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26/2/23

Juancito Rodríguez y la expedición de Cayo Confites (1-15) Serie completa

Pedro conde Sturla


(1) El comienzo del comienzo

Juancito Rodríguez llegó a ser uno de los hombres más ricos del país, si acaso no el más rico. Dicen que llegó a tener mas de diez mil o quince mil cabezas de ganado, que los cerdos y las gallinas eran incontables, que tenía más de doce mil tareas sembradas de cacao y otras miles sembradas de café y otros productos agrícolas. Dicen que su finca, o más bien fincas, eran de las las mejores del área del Caribe. Dicen que producía millones de plátanos y guineos y víveres de todo tipo, que podía abastecer a toda la capital y que poseía una de las más acreditadas, quizás la más acreditada traba de gallos de lidia, finos caballos, una o varias cuadras de caballos de raza y paso fino, buenas casas, todo tipo de bienes a granel y mucho dinero…

Ser rico no estaba prohibido en la República Dominicana, pero era peligroso. Incluso era peligroso ser pobre si la bestia se antojaba de lo que el pobre tenía y Juancito Rodríguez lo sabía, se había dado cuenta de que la bestia no respetaba mujeres ni bienes ajenos. La bestia se apoderaba de las tierras de los campesinos de Nagua o de los alrededores de San Cristóbal con el mismo desenfado con que se hacía dueño de las vidas y propiedades de los terratenientes. Los ricos vivían en zozobra y trataban de disimular su riqueza, algo que a los hacendados no les era posible.


Así las cosas, Juancito Rodríguez intentó en principio coexistir con el tirano, plegarse o fingir plegarse para evitar problemas. En alguna ocasión aceptó o se vio obligado a aceptar cargos de senador y diputado en los que no duraría mucho tiempo. La coexistencia con la bestia era como la de las ovejas con los lobos. La bestia codiciaba todo lo que tenía y comenzó a importunarlo, empezó a hostigarlo, a darle muestra inequívoca de que pretendía apoderarse de sus bienes. Juancito empezó a planificar la retirada, la salida del país, comenzó a vender su ganado, vendió todo lo que pudo y la bestia fue uno de sus principales compradores. Le compró, desde luego, a su manera, regateando o fijando los precios arbitrariamente. Juancito Rodríguez necesitaba dinero en efectivo y llegó a reunir bastante (quizás una verdadera fortuna de esa época). Entonces consiguió permiso para salir del país por supuestas razones de salud, probablemente con el pretexto de hacerse un chequeo médico, y en el mes enero de 1946 partió hacia Puerto Rico, partió hacia el exilio en un viaje que no tendría retorno sino hasta después de su muerte.

En la Habana, donde se estableció por muchos años, se puso de inmediato en contacto con los exilados, incluyendo a los fugitivos del Partido Socialista Popular, y muy pronto se dio a conocer por su generosidad y su indoblegable espíritu de lucha. Juancito Rodríguez era un hombre pródigo que no escatimaba recursos y vivía para ayudar. A partir de entonces dedicó su vida a un sólo proyecto: derrocar al tirano, liberar al país de toda su parentela. Nadie como él empeñó tantos medios y tanta dedicación en la lucha contra la satrapía, y muy pocos pagaron un precio tan elevado. A la larga terminó convirtiéndose en el enemigo público número uno de la bestia. Perdería todo lo que tenía, lo que había podido sacar y lo que había dejado, perdería sus plantaciones, sus fincas, las valiosas propiedades que la bestia repartió graciosamente entre sus fieles, perdería amigos y familiares y finalmente perdería a su hijo José Horacio en la expedición de junio de 1959, la repatriación armada de Constanza, Maimón y Estero Hondo. Después perdería las ganas de vivir y pondría fin a su vida. Al cabo de quince años de lucha se había convertido en un hombre pobre al que le habían arrebatado todo, menos la dignidad.

En la época en que Juancito Rodríguez llega a Cuba había un ambiente propicio y el optimismo cundía entre los numerosos exilados. El nazifascismo había sido derrotado y el fin de las dictaduras en el continente americano parecía inminente. En él área del Caribe y Centroamérica varios gobernantes eran abiertamente hostiles a la bestia y no disimulaban su antipatía. En Cuba gobernaba el progresista Ramón Grau San Martín, Rómulo Betancourt en Venezuela, Elli Lescot en Haití y Juan José Arévalo en Guatemala, y todos tenían en común el deseo de derrocar a Trujillo. El deseo y la intención de contribuir a derrocarlo.

La llegada de Juancito Rodríguez sirvió de catalizador a un movimiento que ya se encontraba en ciernes, a raíz de un congreso que tuvo lugar en la Universidad de La Habana. En ese encuentro se produjo —por lo menos de manera formal—la unificación de los exiliados dominicanos, la formación de un frente unido de liberación. De una forma tácita o sobrentendida se eligió la lucha armada como medio para derrocar al tirano.

Con anterioridad, durante el primer breve gobierno de Ramón Grau San Martín (el gobierno de los cien días, entre el 4 de septiembre de 1933 y el 15 de enero de 1934), se habían hecho preparativos en Cuba para organizar una pionera expedición armada contra el gobierno de la bestia. La expedición del Mariel. En esta base de la marina de guerra cubana, con apoyo o beneplácito del gobierno cubano, se supone que recibió entrenamiento militar un nutrido y heterogéneo grupo de antitrujistas compuesto por más de trescientos voluntarios procedentes de Santo Domingo, Cuba y Venezuela. Entre sus principales dirigentes estaban Rafael Estrella Ureña y su hermano Gustavo. No se sabe si alguna vez los expedicionarios estuvieron listos para partir a Santo Domingo, pero la expedición nunca partió. La bestia sobornó a los enlaces militares y la operación abortó. Fue la primera expedición que pudo haber sido y no fue.

Ahora, casi trece años después surgiría, con renovados bríos, un nuevo movimiento armado. Los ánimos estaban caldeados y a la cabeza del frente unido de liberación dominicana habían quedado algunas de las más prestigiosas y decididas figuras del exilio: Ángel Morales, Ramón de Lara, Juan Isidro Jiménez Grullón, Leovigildo Cuello, Juan Bosch. De inmediato, y con el apoyo entusiasta de Juancito Rodríguez, se pusieron en marcha los preparativos que culminaron con la formación de la más grande fuerza expedicionaria que alguna vez habría tenido que enfrentar el régimen de la bestia. Fue la segunda expedición que nunca fue. Que pudo haber sido y no fue.

(Historia criminal del trujillato [107])

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


(2) Los reclutas

En el mes de enero de 1946 —la época en que Juancito Rodríguez llega a Cuba, una vez terminada la segunda carnicería mundial—, todo conspiraba a favor de un gran movimiento insurreccional contra el gobierno de la bestia. No faltaban, por supuesto, hombres entrenados y con experiencia militar ni faltaban armas ni dinero para comprarlas a precios inmejorables. Había un exceso de disponibilidad. De hecho, quizás el mayor problema y una de las causas del fracaso de la expedición se debió al gran número de personas que se sumó a la empresa.


Desde que se inició la leva, el reclutamiento, la gente empezó a acudir por docenas al Hotel San Luis de La Habana, que era en principio el centro de operaciones, y en poco tiempo se alistaron más de mil voluntarios. Se alistaron cubanos, venezolanos, guatemaltecos, nicaragüenses, puertorriqueños, norteamericanos y hasta veteranos de la guerra civil española. Se alistaron, por supuesto, dominicanos, en un número muy inferior al de los demás, unos cien o tal vez menos dominicanos, y se alistaron idealistas y conspiradores, numerosos aventureros, villanos y buscavidas, gente marginada y desarraigada, espías, delatores, agentes del gobierno de la bestia y del imperio. También se alistó Fidel Castro Ruz, cuando apenas tenía poco más de veinte años, con un grupo de compañeros.

José Alemán, el ministro de Educación del presidente Grau, prestó inestimable ayuda al movimiento y fue de alguna manera el enlace entre éste y el gobierno, mientras que Eufemio Fernández, el jefe de la Policía de La Habana, se contaba entre los más abiertos y dedicados colaboradores.

La organización, el reclutamiento, el entrenamiento del Ejército expedicionario y todo lo que pretendía ser clandestino (con la velada o discreta autorización del gobierno de Grau San Martín), se convertirían muy pronto en un secreto a voces.

En cuanto al aspecto financiero, los altos dirigentes del exilio dominicano se enfrascaron en la tarea de recabar ayuda de los gobiernos amigos para conseguir armas y pertrechos, y a ellos se sumó el recién llegado y muy entusiasta Juancito Rodríguez. En rigor, desde su arribo a Cuba, Juancito Rodríguez se puso personalmente y financieramente al servicio incondicional de la causa y muy pronto ocupó el más alto cargo en la dirección de la misma. Juancito Rodríguez aportó, entre otras cosas, los fondos para la compra de tres barcos y ocho aviones de combate en los Estados Unidos.

Por su parte Juan Bosch visitó México y otros países en busca de ayuda financiera y empleó con el mismo propósito sus buenos oficios con el gobierno y el gobernante de Venezuela. De este país obtuvo recursos que permitieron adquirir otro par de aviones, un par de inestimabilísimos bimotores Douglas, DC-3.

Por si fuera poco, Juan Bosch también estuvo en Haití y obtuvo una valiosa contribución de Ellie Lescot, el presidente del país, por un valor de veinticinco mil dólares. El aporte más generoso, consistente en varios millones de dólares provino del gobierno cubano de Grau San Martín.

Otro cargamento de armas, proveniente de la fuente más insospechada, se consiguió gracias a la feliz y traviesa iniciativa de Juan José Arévalo, el presidente de Guatemala. Arévalo se las ingenió —mediante una astuta movida, una engañifa en la que participó personalmente—, para comprar cañones y ametralladoras, rifles, y abundantes pertrechos al gobierno de Argentina, el gobierno de Juan Domingo Perón, que era amigo y aliado de Trujillo y nunca hubiera movido un dedo en su contra. Perón creyó en ese momento que le estaba vendiendo armas al gobierno de Guatemala y no a los enemigos de Trujillo, el presidente del país donde algún día tendría que asilarse. Lo peor fue que las vendió a un precio simbólico, a precio de vaca muerta, por una cantidad irrisoria que pagó Juancito Rodríguez.

Hasta entonces los Estados Unidos no habían intervenido ni a favor ni en contra del movimiento, aunque apenas un año atrás le habían negado a la bestia la venta de un cargamento de armas y le provocaron de paso un gran disgusto. Mientras tanto se limitaban a observar, asegurándose de que las cosas no salieran de su cauce y en el momento oportuno echarían todo a perder.

Todo parecía, sin embargo, estar saliendo bien. El número de los integrantes de la expedición aumentaría hasta alcanzar unos mil doscientos o mil quinientos miembros y pasaría a llamarse “Ejército de Liberación Dominicano”, a pesar de que los dominicanos constituían una minoría.

Una primera fase del entrenamiento se llevó a cabo en la provincia oriental de Holguín bajo la órdenes de Manolo Bordas, un personaje que había alcanzado el rango de teniente en el Ejército norteamericano y que dividió a los expedicionarios en cuatro batallones donde figuraban tres cubanos y un hondureño y ni un solo dominicano al mando. Para peor –extrañamente peor— en uno de ellos fungía como comandante el facineroso Rolando Masferrer, enemigo acérrimo de Juan Bosch, el mismo hombre que durante el régimen de Fulgencio Batista sería jefe del grupo de sicarios que llevaría orgullosamente su nombre: Los Tigres de Masferrer.

A mediados de 1947, los integrantes del Ejército de liberación fueron trasladados hacia un lugar llamado Cayo Confites, perteneciente a la Provincia de Camagüey, donde fueron recibidos por altos oficiales del gobierno y bandadas de mosquitos. No era un lugar hospitalario, pero era un lugar estratégico, aislado, discreto, que se prestaba a la perfección para completar el entrenamiento militar, la preparación para una invasión por aire, mar y tierra, que se prolongó más de la cuenta.

Eventualmente, en el mes de julio de 1947, se elegiría un alto mando, un consejo revolucionario integrado por Juancito Rodríguez (como comandante en jefe), Angel Morales (como presidente del consejo), Juan Bosch, Leovigildo Cuello y Juan Isidro Jimenes Grullón. Sin embargo, quizás el verdadero mando o una gran parte del mando lo tenían los comandantes de los batallones. 

(Historia criminal del trujillato [108])
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator
LA EXPEDICIÓN DE CAYO CONFITES, SU ESCENARIO HEMISFÉRICO”
Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba.
(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)
Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites
Bernardo Vega*
https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf
Expedición de Cayo Confites
(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”.

(3) Un complot contra Bosch


El “Ejército de Liberación Dominicano” contaba en apariencia con todo lo necesario para llevar a cabo una expedición militar exitosa, una invasión en regla por aire, mar y tierra. Contaba con suficientes recursos económicos, con barcos y aviones y una emisora de radio, contaba con buenas armas y equipos, con ametralladoras pesadas y bazucas, morteros y granadas, contaba con fusiles y armas cortas y abundantes pertrechos. Contaba, sobre todo, con hombres supuestamente bien adiestrados, motivados y decididos a combatir, con el respaldo y simpatía de varios gobernantes y gobiernos, empezando por el gobierno cubano. Además contaba hasta cierto punto con una base de apoyo, una especie de resistencia, en el interior del país.
Aunque parezca asombroso, los expedicionarios llegaron a disponer de cuatro embarcaciones de transporte y desembarco, dos lanchas torpederas y una goleta dominicana que le robaron a Trujillo, la goleta Angelita, una goleta espía que merodeaba por las cercanías de las aguas cubanas y fue capturada.
Disponían además de ocho bombarderos B-25, seis Lockheed tipo P-38, un B-24 Liberator; dos Vega Ventura, dos bombarderos Mitchell B-25 y un C-46A de transporte, dos Cessna C-78, dos C-47 y dos Vultee BT-13.

En cuanto a municiones y pertrechos disponían de unos tres mil fusiles argentinos y mil quinientos Springfields, más de cuatro millones de balas, cincuenta ametralladoras argentinas, más de doscientos subametralladoras Thompson y una generosa cantidad de pistolas automáticas Colt 45 y casi un millón de cartuchos. Disponían también de quince bazucas y trescientos proyectiles, bombas de fragmentación y bombas de profundidad, dos mil libras de dinamita, dos mil granadas de mano, tres morteros, tres cañones antitanques, ocho jeeps, doscientos paracaídas…

Con ese equipo, el “Ejército de Liberación Dominicano” hubiera debido enfrentar al numeroso y bien apertrechado Ejército de la bestia que tenía casi un centenar de modernas aeronaves, entre las que se contaban cincuenta aviones de caza, bombardeo y combate, y que además tenía pilotos bien entrenados.
Aún así, los más optimistas aseguraban que la bestia no resistiría por mucho tiempo a la fuerza expedicionaria del “Ejército de liberación dominicano”, que “una guerra relámpago de cien horas hubiera destruido a Trujillo”. (1)

Sin embargo, con lo que no contaba el Ejército expedicionario era con una buena organización ni una buena disciplina ni el adecuado material humano en algunos casos. No todos los integrantes del pequeño Ejército reunían los mínimos requisitos que la empresa requería. Junto a los grandes ideales libertarios pululaban fuerzas oscuras, intereses malsanos. Patriotas de corazón y crápulas con propósitos inconfesables se entrenaban juntos. Como diría en alguna ocasión Juancito Rodríguez, gran parte del fracaso se debió a que el Ejército expedicionario estaba compuesto por un alto porcentaje de lunáticos y muy pocos idealistas.

De hecho, la presencia de elementos antisociales en las filas de los expedicionarios dejaba mucho que desear, constituía un problema y era en algunos casos peor de lo que Juancito Rodríguez describía.

Fidel Castro diría en una ocasión que todo había estado muy mal organizado, que fue una de las cosas peor organizadas que había visto en su vida, que durante el reclutamiento recogieron todo tipo de gente por las calles de La Habana sin atender a condiciones de cultura, ni a condiciones políticas ni a conocimientos, que lo que se hizo fue organizar a toda velocidad un Ejército artificial de más de mil doscientos hombres. Fidel asegura que había gente buena, que había muchos dominicanos buenos y cubanos que sentían la causa dominicana, pero que también se incorporaron lúmpenes, indeseables, gente que se vendía al mejor postor.

Lo cierto es que el reclutamiento se hacía un poco a la ligera, en forma pública, imprudente, casi como quien dice desvergonzada, como si se quisiera que todos se enteraran. El único requisito que había que llenar era un formulario y no eran pocos los delincuentes que lo llenaban.

Tulio H. Arvelo, uno de los más connotados protagonistas de esa época, dejó en un libro memorable un inspirado testimonio de aquel frustrado capítulo de nuestra historia. El libro en cuestión, “Cayo Confite y Luperón. Memorias de un expedicionario” (1981), describe entre otras cosas con singular intensidad el malestar que a su llegada se reflejaba entre los hombres del campamento guerrillero, la vigilancia a que estaban sometidos, los problemas que surgían, precisamente, a causa del relajamiento de la disciplina y el comportamiento díscolo de algunos expedicionarios, el ambiente de derrota, la hostilidad entre diferentes grupos y hasta la urdimbre de un complot para matar a Juan Bosch:

“En el cayo reinaba una atmósfera de fracaso. Muchos tenían ya un mes allí cuando llegué y no había ningún indicio de que la expedición saldría hacia Santo Domingo. Ni siquiera había algún signo que remotamente indicara tal posibilidad. Los acontecimientos iban a revelar después que en realidad estábamos confinados en aquel islote estrictamente bajo vigilancia y control. Los aviones de la Embajada de los Estados Unidos de Norteamérica que lo sobrevolaban diariamente eran una evidencia de ello.

“Se constituyeron una serie de partidos políticos y de agrupaciones revolucionarias de todo tipo.
“Habían (sic) varios focos de liderato en aquel ambiente tenso y hostil hasta el extremo de que en alguna ocasión el batallón de Eufemio Fernández y el de Masferrer se pusieron en zafarrancho de combate. De llegar a los hechos aquello habría sido una carnicería porque hubiera sido difícil escapar ileso de una acción de ese tipo.

“Un complot para asesinar a Bosch”

“Un joven cubano de apodo ‘Cascarita’ fue arrestado por una falta a la disciplina y a otro a quien llamaban ‘Mejoral’ se le había encomendado su custodia. Durante el arresto tuvieron un altercado y cuando el preso fue puesto en libertad y le entregaron su rifle, le disparó a su antiguo carcelero casi a quemarropa y le destrozó el vientre con una bala explosiva. Fue un espectáculo deprimente que contribuyó a agravar la situación sicológica de la gente.

“Como no se tenían noticias ciertas de la partida hacia Santo Domingo, surgían los más extraños rumores que pronto se disipaban para volver a renacer cada vez más alarmantes. Durante la noche los disparos eran frecuentes. Se disparaba sin ninguna razón válida, por lo que había que dormir con grandes precauciones.

Un día fuimos Pedro y yo a saludar a Juan Bosch, que ocupaba una especie de enramada en un extremo del cayo y lo encontramos acostado en una hamaca con una pistola al alcance de la mano debido a los rumores de un complot para asesinarlo. Bosch utilizó como medio de contrarrestarlos una frase que circuló profusamente. Dijo: “Me podrán matar en el cayo, pero yo soy un muerto muy hediondo”. Quien sabe en qué medida esto detuvo las intenciones que efectivamente parecía que abrigaba alguien.

“Si esta expedición hubiera llegado a Santo Domingo en sus comienzos, o sea, dos meses antes, es posible que el elemento sorpresa, sumado la combatividad de los expedicionarios, hubiera creado una situación muy difícil para el régimen de Trujillo. Sin embargo, parece que nunca estuvo en las intenciones de algunos de sus organizadores cubanos el llevarla a Santo Domingo”. (2) 

(Historia criminal del trujillato [110])


Notas:

  1. Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, págs. 67-70.
  2. Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 68.

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”

(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)Robert D.


Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites

Bernardo Vega* 

https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf


Expedición de Cayo Confites                    

(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)

Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites


(4) Relaciones peligrosas 


Juan Bosch (sin camisa) en Cayo Confites junto 
a varios compañeros

El cuadro que pinta Tulio H. Arvelo sobre la situación en el campamento de Cayo Confites es poco menos que deprimente, y en algunos casos alarmante. Uno de los expedicionarios había dicho en alguna ocasión que con tal de tener hombres para pelear habían reclutado a todo el que quería ir, pero lo que cuenta Arvelo en otro pasaje de su libro es aun más desalentador:


“De los 1,300 hombres, los dominicanos no éramos ni 400. La inmensa mayoría eran cubanos. La intención de ir a liberar a Santo Domingo era realmente un ideal de muchos de ellos. Pero también había algunos que al margen de los ideales estaban allí por espíritu de aventura y no pocos por afán de lucro.

“Había elementos que procedían de los bajos fondos de Cuba, gente alevosa como se vio en el incidente entre ‘Cascarita’ y ‘Mejoral’. Se decía entre los dominicanos que algunos cubanos habían hecho mapas de la ciudad de Santo Domingo donde se indicaban las ubicaciones de las joyerías de Prota y la de Oliva, las dos más importantes de esos días. Por eso había entre los dominicanos el temor de que ese pequeño grupo de aventureros entrara al saqueo de la ciudad sin que les animara ningún ideal liberador. Lo que sí era atendible es que la mayoría era gente agresiva, fogueada bien armada, bien entrenada y numerosa y que el régimen de Trujillo no estaba preparado en aquella época para resistir una invasión de ese calibre. Nunca se organizó una expedición tan fuerte ni en un momento más oportuno”. (1)

Sin embargo, esto no era lo peor. Arvelo afirma que la “rivalidad entre los grupos políticos de La Habana, se reflejaba en la conducta de la gente que estaba en el cayo. Entre los propios comandantes de los batallones la rivalidad más fuerte era la que existía entre Eufemio Fernández y Masferrer.” (2) Ya se vió, en efecto, cómo un conato de enfrentamiento entre los batallones que ambos comandaban estuvo a punto de concluir en una carnicería.

Las relaciones entre los expedicionarios no siempre fueron las mejores. Pero además, Roberto Masferrer era un intrigante, un personaje perverso, alguien que demostraría ser un abusador, un torturador un asesino. Odiaba a Bosch con la misma intensidad con que lo envidiaba, se resentía de su don natural de liderazgo y de su prestigio intelectual. Bosch le hacía sombra, y para contrarrestar su influencia sólo se le ocurría quitarle la vida. Entre Bosch y él había una enemistad de vieja data.

Juan Bosch era, junto a Juancito Rodríguez y Ramírez Alcántara, uno de los dirigentes más destacados del exilio dominicano en esa época. De hecho eran los hombres que tenían un mayor ascendiente, la mayor influencia y autoridad moral sobre los dominicanos (y sobre muchos cubanos) que participaban en la aventura expedicionaria.

Rodríguez García —como dice Crassweller—, no sólo era uno de los hombres más ricos de República Dominicana antes de huir con su familia y abandonar sus grandes propiedades, no sólo aportó su dinero a la lucha contra el gobierno de la bestia, sino su firme, inquebrantable determinación hasta la hora de su muerte en Venezuela en 1959, dos años antes del ajusticiamiento del tirano.

Dice Tulio Arvelo que a su llegada a Cayo Confites, junto con otros compañeros, “Don Juan nos saludó con un abrazo” y que era un hombre “de sesenta y tantos años, pero todavía muy fuerte, de constitución robusta, muy conversador, con el hablar típico del campesino dominicano”.

En opinión de Arvelo y tantos otros, “la llegada de don Juan a los círculos de los emigrados dominicanos fue la chispa que encendió los ánimos. Muchos de ellos habían salido desde los inicios de la toma del poder por Trujillo quince años atrás. Algunos ya habían alcanzado la edad en que sus aportaciones a la lucha tenían que circunscribirse a publicar artículos en los periódicos o a tareas de gabinete. Pero el empuje de don Juan, a pesar de sus sesenta y cinco años de edad, los puso a todos en actividad. Además de su vitalidad traía en su morral el elemento que siempre había escaseado entre los emigrados para la empresa que se proponían realizar: el dinero”. (2)

Miguel Ángel Ramírez, pariente de Juancito Rodríguez, era un civil con vocación militar y título de general, igual que Juancito Rodríguez, un tipo bragado, uno de los más tenaces y conocidos dirigentes de aquella época. Jugó un papel de primer orden en diferentes proyectos libertarios y acciones armadas, incluyendo Cayo Confites y Luperón. Lucharía en Guatemala a favor del gobierno de Juan José Arévalo y tendría importante participación en la llamada Legión del Caribe, que combatió a favor del demócrata José Figueres en Costa Rica.

Juan Bosch era y seguiría siendo un escritor, un intelectual, el hombre que organizó a una gran parte de los exiliados en un gran partido político. Escritor y político sempiterno. Dice Crassweller que fue Bosch quien puso en marcha los preparativos que darían origen a los acontecimientos que entonces dominaban la opinión pública en el área del Caribe.

Al joven Fidel Castro, que estuvo a punto de iniciarse como guerrillero en la abortada expedición, no le cayó en gracia Juancito Rodríguez, pero de Juan Bosch dejó una descripción muy elogiosa, un retrato hablado que no tiene desperdicio:

“Durante aquel período se esperaba más personal procedente de Cuba, Miami y otros lugares. Estando en la isla, un día llegó un grupo de dominicanos y, entre ellos, Juan Bosch. Muy pronto hicimos amistad. Entre tanta gente en el cayo a mí me gustaba conversar con él; de todos los dominicanos que conocí fue el que más me impresionó.

“Lo recuerdo como un hombre mayor. Cumplí 21 años en el cayo, y pienso que Bosch ya tendría unos 36 o 37 años. Su conversación realmente conmovía, la forma en que se expresaba; parecía un hombre muy sensible. Vivía muy modesto allí, igual que todos los demás, y creo que sufría lo mismo que la gente. Yo no lo conocía, no sabía que era el escritor, el historiador, el intelectual. Lo vi como un dominicano honorable, de conversación agradable, que decía cosas profundas y sensibles; trasmitía todo eso. Se le veía como una persona que sentía los sufrimientos de los demás, estaba sufriendo por el trabajo duro de la gente. Además vivía la emoción, porque era el intelectual, al fin y al cabo, que se incorpora a la acción, llegada la hora de la lucha —un poco como hicieron Martí y otros muchos intelectuales de nuestra propia guerra—. Pudiéramos decir que era allí el hombre de mayor calibre, el más destacado”. 

(Historia criminal del trujillato [110])

Notas:

  1. Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p.58
  2. Ibid, p.68
  3. Ibid, p. 24
  4. Katiuska Blanco Castiñeira, “Fidel Castro Ruz, guerrillero del tiempo”, p. 388

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.


Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”

(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)Robert D.


Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites

Bernardo Vega (https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf)


Expedición de Cayo Confites                    

(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)

Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.


Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”


(5) Una línea en el horizonte

Pedro Conde Sturla
9 diciembre, 2022
Fidel Castro en un lugar no precisado

Cayo Confites era una especie de paraíso para las moscas y los mosquitos, un lugar surrealista que parecía haber sido elegido por el enemigo. Quizás el lugar perfecto para entrenar y endurecer a las tropas, que comenzaron a llegar a finales de julio de 1947.


“Al principio era —dice Tulio H. Arvelo—una línea en el horizonte. Pensaba que al acercarnos comenzarían a destacarse los accidentes de la costa con sus árboles y edificaciones; pero por más que nos aproximamos el cayo seguía siendo eso: una línea en el horizonte”. (1)

Cayo Confites se encuentra a una respetable distancia de la costa, apenas tiene la cuarta parte de un kilómetro cuadrado, cerca de novecientos metros de largo, menos de doscientos metros de ancho y escasamente un metro sobre el nivel del mar, casi como quien dice a ras de mar. Más que un cayo es un incordio, una balsa de piedra, de piedra y arena, como diría Saramago. Carece de agua dulce y tiene muy poca vegetación. En cambio el viento sopla continuamente, un viento necio, viento y arena que no dan paz ni tregua.

A los ojos de los expedicionarios se presentó un paisaje de mangles, de matojos, arrecifes y arenales, yerba rala y mosquitos infinitos, nubes y nubarrones de mosquitos a los que más tarde se unirían las apestosas moscas. Las nutritivas moscas que se tragaron o tuvieron que tragarse muchas veces al ingerir los alimentos.

En el cayo había una playa, por supuesto, una playa sin la cual un cayo no sería cayo por definición, había un anillo de arrecifes y manglares y había unos pocos árboles, en su mayoría uvas de playa y había pinos más o menos frondosos.

También había una casa de madera, una casa azul con techo de palma de guano y con jardín, que se convertiría en la sede del estado mayor del ejército revolucionario, y había unos cuantos bohíos miserables que habían dado cobijo a los anteriores pobladores del lugar. A los humildes pescadores que habían sido forzados a abandonar el cayo y gran parte de sus pertenencias para darle cabido al ejército de liberación.

Había, por cierto, unos cuantos puercos y gallinas que sus dueños no habían podido llevarse y que duraron poco tiempo vivos y había unos cuantos cocos en unas pocas matas que tampoco sobrevivieron al apetito de los recién llegados.

A ese lugar habían venido a parar en dos buques sobrecargados los primeros expedicionarios a eso del mediodía del 30 de julio de 1947. Otros se les unirían más adelante y allí permanecerían durante más de tres meses en condiciones que Fidel Castro califica de horribles:

“Los reclutados para Cayo Confites estuvimos alrededor de 100 días —tres meses, por lo menos—, en condiciones horribles: no había agua, no existía un campamento. El agua se llevaba en bidones de petróleo, que ni siquiera habían sido lavados cuidadosamente, y sabía a combustible; la comida era pésima, teníamos que cocinarla nosotros mismos como pudiéramos, en tanques también, con mucho trabajo.

“Eran los meses de primavera y verano. Llovía mucho, no teníamos donde cobijarnos, sino en chabolas, unas pequeñas cabañitas de paja que protegían de los rayos del sol, pero no de la lluvia. Cuando llovía, como no teníamos capa ni protección alguna, nos empapábamos por completo. Además, apenas tenía árboles aquel cayo; era arenoso. Se extendía entre un kilómetro u 800 metros. De ancho eran unos 200 o 300 metros y hacia el sureste tenía una buena playita, más profunda, donde se acercaban los barcos provenientes del territorio nacional.

“Las condiciones materiales de la tropa eran miserables. ¡Increíble!, ¡con todo el dinero, con todos los recursos de que disponían! Mandaron a los hombres para un cayo desolado. Pienso que se hubiera podido organizar muy bien: llevar agua, alimentos adecuados. Los jefes permanecían en unas cabañitas… ¡No se sabe lo que ellos hicieron con todo aquel dinero!”. (2)

La versión de Tulio H. Arvelo, en lo esencial, no difiere mucho de la de Fidel Castro y añade algunos elementos que complementan y realzan la vívida descripción de aquel ambiente:

LA VIDA EN CAYO CONFITES

“Desde antes de mi llegada corría de boca en boca la versión de que habían fusilado a Billo Frómeta y a Manuel álvarez porque intentaron desertar del cayo, un crimen que se castigaba con la muerte.
“Esa especie me causó un gran pesar porque los conocía a ambos. Billo Frómeta, una gloria de la música popular dominicana y Manuel álvarez, un amigo de la infancia.

“Más tarde con alegría me enteré, después que pasó todo, que no era cierto lo del fusilamiento, Habían abandonado las filas de la expedición antes de llegar al cayo.

“Desde La Habana se les envió a Venezuela en donde todavía ejercen sus respectivas profesiones de médico y de músico de grandes éxitos. Se trataba de una artimaña para amedrentar ya que por las condiciones en que se vivía se tenía el temor de que otros intentaran abandonar la empresa.

“Escaseaban el agua y la comida y las condiciones higiénicas eran sumamente malas. Se utilizaba como retrete una porción extrema del cayo detrás de unos arbustos y las materias fecales criaban una cantidad de moscas incalculable que constituían un grave foco de infección. Algunas personas, Cotubanamá Henríquez entre ellas, tuvieron que ser evacuadas con gastroenteritis o con fiebre tifoidea. Para comer con sosiego había que internarse en el mar hasta que el agua le llegara a la cintura. No sé por que extraña razón las moscas no llegaban hasta más de un metro de la orilla”. (3) 


(Historia criminal del trujillato [111])


Notas

  1. Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 53
  2. Katiuska Blanco Castiñeira, “Fidel Castro Ruz, guerrillero del tiempo”, p. 385
  3. Tulio H. Arvelo, op. cit., p. 65

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.


Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”

(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)Robert D.


Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites

Bernardo Vega (https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf)


Expedición de Cayo Confites                    

(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)

Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”. 

Katiuska Blanco Castiñeira, “Fidel Castro Ruz, guerrillero del tiempo”,


Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”



(6) La vida  en el paraíso 

Los primeros expedicionarios llegaron a Cayo Confites el 30 de julio de 1947 a bordo de dos embarcaciones, el buque Aurora y el Berta. Una tercera nave, la goleta Victoria, perdió el rumbo a causa de un mal tiempo y apareció tres días más tarde con un cargamento de muertos vivos. Se les había acabado el agua y la comida y habían sido zarandeados de diestra a siniestra. Estaban amarillos, mareados, desfallecientes, sucios o más bien asquerosos, muchos de ellos tumbados sobre la cubierta, otros en el interior, nadando en sus propios vómitos y heces. Algunos estaban tan flojos que fue menester cargarlos para bajarlos a tierra. Pero lo peor es que dos de los más jóvenes tripulantes, un muchacho venezolano y otro cubano, habían desaparecido durante la marejada. La operación no había hecho más que comenzar y ya se contaban dos muertos. los dos primeros muertos.
Una de las cosas que descubrieron los recién llegados es que en el lugar no había prácticamente nada para cobijarse o refugiarse, a excepción de una casucha y unos cuantos bohíos que fueron destinados a los miembros del estado mayor, a los comandantes de batallones y a la intendencia general. Vivirían pues a la intemperie durante los meses que permanecieron en el cayo, o al cobijo de unas miserables chabolas que los más afortunados lograron construirse con lo poco que encontraron: hojas y tablas, sacos y ramas y hierba.

Dice Humberto Vázquez García, en su libro “La expedición de Cayo Confites”:

“Al caer la tarde, todos los expedicionarios estaban instalados en el cayo: los principales jefes, en las casas abandonadas por los pescadores, la mejor de las cuales —que tenía incluso un juego de cuarto— la ocupó el general Juan Rodríguez; los soldados, en chabolas, improvisados colchones o sobre la arena, agrupados en grandes bloques, uno por cada batallón. El promontorio de uvas caleta y pinos jóvenes, situado al sur del cayo, se reservó a los ancianos (!?, paréntesis mio, PCS) que componían la impedimenta de la expedición, a quienes desde el primer momento la Intendencia General destinó los mejores alimentos. Una amplia explanada situada detrás de la Comandancia, fue seleccionada como polígono. Allí tendrían lugar las maniobras, ceremonias, cambios de guardia y revistas generales del ELA”. (1) Es decir, el “Ejército de la Liberación de América”, como le llama el autor del libro al mencionado “Ejército de Liberación Dominicano”.

Juancito Garcia —dicho sea de paso—, disfrutaba de otro privilegio que describe con la peculiar picardía y con el peculiar racismo caribeño uno de los miembros de la expedición:

“Este salía muy poco de su choza, al extremo de realizar sus necesidades en un tibor que había en ella. Con él trabajaba un negro de unos sesenta años, a quien apodaron Negativo. ‘El pobre (…) se encabronaba con la gente, y la gente lo jodía porque tenía que sacar el tibor. Era cubano, soldado, pero asistente del general. Le decían Negativo porque era negro y canoso. Parecía el negativo de una fotografía’”. (2)

La primera noche, después de haber exterminado toda la población de puercos y gallinas que habían dejado los campesinos, los miembros de la expedición se dieron un banquete, uno de los pocos que se darían. De hecho, unos cuantos días después estarían pasando hambre y sed. Además la distribución de las porciones no fue democrática. Por órdenes del arbitrario Masferrer, la mejor parte fue a parar al estómago de su gente. De cualquiera manera hubo suficiente comida para todos, un ajiaco de arroz con legumbres y viandas y carne salada, más la carne de cerdos y pollos frescos.

Después cayeron, desde luego, en un sueño profundo, inducido por el hartazgo y el cansancio, y fueron despertados a las seis de la madrugada con un toque de trompeta.

Desde las tempranas horas del primer día fueron sometidos a un horario severo de ejercicios y entrenamiento militar. Ni una sola hora debía ser desperdiciada. Para empezar, sólo para empezar, tenían que dar dos vueltas al cayo, ejercitarse, entrenar, recibir clases prácticas y teóricas, practicar defensa personal, lucha cuerpo a cuerpo, técnicas de guerra de guerrillas, realizar simulacros de embarque y desembarque y de ataque al enemigo, practicar tiro al blanco con fusiles, ametralladoras y morteros, aprender a manejar, armar y desarmar todo tipo de armas disponibles… A las seis y media de la tarde terminaba la jornada de entrenamiento, cenaban y caían dormidos como plomos.

“Al principio, estos ejercicios resultaban agobiantes. Pero con el transcurso de los días los expedicionarios adquirieron tal fortaleza física que, una vez terminada la sesión de entrenamiento, aún disponían de energía y voluntad para celebrar encuentros de pelota, boxeo y volibol”. (3)

Sin embargo nada sucedió de la manera en que podía esperarse. Apenas cinco días después de la llegada recibirían una extraña, una ingrata sorpresa, una desagradable visita. Dos aviones cubanos del ejército, equipados con bombas y ametralladoras, hicieron su aparición sobre los cielos del cayo y bajaron varias veces en picada. Los diálogos de los pilotos, captados por equipos de radio, permitieron conocer el propósito de su presencia. Estaban en misión de vigilancia, tomando fotos y hablando despreocupadamente, un poco en broma y en serio, de la conveniencia de rociar a las tropas con fuego de las ametralladoras. “Darles una pasada”.

La visita de los aviones se volvió consuetudinaria, aparecían rutinariamente y bajaban en picada cuando los hombres estaban en formación. De tal modo, todos terminaron acostumbrándose, incluso amenazaban en serio y en broma con disparar contra los aviones y hasta intercambiaban saludos con los pilotos. Los mismos pilotos que los hubieran ametrallado y bombardeado si hubieran recibido la orden.

Las cosas se complicaron días más tarde, el 12 de agosto para mayor exactitud, cuando en el espacio aéreo de Cayo Confites apareció otro avión que no era cubano, un hidroplano, un Catalina de tamaño alarmante, un ave de presa del imperio, con las fatídicas insignias de la marina de guerra de los Estados Unidos. La tripulación del enorme avión se tomó la libertad de hacer un vuelo rasante sobre el cayo, dar unas cuantas vueltas y tomar fotos, filmar a los expedicionarios y dejarse ver mientras lo hacían.

A partir de entonces volvería habitualmente casi todos los días, igual que los aviones cubanos.

La expedición, que era un secreto a voces, el secreto peor guardado del Caribe, pronto sería de conocimiento público y ocuparía lugar en noticieros y otros órganos de prensa. El Gobierno de la bestia empezaría a protestar por todos los medios diplomáticos y el imperio escucharía sus protestas, empezaría a mover su vasta influencia a favor del gobierno de su tirano favorito. 

(Historia criminal del trujillato [112])

Notas:

  1. Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 138   
  2. Ibid., p. 165
  3. Ibid., p. 156

Bibliografía:

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”.

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)Robert D.

Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites

Bernardo Vega (https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf)

Expedición de Cayo Confites                    

(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)

Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”



(7). Los rigores del hambre

Expedicionarios en formación. FUENTE REVISTA BOHEMIA DEL 2 DE NOVIEMBRE DE 1947

La presencia de aviones del imperio y de la fuerza área cubana sobre los cielos de Cayo Confites no era nada auspiciosa. Del imperio no podía esperarse nada bueno, pero la hostilidad de los aviones de las fuerzas armadas cubanas causaba estupor. Alguna contradicción había entre el gobierno que apoyaba a los expedicionarios y el ejército que debía estar apoyando al gobierno. Además, en el cayo se confrontaban problemas mucho más serios. El abastecimiento de agua y comida se dejó al parecer como quien dice en las manos de Dios, y al parecer Dios estaba ocupado o por lo menos distraído. De otra manera no se explica cómo a los pocos días de la llegada empezaron a escasear los preciados alimentos. Se sometió entonces a los legionarios a un estricto racionamiento, a una dieta prácticamente de hambre.


Dice Tulio Arvelo que “Hubo momentos de hambre, hasta el extremo que en una ocasión la pesca de un tiburón constituyó un favorable acontecimiento puesto que fue descuartizado y asado y a pesar de tener un fuerte sabor a aceite de hígado de bacalao fue ingerido como un plato suculento”. (1)

Pero por más que racionaran, la comida y el agua se acabaron a los pocos días, los ejercicios se suspendieron, por supuesto, y los hombres cayeron en un estado de abulia, desidia, indisciplina e irritación. La falta de agua, sobre todo, creó una especie de pánico y estuvo a punto de producirse o se produjo mejor dicho un motín, un conato de motín, que pudo haber dado origen a un enfrentamiento armado. De hecho, en más de una ocasión los hombres de Cayo Confites estuvieron a punto de matarse entre ellos, y esa fue una de tantas.

Fue entonces, sólo entonces, que a alguien se le ocurrió mandar una embarcación al puerto de Nuevitas en busca de provisiones y mandaron al Berta, un buque llamado Berta.

En lo que el Berta iba y venía los hombres permanecieron en estado de vida latente y en estado de ansiedad, una ansiedad justificada. El puerto se encontraba a unos ochenta kilómetros de distancia y muchas cosas podían suceder y todos temían lo peor. Entre aquellos hombres hambreados, armados, nerviosos y ociosos, desmoralizados, pesimistas, que boqueaban como lagartos y empezaban a desesperarse o a perder toda esperanza había desaparecido al parecer el instinto solidario y se volvieron temerosos unos de otros. Las condiciones en que se encontraban constituían un inmejorable coctel de indisciplina y en cualquier momento podía producirse un estallido. Mirar al horizonte con los ojos vacíos consumía la mayor parte del tiempo. Esperaban al Berta y el Berta se hacía esperar. Las punzadas del hambre y de la sed arreciaban.
Se habían embarcado en la aventura de Cayo Confites contemplando la posibilidad de morir peleando en tierra dominicana, pero ninguno había pensado en la posibilidad de morir de hambre y de sed en el fatídico Cayo Confites.

El orden y la disciplina, la moral de las tropas y el espíritu de lucha estaban por los suelos, todo se estaba derrumbando, el gran proyecto libertario estaba feneciendo, el ejército de libertadores se había convertido en pocos días en un ejército de muertos vivos, un ejército de derelictos, un ejército de muertos de hambre, literalmente.

Hay un extraño refrán que dice que Dios aprieta pero no ahorca, y a los hombres de Cayo Confites los apretó sin dudas, fuertemente. Ya estaban de hecho casi ahorcados… Hasta que por fin un buen día, a eso de las tres de la tarde —la mejor tarde que nunca tuvieron los expedicionarios—, el Berta se dejó ver tímidamente en el horizonte.

Lo que se produciría en el cayo sería algo parecido a una explosión de júbilo. Una especie de himno a la alegría.

Dice Humberto Vázquez García que en cuanto el barco se acercó a la playa muchos expedicionarios se metieron al mar y los tripulantes del Berta los recibieron tirándoles naranjas, los recibieron a naranjazos limpios. Una andanada de naranjas que fue recibida con regocijo. La camaradería campeaba ahora por sus fueros.

El Berta venía convertido en una especie de cuerno de la abundancia. Venía con las bodegas sobrecargadas de los más finos manjares: frijoles y habichuelas, aceite, arroz, racimos de plátanos a granel, riquísimas frutas, huevos, carne salada y hasta leche condensada, aparte de la bebida más exquisita: agua en toneles, agua por toneladas para saciar la sed y el miedo. Ese día los expedicionarios comerían y dormirían como lobos. Al renacimiento estomacal sucedería el renacimiento espiritual. Algo que demostraba lo que tantas veces se ha demostrado en la historia: la estrecha relación inversa entre el idealismo y el estómago, entre los ideales y el hambre.

La ley, el orden, la disciplina, la confraternidad, una confraternidad precaria y frágil entre los compañeros de venturas y desventuras volvería a imperar provisionalmente en el campamento, se reanudaron los ejercicios militares con renovado vigor y renovado entusiasmo. Sin embargo, pocos días después se presentó un nuevo problema. Un problema acuciante, igualmente relacionado con los alimentos, o mejor dicho con el producto o subproducto de la digestión de alimentos, el efecto residual.

Parece que a nadie se le ocurrió cavar letrinas y hay que imaginar que muchos harían sus necesidades en el mar y también que el mar podía devolver las necesidades a la playa. Alguien tuvo la idea no muy feliz de designar un extremo del pelado cayo como vertedero de desechos sólidos, provenientes tanto de la cocina como de los intestinos de los casi mil doscientos soldados, y al poco tiempo el lugar se convirtió en lo que tenía que convertirse, se convirtió en un mierderío, un criadero de moscas, y se produjo lo que tenía que producirse, un foco de infección, un excelente caldo de pestilente cultivo de enfermedades infecciosas. Las moscas proliferaron como saben proliferar las moscas e invadieron a los invasores con esa manera peculiar que tienen las moscas: invadían los ojos, invadían la boca, los cabellos, invadían los alimentos, se multiplicaron por millones sobre todo el islote y comenzaron a hacer la vida de los hombres poco menos que imposible. Estaban en todas partes a la vez y no daban tregua ni descanso, igual que la arena en la brisa. Arena y moscas —las nutritivas moscas a la arena—, nadaban en la sopa, se infiltraban en el arroz, no había comida libre de moscas y arena.

Solamente en el mar, a cierta distancia, metidos hasta la cintura, podían los expedicionario comer con cierta paz. Allí no llegaba la brisa con arena ni llegaban las moscas, aunque hay que suponer que podían llegar los tiburones.

A la invasión de la arena y las moscas siguió la invasión de disentería, de fiebre tifoidea y gastroenteritis y las diarreas infinitas. Diarreas y estreñimiento, para peor. El número de enfermos desbordó la enfermería y algunos tuvieron que ser evacuados, trasladados a clínicas u hospitales en tierra firme.

En un momento de exasperación, el mismo comandante Masferrer diría que había que salir del cayo a como diera lugar. Pero del cayo no saldrían de la manera en que esperaban:

Cuenta Tulio Arvelo que una vez, vagando por el cayo en compañía de Pedro Mir, “Encontramos a muchos conocidos. Saludamos a Juan Bosch, a Dato Pagán, a Chito Henríquez, a Danilo Valdez y a muchos otros más. Cada uno nos contaba una parte de la vida que se hacia en el cayo a la espera de la partida. Respecto a esto último, Danilo Valdez, con un fatalismo que a la postre resultó profético, nos dijo que de allí saldríamos para las cárceles cubanas”. 

(Historia criminal del trujillato [112])

Notas:

  1. Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 66
  2. Ibid., p. 56

Bibliografía:

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)

Robert D., “Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites”.

Bernardo Vega (https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf)

Expedición de Cayo Confites                    

(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)

Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”


(8). La captura del Angelita


Otros expedicionarios y otros navíos se sumaron a los que había en Cayo Confites, que ya de por sí estaba superpoblado y confrontaba problemas de todo tipo. Los entusiastas recién llegados muy pronto se convertían en compañeros de infortunio de aquellos que durante semanas o meses habían soportado el rosario de penurias que el cayo brindaba a sus visitantes. Reinaba, sin embargo, ocasionalmente, el entusiasmo, a pesar de las calamidades, la frustración y el desencanto. El día de la partida parecía estar cerca, pero nunca llegaba. En él incógnito día de la partida pensaban todo el tiempo los expedicionarios. Se decía que sólo se estaba en espera de un par de lanchas torpederas, otros dos bombarderos, que se agregarían a cuatro o cinco que ya estaban disponibles, y un nuevo y más moderno y grande buque que nunca terminaba de llegar y al que ya todos los hombres llamaban El fantasma. De hecho lo siguieron llamando fantasma aún después que apareció.


Uno de los barcos, la goleta Angelita, cayó por casualidad en manos del pequeño ejército el día 11 de septiembre y fue tal vez —como sugiere Tulio Arvelo— el momento estelar, la más importante acción militar, el más memorable y triunfal acontecimiento de la desaventura de Cayo Confites, quizás el único.
El mismo Tulio Arvelo describe con mesura este episodio que tanta alegría produjo a las tropas y que contribuyó en gran manera a levantar la decaída moral:

“Esa mañana de clara visibilidad en el horizonte, se armó un corre corre acompañado de un enorme griterío. Fui a indagar y alguien me dijo: ‘Se están embarcando en El Fantasma y van a partir’. Pensé que se trataba de la salida hacia Santo Domingo. Pedro y yo corrimos en busca de noticias. A los que preguntamos ninguno sabía lo que estaba sucediendo. Vimos desde la playa como se alejaba El Fantasma”.

“Después supe de qué se trataba. Mon Febles, un dominicano, viejo lobo de mar, vio un barco en el horizonte y gritó a viva voz: Ese es el ‘Angelita’ de Trujillo. Lo conozco porque fui su capitán durante muchos años”.

«Aquella exclamación corrió como pólvora y se resolvió capturar la nave trujillista para hacer la primera presa de la expedición. Se organizó un grupo comandado por Diego Bordas y se hicieron a la mar. La cacería del “Angelita” duró tres o cuatro horas y cuando lo capturaron lo llevaron al cayo en medio de una gran algarabía». (1)

La versión de Fidel Castro sobre el mismo acontecimiento tiene unos tintes más personales y heroicos y difiere en muchos aspectos de la de Tulio Arvelo. Fidel se atribuye méritos y acciones que dio a conocer a una periodista en 1993 y que no se mencionan en escritos de otros expedicionarios. Aún así no hay que dudar de que la fidelidad del relato de Fidel sea fidedigna:

«Cuando íbamos acercándonos al cayo, Pichirilo [Ramón Emilio Mejía del Castillo], un dominicano jefe de aquel barco, muy buen marino, una persona muy buena que luego vino con nosotros en el Granma, vio una goleta a una distancia en que normalmente no se divisaría y dijo: “Esa es la goleta Angelita, de Trujillo”. Aquel hombre tenía una vista tremenda. Yo me quedé asombrado por la seguridad con que afirmó su visión.

«En cuanto llegó al cayo dio la voz de alarma y avisó al mando que por allí estaba cruzando la goleta Angelita, de Trujillo, que se dirigía de Este a Oeste, como procedente de Santo Domingo. No se sabía si se encontraba armada o si estaba espiando, o qué hacía por esa zona. Toda la fantasía se desarrolla siempre en situaciones de expediciones, aventuras y guerra.

«Se armó en medio del Atlántico un revuelo colosal. Un problema importante estaba teniendo lugar. Se reunieron los jefes, se formó la tropa, más bien un grupo grande de combatientes. Enseguida pidieron voluntarios para atacar la goleta de Trujillo y tomarla. Yo fui el primer voluntario que levantó la mano para la aventura de capturarla. Me enrolé, tomé mi fusil y listo. Entonces prepararon El Fantasma, porque era más rápido que la Maceo. Nos montamos de inmediato desde la misma orilla, porque era una barcaza de desembarco, bastante grande, seríamos 20 o 30 los encargados de la misión.

«Dieron la vuelta, ya Angelita venía acercándose, y de pronto, parecía que al ver nuestro barco, la goleta se alejaba. Estuvimos unas tres horas para darle alcance, hasta que nos fuimos acercando, pegaditos, muy cerca, muy cerca. Efectivamente, cuando nos aproximamos lo suficiente se comprobó que la goleta se llamaba Angelita y seguimos la misma operación hasta que, a unos metros de ella, casi pegados, nos levantamos por la borda —porque tenía como una cubierta—, y le dimos el alto.

«Había un hombre en cubierta, al que se le dio el alto, se le ordenó que no se moviera, pero él se movió, corrió y entró. Yo era el que más cerca estaba, pero no le tiré; no sé si alguna de la gente hizo algunos disparos al aire. Le di el alto, se suponía que la goleta podía estar armada, que podía tener dinamita o traer gente bajo cubierta, soldados de Trujillo. No sé ni cómo lo hicimos, sé que desde la proa del barco salté sobre la cubierta de la goleta.

«Fui el primero que llegué, penetré en la cabina e hice prisioneros a los tripulantes. Pero me di cuenta de que aquel hombre no era un peligro y no había nadie armado, no tenían ningún arma ni dinamita ni nada. Era una goleta de Trujillo porque todo en Santo Domingo era de él, y cruzaba por allí, porque era el lugar por donde tenía que pasar». (2)

Otros autores confirman el incruento final de esta versión, que dista mucho de ser unánime. Como de costumbre las narraciones sobre un mismo hecho tienden a ser diferentes. En la de Miguel Pumariega, se afirma que al Angelita “le tiraron con armas de grueso calibre delante de la proa para detenerlo”, y en la de Juan Bosch se asegura que los expedicionarios “cayeron en cubierta disparando sus armas”. (3)

Lamentablemente el botín del Angelita se lo sirvieron los hombres de Masferrer con la cuchara grande. Fue prácticamente un saqueo, otra de las muchas canalladas de Masferrer. Se “robaron numerosos objetos —sábanas, colchones, leche evaporada, cigarrillos y otros— que debieron haber entregado al alto mando para el uso que estimara conveniente”. (4)

Aparte de ese importante y a la vez amargo triunfo, los hombres de Cayo Confites no tuvieron muchos motivos de regocijo, con la excepción de la aparición de El fantasma el 8 de septiembre. En esa fecha los expedicionarios enfrentaban una nueva crisis de desabastecimiento de agua y los cubanos celebraban el día de la virgen de la Caridad del Cobre. Construían altares con los materiales más impensados, en los que colocaron imágenes de la virgen, se reunían en grupos de oración y oraban devotamente durante horas, hacían ofrendas, marchaban por el cayo en procesión. La llegada del fantasma había sido anunciada con antelación el día anterior, mediante un radiograma, pero los devotos la atribuyeron, y a lo mejor con razón, a un milagro de la milagrosa Virgen, la patrona de Cuba, la venerada Cachita.

“Algunos daban gracias a la virgen de la Caridad del Cobre por haberles traído la embarcación. Otros pregonaban a voz en cuello que al fin partirían hacia Santo Domingo”. (5) l


(Historia criminal del trujillato [112])

Notas:

  1. Tulio H. Arvelo, “Cayo Confite y Luperón, “Memorias de un expedicionario”, p. 59
  2. Katiuska Blanco Castiñeira, “Fidel Castro Ruz, guerrillero del tiempo”, pags. 390-392.
  3. Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 249.
  4. Ibid., 251.
  5. Ibid., 240-241


(9). La furia de todos los vientos 

 Ramón Emilio Mejía del Castillo, alias Pichirilo, en compañía de Fidel y el Che


Muchas cosas andaban mal en Cayo Confites, y cuando nadie pensaba que podían ir peor comenzaron a agravarse, hicieron crisis, o más bien implosionaron.


El aprovisionamiento de agua y comida fue siempre difícil y precario y mantenía a los hombres en permanente estado de ansiedad. La convivencia con las moscas y los mosquitos y las epidemias era insoportable, casi tan mala como la convivencia armada entre gente de tan diversa mentalidad, educación y procedencia. En el cayo había idealistas dispuestos a darlo todo y había  bandas de ladrones dispuestos a robarte el alma y que obligaban a muchos legionarios a andar con sus efectos personales a cuesta. Había oportunistas, aventureros y tramposos, gente de bien en su mayoría y gente de mal que todo lo corrompía. Reinaba entre ellos la desconfianza, la desconfianza y hostilidad entre dominicanos y dominicanos, entre dominicanos y cubanos y sobre todo entre cubanos y cubanos. Las riñas y altercados y los insultos eran frecuentes. Hasta en el estado mayor se discutía con acritud por cualquier cosa. Es posible que ni siquiera hubieran llegado nunca a un acuerdo sobre el lugar en que efectuarían el desembarco.


El más purulento y podrido foco de descomposición moral y de tensión y provocación y la mayor amenaza a la convivencia y la disciplina provenía de los hombres de Masferrer, los matones de Masferrer. De ese mismo Masferrer que parecía cada día más haber sido enviado al cayo por los enemigos.


Los hombres de Masferrer se entretenían a menudo lanzando objetos e insultos contra los  miembros del batallón Guiteras mientras estos descansaban. Jugaban un poco con fuego porque se trataba del batallón mejor equipado y disciplinado, integrado además por auténticos revolucionarios, bajo el mando de un teniente coronel, llamado  Eufemio Fernández, que no era un improvisado. Fernández tenía formación militar, era un tipo aplomado, sereno, profesional,

que infundía respeto e inspiraba simpatía.



En la disciplina de los hombres del batallón Guiteras y la entereza de su comandante confiaban quizás los hombres de Masferrer para atreverse a provocarlos sin temor a una respuesta o represalia. Hasta que un día se rebosó la copa. Esa vez Fernández y Masferrer discutieron  agriamente  cuando Fernández le llamó la atención sobre el comportamiento de sus hombres y Masferrer se retiró taimadamente. Pero las provocaciones no cesaron. Sólo la sangre fría, la serenidad y entereza de Eufemio Fernández evitaron a la larga lo que pudo haber sido un enfrentamiento armado que hubiera puesto punto final a la aventura de Cayo Confites. (1)

Con justa razón Ángel Miolán se quejaría amargamente de que “No solo las epidemias, en constante crecimiento sino también la desintegración interna, generada por los intereses antagónicos de todo tipo, lo mismo que la anarquía, fruto de la desesperación, daban la impresión de que en cualquier momento la expedición desembocaría en un fracaso total”. (2)

Lo cierto es que, a esas alturas, probablemente lo único que los expedicionarios tenían en común era el deseo de abandonar el cayo, largarse del fatídico Cayo Confites. Un nuevo elemento, esta vez atmosférico, les daría muy pronto otro motivo aún más apremiante para desear marcharse.

Dicen que la noche es más oscura cuando va a amanecer, pero hay veces en que cuando la noche está más oscura se pone todavía más oscura y cuando parece que todo está perdido se pierde efectivamente todo. Los muy sufridos hombres de Cayo Confites creían que habían tocado fondo, que habían llegado al fondo del abismo, pero el abismo no tenía fondo, y ni siquiera sospechaban lo que se les venía encima, literalmente encima. La furia de todos los vientos, de todos los elementos, parecía haberse conjurado contra los expedicionarios.

Una brisas agoreras empezaron a hacerse sentir, ráfagas violentas de viento perturbado azotaron el islote, repentinos chubascos y olas encrespadas empezaron a causar preocupación. Las noticias que se captaban por la radio eran más que inquietantes. Se hablaba, por desgracia, de una perturbación atmosférica. Muy pronto sabrían que se trataba de un ciclón. Si en algunas ocasiones habían padecido sed y hambre, los expedicionarios ahora correrían peligro de morir ahogados, de ser arropados y arrastrados por las olas mar afuera o reventados contra los arrecifes. 

Según las informaciones que escucharon en la radio toda la región estaba amenazada. El cayo estaba como se sabe a ras de mar y los expedicionarios morirían en el diluvio o serían lanzados al aire por los vientos pues en el casi pelado cayo no había protección. Nada resistiría un choque frontal con el meteoro que se acercaba.

Por fortuna el ciclón no golpeó directamente el cayo, pero los efectos colaterales se hicieron sentir y con fuerza. En un primer momento se pensó en sacar a  Juancito Rodríguez, pero el mal tiempo arreció de repente y ya no hubo nada que hacer. Dice Humberto Vázquez García que durante tres días y tres noches los expedicionarios fueron azotados por aguaceros huracanados que los calaron hasta los huesos. Tres días y tres noches sin dormir, tres días y tres noches sin sosiego, tiritando  de frío y temiendo lo peor, dándose a veces por muertos, encomendándose a Dios y a las once mil vírgenes. El mar estuvo a punto de inundar el cayo, de penetrar por la parte más baja y cortarlo en dos. El pánico llegó a cundir en las filas. Sobrevivir no parecía una opción.

Pero faltaba todavía un ingrediente para empeorar las cosas. El buque Aurora se había quedado varado o mejor dicho incrustado en un banco de arena y las olas lo sacudían como a un muñeco. No era algo que debía tener mayor importancia en esos momentos de no ser porque el buque estaba cargado de dinamita y en cualquier momento podía reventar. Se ordenó entonces a los hombres que se movilizaran a uno de los extremos del cayo, lo más lejos posible de la corta distancia a la que se encontraba el barco.

 

Alguien tuvo entonces la iniciativa —la más feliz de todas las iniciativas de ese día—, de  recurrir a los buenos servicios de quien parecía ser el el más diestro y más valiente de todos los marinos que integraban la expedición. Se llamaba Ramón Emilio Mejía del Castillo, alias Pichirilo, el muchas veces heroico dominicano que apodaban Pichirilo, el mismo Pichirilo que sería héroe de Cayo Confites, timonel del Gramma, héroe de la revolución cubana, héroe de la insurrección de abril de 1965…


El hecho es que Pichirilo y otros marinos tuvieron el temerario valor de subir de alguna manera a bordo del inestable y potencialmente explosivo Aurora y al cabo de una lucha de cuatro horas lograron desencallar y salvar la nave y evitar que se produjera la temida explosión. Una proeza que fue aplaudida por todos los expedicionarios. El heroico marino sería designado capitán del Aurora. 


Ese mismo día Pichirilo también salvó la Goleta Angelita, cuyas amarras se rompieron y estuvo a un tris de irse a pique.


Después se supo que el ciclón se alejaba del cayo y se dirigía hacia La Florida. (3)




(Historia criminal del trujillato [110])

Notas:

  1. Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, págs. 204, 205.
  2. Citado por Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p.  205.
  3. Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, págs. 251-252


Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.


Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”

(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)Robert D.


Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites

Bernardo Vega (https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf)


Expedición de Cayo Confites                    

(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)

Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.


Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”



(10). El fin de la aventura



Genovevo Pérez Damera, Jefe del estado mayor del ejercito de Cuba. 

La expedición de Cayo Confites, a pesar de todos los problemas que confrontaba, no fracasaría a causa de sus conflictos internos sino por culpa de una nefasta confluencia de factores externos. El imperio y la bestia, cada uno por su lado, conspiraban desde el principio contra el movimiento, movían todos los hilos, los infinitos recursos de que disponían para malograrlo, provocar un aborto, la disolución del mas grande y mejor equipado y entrenado ejército que alguna vez se organizó contra el régimen de la bestia, y terminaron saliéndose con la suya.

Por otro lado, el apoyo que brindaba el gobierno de Ramón Grau San Martín a la expedición se sustentaba sobre una base inestable, precaria. Dentro del mismo gobierno había una feroz lucha interna entre diferentes facciones y altos funcionarios civiles y militares. No todas las instituciones del estado apoyaban el proyecto libertario y algunas lo adversaban abiertamente. Las fuerzas armadas, y muy en especial la marina de guerra, mantuvieron en el mejor de los casos una actitud ambigua. Pero el más grande y solapado enemigo era un mantecoso general de trescientas libras de peso que respondía al nombre de Genovevo Pérez Dámera. Era el jefe de estado mayor del ejército cubano y no solo respondía al nombre, sino también a la voz del amo y a la voz del dinero.

En el gobierno de Grau San Martín, que no era un modelo de probidad, los bandos políticos rivales —fuerzas oscuras, políticos pandilleros y pandilleros políticos que se disputaban a balazos una mayor tajada del poder— se movían con exceso de libertad y cometían actos terroristas y  se mataban entre sí.

La más glamorosa de todas las carnicerías protagonizada por políticos gansteriles y mafiosos que se llevó a cabo en el gobierno de Grau fue la masacre de Orfila. Ocurrió el 15 de septiembre de 1947, en La Habana, y fue aparentemente una especie de ajuste de cuenta entre dos bandas armadas que contaban hasta cierto punto con apoyo del gobierno.

Se trata de un episodio que Tulio H. Arvelo describe puntualmente en su libro, con su habitual economía de recursos, y al que considera desde el título el inicio del acabose de la expedición de Cayo Confites, “EL COMIENZO DEL FIN”:

«Un mediodía teníamos sintonizada la radio. Suspendieron la música y comenzaron a dar noticias de última hora. Sonaba un clarín y el locutor decía: ¡ULTIMA HORA! ¡ULTIMA HORA! y anunciaba a seguidas que se había desatado un tiroteo en el reparto Orfila de Marianao. Se trataba del enfrentamiento de dos bandos políticos rivales que habían sido armados por el presidente Grau San Martín. Miembros de uno de los grupos habían rodeado la casa donde almorzaban algunos de los principales líderes del otro. Los dirigentes de dichas facciones eran, por los sitiadores, el comandante Mario Salabarría y por los sitiados el comandante Emilio Tró quien con otros compañeros visitaba la casa del comandante Morín Dopico» (1)

Lo peor de todo es que el inoportuno tiroteo se convirtió en un factor casi determinante del fracaso de Cayo Confites:

«Este suceso del reparto Orfila tuvo una repercusión decisiva en el destino de los hombres de Cayo Confite.

«Después de este sangriento hecho se desató una persecución en La Habana y en toda Cuba contra los grupos políticos rivales. Entre las medidas que se tomaron estuvo el registro de la finca "América" perteneciente al senador Manuel Alemán. Allí estaban depositados todos los armamentos que se suponía iban a ser utilizados por los aviones que acompañarían a la expedición de Cayo Confite y también algunas de las armas especiales como bazucas, bombas, etc., las que fueron incautadas por la Policía. (…) Después que había pasado el tiroteo, a eso de las 4:30 de la tarde, estaba leyendo sentado en una de las cubiertas cuando al llegar una lancha de la Marina de Guerra Cubana que se pegó al barco, varios marinos armados de ametralladoras nos abordaron. Uno de ellos, amigo mío por las veces que había estado a bordo, me encañonó por las costillas y dijo: "Bueno, vamos preso, que ya se acabó esta aventura"» (2)

En efecto, la gran aventura de Cayo Confites había llegado o estaba apunto de llegar a su fin. El mismo Tulio no lo podía creer hasta que lo convencieron a punta de ametralladora:

»Mi primera impresión fue que se trataba de una broma. Por eso ni siquiera le hice caso y seguí la lectura. Pero el empujón que me dio con el cañón de la ametralladora por entre las costillas me hizo comprender que aquel marinero otrora tan cordial y afectuoso hablaba en serio».(3)


El famoso tiroteo del reparto Orfila duró varias horas y tuvo un desenlace tan  sangriento que conmocionó de mala manera a la población. Lo extraño del caso es que el presidente Grau San Martín se negó a intervenir, o más bien se negó incluso a recibir a las personas que acudieron al palacio a pedirle que interviniera. La noticia trascendió de inmediato y llegó a oídos del voluminoso Genovevo Pérez Dámera, que se encontraba en ese momento en Washington, en la capital del imperio, adonde había viajado discretamente con fines inconfesables. Fue él quien, desde Washington, envió tanques y camiones y vehículos blindados y numerosas tropas del ejército para ponerle fin a la contienda.

Una mujer encinta fue ametrallada y varios notorios personajes fueron ejecutados después de rendirse. Hubo un total de seis muertos y ocho heridos. Varias personalidades, y la opinión pública en general, señalaron a Grau San Martín como responsable y hasta lo acusaron de haber planificado el hecho o por lo menos de haber permanecido indiferente para propiciar el enfrentamiento de partidarios incómodos y librarse de algunos de ellos. De la matanza de Orfila saldría Grau San Martín debilitado y desprestigiado y se debilitaría por igual el apoyo que brindaba a los expedicionarios de Cayo Confites.

En cambio Pérez Dámera resurgiría  fortalecido y envanecido, y asumió de inmediato una serie de iniciativas y un papel protagónico que al decir de Humberto Vázquez García alarmó a varios dirigentes políticos por el peligro que representaba. (4) 


Pérez Damera ya se había vendido a Trujillo, y a muy buen precio además, aunque no tanto como lo que podía valer su peso en oro, y se había plegado naturalmente a los dictados del imperio. De varios asesores y altos funcionarios con los que se había reunido en más de una ocasión había recibido indicaciones o sanos consejos, instrucciones para poner las cosas en orden en la atribulada nación caribeña. No se podía permitir la existencia de bandas terroristas, no se podía permitir tanto desorden, no se podía permitir la existencia de un ejército como el de Cayo Confites,  integrado por una mayoría de cubanos cuyo verdadero objetivo era tumbar el gobierno de Grau San Martín y que en cualquier momento podía escapar al control de las autoridades. La matanza de Orfila sería el pretexto, la excusa perfecta para desmantelar al ejército expedicionario.


(Historia criminal del trujillato [110])

Notas:

  1. Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”, p. 81
  2. Ibid, p. 82
  3. Ibid, p. 83
  4. Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, págs. 264


Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”

(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)Robert D.

Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites

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Expedición de Cayo Confites                    

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Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”


11). El gran incendio


La masacre de Orfila desató de inmediato —tal y como lo describeTulio H. Arvelo— una guerra entre bandas rivales y una ola de persecuciones, registros y allanamientos que contaron con el visto bueno del general Genovevo Pérez Dámera, que se había convertido de repente en el hombre fuerte del país, y que fueron ejecutados por tropas del ejército. El operativo militar culminó el día 20 de septiembre con el allanamiento y registro de la finca América y el hallazgo de un sorprendente arsenal. La finca América era propiedad de José Alemán, uno de los funcionarios más encumbrados y corruptos del muy corrupto gobierno de Grau San Martín, el increíblemente rico ministro de educación, quizás el más firme aliado del movimiento de liberación. En esa propiedad encontraron suficientes armas para realizar una invasión y realizar varias guerras, todas las armas necesarias para el equipamiento de los buques y aviones que utilizaría el ejército expedicionario, bombas y proyectiles de varios tipos, ametralladores ligeras y pesadas, rifles, pistolas, revólveres,granadas, morteros y bazucas, municiones a granel, variados artefactos, un extraordinario surtido de pertrechos militares. Todo aquel valioso e indispensable material fue confiscado por la policía y se necesitaron trece camiones para transportarlo. (1)

A raíz de ese descubrimiento, que se sumaba a la agorera Masacre de Orfila, el mismo día 20 de septiembre Juancito Rodríguez fue llamado con urgencia a La Habana por el presidente Ramón Grau San Martín. Antes de partir, Juancito Rodríguez dejó instrucciones. Los mandos militares debían esperar su regreso y el resultado de su reunión con el presidente cubano y cuando volviera se tomarían decisiones. Pero las cosas resultarían de otra manera.

Entre los hombres del campamento de Cayo Confites había cundido la alarma y habían empezado a temer lo peor. Dice Ángel Miolán que «Frente al posible estallido de la unidad interna», o en previsión de un ataque de barcos de la marina cubana «que parecían listos para desembarcar»(2), los expedicionarios habían empezado incluso a cavar trincheras.

Por lo demás, las noticias que se escuchaban en la radio ponían los pelos de punta. Muy pronto se supo que el Hotel Sevilla, donde el movimiento tenía sus oficinas, había sido allanado y que Manolo Castro, uno de los más connotados dirigentes, había sido detenido o estaba siendo buscado y que los experimentados pilotos gringos que estarían al frente de los bombarderos se habían esfumado. Muy pronto los expedicionarios de Cayo Confites llegaron a la conclusión de que la ira de todos los elementos volvería a caer sobre el cayo, que probablemente el cayo estaba a punto de ser cañoneado e invadido… Muy pronto llegaron a la conclusión de que tenían que salir del cayo.

Tras varias reuniones, y en franco desacato de las órdenes impartidas por Juancito Rodríguez, los jefes militares tomaron la decisión de partir hacia Haití.

En un principio, cuando el movimiento contaba con todos sus cuantiosos recursos materiales y humanos, Juan Bosch —en su papel de principal estratega— se había mostrado partidario de realizar el principal desembarco de la expedición en Santo Domingo con el apoyo de bombarderos y cañoneras y abundante fuego de ametralladora pesadas. Al joven Fidel Castro, en cambio, no le gustaba la idea de enfrentarse directamente con el ejército de la bestia, que tenía marina y aviación y muchos miles de hombres armados y entrenados por los yanquis, 
y se mostraba partidario de la guerra irregular, la guerra de guerrilla. Ahora, cualquiera de esas posibilidades estaba descartada. La nueva estrategia propuesta igualmente por Juan Bosch consistía en desembarcar en la costa norte de Haití, entrar al país por la frontera, proclamar un gobierno revolucionario, pedir el reconocimiento de Cuba, Venezuela y otros países.

El plan fue aprobado por unanimidad y de inmediato empezaron los preparativos para la partida. Por fin la partida, la anhelada partida. Todos se pusieron de común acuerdo en movimiento, ordenaron sus enseres, sus escasas pertenencias, sus muchos armamentos. Se despidieron del cayo, el maldito cayo. Se pronunciaron arengas emotivas, discursos patrióticos, frases triunfales.Finalmente procedieron a vengarse. Le pegaron fuego al cayo, a todo lo que podía arder en el  maldito cayo, empezando por las chabolas y los bohíos.

El cayo cogió candela por todos los poros, se incendió como una tea, se incendió como un cayo, como un incordio fatídico, iluminando los rostros satisfechos de los expedicionarios en las sombras de la noche, disipando las sombras de la última noche en el cayo. Todo lo que podía quemarse se quemó. Ya no había marcha atrás.

«A semejanza de las legendarias naves de Hernán Cortés, el cayo en llamas simbolizaba la decisión de los expedicionarios de partir hacia su destino, sin opción de regreso. “Confites [escribió José Luis Wangüemert] lucía como una inmensa antorcha de libertad”». (3)

Ahora sólo faltaba abordar las embarcaciones, que se encontraban extrañamente a una prudente distancia del lugar. Se les había dado aviso a los capitanes de que se acercaran a la playa y los barcos no se acercaban. El cayo ardía y el fuego poco a poco se consumía, los precarios refugios que habían dado albergue a los expedicionarios ya no existían, todos los hombres ardían con el cayo de impaciencia, pero los barcos no se acercaban y los hombres empezaban a desesperarse. Ahora estaban a la intemperie, con el cielo y las nubes como cobija. Pero los barcos no se acercaban. Le hacían señales a los tripulantes y los tripulantes no respondían.

Masferrer maldecía, injuriaba, rabiaba, amenazaba inútilmente, la cólera lo consumía. Sólo unos pocos sabían que, al momento de su partida, el muy previsor jefe de la expedición, el general Juancito Rodríguez, había dado órdenes terminantes a los capitanes de las naves de que no se movieran del lugar, que nadie saliera del cayo sin su autorización.

La rabieta de Masferrer al enterarse de la ingrata noticia no hizo más que empeorar. No atendía a razones, blasfemaba probablemente como un diablo, amenazaba con ejecuciones sumarias. Pero los barcos no se movían de su sitio. Los expedicionarios se habían puesto sus uniformes, se habían calentado al calor de las llamas y muy pronto comenzarían a enfriarse, a perder el entusiasmo que durante los preparativos los embargaba. Parecía que las penurias no iban a terminar nunca, parecía que siempre estaban empezando. Ahora estaban varados y desamparados en un cayo pelado, en una balsa de piedra y arena que navegaba hacia su perdición. 

(Historia criminal del trujillato [117])

Notas:
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 274
Citado por Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 268
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 283.
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.
Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”
(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)Robert D.
Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites
Bernardo Vega (https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf)
Expedición de Cayo Confites
(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)
Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”


(12) La nave de la discordia.


Buques Fantasma y Aurora frente a Cayo Confites, 1947

En aquel islote devastado por el fuego amanecieron los frustrados expedicionarios aquel día memorable del 21 de septiembre de 1947. Uno de los tantos días memorables o inmemorables de Cayo Confites. Lo que tenían a su alrededor era un paisaje surrealista en el que todavía humeaban algunas brasas y yerbajos. A todos los embargaba un sentimiento de derrota y una rabia impotente entre pecho y espaldas.


Temprano, en la madrugada, el Estado Mayor tomó la decisión de redactar una orden que se entregaría personalmente de alguna manera a los desobedientes capitanes de los barcos. Lo malo es que carecían de un medio de transporte, no tenían ni un bote, ni siquiera un miserable bote. Sin embargo, por increíble que parezca, hubo quienes se ofrecieron de voluntarios para llevar la orden a nado. Apareció gente tan valiente o tan aburrida de la vida que estaba dispuesta a echarse al agua, a sortear los peligros de aquellas aguas plagadas de tiburones con tal de entregar la orden.

Por fortuna, allí estaba Pichirilo, Pichirilo Mejía, que aparte de valiente era inteligente. A Pichirilo se le ocurrió la idea tan elemental como brillante de usar, a manera de bote, uno de esos tanques mal lavados que originalmente se empleaban para almacenar petróleo y que en el campamento servían para almacenar el agua más o menos potable con sabor a rayos que bebían los expedicionarios. El mismo Pichirilo abordó el tanque y valiéndose de un remo improvisado o remando con las manos logró llegar no sin esfuerzo al buque Aurora, comandado por Virgilio Mainardi Reyna, uno de los tres hermanos Mainardi Reyna que formaban parte del ejército libertador.

Regresó al día siguiente, en un bote de remos y no en el tanque, pero con una noticia desalentadora. El comandante del buque Aurora se negaba a acatar las órdenes del Estado Mayor, alegando que tenía otras órdenes de Juancito Rodríguez, del comandante en jefe, órdenes de permanecer en su lugar hasta el momento de su regreso.

Así las cosas, Masferrer ordenó a Horacio Rodríguez (hijo de Juancito y jefe de despacho y mano derecha), que fuera en el bote que había traído Pichirilo a convencer a los testarudos comandantes de la perentoria necesidad de contravenir las órdenes del comandante en jefe, las órdenes de su padre, y acatar las de su estado mayor, convencerlos de la urgente necesidad de abandonar el cayo. Horacio logró persuadir al comandante del Fantasma y se supone que también al de la goleta Angelita, pero no al del Aurora. El Fantasma comenzó entonces a acercarse a la playa y el Aurora empezó a alejarse. Masferrer se había crecido y se había ensorberbecido en grado extremo y de inmediato se le metió en la cabeza que Horacio Rodríguez se había confabulado con Virgilio Mainardi, que lo había traicionado y que había que fusilarlo, provisionalmente, por lo menos fusilarlo. Ordenó entonces a sus matones que arrestaran a Horacio en cuanto desembarcara y lo que se produjo fue un incidente que pudo haber tenido terribles consecuencias. Horacio sacó su pistola y alguien le disparó una ráfaga que por pura suerte no dio en el blanco. Enseguida Horacio fue maniatado, atropellado, desconsiderado, encañonado y llevado en brazos por la fuerza al buque Fantasma. Hay que imaginar, por supuesto, lo que tal espectáculo de arbitrariedad produciría en el ánimo de los dominicanos, sobre todo, y en el de muchos otros cubanos. Esa vez la sangre estuvo más cerca que nunca de llegar al río, y el río iba ser bien caudaloso. Las relaciones entre los diferentes grupos de expedicionarios nunca habían sido buenas y la caldera de odios estaba a punto de estallar. Fue uno de los más difíciles y peligrosos incidentes que ocurrieron en Cayo Confites o que estuvieron a punto de ocurrir.

Dice Juan Bosch que «Vimos que iba a desatarse una guerra entre dominicanos y cubanos, lo cual hubiera sucedido sin ninguna duda en caso de que hubiera muerto José Horacio Rodríguez, no porque era el hijo de don Juan sino porque era un hombre de muchas condiciones buenas y muy valiente según lo demostró en esa ocasión […] Como los cubanos eran más que los dominicanos, nuestro destino era morir en ese cayo y después que nos mataran nos deshonrarían para poder explicar por qué nos habían muerto, pero afortunadamente la cosa no pasó de un largo momento de tensión que de milagro no desembocó en una matanza». (1)

El asunto se resolvió, pues, de alguna manera y entonces se procedió a enviar en el buque Fantasma a un grupo de hombres bien armados a perseguir al Aurora. Pocas horas después le darían alcance. A punta de ametralladoras, obligarían a su capitán a regresar con la nave al cayo, al incendiado Cayo Confites.
Los expedicionarios recuperaron su entusiasmo y empezaron frenéticamente a embarcarse en horas de la tarde, y al llegar la noche estaban listos para zarpar y zarparon con el buque Aurora a la cabeza, la goleta Angelita al centro y el llamado Fantasma en la cola.

En cambio el Berta brillaba por su ausencia. Unos días antes —como dijo en su relato Tulio H. Arvelo—, miembros de la Marina de Guerra cubana habían capturado el buque, el navío que viajaba entre el cayo y tierra firme para aprovisionar a los expedicionarios y que en una ocasión los había salvado del hambre y la sed. En él se encontraban, además de Tulio H. Arvelo, un pequeño grupo de hombres que fueron los primeros en ir a dar a la cárcel. La misma cárcel a donde irían a parar en los días siguientes una parte de los mil y tantos miembros del ejército de liberación que ahora se preparaban para zarpar, para emprender un azaroso viaje, tan azaroso como la estadía en el cayo, un viaje de pesadilla que los conduciría al fracaso. De fracaso en fracaso.


(Historia criminal del trujillato [118])

Notas:

  1. Citado por Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 285

Bibliografía:

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”

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Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites

Bernardo Vega (https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf)

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(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)

Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”



(13). El rumbo hacia el desastre


 Rolando Masferrer 

El día soñado por fin había llegado después de tantos meses de penuria y el ejército expedicionario estaba listo para partir.

La distribución de las tropas en los diferentes buques se organizó racionalmente de acuerdo a sus  condiciones y capacidad, y a la especialidad y al estado de salud de los hombres en algunos casos.

En la goleta Angelita, que iba al centro y que estaba en parte averiada, embarcaron una parte del cuerpo médico y gente del equipo de comunicación y cierta cantidad de dinamita, así como varios enfermos que no podían continuar el viaje y serían depositados en tierra firme. El capitán del Angelita se llamaba Marquitos Gómez y era hijo de un dominicano que en 1895 estuvo con José Martí y Máximo Gómez en su viaje desde República Dominicana a Cuba y había participado en la guerra de independencia.

En el buque que llamaban Fantasma, que iba a la retaguardia, embarcó la mayoría, unos quinientos cincuenta hombres pertenecientes a los  batallones Sandino y Guiteras, gente del cuerpo médico y del equipo de radio y comunicación, unos cuantos camarógrafos numerosas armas, explosivos a granel y uniformes y banderas del ejército norteamericano que, llegado el caso, se usarían para confundir al enemigo. Al mando del Fantasma estaba el fatídico y problemático Rolando Masferrer. El piloto y capitán era MacDowell Sherwoodun, un curtido contrabandista revolucionario jamaicano.

En el buque Aurora, que encabezaba la flotilla, se embarcaron los hombres de los demás batallones, que llegaron a ser cinco en total, entre ellos el batallón Máximo Gómez y el batallón Cabral, comandados por los dominicanos Diego Bordas Hernández y Miguel Ángel Ramírez Alcántara. Se embarcaron también algunos miembros del estado mayor, la intendencia general, la mayor parte del cuerpo médico y del equipo de comunicación, granadas y morteros y municiones y unas treinta mil libras de veleidosa dinamita. Solamente treinta mil libras. Allí les tocó viajar juntos a Juan Bosch y Pedro Mir y a un fogoso joven cubano desconocido llamado Fidel Castro.

El mando del Aurora estaba ahora en manos de Pichirilo Mejía, el mismo Pichirilo que días más tarde, en compañía de Fidel y otros compañeros, evitaría casi por milagro ser capturado por miembros de la marina de guerra cubana. El mismo Pichirilo que en su condición de segundo timonel acompañaría en 1956 a Fidel Castro y unos ochenta soñadores en la epopeya del Gramma y que sería uno de los diecinueve, apenas diecinueve, que lograron sobrevivir a los primeros combates. El mismo Pichirilo que volvió a cubrirse de gloria durante la revolución de abril de 1965 y que no pudo sobrevivir al primer año de gobierno del vesánico Joaquín Balaguer…

En fin, que a las siete de la noche del  22 de septiembre de 1947 salieron los expedicionarios  de Cayo Confites en un viaje que no los conduciría a ninguna parte. La mala suerte los acompañó desde desde las primeras horas de viaje, casi desde   el primer momento. Había que tener mala suerte, suerte de la peor, para que en tan poco tiempo después de zarpar se desatase aquel infierno en el Aurora, un fuego en la cocina del Aurora. Los barcos iban tan sobrecargados que no cabía ni lugar a dudas. Desplazarse de un lugar a otro era una tarea ímproba y cuando se produjo el siniestro suceso cundió el pánico. Ya de por sí el fuego era terrorífico, pero además el Aurora llevaba en sus bodegas una cantidad suficiente de dinamita para vaporizar el barco con todos sus tripulantes. Las llamas de la cocina crecían a vista de ojos y amenazaban con propagarse. Lo peor es que nadie sabía que hacer con excepción de un joven de apellido Piket, un dominicano que había combatido en la Segunda Guerra Mundial. Piket le echó mano a un extintor y tuvo la suficiente presencia de ánimo para meterse entre las llamas y apagar el incendio que amenazaba con llevarse a toda la tripulación al cielo. Piket fue el héroe de la jornada. Los hombres del Aurora habían vuelto a nacer esa noche, pero la mala suerte combinada con la mala leche de Rolando Masferrer no les perdía ni pie ni pisada.

Al amanecer del siguiente día, el 23 de septiembre, los esperaba otro ingrato acontecimiento. El Aurora y las demás embarcaciones —según le dijo Pichirilo a Juan Bosch, que fue uno de los primeros en darse cuenta de lo que sucedía—, habían variado el rumbo y navegaban en dirección contraria por órdenes de Masferrer, las órdenes y maquinaciones de Rolando Masferrer que terminarían por llevar la expedición al desastre. Masferrer había ido a parar al cayo Santa Clara y sus intenciones no eran claras. Algunos piensan que en algún momento había planeado dirigirse a La Habana y tratar de derrocar el gobierno, pero los hechos demostrarían que  estaba buscando entregarse a las autoridades cubanas y entregar a todos los expedicionarios. Había tirado la toalla.

Las naves, además, se habían dispersado y el Angelita se había extraviado, pero se reunirían de nuevo en el Cayo Santa María, donde también se produciría el reencuentro con Juancito Rodríguez y un lastimoso episodio que demostraba que muchos expedicionarios cubanos ya habían tenido bastante. Estaban hartos, sobre todo de Masferrer, y lo demostraron desertando. Ocho hombres del batallón Sandino salieron de patrulla y no regresaron ni regresarían. Cayo Santamaría, a diferencia de Cayo Confites, era bastante grande (de unos veinte kilómetros cuadrados), y tenía pantanos y una tupida vegetación y a los desertores no les fue difícil desaparecer. Lo peor es que ese fue solamente el primer episodio de deserción.

La reunión que Juancito Rodríguez debía tener con el presidente Grau en La Habana no se se produjo porque el presidente se enfermó o pretendió enfermarse de gripe y no pudo, no quiso asistir. Quien lo recibió personalmente fue el jefe del ejército, el voluminoso y prepotente Pérez Dámera, y en la breve charla que sostuvieron le concedió veinticuatro horas para que abandonara Cayo Confites y el territorio cubano junto a sus hombres. Juancito aceptó la concesión, que en realidad era una orden, pero pidió que le entregaran los aviones y las armas y demás suministros que habían sido confiscados y el generoso general Pérez Dámera aceptó o fingió aceptar. Le prometió entregarle todo lo que pedía, pero su propósito era diferente. Muy pronto pondría en marcha un operativo, una oleada represiva por aire, mar y tierra para neutralizar todo lo que tuviera que ver con el asunto de Cayo Confites. Capturar las naves, apresar y desarmar y meter en la cárcel a los expedicionarios se había convertido en su más firme determinación. La cordialidad que hasta ese momento habían exhibido los miembros de la marina de guerra cubana desapareció por encanto, y el primero en enterarse fue Tulio H. Arvelo cuando la nave en que viajaba, el Berta, fue abordada por unos siniestros marineros que hasta ese momento habían sido simpáticos y amistosos y que lo convirtieron de repente en prisionero.

Juancito Rodríguez no se convenció o no quiso enterarse de que había sido engañado hasta el 24 de septiembre, cuando volvió a reunirse con su ejército en Cayo Santa María. Hasta allí llegaban los rumores de que Pérez Dámera había sido comprado por Trujillo y que justificaba su comportamiento represivo contra los expedicionarios con el pretexto de que estos intentaban derrocar al gobierno. Por su parte, el presidente Grau San Martín, presionado por el imperio y el gobierno de la bestia,  apoyaba ahora al generalote y había abandonado el proyecto libertador a su suerte.


Fue un duro golpe para los expedicionarios y en especial para Juancito Rodríguez.


«Según José Diego Grullón, a causa del desengaño sufrido el general Juan Rodríguez enfermó “de vergüenza y tristeza [...] y dejó la dirección del movimiento en manos del Prof. Juan Bosch”». (1)



(Historia criminal del trujillato [119])

Notas:

(1) Citado por Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 300

Bibliografía:

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”




Juancito Rodríguez y la expedición de Cayo Confites (14). La deserción de los trescientos



A pesar de todos los contratiempos, en el corazón de muchos expedicionarios se mantenía vivo el ideal del proyecto libertador. No abandonaban la idea de desembarcar en algún lugar de Haití, marchar hacia la frontera y dar la pelea por todos los medios. Otros ya estaban pensando en desertar y muy pronto desertarían. Masferrer y otros parias desertarían y traicionarían.


La decisión que tomó el Estado Mayor al regreso de Juancito Rodríguez, y después de una larguísima reunión, fue abandonar las aguas territoriales cubanas, como se había estipulado, abandonar Cayo Santamaría y partir hacia Cayo Winchos, un islote pelado de la islas Bahamas, perteneciente a Inglaterra, donde esperarían a un alto jefe militar de la expedición que traería importantes noticias. También esperaban recibir unas lanchas torpederas de refuerzo, que se unirían al Aurora, el Angelita y el Fantasma. Luego pondrían rumbo hacia la isla de Santo Domingo.

Ni las lanchas ni el jefe militar ni las noticias llegarían nunca. En cambio, las naves expedicionarias disfrutaban ahora de la ingrata compañía de cuatro barcos de la marina de guerra cubana, que desde que partieron de Cayo Santamaría no le perdían ni pie ni pisada. En uno de ellos había regresado Juancito Rodríguez.

La desilusión de los hombres nada más llegar al desolado Cayo Winchos no se hizo esperar. Por nada del mundo querían repetir la experiencia de Cayo Confites en un nuevo cayo y empezaron a rezongar. Masferrer se apropió o trató de apropiarse como otras veces de la situación y —por medio de un equipo de altoparlantes—, soltó un demagógico discurso de barricada que pudo escucharse en todos los navíos, un discurso con el que pretendía infundir ánimo en las tropas y disimular sus verdaderas intenciones. Los barcos de la marina cubana, según Masferrer, estaban allí para escoltarlos hasta que ingresaran a aguas dominicanas. La llegada de las lanchas torpederas y altos jefes militares con alentadoras informaciones y una nave cargada de provisiones era inminente. Pero el discurso de Masferrer, plagado de burdas mentiras (demostrativas de la perversidad de quien sería uno de los peores asesinos al servicio de la dictadura de Fulgencio Batista), tuvo el efecto contrario al que esperaba. En esos momentos las tropas ya habían entendido qué Masferrer mentía descaradamente y pocos le creyeron. La intención de Masferrer era engatusarlos, retenerlos con cualquier pretexto en Cayo Winchos. Para muchos resultaba claro que los barcos de la marina cubana los estaban siguiendo y no custodiando y que ya estaban prácticamente presos. Todo formaba parte de una jugarreta para demorarlos en el lugar y ejecutar en su debido momento las órdenes de detención que los marinos cubanos debían haber recibido.

Lo del barco con alimentos resultó ser cierto, en parte. Llegaron los alimentos en abundancia al poco tiempo en la fragata José Martí, pero no estaban destinados a los revolucionarios. Eran más bien una carnada. Se los dejarían ver y oler, como quien dice, de lejitos, a prudente distancia. Pospusieron la entrega de las preciosas viandas a los famélicos expedicionarios hasta el día siguiente. Pero al día siguiente tampoco se los darían así como así. Hubo que negociar personalmente con los altos oficiales de la flotilla de la marina cubana.

En ese momento las provisiones del ejército revolucionario se habían reducido al mínimo. Los expedicionarios carecían de agua y comida y combustible, de todo lo necesario, y el precio que tendrían que pagar por ellos sería oneroso.

En una larga y tensa reunión con los jefes de Estado Mayor, en vez entregar provisiones los altos oficiales de la marina pidieron poco menos que la rendición. El ejército debía disolverse, los expedicionarios entregarían las armas, entregarías sus barcos y regresarían libremente como huéspedes en las naves de la marina cubana a sus hogares.

El alto mando del ejército rechazó la propuesta. Exigió que se cumpliera con los compromisos contraídos. La entrega incondicional de agua y comida y combustible. En virtud de que el presidente Grau había dejado claro que no se permitiría la violencia contra los expedicionarios, los marinos cubanos aceptaron lo que exigía el alto mando del ejército, pero con una condición. Las provisiones serían trasegadas a un barco donde no habría armas ni gente armada.

El barco que eligieron para tal fin fue el Fantasma, que estaba cargado hasta el tope de pertrechos militares que era necesario trasladar a otro barco para hacer espacio para las provisiones. Los hambreados y debilitados hombres pasaron la noche faenando, trasladando la pesada carga al Aurora. Al amanecer del viernes 26 de septiembre la tripulación de el Fantasma desembarcó en Cayo Winchos y el Fantasma partió en busca de los abastecimientos.

Las condiciones en el cayo eran deplorables y para colmo empezó a llover, el agua y los alimentos llegaron al poco tiempo a su fin y también la paciencia de los hombres. Se produjo entonces lo que podría llamarse un amotinamiento pacifico. Oficiales y soldados de los batallones Sandino y Guiteras, unos quinientos en total (y en su mayoría cubanos), demandaron ser liberados de su compromiso con el ejército de liberación y regresados a Cuba. Redactaron incluso una carta dirigida al Estado Mayor en la que daban cuenta de los motivos o causas que justificaban su deserción, el abandono de la causa. Entre otras muchas cosas, los descontentos estaban hartos de los abusos y atropellos de Masferrer y de sus sistemáticas mentiras, de las penurias que habían tenido que soportar por culpa de la mala organización de la expedición. Además no querían exponerse a un enfrentamiento armado con la marina de guerra de su propio país. La desmoralización cundía por sus fueros y el reciente hallazgo de una bomba junto a unas cajas de dinamita en el buque Aurora empeoraba las cosas. Había infiltrados entre los expedicionarios y había saboteadores dispuestos a provocar una hecatombe.

El estado mayor dio instrucciones a Masferrer, el menos indicado de todos, para tratar de solucionar el problema. Éste encaró a los insurrectos con promesas y mentiras y medias verdades, ofreció un trato digno y logró hacer desistir a unos doscientos, pero los restantes trescientos persistieron en el empeño y se quedarían en el cayo.

Con ellos no sería tan gentil Masferrer, a pesar de lo que acababa de prometer. Habló de nuevo con los rebeldes, tratando de convencerlos, con un tono probablemente amenazador, y mientras Masferrer hablaba sus fieles disparaban esporádicamente al aire, pero todo fue inútil. Ya estaban hartos de Masferrer y no faltó quien lo dijera en voz alta. Permanecieron firmes en su decisión.

Entonces se les ordenó que entregaran las armas y todo lo que tenían. Se les dispensó un trato humillante. Los que se negaron a obedecer fueron obligados a desnudarse bajo amenazas. Lo que se produjo entonces fue un saqueo. Las hienas de Masferrer se comportaron como lo que eran, una pandilla de depredadores. No sólo les quitaron las armas sino los objetos personales. Los aligeraron de todas sus pertenencias, relojes, zapatos, ropas, y en algunos casos se propinaron golpizas de consideración. Después serían trasladados en botes a los barcos de la marina cubana, de donde serian poco gentilmente conducidos a prisión.

Para empeorar las cosas, los suministros que habían ofrecido los marinos cubanos fueron entregados a cuenta gotas. Persistía, pues la escasez de agua y comida y combustible. Persistía el régimen de penuria. Los expedicionarios estaban definitivamente “salaos”, como dice Hemingway del protagonista de El viejo y el mar. La peor forma de mala suerte.

(Historia criminal del trujillato [120])
Bibliografía:
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”
Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario.


Juancito Rodríguez y la expedición de Cayo Confites (15 de 15). La revolución traicionada

Pedro Conde Sturla

24 febrero, 2023

El Fantasma regresó prácticamente vacío, casi igual de vacío que como había partido cuando salió en busca de provisiones y combustible. Los taimados jefes de los barcos de la marina cubana les jugaron a los expedicionarios una broma pesada, la peor de todas. Los pusieron a descargar el buque con la promesa de atiborrarlo con alimentos y combustible y apenas les dieron un poco de combustible. Otra vez tuvieron, pues, los expedicionarios que trasladar las armas de una embarcación a otra (del buque Aurora al Fantasma), sin apenas haber comido.


El trato recibido obligó a los jefes del ejército libertario a adoptar una decisión drástica, que tomaría por sorpresa a los marinos cubanos o los dejó más bien con la boca abierta, muy abierta. Al amanecer del día 26 las naves expedicionarias habían desaparecido, simplemente no estaban, se habían escabullido durante la noche, una noche lluviosa y sin luna. Los diestros timoneles zarparon con extremo sigilo, se dejaron arrastrar por la corriente de los bajos fondos, por donde no podían pasar barcos más grandes y lograron escapar. Se burlaron de los burladores.

Otra vez fueron a parar a otro cayo, el llamado Cayo Lobos, adonde llegaron un día después. Apenas tenían provisiones y no las volverían a tener. Aún así, los jefes militares ideaban sobre la marcha nuevos planes de contingencia para el supuesto desembarco en Haití, que cada vez resultaba más improbable, pues las penurias y mala suerte seguían al pequeño ejército como una sombra. La expedición estaba llegando a su fin.

El último día que las naves libertarias navegaron juntas fue el domingo 28 de septiembre de 1947. Las máquinas de la goleta Angelita estaban averiadas y tuvo que abandonar la expedición, partir hacia el puerto de Nuevitas, con un cargamento de enfermos, no sin sufrir los embates de un temporal que estuvo a punto de hundirla. En cuanto llegó a su destino sus tripulantes fueron hechos prisioneros.

El Aurora tampoco estaba en buenas condiciones. Tenía una hélice torcida y se desplazaba con extrema lentitud, mientras que el Fantasma tenía un problema de desviación de la brújula y se veía frecuentemente obligado a corregir el rumbo.

Así las cosas, más adelante se produciría la separación del Fantasma y lo que se convertiría en la deserción y traición de Masferrer.

Por órdenes de Masferrer, desde el Fantasma pidieron permiso para ir en busca de agua y otros alimentos, amén de combustible, y pusieron rumbo en dirección a otro cayo, el Cayo Moa (Cayo Confites se había convertido en ese momento en la expedición de los cayos), pero todo no había sido más que un pretexto para entregarse a las autoridades. El Fantasma no se dirigió a Cayo Moa, sino al centro de la bahía de Nipe, en aguas cubanas, y ancló cerca del municipio de Antilla. Masferrer mandó una lancha a tierra con dos de sus hombres de confianza. Supuestamente debían comprar cigarrillos y hacer contacto con un pariente. O informar simplemente de su paradero. En ese momento ya se sabía que el gobierno cubano había ordenado formalmente la detención de los barcos rebeldes. Sin embargo el Fantasma permaneció seis horas en el lugar sin que nadie hiciera diligencias para abastecerlo de provisiones y combustible. Luego partió en las tempranas horas del 29 de septiembre hacia alta mar, partió directamente al encuentro con la fragata José Martí de la marina de guerra cubana en mar abierto.

Cuando conminaron la rendición, Masferrer adoptó una actitud, aparentemente, agresiva, pretendía resistir y escapar. Lo cual hubiera puesto la nave y toda la tripulación en riesgo de volar por los aires en caso de ser alcanzados por fuego de cañón o ametralladora, a causa de los muchos explosivos que transportaban. La única opción para los hombres del Fantasma era tirar la toalla y la tiraron.

Una vez en control de la situación, la fragata Jose Marti condujo al Fantasma al puerto de Antilla y los hombres de Cayo Confites se convirtieron en prisioneros. La revolución se había acabado para ellos y muy pronto se acabaría para todos.

Rolando Masferrer no se limitó a entregar el Fantasma. También entregaría y traicionaría a la tripulación del Aurora de la manera más ruin y cobarde. Mediante una burda engañifa.

Según cuenta Feliciano Maderne, el día 29 de septiembre, cuando los hombres del Fantasma ya habían sido detenidos, en el Aurora se recibieron dos llamadas de Masferrer. Dos llamadas al parecer de auxilio. Masferrer pedía ayuda, se encontraba en una situación comprometida y pedía ayuda pero sin dar muchas explicaciones. El Aurora fue en su ayuda y se topó con la fragata José Martí. (1)

«Por su parte, Juan Rodríguez evocó el suceso de forma sobria pero con una claridad meridiana: Un radiograma del Máximo Gómez (el Fantasma) enviado en clave por Masferrer me daba cuenta de una situación peligrosa y nos pedía que regresáramos. Pensé que el barco estaría a punto de zozobrar y di órdenes de volver el rumbo hacia las costas cubanas para auxiliarlos. Cuando estuvimos en aguas de Cuba nos encontramos con los barcos de guerra y recibimos la orden de rendirnos… Si Masferrer estaba hundido, debió dejarme continuar la marcha. Si él hubiera seguido, no fracasamos, porque llevábamos muchos hombres y muchas armas». (2)

Antes de tomar su decisión Juancito Rodríguez consultó incluso con Juan Bosch y él también se mostró partidario de ir en ayuda del Fantasma.

Ángel Miolán se pronunciaría, respecto al mismo episodio, de una manera más tajante, mucho más categórica: «El Fantasma nos tendió una trampa, con un mensaje, después de su captura o entrega».(3) Masferrer les tendió una trampa.

El hecho es que en horas de la tarde el Aurora se encontró de frente con la fragata José Martí en un lugar cercano a la costa.  El timonel intentó hacer unas maniobras diversionistas, tratando de escapar de la ratonera en que se había metido, pero todo fue inútil. El único que logró evadirse, en compañía de otros tres compañeros, y al amparo de las sombras de la noche, fue un joven llamado Fidel Castro. Utilizaron primero una lancha y cuando fueron descubiertos, iluminados por un reflector de la fragata, prosiguieron el viaje a nado en unas aguas plagadas de tiburones. Por algún extraño designio o quizás milagro de la providencia lograron llegar a tierra y hasta pudieron salvar unas armas que después perderían. El Aurora fue abordado y llevado al cercano puerto de Antilla donde los esperaba la tripulación del Fantasma. El ejército revolucionario se reunificó de nuevo, pero en la cárcel.

Ángel Miolán diría con emoción en la boca: «Difícilmente volverán a sentir […] una pena más honda que aquella que hirió su corazón, ese día inolvidable, cuando se dieron cuenta de que se habían acabado sus sueños, porque en unos minutos habían dejado de ser hombres libres para convertirse en prisioneros».(4)

Miolán hablaba por todos. Y hablaba especialmente por los expedicionarios dominicanos que como él vieron truncados sus anhelos libertarios. Hablaba por Juancito Rodríguez y su hijo José Horacio Rodríguez, por Ramón Emilio Mejía (Pichirilo), hablaba por Juan Bosch, Diego Bordas, Mauricio Báez, Miguel Ángel Ramírez Alcántara, Pedro Mir, Francisco Alberto Henríquez Vázquez (Chito), Federico Henríquez Vázquez (Gugú), Enrique Cotubanamá Henríquez Lauransón (Cotú), Tulio H. Arvelo, Germán Martínez Reyna (hermano del asesinado Virgilio Martínez Reyna), los hermanos Víctor, Rafael y Virgilio Mainardi Reyna, Nicanor Saleta Arias, Miguel Ángel Feliu Arseno, Horacio Julio Ornes Coiscou, José Rolando Martínez Bonilla, Freddy Fernández Barreiro, Dato Pagán Perdomo, Antonio Toirac Escasena, Manuel Calderón. Virgilio y Victor Mainardi, Nene Miniño, Danilo Valdez, Leovigildo Cuello, Juan Isidro Jimenes Grullón y tantos otros que a lo largo de los años persistirían en la lucha y en la lucha dejarían sus propias vidas para librar a su país de la tiranía de la bestia.

(Historia criminal del trujillato [120])
Notas:
(1) Citado por Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites, p. 34
(2) Ibid

(3) Ibid

(4) Ibid, p. 343

Bibliografía:

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”

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