Pedro Conde Sturla
Ah, si me vuelvo
ese pasante ya no es sino bruma.
Misoaka Shiki
BARRACUDA es el seudónimo de un poeta que escribe y se mueve como un pez. Entra y sale, sinuoso, del Palacio de la Esquizofrenia sin levantar sospechas, a pesar de sus ademanes anfibios. Pasar desapercibido es su destreza: signo y sino de pez. Un minuto lo ves, un minuto no existe: prototipo del hombre que no está, discreto ausente, “más discreto/ que el silencio”.
Barracuda, por ejemplo, se instala en su espacio de reflexión: la mesa del rincón que otros evitan, junto a la entrada del baño, donde presiente el agua. Se amuebla, se acomoda, predispone el ambiente en términos acuarios. Ahora respira en su elemento, palpita su corazón de pez fuera de serie. Nadie lo nota ni quiere ser notado. Desde el acuario puede ver sin que lo vean, oír sin ser oído, leer sin que lo lean. Y escribir, sobre todo.
Barracuda, se dijo, es seudo nombre, seudo pez. Pero fluye. De alguna manera fluye y tiene agallas porque es un tipo fluvial, evanescente, signado por la fluvialidad de su carácter. El rostro memorable, de inequívoco efluvio antillano, responde a su natural acuático y solemne, fluido en la fluidez de la palabra, fluvialmente poeta en la lluvia que inunda su poesía. Lluvia nostálgica de “calladas felicidades”.
Por natural acuático, solemne, Barracuda va y viene con la lluvia, viene y va en su elemento. Se sienta, observa y calla. A veces viene solo Barracuda. Solo, en su propia compañía, o en compañía de musas siderales (musas más bien sirénidas, de carnes abundantes), pero siempre con nubes con hálito de esponjas. Náufrago en tierra firme, entre seco y lluvioso, Barracuda pervierte la imagen feliz del hombre que no tenía camisa, o del que está a punto de quitársela. El que es y no es.
Su natural soluble lo preserva. Mantiene el equilibrio a todo trance, mantiene la distancia. Saluda, por ejemplo, y no salpica, a pesar de mojado. Condesciende, se oculta, observa y calla. La mesa del rincón lo disimula, el agua en la sonrisa lo delata, su andar de pez lo niega. En cuanto pez se pierde, se evade, se margina, se escabulle, se escurre como pez, mantiene la distancia, observa y calla. Mantiene el equilibrio a todo trance. Moderado, a cuentagotas, discretamente sorbe tibios tragos de ron. Escribe, toma notas, observa y calla, publica en hojas sueltas que reparte entre amigos. En él la poesía es un ejercicio de la humildad, no de la vanidad.
Por instinto de pez, Barracuda se trae aparejada su propia provisión de agua portátil. Agua en botella nacarada, el agua que aplaca la otra agua. Observa y calla. Entre esas aguas navega Barracuda, equidistante: la dulce y la quemada, la fresca y la incendiaria. Observa y calla. Escribe sobre “Arlequines, caretas, carcajadas y miserias silenciosas”. Piensa en “Genuflexión, lágrimas y hambres suplicantes”.
En sus aguas navega Barracuda, observa y calla, anota, escribe, apunta, publica en hojas sueltas. Se diría que, anfibio, medita en silencio una oración.
Por instinto de pez me resplandece, que eres bueno, Señor, y me mereces.
Fluvial y evanescente, ya se dijo, discurre y se escabulle, se condensa en cristal, en imágenes de lluvia. Mira el reloj de arena. Por instinto de pez, se desvanece.1
(1998-9/11/1999).
1 El hecho tiene un precedente ilustre: en los años setenta el poeta Pedro Mir escribía para la revista ¡Ahora! sus “Crónicas de un pez soluble”. Soluble el pez, insoluble la obra.
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