al día, era un ejercicio gratificante, una forma de relajarse y aliviar el estrés, una terapia. Mirábase, pues, complacido al espejo -de soslayo, para lucir más coqueto- y ocasionalmente demoraba en el trámite, inmerso en una especie de trance, el éxtasis de los místicos. En realidad se extasiaba en lo que veía. Era un príncipe, un verdadero príncipe, con el traje a la medida de Maquiavelo. Aquí se lo puede ver ahora, plantado frente al espejo que no miente, y desde aquí se pueden deducir los aspectos fundamentales de su personalidad en términos del ilustre florentino fundador de la ciencia política:
Si algo caracteriza su figura es la apostura, amén de la impostura. Si una palabra le cuadra de cuerpo entero es altanero. Si una cualidad lo define es la arrogancia. Si alguna vez un rasgo de soberbia fue típico de alguien, el hombre es, sin duda, típicamente soberbio. Jamás –en honor a la verdad- ha cometido este Príncipe pecado de humildad. La humildad que es al santo lo que a la mar el pez, no enturbia su conciencia. En un palacio vive este siervo de Cristo que nunca se rebaja en el amor al pueblo. Las masas que para uno eran ovejas, las tiene el otro por chusma. De la intolerancia ha hecho virtud, de la indolencia divisa. La ostentación es su vicio. Su moral es el poder, su única patria el poder, el único santo de su devoción es el poder. Amén del Vaticano, que es también, y sobre todo, el poder.
Al Vaticano apuntan sus ambiciones. Grupos de oración generosamente retribuidos, a Dios rogando y con el mazo dando, piden al Celestísimo la pronta conversión del Príncipe en heredero del trono de San Pedro. En corrillos y mentideros se hace correr la bola, en círculos generalmente bien informados se rumia, se rumora, se comenta que el Príncipe es papable, molto papabile.
Pero el Príncipe tenía un problema de imagen, una fractura en su imagen pública como decían los especialistas. La soberbia que ejercía, por supuesto, en nombre de Cristo y su fama de tenorio le habían creado una mala reputación. Por mucho que se esforzara, tenía más aspecto de dandy que de pastor de almas. Por mucho que practicaba –juntando las manos a la altura del pecho en actitud contrita- no lograba asumir convincentemente la típica pose de santo que era de rigor en su profesión, su profesión de fe. De hecho, nunca lucía más taimado que al tratar de fingir la perversa virtud de la inocencia.
Además, su Eminencia Reverendísima, candidato al solio papal, era como ya se podrá imaginar alérgico a la multitud, un secreto a voces. De la multitud –la chusma- emanaba el olor a pobre que su Eminencia reprobaba como si fuese el mismo olor del demonio y en una procesión de Semana Santa estuvo a punto de desmayarse. Pero fue en misa, una misa solemne en la Catedral, donde perdió el control un día que oficiaba transformando el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo en presencia de atildados funcionarios del gobierno de turno. La mayoría de los funcionarios habían dejado de ser pobres nada más tomar posesión de sus canonjías y andaban con escolta y vehículos de lujo, y trajes a la medida –por no mencionar el oro y los diamantes de los Rolex de doce mil dólares- pero algunos seguían oliendo a pobres por debajo y por encima de sus elegantes y costosas vestimentas. Durante la comunión, cuando su Eminencia Reverendísima, ofrecía la hostia consagrada, lo agredió un tufo agrio y salvaje, mezcla agraria y letal que aturdió sus sentidos: la sobaquina del senador de una provincia del sur, que no era adicto al baño y se había bañado en perfume de París de Francia. Y allí mismo, sobre sus fieles arrodillados y adinerados, vomitó su Eminencia la sangre y el cuerpo de Cristo.
La envidia, la maledicencia, los comunistas, el bajo clero e incluso el imperialismo tenían mucho que ver con su mala prensa en el país. Ya se sabe, por demás, que nadie es profeta en su tierra. Porque en Roma, lo que se dice Roma, es decir en el Vaticano, gozaba de inmenso prestigio y se encontraba por los menos entre los veinte favoritos a la sucesión del Santo Padre polaco, que no reparaba en chismes y nimiedades sino en el don de autoridad y ciega obediencia. Con la ayuda de ciertos capitales criollos depositados oportunamente en el Banco Ambrosiano, le bastaría quizás un empujón, un empujoncito para ceñir la tiara y lucir el anillo de Borgia, salvo que el Opus Dei –enquistado ahora en las más altas instancias eclesiásticas por obra del mismo polaco- no dictara otra cosa.
Ya podía imaginarse, sin embargo -para envidia de todos los envidiosos- sentado en el trono de Pedro, pero a manera del Zeus o Júpiter de Fidias, a escala monumental. Imponente, macizo, cuadrado, pedante, engreído, envanecido. Lo último que se le podría imputar -como decía una periodista atea, comunista y disociadora-sería algún tipo de mansedumbre de espíritu. Y ni falta que le hacía Si no tenía la apariencia de un pescador de almas como el maestro y sus discípulos, a su manera pesca y peca mucho. Enfundado en su púrpura, por ejemplo, el príncipe enloquece a las infantas y muchas veces pesca y peca. A su Eminencia Reverendísima -su Eminencia Gris a no dudar- se le antojaba mejor ser un patriarca bíblico. Largos años de vida, dulce follar asaz, larga progenie, mucho pescar y pecar y después la redención. Judaísmo y cristianismo, a diferencia de otras religiones, no tienen sentido sin la redención del pecador. Había, pues, que pescar y pecar. ¿Qué otra cosa habían hecho David y Salomón? ¿Quién era él para oponerse al mandato divino?
La maledicencia, solamente la maledicencia, confundía su pasión por las vírgenes con concupiscencia cuando en realidad no era más que devoción, recordación o rememoración del culto mariano, virgo aparte que se perdía para siempre porque no era el Arcángel San Gabriel ni las tomaba como palomita ni como Espíritu Santo.
Su devoción por el culto mariano revestía, sin embargo, implicaciones más íntimas, profundas. Su Eminencia Reverendísima tenía fantasías eróticas con la Virgen. La Virgen se le aparecía en sueños con la figura de una corista escultural del Petit Châteu a la que había conocido durante una correría nocturna (de incógnito, por supuesto), y hacían y deshacían el amor toda la noche, la poseía y la desposeía, la desfloraba y volvía a florecer –por ser la Virgen- y su sueño se poblaba de murmullos y gemidos celestiales.
La primera vez que le sucedió se despertó temiendo por la salvación de su alma y estuvo casi a punto de pedir un confesor, pero tras breve reflexionar comprendió que sólo podía tratarse de otra manifestación de la gracia divina. Comprendió que era mejor, mucho mejor, dejar las cosas como estaban, entre él y la Virgen, y desechó la confesión por si acaso. Más adelante se impondría una penitencia, tantos Padre Nuestro, tantas Ave María, el cilicio estaba descartado.
No es que fuera un fanático creyente y ni siquiera un beato sincero de esos que veía dándose golpes de pecho como mazazos en misa, pero fingía serlo, tenía que fingirlo aunque fingía mal. Todo lo que tenía -aquel palacio, el poder, la cuantiosa fortuna- lo debía a la fe, a la ostentación de la fe. Había que ser discreto en todo caso, en materia de fe, prudente, mantener las apariencias en un mundo de abrojos y reptiles.
Monseñor Rosas, obispo de la diócesis de La Vega, era un diestro en esa materia. Dominaba en grado superlativo el arte de la simulación. Era, de hecho, el perfecto simulador que a su Eminencia le habría gustado ser. Nadie como él sostenía en público y en privado esa máscara de beatitud tan parecida a la estupidez. La ternura y bondad en el rostro, la sonrisa almidonada, la mirada almibarada detrás de los lentes bifocales, dulce, amable, complaciente. En el más estricto sentido, era un hombre de iglesia, uno que servía a la iglesia más que servirse de ella. Con la burguesía empresarial que financiaba los placeres mundanales de otros obispos, mantenía relaciones cordiales y distantes, no exigía contribuciones para la sustentación de la sede episcopal, no hacía vida social, estaba ausente en banquetes y recepciones. Montaba un carro, un automóvil de poca monta y se sentaba al lado del chofer para conversar, sin pretensiones de gran señor. Además, alguna vez apoyó la lucha del pueblo de Bonao contra una multinacional depredadora. Su Eminencia Reverendísima lo admiraba y le temía. El obispo combinaba su aparente mansedumbre con un concepto sicorrígido en materia de fe. Debajo de su lana de oveja vivía el inquisidor, un eclesiástico fundamentalista que reivindicaba para la iglesia católica el patrimonio absoluto de la verdad –en oposición, incluso, al Santo Padre, que optaba por la pluralidad de los tiempos- y tronaba desde el púlpito contra las sectas religiosas para las cuales pedía el fuego de las hogueras medioevales y renacentistas. A él no le habría confiado en otra época, y ni siquiera en la actual, sus amoríos con la Virgen.
En el extremo opuesto, diametralmente opuesto al modelo de conducta casto y sobrio que representaba monseñor Rosas, había otros personajes cuyo historial pertenecía al dominio de la dolce vita, y al de la opinión publica por supuesto. Entre todos ellos sobresalían el obispo de Santiago y monseñor Pipilino, dos rivales ostentosos cuyas pugnas ponían en entredicho el buen nombre de la iglesia.
El obispo de Santiago -el hombre del anillo- era adicto al whisky y a la opulencia. No era un cura de iglesia, era un cura de ricos, y además un rico empresario, pero los ricos no siempre agradecían su presencia, o mejor, su omnipresencia. De hecho no había ceremonia pública o privada, oficial o religiosa a la cual no asistiera. Se atiborraba de whisky en los banquetes de la alta sociedad y nadie le pasaba por el lado sin que tendiera la mano para que le besara el anillo. Si notaba que alguien se mostraba reacio, la bajaba más de lo normal para obligarlo a doblar la cerviz.
Gracias a sus notables influencias, el obispo imponía su presencia cuasi honorífica en la junta de directores de un banco y varias empresas privadas. Una de ellas –especializadas en el negocio de recogida de la basura- recibía mensualmente del gobierno una dádiva, una subvención millonaria. Y entre otros múltiples privilegios, el mismo gobierno le concedía cada año la exoneración de vehículos de lujo –los más lujosos de la ciudad, acordes con su condición de ministro del Señor- y además de la exoneración recibía desde luego jugosos descuentos de compra por parte de los empresarios y mantenimiento gratis en los talleres de mecánica, sin hablar de viáticos y combustible. Cuando viajaba en avión lo hacía en primera, con boletos costeados por la generosidad de los empresarios. Otras veces viajaba como invitado –o haciéndose invitar- en avión privado con la flor y nata de la oligarquía santiaguense, que tenía unos gustos sofisticados. Ir de compras a Miami o simplemente a cenar, asistir a partidos de pelota en Atlanta, esquiar en Aspen. Aparte de esas minucias el obispo requería cuantiosos óbolos para su manutención y el empresariado había comenzado a resentirse. Mientras tanto, bajo su mando y desidia, la diócesis languidecía, se desplomaba por incuria. Algunos escándalos financieros, las quejas de la burguesía, líos de faldas y alcahuetería mancillaban el esplendor de la púrpura, y el obispo famoso ya por su codicia estaba a punto de saltar del trono. De hecho, su caída era inminente. En las altas instancias vaticanas se habían hecho los aprestos. Su Eminencia Reverendísima estaba al tanto y lo deploraba profundamente, le harían falta sus servicios. En breve el obispo renunciaría a la preciosa, a la preciada sede por su propia voluntad públicamente, pero privadamente a petición del Vaticano. No renunciaría eso sí a la vida social, la dolce vita, realización de la gloria divina en el goce terrenal. Allí estaría, seguiría estando durante mucho tiempo el futuro obispo emérito (léase jubilado) en banquetes y recepciones, presente y repelente como la mosca en la sopa. Todo un personaje.
El otro personaje, monseñor Pipilino, ostentaba sin mérito el flamante cargo de director de una institución eclesiástica de estudios superiores, que en otras circunstancias habría correspondido, por ley, al mismo obispo en desgracia. Pipilino no se destacaba en público por su excesiva afición al whisky, pero compartía con el obispo la pasión por los autos de lujo. Con el mismo celo cultivaba relaciones al más alto nivel social –relaciones cautivas, de intercambio desigual-, y con el mismo desenfado reclamaba villas y castillas para el sostenimiento de su feudo.
Pipilino no era un cura cultivado y de finas manera como el obispo, era más bien un cura rústico, iletrado y preparlante, pero tenía un corazón de oro y, a pesar de sus limitaciones, cierta amplitud de miras y habilidades insospechadas. Dueño de empresas y haciendas, aparte de la riqueza y el boato amaba a los perros de raza, la política y las mujeres, aunque no necesariamente en ese orden ni en ese número. Como buen cristiano eran múltiples sus intereses. Los perros, sin embargo, y las mujeres eran su pasión primaria, y después la política. En cuanto a la crianza de perros -y de mujeres- se había hecho de fama. Nadie en el país tenía mejores castas de Pastor Alemán –ni mejores hembras. A los perros los educaba con mimos, con esmero, los mandaba a curar a una clínica especializada en Nueva York cuando se enfermaban, pero las mujeres tenían que conformarse con la medicina local. Esa discriminación aparente tenía una justificación ética. En su dedicación a los perros de esa raza Pipilino veía una especie de parábola o referencia al Gran Pastor de ovejas, nuestro Señor Jesucristo, mientras que las mujeres eran un hobby, una afición, un entretenimiento no exento de filantropía.
Pipilino no era un tenorio sino más bien una víctima de la tentación de la carne, un mujeriego compulsivo. De ahí que fuera poco discreto, además. En sociedad con un jerarca del Partido Reformista mantenía un harem, un serrallo en una finca del kilómetro 22 de la autopista Duarte, tenía cantidad de queridas en las cuatro esquinas del territorio nacional, salía frecuentemente con secretarias jovencitas y se dejaba ver en los fastuosos balnearios mejicanos de Cozumel y Cancún en compañía de mujeres con cuerpos de apaga y vete, cuerpos monumentales cubiertos apenas por tiritas y tirantes. Pero el tema era tabú. Público y tabú. Nadie en su sano juicio, en la prensa radial, televisada o escrita se atrevía a tocarlo bajo pena de exclusión, expulsión o censura, aparte de la posible perdición del alma. El poder terrenal de Pipilino, gracias a su larga hoja de servicios a la política criolla, iba más allá del poder espiritual. Su protagonismo político ponía rojo de envidia a su Eminencia Reverendísima. Muchas cosas no se movían en el país sin la intervención y anuencia del gran mediador que era Pipilino, el árbitro por excelencia, el hombre clave para redimir entuertos y diferencias entre las cúpulas mafiosas de los partidos del sistema. Su Eminencia Reverendísima era la máxima autoridad eclesiástica -inferior sólo al papa-, pero en materia de política esa autoridad la suplantaba, la ejercía muchas veces su subalterno, el monseñor Pipilino. De hecho, Pipilino llegó al punto de creerse imprescindible en el manejo de tales asuntos, y su vanidad lo movió a cabildear un helicóptero (con el gobierno, primero, y los empresarios después) para cubrir sus frecuentes desplazamientos sobre la media isla, pero la iniciativa fue desestimada, rechazada de plano por desproporcionada y absurda.
A su Eminencia Reverendísima –envidia aparte- le preocupaban menos las aventuras galantes de Pipilino que las últimas noticias sobre el párroco de frontera en Jimaní. El pueblo era tolerante en muchos sentidos y había multitud de curas discretamente amancebados que no llamaban a escándalo. Pero el pecado nefando era otra cosa. Las aberraciones del párroco de Jimaní eran alarmantes y las cartas de quejas, protestas, denuncias y querellas judiciales se amontonaban sobre su escritorio de caoba centenaria. El párroco se había cogido, literalmente, con los niños. Tenía predilección por los varoncitos y ya había derrengado a dos haitianos y cuatro o cinco criollos con un falo desmesurado que utilizaba, al parecer, a manera de ariete. Habría que tomar medidas, por supuesto, a su debido tiempo. Por lo pronto una reprimenda, un cambio de sede.
Sin embargo, el problema peor que confrontaba la jerarquía eclesiástica era el de los curas enganchados a comunistas, curas rebeldes, pendencieros, desobedientes, enfrentados a la autoridad terrenal y espiritual, curas idealistas de la peor ralea, ingenuos que se tomaban en serio lo del amor al prójimo, y para más peor, insobornables. El párroco de Cristo Rey, por ejemplo, un barrio populoso de la ciudad capital, era un incordio. Vivía agitando siempre a favor de los pobres, criticando a los ricos, atacando al gobierno, incumpliendo órdenes superiores, fomentando huelgas y protestas y hasta lanzando piedras contra inocentes y mansos policías. Jodiendo todo el tiempo con la vaina de los pobres –pobres por aquí, pobres por allá, como si los pobres no hubieran existido siempre-, pidiendo para los pobres, reclamando para los pobres y además oliendo a pobre. A él no lo habría recibido en audiencia sin vomitar las tripas. El muy fanático no reparaba en el hecho de que Jesucristo había sido pobre y que el mejor homenaje a Jesucristo era ser pobre. Si a la iglesia la había colmado de riquezas era para mejor servirlo, desde luego.
El párroco de Cristo Rey –como todos los partidarios de la llamada teología de la liberación con la cual el Santo Padre polaco había barrido felizmente en América Latina- era a su juicio un detritus social, un resentido, una escoria, un estorbo, un cuerpo extraño, un indeseable, un tipo zafio, mendaz, desaguisado, entre otras cosas, y tenía asegurado ya su pasaje al caño de las aguas negras. Las medidas, en este caso, serían enérgicas y no se harían esperar. A Namibia lo iban a mandar en calidad de sedicioso, al sur de África. Allí había más pobres que gentes, allí estaría entre los suyos, allí se hartaría de joder a favor de los pobres, allí terminaría de ponerse hediondo a pobre de por vida en nombre de Cristo. Aunque Cristo –por razones de santidad y sentido común- no olía a pobre. Olía a incienso y mirra como la Virgen. ¿La Virgen? Su Eminencia Reverendísima movió la cabeza para sacudirse del pensamiento la imagen del párroco y recordó que en su recámara lo esperaba la otra virgen bien lavada. La pasaría esa noche por las armas.
En realidad la virgen sintió esa noche como si le hubiera pasado un rodillo por encima. Aquel hombrote cuadrado, macizo, se acercó a su lecho y sin mediar palabras hizo la señal de la cruz y la bendijo, se quitó la sotana -debajo de la cual no usaba ropa interior- y se le vino encima con una espada caliente y la ensartó como a una salchicha. La dejó estrujada, maltrecha, con la sensación de no tener un hueso sano. Fiel al mandato de la iglesia, su Eminencia no usaba condón.
En las horas siguientes durmió como un corderito junto a la corderita -que no pegó los ojos-, entre sábanas manchadas en testimonio del sacrificio de la inocencia. Se despertó temprano con la conciencia limpia, alegre y ligerito. Lo despertaron, mejor dicho, sus ayudantas de cámara. El baño estaba listo y lo bañaron y lo perfumaron y masajearon como el atleta que era, y al terminar sus oraciones y volver a la recámara ya habían dispuesto de las sábanas manchadas y de la virgen. 
También estaban dispuestos en sus percheros de caoba centenaria -con aquel brillo celestial- los ornamentos litúrgicos de la Eucaristía Dominical que celebraría, en breve, en la Catedral, y a la que asistiría el Presidente y su gabinete. Los ministros del gobierno habían sido advertidos o amonestados con relación a la delicada cuestión de los olores corporales, en especial un alto funcionario de la Secretaría de Cultura a quien se le había prohibido la entrada por incorregible.
Sobre el robusto cuerpo de su Eminencia Reverendísima se colocó el hábito y sobre el hábito el alba, el lienzo blanco, sinónimo de pureza ritual y despojamiento de toda corrupción. Sobre el alba la estola y la casulla de color rojo púrpura encendido, una especie de manto a modo de poncho indígena, el elemento litúrgico por excelencia para oficiar la Santa Misa. Sobre la casulla luciría la gran cruz pectoral, el anillo pastoral en la mano diestra, el báculo o cayado en la siniestra, la mitra de púrpura encendida coronando la testa. Símbolos del poder episcopal en las grandes celebraciones.
Por un túnel discreto bajo el palacio arzobispal pasó a la Catedral, envuelto como quien dice en la magia de los cantos antifonales que anunciaban el Rito de Entrada, con el cual se inicia la ceremonia sacra. Radiante estaba y bello como un sol, y su sola presencia iluminó la nave. Con una inclinación teatral y un beso saludó el altar venerado. Levantó en alto los brazos volviéndose, para saludar, hacia la numerosa congregación de fieles, y en un gesto consuetudinario compuso, sin proponérselo su mejor mueca de desprecio. Dominus vobiscum. El Señor esté con vosotros. Y en efecto, allí estaba.
A Sara Pérez por supuesto.
(diciembre 2003/enero 2004.

DE VENTA EN




LOS RITOS ANCESTRALES (Un relato de libro Ritos ancestrales)
Pedro Conde Sturla























En su lecho de enfermo percibió la llegada del cura, el rito de la unción, la extremaunción, y aquellas formas difusas que se agitaban como fantasmas de su mala conciencia, sobrevolando el escenario por encima de las cabezas de sus parientes. Ninguno parecía percatarse de esas presencias ni parecía escucharlo por más que hablaba duro y claro, y ya de tanto hablar se iba quedando ronco. El derrame, o lo que fuera esa cosa que había oído en boca del médico y luego repetida en boca de todos los demás, lo había dejado tieso, reducido a una estatua, con los ojos vidriados, la lengua estropajosa, pero con un inmenso ruido por dentro y multitud de imágenes. Podía gritar sin mover los labios y gritaba a pleno pulmón, pero nadie quería escucharlo. Allí estaban sencillamente los parientes, cuchicheando, ciegos y sordos, sin obtemperar a sus reclamos, sólo atentos a su posible deceso, atentos a sus despojos, como aves de rapiña.

Cerró los ojos para desentenderse de aquella situación absurda, o quizás ya los tenía cerrados, y dejó que el pensamiento vagara a otras regiones. Evocaría, sin proponérselo, la imagen de su infancia en Galicia, el pueblo miserable –más paraje que pueblo-, la casa miserable, la ropa miserable, el mísero viaje en barco con sus padres, el vómito, el mareo. Felizmente la isla, la llegada a una urbe luminosa como no conocía en su lugar de origen, con varios miles de habitantes y algunas calles asfaltadas y otras empedradas. Fue el inicio de una época heroica en Santo Domingo, época de grandes privaciones y estrecheces, con jornadas de catorce horas al frente de un colmado en la Avenida Mella, año tras año de extremada porfía, hasta que al fin, poco a poco, el bienestar, no la fortuna, empezó a sonreírles.
Un par de lustros después habían superado con creces la barrera material de la pobreza, pero la otra pobreza, la pobreza espiritual, sus padres no la superarían jamás y él la superaría sólo en parte. Ellos seguirían siendo pobres de espíritu por el resto de sus vidas, mental y espiritualmente pobres. Los cuantiosos bienes de los que serían dueños se adueñarían de ellos y desde entonces nada más vivirían para acumular. Acumular por acumular, a eso redujeron y rebajaron el sentido de la existencia. Gastar dinero –incluso en lo indispensable-, no era una opción. Vivían, de hecho, en una austeridad tan espartana que carecían de muebles, de cosas tan elementales como camas y sillas, apenas un par de taburetes de madera frente al mostrador. El mostrador servía como escritorio, servía como mesa para comer y servía como lecho para dormir. Allí dormían, en fila, uno a continuación de otro, con él de por medio, sin colchones, sin almohadas, sin sábanas y otras cosas superfluas, prudentemente separados para evitar tentaciones y el peligro de otro hijo que era un lujo demasiado costoso. El mundo en que habitaron durante años giraba en torno al mostrador.
De modo que el muchacho rico se crió siendo pobre. Pobre nadando en oro, y además solo, sin hermanos, sin primos. La alimentación -a base de sopitas aguanosas, sobritas de queso y salchichón, huesos de jamón con arroz blanco o papas hervidas en un anafe de hojalata-, no compensaba por supuesto las duras jornadas de labor y el muchacho se atrofió, apenas se desarrolló y creció poco, y fue siempre esmirriado y debilucho.
Si asistió a la escuela fue porque la educación era gratuita y obligatoria hasta el octavo grado, y aun así los padres veían con malos ojos aquel derroche de dinero en uniforme, zapatos y cuadernos, por no hablar de los gastos de transporte que muchas veces se ahorraban haciéndolo ir a pie a las clases, y en ayunas, porque el estado en esa época proveía el desayuno escolar.
Era tan desaseado que en algunas ocasiones no le permitieron la entrada a la escuela y lo enviaron de regreso a la casa. Los padres, que criticaban acremente el vicio del baño -ese mal hábito de los dominicanos de ducharse hasta dos veces por día-, se plegaron de mala gana a las exigencias sanitarias del sistema, y del baño semanal con briznas de jabón de cuaba se pasó al baño interdiario, una experiencia espantosa para el muchacho, y un poco también incómoda para los padres que aceptaban con mal disimulada resignación aquella necedad, cosa dañina además. Y además un desperdicio: el de toda aquella espuma perdida en el caño del desagüe.
El coro de parientes rezando el Ave María purísima sin pecado concebida le produjo un sobresalto y abrió los ojos, espantado, y mandó a callar y callar, qué obstinación, pensó, qué obstinación, María, Dios te salve, María, llena eres de gracia, no se callarían nunca y el Señor es contigo. Las mujeres, sobre todo las benditas mujeres entre todas las mujeres no se callarían y bendito es el fruto de tu vientre, ¡Jesús, qué obstinación! ¿Por qué no se callaban de una vez o rezaban algo alegre?, no esa cosa lúgubre. Él se sabía otra versión, muy cómica, que había aprendido en la escuela y ahora la estaba diciendo a gritos para que todos la oyeran y las voces se mezclaban, María, Dios te salve María, Dios te salve gallina, llena eres de plumas y bendita tu eres, si te agarro, gallina, no te dejo ninguna. A callar, a callar, por el amor de Dios, cállense ya.
Al terminar la primaria sus padres lo sacaron de la escuela para inscribirlo de nuevo en la universidad de la vida, el colmado a tiempo completo. No pasó mucho tiempo sin que tuviera en sus manos las riendas del próspero negocio, pero el colmado no colmaba sus aspiraciones, había otra vida después del colmado, un mundo de posibilidades y realizaciones que los padres no podían imaginar. Era necesario actuar con prudencia, eso sí. Los tiempos aconsejaban prudencia. Santo Domingo había pasado a llamarse Ciudad Trujillo y había que rendir pleitesía al tirano y mantener al mismo tiempo un perfil bajo. Cualquier ostentación de riqueza podía despertar la codicia del hombre fuerte, que no era poca, sobre todo si se trataba de tierra y ganado. Un terrateniente del sur, uno de los hombres más ricos del país, se negó a venderle sus propiedades a precio de vaca muerta y pagó la negativa con el despojo de casi toda su fortuna, un hermano muerto, el exilio, y más tarde la vida de un hijo en una expedición armada.
La familia del muchacho, que ya comenzaba a ser hombre, tenía desde luego el amparo de la ciudadanía española, sin mencionar el hecho de que Trujillo y Franco (el Generalísimo dominicano y El Caudillo de España) eran uña y carne, al menos en apariencia, porque los tiranos, como los pavos reales, se envidian entre ellos y cada uno trata de lucir un plumaje más vistoso. A él y su familia no podían tratarlos como a los criollitos, a menos que no siguieran los pasos de unos refugiados ingratos que sirvieron diligentemente al mandamás durante una estadía de varios años en el país, y luego marcharon al extranjero y se convirtieron en críticos acérrimos sin sospechar siquiera remotamente que allí los alcanzaría el odio, la venganza, el largo brazo de Trujillo. A uno lo asesinaron en Méjico, pero el otro no tuvo tanta suerte. Lo raptaron en las inmediaciones de la Universidad de Columbia de Nueva York y se lo trajeron empaquetado a la bestia.
Era, pues, menester, seguir manejándose discretamente, atesorando discretamente y depositando en secreto pequeñas sumas de dinero en bancos extranjeros, nada que llamara la atención, y expandirse también discretamente, diversificándose, añadiendo nuevos rubros a la oferta del colmado a base de productos que en la madre patria costaban centavos y en Ciudad Trujillo valían un Perú. Mientras tanto creó sus propias empresas de importación, fundó tienda aparte y en poco tiempo era más rico que sus padres, disimulando desde luego la fortuna, y se dio a la tarea de relacionarse socialmente, sobre todo con la colonia española que era numerosa. Haciendo de tripas corazón, se inscribió en la Casa de España gastando una suma escandalosa. Si quería ser alguien en Ciudad Trujillo, había que ser miembro de la Casa de España. Además tenía que aparentar, vestir bien, vivir por lo menos a cierta altura de sus posibilidades, ya estaba bueno de malvivir en el colmado y dormir sobre el mostrador. El día en que les dijo a los padres que había alquilado una casa en los alrededores del Parque Enriquillo y que allí se mudarían, pensaron que había perdido la cabeza. Pero la casa, que nunca pintaron ni arreglaron, no era un lujo. Vendrían los numerosos parientes de España, huyendo de la resaca de la guerra civil, a ocupar las habitaciones vacías en calidad de inquilinos y la casa se pagaría sola, no era todo un desperdicio. De hecho, en ese lugar se alojó una prima, igual de poco agraciada que él, con la cual concertó un matrimonio de conveniencia al enterarse de que en la patria tenía tierras de un gran potencial futuro.
La boda, que por supuesto fue una boda íntima, alegre y bullanguera, con música y canciones de la tierra de origen, resultó todo un éxito, pero cuando el padre se enteró de los gastos sufrió un colapso nervioso y hubo que llevarlo al hospital. Más lo peor no había pasado todavía. A su regreso del viaje de luna de miel –una feliz estadía en el Hotel Montaña- la pareja de recién casados se presentó en la casa en un flamante automóvil de segunda mano y la madre, que había salido a recibirlos, se puso lívida, se llevó la mano al pecho y cayó como una guanábana. El infarto, el primero de muchos infartos, la llevó al borde de la muerte, pero no moriría.
Él tampoco estaba por morirse a pesar de que los parientes ya lo estaban rezando, lo estaban llorando, lo estaban velando, lo estaba heredando, hijos de puta, ese gusto no se los daría. En cuanto se repusiera, y se iba a reponer, ajustaría las cuentas con todos, sí, las cuentas, pero tenía que reponerse pronto, porque esos canallas eran capaces de enterrarlo vivo. Se los prohíbo, se los prohíbo, los dejaré a todos sin un centavo. Respeten mi autoridad, gritaba, pero era inútil, a ninguno le daba la gana de ponerle asunto, se estaban haciendo los indiferentes, haciéndose los sordos, sordos y cegatos malandrines, no les permitiré que se cojan lo que es mío, mío nada más.
Pasaron los años, como suelen pasar los años -livianos en principio- y el hombre se convirtió en padre de familia y en uno de los ciudadanos más prestantes del país, aunque no prestaba un centavo, pero bien conocido y respetado, sin que dejara de llamar la atención el hecho de que vivía con parientes e inquilinos en una casona destartalada que parecía estar cayéndose y se caía literalmente a pedazos. Exceso quizás de moderación o prudencia, por temor o pavor.
En fin que durante más de tres décadas mantuvo con el régimen tiránico una relación que fue, como dice el bolero, ni cerca ni distante, disfrutando eso sí de una libertad de movimientos, entrada y salida del país, que a los dominicanos estaba vedada. La muerte de Trujillo, ocurrida a golpe de metralla en un glorioso atardecer del 30 de mayo, produjo cierto nerviosismo en el ambiente y también un gran alivio. Se abría un nuevo capítulo, una oportunidad inmejorable para empresarios como él con gran amplitud de miras y cero escrúpulos. A Trujillo le sucedió un gobierno provisional que dio paso al gobierno democrático de Juan Bosch, al cual sucedió un golpe de estado y un gobierno de facto, una insurrección constitucionalista que buscaba el retorno de Bosch y una intervención armada del imperio del norte que aplastó a la insurrección y a los insurrectos creando un presente de incertidumbre. Pero las aguas volvieron rápidamente a su nivel. Joaquín Balaguer, el más potable de los herederos de Trujillo usurpó el poder con ayuda de los marines y de ahí en adelante todo salió a pedir de boca. Balaguer era otro de esos seres en cuyo léxico no figuraban palabras que tuvieran que ver con honradez, principios, ética, honor. Trujillo había gobernado con el terror. Balaguer gobernaría con la corrupción. Y además era su amigo o por lo menos su aliado coyuntural, porque Balaguer no tenía amigos sino aliados coyunturales. El empresario había puesto su granito de arena en el derrocamiento de Bosch, que era un hombre íntegro que no convenía a sus negocios, y había puesto su influencia, que no era poca, al servicio de Balaguer. O viceversa.
Durante los años negros de la ocupación compró propiedades y negocios arruinados de gente que los había abandonado pensando que ya nunca valdrían un centavo y los convirtió en un patrimonio trascendental. En uno de sus viajes a los Estados Unidos, donde ya atesoraba una fortuna, descubrió una mina: productos enlatados con fecha vencida que le dejaron pingües beneficios. Pero fue el contrabando, en connivencia con las más altas instancias palaciegas, la fuente de su fortuna incalculable. Sus compañías de importación de electrodomésticos llevaron a la quiebra a otros importadores cuyos productos no podían competir con sus precios. De la noche a la mañana creó una cadena de supermercados que igualmente puso en jaque a los empresarios tradicionales del ramo. Incursionó con éxito en el área turística, en la industria del acero y la agroindustria, se hizo dueño o accionista de los más grandes bancos y finalmente de los principales medios de comunicación. Tres diarios, cuatros canales de televisión, sesenta emisoras de radio lo convirtieron en el zar de la libertad de prensa. No estaba mal, no estaba nada mal. Había salido de pobre para convertirse en rico y había salido de rico para convertirse en millonario, de millonario en potentado, dueño y señor de la primera fortuna del país, el hombre más poderoso e influyente del país. Ni el cardenal ni el presidente le hacían sombra.
Ahora no había peligro en ostentar, en ser públicamente lo que era. Construyó una mansión para él y otra para sus padres, compró una villa con playa privada en el más exclusivo sector de Casa de Campo, apartamentos en Nueva York, en Madrid y donde quiera que lo llevaran sus múltiples viajes de negocios. Adquirió un yate de lujo con el que había soñado desde niño, y desde luego un jet ejecutivo con capacidad para ocho pasajeros, un helicóptero, un vehículo blindado. Y todo sin gastar un centavo. Bastaba cargar las operaciones a ciertas cuentas de gastos deducibles de impuesto, desviar partidas destinadas a otros fines, poner las propiedades a nombre de sus empresas, declarar pérdidas, ordeñar las cuentas bancarias en perjuicio de sus socios.
En su infancia y adolescencia había conocido todo tipo de privaciones, pero durante el resto de su vida no aceptaría limitaciones, se daría todos los gustos, experimentaría todos los placeres, se daría todos los lujos. De las mujeres, que nunca le habían hecho caso, se resarciría comprándolas por docenas. A muchas de las más hermosas modelos y presentadoras de televisión -las llamadas megadivas de cincuenta mil pesos la noche-, las había gozado en el yate. El yate, que era su casa de soltero, su club privado, su restaurante privado, estaba siempre provisto de licor en abundancia, comida en abundancia y tetas y traseros monumentales abundantemente desparramados en cubierta. A todas sus invitadas, las seducía. Ninguna se resistía al encanto de sus billetes.
Con algunas de sus favoritas era particularmente generoso, aunque su generosidad tenía un precio y era siempre deducible de impuestos. Las convertía en queridas, las consentía, las mimaba, las mudaba en jaula de oro bajo estricta supervisión. El contrato carnal estipulaba que, incluso en el caso de que él se cansara de ellas y dejara de frecuentarlas, sus queridas no conocerían otros hombres, so pena de perder la jaula y el oro.
Aquellas sombras difusas, especies de fantasmas de su mala conciencia, seguían revoloteando sobre su lecho de enfermo, moviéndose en círculos frente a sus ojos, mirándolo sin ojos. Era como algo que había visto en una película o leído en algún libro. Gritaba para que se fueran e intentaba hacer gestos con la mano para espantar las formas siniestras, pero no se espantaban, no se iban, apretaban el círculo y se acercaban amenazantes. Ahora las reconocía. Eran los pecados capitales y las culpas de su vida, el daño que había hecho por comisión u omisión y el bien que había dejado de hacer. Allí estaban todos y todas, personificando el insaciable afán de lucro, la ambición, la infinita sed de riquezas, el ansia de poder, su desamor al prójimo, su falta de valores éticos y morales, la codicia, el engaño, la avaricia, la envidia, la traición, la lujuria, la mentira, el egoísmo, el peculado, el despojo…
Entre negocio y negocio el tiempo siguió pasando, acelerando más bien. Sin darse cuenta lo alcanzó la vejez. Al doblar la curva de los setenta comenzaron a pesarle los años, que ya de por sí no eran ligeros, y a medida que su fortuna aumentaba y su fortaleza física y espiritual disminuía, un sentimiento de aflicción se fue adueñando de su existencia. Era absurdo.
En la cima del poder, él tenía los medios para hacer famoso a un hombre o condenarlo al anonimato, reducirlo al silencio, exaltarlo o calumniarlo. Él hacía y deshacía las noticias, el hacía la opinión, era el dueño de la opinión. Sobre cualquier tema o controversia él tenía siempre la última palabra, era el dueño de las palabras Y era, además, intocable. Al menos eso pensaba. Él ponía y quitaba gobiernos, él influía en la elaboración de las leyes, el compraba las leyes. Era el más prestigioso industrial del país, un comerciante de fuste, un honorable banquero, como suele decirse –aunque banquero y honorable son términos excluyentes, antitéticos, antagónicos, incompatibles-, era un príncipe de la gentileza y el mecenazgo, era dueño de generales, congresistas, periodistas, artistas, policías, políticos y presidentes de turno, porque los había comprado a buen precio, y era dueño de vidas y haciendas, podía comprarlo todo, pero no podía comprar juventud, no podía comprar vida. Ni siquiera alegría de vivir
Era absurdo, una paradoja. El íntimo fracaso de la condición humana. Era un hombre al que le sobraban recursos materiales y aunque seguía empleando sus malas artes en la consecución de más y más recursos que le sobraban, le faltaría vida para disfrutarlos.
Era absurdo, pero también era injusto. Después de tantos sacrificios, tantos trabajos, no podría gozarse lo ganado más que por el miserable tiempecito de una breve existencia terrenal. La riqueza, por el momento, no podía devolverle el vigor ni prolongar su estancia en el mundo, pero algo podría hacerse en un futuro. Tenía que haber una solución y la había.
Verá usted, señor mío- dijo el Dr. Loiácono- La práctica de la criogenia consiste en preservar un cuerpo mediante su congelamiento con la finalidad de resucitarlo en el futuro. Legalmente, debe llevarse a cabo inmediatamente después que una persona ha sido declarada muerta para evitar así lesiones cerebrales que suceden rápidamente pasados los cinco a diez minutos aproximadamente luego de la muerte.  El objetivo de esto es suspender la vida amenazada por una enfermedad incurable hasta tanto se logre obtener la cura a la misma.   
De hecho, a largo plazo la ciencia, la criogenia, le ofrecía la oportunidad de devolverle la vida, reparar los daños causados por la edad y la enfermedad, regresarlo a la juventud e incluso detener la bomba, la hormona de la muerte, que era un hecho comprobado en ciertas especies, y preservarlo más o menos eternamente, discretamente joven.
En California ya había compañías que habían ofrecido esos servicios a personajes tan conspicuos como Walt Disney y otros magnates de la industria cinematográfica. Pero estaba claro que no era un chiste despertar a la vida siendo pobre después de haber sido multimillonario. Aparte de la vida, había que conservar la fortuna. Dejaría a sus herederos una suma discreta para que valoraran lo que tenían y se abrieran paso, como él, a golpes de audacia y artes, aunque fueran malas artes. Las cuentas secretas en Suiza y Gran Caimán no eran problema. Se las llevaría en silencio. Los bienes inmuebles los vendería a la callada y los convertiría en cuentas secretas igual de calladísimas.
El banco, los bancos, los mejores negocios de su vida, aparte del contrabando, los desfalcaría concienzudamente. Tener un banco era un negocio inmejorable, pero robarse el propio banco y esperar que las autoridades del Banco Central acudieran en su auxilio a tapar el agujero con millones del erario y luego robárselo de nuevo era un mejor negocio. Quedaría, eso sí, un poco frente a todos con el alma desnuda y revelaría al mundo su miseria. ¡Qué miseria! ¡Qué miseria la de un banquero miserable que se desnuda del traje de filántropo, de ciudadano prestante y queda con el alma en pelota, sin dignidad, sin honor. Pero eso no lo preocupaba mayormente. Al fin y al cabo su moral era el dinero, al que había dedicado su vida y eso lo justificaba todo, lo compensaba todo. No tendría que preocuparse por ir a la cárcel, por supuesto, ni pensar en la posibilidad de propinarse la muerte de Séneca ni un balazo redentor porque ya estaría técnicamente muerto.
A pesar de toda su experiencia, su fineza, su habilidad en el movimiento de sus bienes, los herederos advirtieron, sin embargo, el rumbo que tomaban las cosas y empezaron a preocuparse seriamente y finalmente lo atajaron en el trámite. De alguna manera se dieron cuenta de sus operaciones e intenciones y lo encararon malamente, papacito, abuelito, qué estás haciendo. Buscaron abogados, lo recusaron, iniciaron un proceso de inhabilitación legal que le impediría el manejo de sus bienes, y en la discusión feroz que vino después sintió esa ausencia de sí mismo, ese caer en un vacío, en casi la mitad de su cuerpo muerto y sin haber concluido el proceso que le garantizaría la vida y la fortuna, la vida y la juventud después de la muerte.
Ahora los parientes se arremolinaban en derredor de su lecho, sin reparar en las sombras de su mala conciencia que gravitaban sobre el lecho de muerte, la desesperación, la impotencia reflejadas, dibujadas trágicamente en su rostro. Llévenme de inmediato a California, carajo. El hijo mayor se acercó, se acercó el primer nietecito adorado. Qué nadie le ponga la manos a mis mujeres, carajo. El nietecito adorado dijo que parece que el abuelo quiere decirnos algo, viendo sus ojos desorbitados. Qué nadie toque mi dinero, carajo. El hijo mayor dijo que sí, que el abuelo quiere decirnos algo, quiere llevarse su fortuna al más allá. Entonces el nietecito adorado hizo un chiste que había escuchado muchas veces en el colegio. No te preocupes, abuelito, pondremos un cheque en tu caja.

pcs, santo domingo, 14 de marzo, 2006.

CANTAR DE LOS CANTARES
Pedro Conde Sturla


Béseme con su boca a mí el mi amado. / Son más dulces que el vino sus amores; / tu nombre es suave olor bien derramado, / y no hay olor que iguale tus olores; / por eso las doncellas te han amado. Fray Luis (en octava rima)



El se lo dijo confusamente todo a Maria aquella  noche, una de aquellas noches en que se amaron intensamente, y se lo repitió de nuevo confusamente todas las noches que se amaron. Se lo siguió diciendo hasta que el sentido de las cosas que decía empezó a tornarse claro, hasta que el sentido empezó a tener sentido y se hizo inteligible para ella. Hasta que ella entendió. O mejor dicho, hasta que ella se atrevió a entender. 

Él le hablaba con una voz pausada y grave mientras le acariciaba los cabellos y a veces le hablaba y la besaba al mismo tiempo. Le acariciaba los muslos bajo la luz de la  luna y sus muslos se le escapaban como peces sorprendidos. Otras veces le echaba leche y miel bajo la lengua para mejorar el sabor de los  besos. Y se besaban a la francesa, devorándose más bien en un frenético besuqueo caníbal.

Pero las  cosas que decía eran terribles. No era el sentido de las palabras lo que le costaba entender, sino la gravedad del sentido que encerraban. No estaba realmente confundida, tenía miedo. Él le hablaba de un viaje y de una prueba, una ascensión entre criaturas angelicales y criaturas demonicales, entre la luz y la sombra, entre el sosiego y el espanto,

abominación y espanto, hasta alcanzar la cima celestial.

-Tengo miedo.

-Yo te estaré esperando María.

Él le decía que después, cuando se hubiera marchado, ella estaría al frente, que sus hombres la respetarían y seguirían y ella se horrorizaba, sabía que no podía ser verdad. Sabía que le tenían ojeriza, sabía que la despreciaban y que había uno de ellos, el más arrogante de todos, que no soportaba su presencia, que se sentía o fingía  sentirse asqueado en su presencia. De hecho, no parecían gustarle las mujeres. En cambio Tomás le miraba siempre las piernas o por lo menos los pies. Y el infame Judas, cuando ella se agachaba a encender el fuego, hacía lo imposible por verle los senos. También se daba cuenta que los otros, algunos de los otros, le miraban discretamente el trasero. Pero el Pedro, el nombrado Simón Pedro la miraba con odio, le hablaba mal, como emitiendo gruñidos o ladridos, y ella le temía.

-No te preocupes, Pedro que ladra no muerde.

-Me amenazó con su vara. Me dijo que me fuera, que me alejara, que las mujeres no somos dignas de esta vida, que ni siquiera podemos entrar en el reino de los cielos.

-Pues yo me encargaré de hacerte hombre. Te convertiré en un espíritu viviente, al igual que los hombres, te convertiré en macho o marimacho y entrarás en el reino de los cielos.

-¡Y seguirás queriéndome?

-Nada cambiará entre nosotros. Te seguiré besando, te besaré en la boca con ansias locas, te seguiré queriendo aunque me vuelvas loco, hasta que me devuelvas el corazón que en besos yo te dejé en la boca.

-Pero a tu padre no le gustará, tú lo conoces. Terminantemente prohibió desear a la mujer de tu prójimo y sobre todo a tu prójimo.

-El puede ser flexible. Se encaprichó de la mujer de un prójimo y mira lo que sucedió. Aquí me tienes.

-Sí, al menos no mandó a matar al marido como David. Pero tengo miedo de su cólera.

-Se le pasará cuando conozca a su nieto.
-Será un hijo del pecado, ni siquiera estamos casados.
-El tampoco se casó.
En ese momento María volvió a sentir miedo y rompió a llorar. Él la besó tiernamente.  Ella le dijo bésame con tu boca a mí, mi amado, son más dulces que el vino tus amores, tu nombre es suave olor bien derramado, y no hay olor que iguale tus olores
Ella le dijo bésame, bésame mucho, bésame, por favor, como si fuera esta noche la última vez. ¡Mírame con tu mirar que me enternece, háblame con tu hablar que me enloquece, bésame con los besos de tu boca, que embriagan más que el vino, ámame con tu amor que me amorece!
Él sintió que la sangre se le alborotaba en las venas y la ternura cedió el paso a un
arrebato de pasión. La agarró por los cabellos y la miró con lujuria incontenida.
Se subió entonces salvajemente a su cuerpo como quien sube a una palmera para agarrar sus frutos y exprimió sus senos como si fueran racimos de uvas, y se bebió su aliento como si fuera aroma de  manzanas y bebió de su boca el mejor vino, mojándose los labios y los dientes.
Después metió la mano por el resquicio de la puerta de su vientre y ella se estremeció. Le abrió a su amado de par en par su templo, se derramó en incienso, leche y mirra, y se quedó tranquila en éxtasis de polen.
Entonces él comenzó a decirle palabras bonitas, todas las palabras bonitas del lenguaje humano que estaban a su alcance. Le dijo que sus ojos parecían palomas como a través de un velo, que eres como una fuente, amada mía, como un jardín florido, manantial de aguas vivas donde sacio mi sed, esencia de canela, de nardo y azafrán, aloe perfumado, incienso celestial. Le dijo nuevamente que la amaba, que era la sed y el hambre y tu fuiste la fruta, la higuera derramada la huerta de granados. Le dijo que eran bellas sus mejillas, le dijo morenita, morenita mía, no te olvidaré, le dijo capullito, una y otra vez hasta cansarse le dijo capullito, lindo capullo de alelí.
Luego le dijo, en broma, que sus cabellos eran como un rebaño de cabras vagando por las vertientes del monte de Galaad, que sus dientes eran como un rebaño de ovejas trasquiladas que se acaban de bañar, que su  cuello era como la torre de David, que era más bella que la yegua del carro del Faraón, mucho más bella que Margarita Cedeño, que la batalla de Samotracia, que la torre Eiffel, que la estatua de la libertad.
María se echó a reír, le dijo que se sentía feliz. Pero tenía miedo, mucho miedo. El también se rió con una risa falsa y la volvió a besar y volvería a reírse con una falsa risa.
Él también tenía miedo. Un miedo intenso y frío que le calaba los huesos. Pero no diría nada.



EL NAZIONALISTA
Pedro Conde Sturla

El nazionalista despertó con el rostro inundado de felicidad. Había tenido un sueño feliz. Había soñado que en la calle Hostos de la Ciudad Colonial se había instalado un asadero haitiano, tipo argentino. Bueno, no exactamente tipo argentino porque los haitianos no asaban sino que eran asados. Vendían allí haitianitos al horno, costillitas de haitianitos a la parrilla, pipián de hígado de haitianitos, patitas de haitianitos a la veneciana, rabo de haitianito encendido, pichirrí de hatianito encebollado, seso de haitianitas a la vinagreta, haitianitas lechales rellenas de alcachofas y trufas. 
Y lo mejor de todo, los comensales podían elegir en el muestrario su haitianito o haitianita viva. Allí estaban en vitrinas refrigeradas con las caritas despavoridas y daba gusto verlas. Bastaba señalar con el dedo su preferencia y podía uno ver cómo el encargado la degollaba con una pequeña incisión para que se desangrase lentamente y conservara la textura, en el mejor estilo de la cocina kosher. Luego podía uno sentarse a la mesa y esperar por la comida salpicada con abundante vino chileno.
(Un relato del libro Los cuentos negros)
(mayo 2003).

AL MAESTRO CON CARIÑO  
Pedro Conde Sturla

[El relato que el lector tiene en sus manos, escrito en el aguardentoso diciembre de 1988, fue objeto de censura por casi todos los periódicos y revistas del país, incluyendo el desaparecido semanario Hablan los comunistas y el prestigioso libelo cultural Vetas. El voto de rechazo a unanimidad, y desde medios tan diversos en apariencia, se explica en buena parte por la influencia del caudillismo y la vigencia del autoritarismo en nuestra historia reciente. Más que el respeto -el respeto a una figura venerada y más que venerada endiosada- obra el miedo al poder,  el miedo a los símbolos del poder, aún por parte de quienes deberían irrespetarlo 
Hoy soplan otros vientos. El culto de Bosch se ha reducido a retórica, si no lo ha sido siempre. Las copias están en el gobierno, y en la práctica han demostrado que del maestro sólo aprendieron lecciones de soberbia.]
   


El profesor ordenó que entraran las copias, que entraran una por una y en orden, en fila india, a medida que él las fuera llamando, y comenzó a llamarlas por nombres y apellidos, añadiendo el apodo si era el caso, y las copias respondían y entraban  una por una y en orden, en fila india, a medida que él las iba llamando, y cuando estuvieron todas, que eran   cinco, en su presencia que era única, dio inicio a una charla sobre las condiciones que debe reunir un dirigente político, si es que quiere ser buen dirigente político, y la primera de esas condiciones -explicó el profesor- tiene que ver con su capacidad de análisis, ¿comprenden?, y para que ustedes vean la importancia que tiene la capacidad de análisis -prosiguió el profesor-, voy a referirme al caso de un famoso naturalista inglés: ¿ustedes han oído hablar de un señor llamado Carlos Roberto Darwin?, pues bien, este señor, que nació en Londres, la capital de Inglaterra, y que era blanco y tenía los ojos azules, se equivocó al formular su teoría acerca del origen de las especies, y esto  así porque de ser cierta la especie de que el hombre viene del mono, ya sería tiempo de que ciertos orangutanes de la política empezaran a manifestar los primeros indicios de su transformación en seres humanos, ¿y por qué no sucede esto? -se preguntó el profesor- porque Darwin sencillamente se equivocó, igual que se equivocó Cristóbal Colón, el descubridor de América, al pensar que había llegado a la India, ¿y saben ustedes por qué la gente se equivoca?, porque no conoce la lógica dialéctica, y el que no conoce la lógica dialéctica no puede hacer análisis correctos, y esa es la lógica que ustedes deben conocer si quieren hacer análisis correctos como yo, que por eso nunca me equivoco, a menos que lo haga aposta para confundir al enemigo, ¿comprenden?, quiero saber si  comprenden –preguntó el profesor- y las copias comprendieron perfectamente, ¿estamos de acuerdo?: las copias respondieron que sí, que estaban de acuerdo, profesor,  y el profesor continuó la charla diciendo que la segunda condición para ser dirigente político es la condición de tener buena memoria, pero no para evitar contradecirse -como creen algunos- sino para poder hacerlo cuando convenga al interés del pueblo, entiéndase bien: cuando-convenga-al-interés-del-pueblo, porque el pueblo no tiene memoria y de eso viven muchos políticos, que aprovechan que la memoria del pueblo es de mantequilla para decir hoy lo contrario de lo que dijeron ayer y de lo que dirán mañana, pero no en interés del pueblo, que es lo que cuenta, porque también se puede mentir, siempre que sea en interés del pueblo, ¿y saben    ustedes lo que es el interés del pueblo? -preguntó el profesor a las copias- y las copias levantaron las manos, diciendo que sí, que sí, que sabían, y el profesor se mostró complacido, sumamente complacido consigo mismo, y de inmediato pasó a explicar que la tercera condición para ser dirigente político es la condición de tener buena reputación, como yo que soy un hombre serio que casi siempre dice la verdad, que no tiene cola que le pisen, un hombre que se respeta, ¿comprenden?,  que ha evitado mancharse en su vida pública, porque las manchas en política son manchas indelebles, ¿y saben ustedes lo que significa una mancha indeleble?, pues bien, una mancha indeleble es una mancha que no se quita ni frotándola con lejía, y yo presumo que ustedes saben lo que es lejía, a ver, levanten la mano los que saben lo que es lejía, muy bien, muy bien, ahora vamos a repasar la lección desde  el comienzo hasta el final, porque también presumo que me  han entendido perfectamente desde el comienzo hasta el final, a ver: ¿me-han-comprendido-perfectamente-desde el comienzo hasta el final?, ¿está todo bien claro? -enfatizó el profesor-, ¿seguro que han comprendido?, y las copias respondieron que sí, que habían comprendido perfectamente, profesor, desde el comienzo hasta el final, y que todo estaba  bien claro, bien claro, bien claro, querido profesor, y el profesor se mostró una vez más complacido, sumamente complacido consigo mismo, en extremo complacido, y para complacerse una vez más ordenó a las copias que repitieran la lección con punto y coma, palabra por palabra, sin omitir detalle, a medida que él las fuera nombrando en orden alfabético, y comenzó a nombrar y nombró, primero, a la  primera copia que repitió la lección con punto y coma, palabra por palabra, sin omitir detalle, a pesar de que tenía boca de trapo, y el profesor dijo que estaba aprobada, y nombró a la segunda copia que también repitió la lección con punto y coma palabra por palabra sin omitir detalle, a pesar de que tenía dientes de burro y cara del mismo animal, y el profesor dijo que también estaba aprobada, y nombró a la  tercera copia que repitió la misma lección, a pesar de que tenía cara de inteligente, y el profesor dijo que estaba aprobada, y nombró a la cuarta copia, que tenía cara de seminarista y usaba lentes como cascos de botella, y la cuarta copia repitió tres veces la lección con los ojos cerrados, palabra por palabra, punto por punto y sin darse tregua para respirar, y el profesor se emocionó y dijo que estaba perfecto,  tan perfecto que hizo una pausa para volver a sentirse  complacido consigo mismo, y entonces nombró a la quinta  copia que sorpresivamente dijo todo lo contrario, a pesar de que se parecía más al original que el original mismo (o quizás precisamente por eso), e incluso incurrió en errores y contradicciones y además se aventuró en opiniones personales que causaron natural desazón entre las demás  copias, pero sobre todo en el profesor que se quedó mirándola, en principio, estupefacto, luego colérico, por último ofendido, ¿quién le pidió, atrevida, que opinara?, ¿quién le pidió que pensara?: sencillamente se le pidió que repitiera lo que había escuchado, ¿comprende?, y la copia asintió con la cabeza, y el profesor dijo que en un partido político puede haber muchos indios, pero solamente puede  haber un cacique, porque con uno sólo que piense es suficiente, así como en el campo de batalla con uno sólo que mande es suficiente, ¿comprende?, y la copia asintió con la cabeza, ¿y si comprende por qué no hizo lo que se le pedía? -preguntó el profesor- y de inmediato anunció a la quinta copia que estaba reprobada, reprobada, ¿comprende?, y la copia asintió con la cabeza, y entonces el profesor anunció  que se iba a tomar un minuto completo para darse por ofendido y se ofendió, en tanto que la clase permanecía sin chistar (a excepción de la quinta copia que murmuraba por lo bajo), y al término exacto del minuto el profesor dijo que la lección había terminado y ordenó a las copias que salieran como habían entrado, una por una y en orden, en fila india, pero sin esperar que las llamaran, y las copias salieron como  habían entrado, una por una y en orden (a excepción de la  quinta, que salió reculando como cangrejo) en fila india y sin esperar que las llamaran, y cuando el profesor se quedó solo en su presencia que era única, pensó que todo aquello era un atrevimiento, que le habían faltado al respeto, que debía tomar medidas, sí señor, tomaría medidas, y por asociación de ideas recordó que una de las copias del comité central era  sastre y tomaría medidas, pero tenían que ser medidas drásticas porque a lo mejor estaba pasado de peso y no iba a permitir que nadie le faltara al respeto, pero a lo mejor no, a lo mejor no estaba pasado de peso y entonces no había por qué tomar medidas, pero en caso contrario entonces sí tendría que tomar medidas, porque insolencias a nadie, a nadie pero a nadie le permitía, no señor, así que si era necesario tomaría medidas, más no sin consultar con el  espejo: de modo que se plantó el profesor frente al espejo y procedió, quedito, a desnudarse, con movimientos suaves de cadera, primero la corbata, luego el saco, la camisa después, a ritmo lento, arqueando los brazos en el trámite, contoneándose alegre y coquetón al compás de una música interior, pero con una cara que no iba con el compás ni la música, porque con el cuerpo podía, en la intimidad,  permitirse ciertos libertades, pero con la cara nunca porque la cara era su máscara: de suerte que se contoneaba y contoneaba el profesor, se desvestía a ritmo lento, alegre y coquetón salvo la cara, hasta que ¡zas!, afuera el pantalón, casimente desnudo quedó el profe, desnudo así quedó, casi prendado, Narciso, de su efigie: era una suerte, qué suerte, tener un físico como el suyo, no estaba pasado de peso, no    había engordado, no era necesario tomar medidas y qué suerte, además -pensó mirándose el pecho, los brazos, las espaldas, las bien torneadas pantorrillas-, qué suerte que no hubiera nada de cierto en aquello de las manchas indelebles: estaba limpio, limpito, ninguna mancha, en efecto, desmerecía su cuerpo de atleta consumado.
  











LA NOVICIA REBELDE

Un relato del libro Monedas en la fuente


Pedro Conde Sturla


La primera y única vez que sor Ángela de la Cruz tuvo la desdicha, la ingrata y trágica experiencia de toparse frente a frente con un hombre desnudo, lo que se dice desnudo -en su plena y total desnudación-, se le antojó que era el demonio por el cuerno que portaba entre las piernas. El Callejón de los curas estaba a oscuras, pero la oscuridad no disimulaba aquella   impúdica figura de jardinero que se bañaba con manguera a   la luz de la luna en el jardín de la casa curial con puertas   abiertas de par en par. Sor Ángela de la Cruz, la novicia Ángela de la Cruz, beatífica y castísima de nacimiento, huyó despavorida hacia el convento de Santa Clara, en las cercanías del palacio del Príncipe, y se acogió al amparo de las monjas de clausura.
Al cabo de un delirio que duró varias semanas, y con la bendición de la santa madre Alejandra -la madre priora-, pidió ser confinada a una celda de la que no saldría hasta el fin de sus días, consagrada todo el tiempo a la meditación, la oración, el castigo corporal, la mortificación de los sentidos en todos los sentidos, incluyendo el sentido común. Sin embargo, a pesar del rigor con que se aplicaba al ejercicio de sus devociones, nunca pudo escapar de aquella imagen, aquella fatídica visión de hombre desnudo que de repente irrumpía -persiguiéndola con una manguera- en sus sueños más risueños.
Una noche, en la peor de sus pesadillas, no pudo resistir más, y en un acceso de locura se rasgó las vestiduras, se rasgó la piel de los pechos abundantes y se arrancó los ojos con las uñas.
La pérdida de la vista no hizo, por desgracia, más que agudizar su sensibilidad, afinar en grado extremo los mismos sentidos que en vano había tratado de aplacar, y ahora aquel demonio de hombre desnudo y con manguera, que seguía persiguiéndola por igual en la vigilia y en el sueño, también se le manifestaba en el sonido de los pasos: Todos los pasos de hombres que pasaban por la calle aledaña le sonaban a pasos de hombre desnudo y con manguera. El demonio se le manifestaba ahora en el suplicio del tacto de tal modo que, al tocar el rosario y las imágenes sacras y el libro de devociones, palpaba a un hombre desnudo y con manguera. En los pocos alimentos que tomaba, en el agua inodora e incolora, percibía  el sabor de hombre desnudo y con manguera. El aire que respiraba tenía olor a hombre desnudo y con manguera. Sólo a veces, a manera de compensación casi divina, un amigable soplo de turistas nocturnos fumando marihuana llenaba los rincones de su alma, derramaba bendiciones que invocaban a un extraño sosiego y, por momentos, le parecía levitar y levitaba.
Pero cuando su vecino el Príncipe, el Gatopardo criollo salía de correrías, desde su limosina blindada con las ventanillas cerradas le llegaba el aliento del perfume de París de Francia que no enmascaraba el olor a hombre  y se arrojaba contra las paredes y llegaba en su desesperación al paroxismo. El olor a hombre la volvía loca, literalmente loca, y seguía persiguiéndola en la figura del demonio desnudo con manguera.
Ella trataba de escapar, siempre escapaba, pero en su último sueño, fatalmente, el desnudo que la perseguía noche y día la atrapó, manguera en mano, la inmovilizó sobre el duro lecho de monja de clausura y, para su sorpresa, apenas suavemente, dulcemente, con aquella manguera que siempre había aborrecido, se insinuó entre los bordes gloriosos de su secreta piel. En un acto de resignación, inmóvil, indefensa, ¡hágase señor tu voluntad!, se entregó a lo inevitable, y el demonio desnudo realizó el milagro tan secretamente temido, más bien apetecido.
Al amanecer de un nuevo día, el mármol de la muerte modelaba en su rostro un gesto de intensa placidez, inmensa paz, incruenta beatitud. El drama corporal, el caudaloso océano que se había derramado en su interior, descendía ahora en cascada, en multitud de oleadas en los pliegues desnudos del vestido, un poco a la manera de una escultura de Bernini. La mano sobre el corazón que había redoblado como un tambor de hojalata, la curva de sus labios desdibujada en un rictus de pecaminosa felicidad en el gran momento de un éxtasis infinito, hablaban de una santidad a toda prueba, como si un ángel travieso la hubiese castigado con infinitas flechas, mil puñales de agravio, mil puñales de gratitud, mil puñales de gozo para la gloria que ahora se merecía hasta el fin de los tiempos.

pcs, jueves, 11 de diciembre de 2007




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CRÓNICAS TARDÍAS DESDE 
EL PALACIO DE LA ESQUIZOFRENIA 
Pedro Conde Sturla



El cronista amaba sin remedio, casi sin esperanza, el marchito esplendor de la ciudad colonial, la dignidad de sus calles perfectamente trazadas, tiradas a cordel, la sobria y desdibujada arquitectura de sus iglesias, palacios y palacetes, la exuberancia claustral de los jardines interiores, sus armoniosas y desfiguradas plazas y parques, y quizás, sobre todo, el misterio recóndito de ciertas callejuelas, casonas y callejones, la poesía resonante del Callejón de los curas.

Amaba irracionalmente, con la misma ilusión desencantada,  incluso el despojo de lo que fue, lo que había sido la ciudad colonial. Tesoros arquitectónicos en ruinas, techos y fachadas de edificaciones coloniales y republicanas cayéndose a pedazos, postes decrépitos cayéndose sin ruido, colgajos de cables del tendido eléctrico casi a nivel del suelo, cuadras enteras desvencijadas, arrabalizadas, sucias, superpobladas, vecinos que sobreviven en condiciones miserables, entre el olor de cloacas y letrinas, entre el reino de la mugre y la pestilencia, recovecos infames, montones de basura, desperdicios e inmundicias, cosas muertas. Casas y cosas muertas.

La santa madre iglesia, en virtud de graciosos decretos  
presidenciales, se había hecho dueña de algunas de las áreas 
más valiosas y mejor conservadas, el corazón de la ciudad 
colonial. Extendía sus tentáculos hacia el sur de la catedral y las cercanías de la calle Las damas, las había convertido en cementerio eclesiástico. Allí donde hubo música, escuela de karate, galería de arte, restaurante, allí donde hubo vida  había ahora un silencio abrumador de tumba, un territorio zombi, inhabitado. Opulentas viviendas coloniales permanecían cerradas como quien dice a cal y canto. El auditorio del arzobispado, antiguo cine de las fuerzas armadas, cerrado como quien dice a cal y canto. En un tramo de la calle Las Damas, el mismo que discurre brevemente frente a la fortaleza de Ozama, la soledad impone por igual sus dominios, la soledad sin fondo de la calle Las Damas. La primera calle europea en esta parte del mundo, vieja y cansada, abandonada, convertida también en cementerio eclesiástico.
Precisamente, a un  costado del Palacio de la esquizofrenia (donde se encuentra ahora el cronista, rumiando su mala leche) corre una vía consagrada a un eminente arzobispo y orador que se limpió el trasero por lo menos con el quinto y el décimo mandamientos. En el breve ejercicio de la presidencia de la república, se destacó por intolerante y fusilador. En su vida privada, que fue bastante pública, ganó fama como semental. Era, de hecho, un lujurioso incurable, un seductor implacable que reprodujo su estirpe en el seno de familias patricias.
Otra importante calle lleva el nombre de otro arzobispo que también fue presidente, un presidente títere, y otra el de otro 
arzobispo que traicionó la causa independentista, haciendo 
causa común con el colonialismo, sin olvidar sus servicios al 
despotismo: “La excomunión de Duarte y los Trinitarios y la 
amenaza de excomunión para los que no votasen por Pedro Santana”.
Al peor de todos, un simple padre, lo honran una calle y una plaza, un hospital y una estatua benévola de filántropo con la diestra apoyada sobre el hombro de un niño. “Ay Dios mío -dijo el ilustre prócer- el pervertido bajo la sotana del santo”. El filántropo amaba a los hombres, por supuesto, pero sobre todo  a los niños. “El sotánico satánico” diría Neruda. “Sotanás en persona”, digo yo.
El cronista alcanza con la mirada la placa de metal con el nombre de la calle que pasa junto al Palacio de la esquizofrenia, a pocos metros de distancia de la mesa que ocupa. Lo pronuncia en voz baja, con un gesto de disgusto, como si fuera un purgante. Y en realidad es un purgante. Un purgatorio.
2

El rosario de agravios de la Ciudad Colonial (aparte de calles bendecidas con nombres de figuras execrables) incluía, entre otras cosas, la destrucción de numerosas edificaciones que en la época del Jefe inolvidable eran declaradas peligro público para dar paso a modernas aberraciones urbanísticas que todavía existen.
La ciudad romántica, el proyecto de remodelación de La ciudad romántica, fue siempre el sueño de la razón de un monstruo, lo que soñó de niño un sádico vesánico, el heredero del Jefe, un burdo sueño.
El heredero, que también soñaba con sangre desde niño,  nunca tuvo una visión de conjunto, una idea global de rehabilitación y rescate de la zona. Se limitó a remodelar unos cuantos palacios, reconstruyó unos lienzos de muralla en la avenida del puerto y derribó parcialmente el de la parte delantera de la fortaleza de Ozama para poner al descubierto el original. La operación sólo dejó en pie la patética muralla almenada decreciente que hoy se aprecia o desprecia. Sin saberlo, o sin importarle, el inefable restaurador hizo derribar casi dos siglos de nuestra breve historia, derribó parte integral de la última obra que, junto con la puerta actual (el imponente portal de Carlos III), fuera construida por los españoles en Santo Domingo a fines del siglo XVIII. Derribó el restaurador un trozo de muralla que había sido erigido precisamente en función de la nueva puerta, un ingenio arquitectónico y poético con ventanas enrejadas que parecían una prolongación de las de la Casa de Bastida. Derribó, en fin, la armonía, el sentido de las proporciones, rompió el equilibrio del entorno, la poesía arquitectónica de aquel gracioso ingenio con ventanas enrejadas que en nada asemejaba al de un recinto militar.
El proyecto de remodelación de La ciudad romántica nunca incluyó el rescate de la populosa barriada de Santa Bárbara, que fue aislada de la Calle de las Atarazanas con un muro de vergüenza o desvergüenza para ocultar la pobreza. En cambio se procedió a la construcción del ominoso palacio del príncipe detrás de la catedral, se anunció la destrucción de las formidables edificaciones de la Avenida España en la prolongación de la Calle Isabel la Católica (antigua Calle del Comercio que fue agraciada con el nombre de una loca madre de Juana la loca) y se erigieron monstruosos edificios de parqueos en esta misma calle y la de El Conde. Las dos más notorias aberraciones urbanísticas de la ciudad colonial.
Lo peor, pensó el cronista en su despacho del Palacio de la esquizofrenia, no había pasado todavía, estaba pasando desde los últimos tres años y parecía interminable. El último y más ambicioso plan de rescate de la Ciudad Colonial (que en el fondo estaba en manos de la iglesia y una conocida familia de depredadores), la había convertido en una especie de territorio comanche. En sus principales calles habían removido con maquinaria pesadas todo el material de aceras y pavimento, y grandes trincheras habían sido abiertas longitudinalmente para soterrar la luz y otros servicios públicos. Como consecuencia, los cimientos de viviendas que en muchos casos tenían casi quinientos años habían sido seriamente comprometidos, y el llamado Hotel Francés, un tesoro arquitectónico, simplemente había colapsado.
En el nuevo diseño vial han desaparecido las aceras. Un generoso espacio peatonal destinado a turistas futuristas y limitado por bolardos metálicos contrasta con la estrechez del espacio para el tránsito de vehículos. La mayoría de las áreas de estacionamiento han desaparecido. La ola de asaltos recrudece y nadie vela por la seguridad de los vecinos. El antiestético y peligroso cableado colgante del tendido eléctrico, que amenaza a los pasantes desde los decrépitos postes de luz, permanece intacto.
El prolongado cierre de las vías llevó a la quiebra a numerosos comerciantes y llevó a muchos pobladores a la desesperación. El nuevo diseño no mejora las cosas, las pone en perspectiva. La novedad del proyecto parece consistir en hacer imposible, en seguir haciendo imposible la vida de los habitantes de la Ciudad Colonial y de toda la zona intramuros en general, provocar una estampida, que de hecho había empezado, para adquirir valiosos inmuebles a precio de vaca muerta.
El abandono de oficinas de abogados y dentistas, agencias publicitarias y locales de alquiler era notorio. Notorio era el acoso, los procedimientos judiciales de desalojo, el expolio, el éxodo de familias que  se veían obligadas a ceder un espacio en el que habían echado raíces y paro de contar. La Ciudad Colonial había sido tomada, estaba siendo tomada por asalto, como aquella casa del famoso cuento de Julio Cortazar. El propósito mal disimulado consistía, como se ha sugerido, en obligar de uno u otro modo a la población a evacuar el histórico centro.
Era un mal día. El cronista se juró que no volvería al Palacio de la esquizofrenia, no volvería posiblemente a comulgar con sus habituales compañeros de tertulia, extrañaría a tantos otros parroquianos del hastío. Ahora le repugnaba el ambiente de los alrededores, no se sentía a gusto, se sentía un extraño en esa ciudad colonial artificial. Vomitaba su mala leche contra la iglesia y la oligarquía, la lumpen oligarquía lilisista.  
Hoy no se encontraría, por suerte, con el intratable director del prestigioso libelo cultural de mayor circulación en la zona y nunca más se encontraría con el presuntuoso y excéntrico Pedro Peix, uno de sus mejores enemigos íntimos. Un infarto fulminante o algo parecido había silenciado su voz, la voz de un rebelde intransigente que aún tenía mucho que decir. La epidemia de infartos se  había llevado al queridísimo Harold Priego, a Guido Riggio Pou, a tantos otros, y a punto estuvo de llevarse a su inapreciable cofrade publicista, el catalán de apellido sicalíptico. 
Él mismo descubriría algún día que su fecha de expiración estaba venciéndose o se vencería de repente sin previo aviso. Él también podría estar un día de estos ocupado muriéndose.


A Guido Riggio Pou en memoria

pcs, domingo 10 de enero de 2016

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