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29/7/16

LOS COCODRILOS

De venta en Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle


 

Bajo la mirada implacable de un crítico de mala leche, asistimos en las páginas de este libro al escenario de las venturas y desventuras de un grupo de poetas en viaje memorable a Puerto Rico. Al discurrir de una tertulia pantagruélica en la que dominicanos y boricuas dan rienda suelta a la imaginación, al relajo, a la gula, a la afición etílico literaria.
Un libro que fue dicho, antes de ser escrito, por el más prominente y ponzoñoso de sus personajes –el célebre Federico.
 Sátira irreverente y despiadada de una cierta bohemia intelectual, a la cual pertenece el propio autor.

28/7/16

LOS CUENTOS NEGROS


De venta en Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle


Cuentos negros revertidos en humor negro. Visión satírica, entre risueña y amarga, de los aspectos más siniestros y podridos del poder. El poder en sus múltiples ramificaciones. El poder encarnado en el autoritarismo del estado seudo democrático, el estado delincuente y sus capítulos represivos. El poder encarnado en las ejecuciones sumarias, en la aplicación rutinaria de medidas que vulneran el derecho de gente, en la impunidad del crimen, la impunidad de la corrupción, el racismo ordinario. El poder manifiesto en el autoritarismo político y el autoritarismo eclesiástico, que se apoyan y se complementan: el poder que se expresa en los privilegios irritantes de la clase dirigente, en el boato y la vida disipada de los príncipes de la iglesia.





     Libro negro sobre fondo negro, pero también un libro de contrastes. Juego de luz y sombra entre unos personajes abyectos y unos seres de excepción, idealistas que sólo viven por la poesía la revolución y el amor, al margen precisamente del poder, en la otra orilla.

27/7/16

De LOS CUENTOS NEGROS

De venta en Amazon

YO ADIVINO EL PARPADEO

EL IMPERATIVO gardeliano frustró mis aspiraciones: yo iba para cantante, quiero decir cantante de verdad, no un simple merenguero, ni siquiera baladista. Quiero decir cantante de abolengo, cantante de mucha vaselina y mucho pelo, con clase, con estilo,
con escuela, con misterio. Quiero decir cantante de voz aceitunada, melosa, perfumada: un decidor de tangos, por ejemplo.
Yo iba para famoso, sí señor, iba para estrella de variedad y para rico, iba para el cono sur, a Buenos Aires, querido. Ya me veía yo arrullando multitudes, sonsacando lágrimas a mares, rompiendo corazones.
Me presentía yo en la cúspide del mundo, rodeado de periodistas, perseguido por admiradores, tocando y dejándome tocar, firmando autógrafos. Eso, sobre todo eso, firmando autógrafos, conociendo multitud de gente interesante, conociendo y dejándome conocer, tocando y dejándome tocar por los admiradores, dejándome adorar como santo de iglesia, sí señor. Muchos me adorarían por este modo que tengo de
mirarme de reojo sin perderme de vista un sólo instante.

(Los cuentos negros).



 EL ANTICRISTO EN PALACIO

SU SANTIDAD hizo a un lado el cálido edredón de plumas de ganso y se sentó al borde de la cama con un esfuerzo sobrehumano, y por segunda vez, cuando intentó decir sus oraciones, lo castigó un sabor amargo como retama en el cielo de la boca. Casi al mismo tiempo sus pies hicieron contacto con un objeto frío que no podía ser la alfombra. Atrapado en el fuego cruzado de sensaciones adversas y simultáneas, temió que se le hubiese fundido un circuito del cerebro, alguno de los cables del juicio. Incrédulo, se inclinó hacia delante para poder ver lo que creía, aunque no quisiera verlo ni creerlo. El cardenal  Wizchinsky, su ayudante de cámara, secretario personal de primera clase, amigo y confidente de toda una vida, compañero por más de cinco años en las inmundas cárceles polacas, un hombre santo de toda santidad, que nunca en su vida había probado el alcohol ni las mujeres, ni cometido pecado de intención o de hecho, el mismo hombre en cuyo cuerpo se manifestaban los estigmas de Cristo durante las conmemoraciones solemnes de Semana Santa, el reverenciado y sufrido cardenal Wizchinsky dormía de bruces al pie de la cama, desnudo como un cachorro, con una
copa vacía en la mano y una hermosa rosa roja colocada en el inverosímil florero de la espalda, allí donde la espalda pierde el nombre. Colocada, para decirlo así poéticamente con palabras que el inmortal Quevedo  aprobaría, en el mismo trayecto del culo.

(Los cuentos negros).


MÁS CAFÉ, PORFAVOR,
INFINITAMENTE CAFÉ

EN SU despacho del Palacio de la Esquizofrenia —Cafetería Restaurante El Conde por más señas— Gómez Doorly lee y subraya periódicos. Pide un café, otro café. Vuelve a leer y subrayar periódicos, todos los periódicos (infinitamente periódicos, diría Borges). Con caligrafía perfecta escribe comentarios y poemas al margen, lee y subraya periódicos, recorta, ordena, clasifica, rectifica. Pide un café.  
El hombre mejor informado de La Ciudad Colonial no compra periódicos: está suscrito al basurero de un edificio de apartamentos, donde tiene apalabreado a un conserje, en un barrio pudiente. Allí los botan sin leer, apenas hojeados, a veces precintados y vírgenes. Con este material bajo el brazo, Gómez Doorly asiste puntualmente a su despacho del Palacio de la Esquizofrenia. Un aire ministerial lo distingue: el aire y el porte ministeriales, la cabeza en alto ministerio, el gesto de tipo ministerial, la formalidad de un ministro, la mirada eventualmente ministeriosa, el rostro siempre alegre. Pide un café, otro café —otro café para la mesa 22—, y empieza el arduo proceso de selección. Minuciosamente hojea cada periódico, todos los periódicos, minuciosamente periódicos. A partir de los recortes de periódicos anotados y subrayados, Gómez Doorly construye la revista Cacibajagua, edición clandestina, con más de 300 números publicados. Cacibajagua es su creación original. Para eso vive. Un café, por favor, más café, infinitamente café.
Ministro, pues, sin sueldo y sin cartera, al servicio de su propia empresa de ideales románticos, Gómez Doorly administra cuantiosos recursos oníricos. Entre la vigilia y el sueño, dirige la Fundación Cultural Cacibajagua, un emporio en miniatura del cual depende la revista homónima, o viceversa. Al frente de la fundación, Gómez Doorly se involucra en múltiples actividades. Organiza encuentros artísticos y literarios, emite boletines de información, promueve espacios culturales y participa en peñas y tertulias en las que se debaten con carácter de seriedad los más espinosos temas. El tema de hoy, por ejemplo, versaba sobre un artículo de Enrique Lengüemime, poeta tangencial de la lengua, en el que éste demuestra con pelos y señales su valor mandinga.
Con singular destreza, Gómez Doorly se maneja en el área de las relaciones públicas y en el terreno diplomático. De esta suerte, en su despacho y sala de redacción del Palacio de la Esquizofrenia, el hombre concede entrevistas, ofrece asesoría gratuita, firma autógrafos, firma convenios, aunque no firma nunca un cheque, y asimismo recibe y agasaja a visitantes distinguidos, distrayendo, apenas, su atención del asunto de los periódicos, que ocupa su más valioso tiempo.
Llega, por ejemplo, el maestro Villegas sin anunciarse y sin cita previa y lo recibe en la silla correspondiente a su alto linaje poético, donde le brinda un trato magnánimo, que es lo único que brinda, y vuelve a leer y subrayar periódicos. Llega Rafael Abréu Mejía y discuten sobre un proyecto editorial y vuelve a los periódicos. Llega Díaz Carela y entablan una conversación soterrada y vuelve, otra vez, a los periódicos. Llega Carlos Lebrón Saviñón y poetizan, declaman, producen rumores que tienen que ver con la poesía y vuelve, nueva vez, a la tarea de leer y subrayar periódicos. Pasa, en fin, por coincidencia, Mariano Lebrón Saviñón y lo distingue con un saludo respetuoso. Abréu, por favor, otro café. Y vuelve Gómez Doorly a los periódicos.
Pero si de repente Gómez Doorly se enfrasca en la escritura de un texto, en un poema, y baja la cabeza y baja la mirada y baja la guardia y se encierra como quien dice metafóricamente en su despacho, entonces ya no está para nadie, no recibe. El ministro no está en este momento, no responde al teléfono ni atiende reclamos. Simplemente no está aunque siga estando. Está fuera de la ciudad. El lunes vuelve. El celular fuera de servicio, la limosina en el taller. Llámelo más tarde, diría la secretaria. Simplemente no
está. Café no, por ahora, ni siquiera café.
Sólo cuando el ministro se recupera del trance y vuelve a la realidad, el despacho cobra vida de nuevo y queda abierto al público. Gómez Doorly gira la cabeza como quien se pregunta qué ha sido del mundo mientras tanto y fija la mirada en la taza vacía de café. Pide un café, la cuenta del café, ordena sus enseres en la valija diplomática. Después se levanta el ministro, se despide de sus colaboradores, sale al Conde, mira el reloj, el chofer como siempre retrasado. Se irá en taxi esta vez, mejor a pie.
Cualquier parroquiano puede ocupar la mesa en este momento y la ocupa, pero el despacho de Gómez Doorly está cerrado, definitivamente cerrado. La mesa ahora es sólo mesa, hasta que el huésped habitual —huésped vital— vuelva mañana. Imprima en
ella su magia.

(Los cuentos negros).





FÁBULA DEL FABULADOR

LO DE MARQUESA es otra historia. Ahora Dato está en París de Francia. El relato de cómo la sedujo y la llevó al orgasmo por teléfono es una suerte de filigrana.
El Dato se acomoda, dirige las antenas del recuerdo en dirección a la memoria feliz de aquel encuentro, se prepara para darle largas a un relato y relata. Era la primera vez que cometía adulterio por teléfono...
Pero la marquesa telefónicamente infiel era ninfómana, insaciable, una mujer difícil de satisfacer, en pocas palabras. Difícil, incluso, hasta para un hombre como él, dotado por supuesto con la potencia sexual de un fauno. De manera que, después del primer asalto, cuando Dato daba por cumplida su misión, creyendo haberla complacido a saciedad, la marquesa reaccionó como una gata en calor, dando muestras de un renovado apetito. El apetito de quien ha probado apenas un bocadillo, un simple aperitivo, y siente que el estómago se expande. Tenía hambre, más hambre, y la comida era él. Ahora le tocaba a ella seducir al seductor y lo sedujo, lo atrajo a la perdición
con cantos de sirena. La marquesa era mujer de una belleza implacable y de tal modo experta en artes amatorias que con el guiño apropiado era capaz de provocarle una erección a la estatua de un santo.
Primero fue el chasquido en el auricular. Dato se estremeció. Con un simple chasquido de la lengua le puso todos los pelos de punta, por no hablar de otra cosa. Un miauguleo sensual crispó sus nervios, una jaculatoria obscena lo sacó de casillas, perdió el control —a sus años— y allí lo estamos viendo en su cama de hotel barato parisino, momentáneamente abandonado a la vergüenza de la jaculación precoz, junto al teléfono.
Dato se empleó a fondo en el siguiente asalto con toda su mala leche, de la cual más adelante le quedaría poca, y al cabo de un complicado preámbulo erótico basado en técnicas orientales que no podía revelar, le acarició fonéticamente el pubis (Dató, Dató,
mon amour). Casi rendida, la marquesa ripostó con un nuevo chasquido, una vez y otra vez y otra vez. Pero en esta ocasión Dato estaba pre venido —ya lo hemos visto— y le soltó un pasaje del Cantar de los cantares en un latín tan licencioso y provocativo que le
alborotó gravemente el hormonamen. (Dató, Dató, mon amour). Hubo una pausa, un silencio. Al otro lado escuchó los gemidos de una diosa en agonía, arrastrando las eres en forma proporcional a la intensidad del placer y dio por terminado el asunto. Pero
la marquesa se repuso en breve y volvió a la carga con susurros y siseos, frases y fraseos parecidos a cosas del demonio y en cuanto bajó la guardia (o mejor dicho: al revés) lo ordeño sin piedad hasta que se puso azul, como hacía con todos sus amantes. Azul pintado de azul.
Dato se aplicó de nuevo con la voz y el tacto, el tacto de la voz —su único órgano sexual disponible en ese momento. Se aplicó con devoción, con destreza
inaudita, soplándole al oído unas palabras aladas de aquellas de las que habla Homero en La Ilíada . Halagó su inteligencia, su vanidad —por supuesto— su belleza. Sutilmente la condujo a un estado de éxtasis que era primero místico antes que sensual y la marquesa se desvaneció dulcemente. Esta vez había tratado de ganársela y se la ganó espiritualmente, apelando a sus sentimientos profundos y no a sus bajos instintos, hurgando entre los pliegues preciosos del alma, no del sexo. En algún lugar había encontrado a la marquesa virginal y casta, que era la que ahora le interesaba. La marquesa, en efecto, dormía tranquila, con un sueño apacible al otro lado del teléfono.
La experiencia del diestro había triunfado sobre el instinto animal. Podía tomar su merecido reposo de guerrero. Dormiría también, junto al teléfono
abierto, por si acaso.
Fue entonces cuando escuchó aquel jadeo de fiera enardecida que lo llenó de terror. El asunto iba en serio, muy en serio. Ahora —pensó— le sacaría la sangre,
porque otra cosa no le quedaba. Ocurrió, sin embargo, lo que nadie habría podido imaginarse a esas alturas. La marquesa se pronunció con una voz liviana, afrodisíaca, plena de leche y miel bajo la lengua libidinosa de serpiente del paraíso, una voz en la
cual estaban conjuradas todas las artes de Venus y las argucias del demonio. Dato acusó el golpe —¡Misericordia, Señor, misericordia!— antes de verse arrastrado
al torbellino de un orgasmo múltiple que le dejó el corazón en mangas de camisa.

(Los cuentos negros).


PROFUNDO PÚRPURA

SU EMINENCIA Reverendísima terminó de firmar unos papeles sobre el escritorio de caoba centenaria y ordenó que hicieran entrar a la muchacha y la muchacha entró como quien dice envuelta en una nube de velos vaporosos, flanqueada literalmente por una corte de camareras solícitas, piadosas, que a su paso esparcían agua de rosas. Aquella nube de velos vaporosos, que apenas la ceñía dulcemente, respondía a la más leves ondulaciones de su anatomía, y en medio de esa corte de camareras solícitas, piadosas,
parecía santa de altar en procesión, mecida al viento. Las camareras solícitas, piadosas, se cuadraron, se humillaron religiosamente en presencia del Príncipe aun más piadoso y la presentaron un poco en actitud de ofrenda —la ofrenda de la virgen— y un poco también a manera de trofeo, esperando por supuesto su aprobación. Respetuosamente descorrieron la nube de velos vaporosos que cubría su cuerpo impúber. La nube de velos vaporosos cayó al suelo sin vida, como un cuerpo sin alma, y la muchacha infeliz quedó en pelotas, ruborizada un poco y sorprendida. En cambio los ojos del Príncipe piadoso cobraron otra vida. Sus pupilas se dilataron, por no hablar de otra cosa, y agradeció infinitamente al Señor por aquel regalo del cielo. Era una campesinita preciosa, deliciosa, blanquita, delgadita, bañadita, desnudita —de las que se cosechan todavía en los cerros de Gurabo—, con unas teticas largas y afiladas como puntas de lanza, piernas torneadas como quien dice a mano por el mucho subir y bajar lomas y unas nalguitas tímidas, puyonas, un poco cohibidas y esmirriadas, que parecían de juguete, nalguitas de fantasía, como le agradaban a su Eminencia, que era parco en sus gustos. Alabado sea el Señor.
Bueno, en honor a la verdad, aquel espécimen, aquel magnífico ejemplar montuno de la sierra, campesinita blanca y desnudista y virgen, intocada, no era
un obsequio del Señor, directamente al menos, ni tampoco del cielo, sin descartar por supuesto la intervención, la voluntad divina, porque por algo estaba allí, en presencia del siervo de Cristo. Provenía más bien de sus fieles de la Diócesis de Santiago —mano
de Dios en cualquier caso— y sobre todo de la fidelidad condicional del obispo, al cual tendría que pagar su peso en whisky. Cuatro o cinco cajas por lo menos de las muchas docenas que le enviaban en Navidad. Whisky Pinch, por lo menos, de doce años. El obispo era puntilloso en esa materia y tenía un paladar refinado. Su amor a Cristo era casi tan grande como su amor al whisky.
Sin apartar los ojos de su presa, el Príncipe Piadoso la devoraba intensamente —boccato di cardinale a no dudar. La imaginaba Salomé, sin Herodes, tendida en su blanquitud en una cama, sobre una sábana negra, quizás roja, y en su interior tocaban a gloria todas las campanas del pecado, el sexo alegre bajo la sotana. Pero lo que sus ojos apreciaban lo despreciaba su fino olfato, su finísimo olfato de gourmet consumado, hecho a las exquisitas mesas del Vaticano donde tantas veces había desayunado y conversado con el Papa en perfecto itañol, sin mencionar cenas y banquetes. Un aleteo leve en las ventanas nasales denunciaba su desaprobación o disgusto. Huele a pobre.
(Los cuentos negros).





20/7/16

UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL

De venta en Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle

La viuda Pichardo era una de las mujeres más cojonu­das que he conocido. Tenía que serlo desde el momen­to en que se atrevió a parir ocho varones, ocho machos en fila, uno tras otro, en busca de la hembrita que no vino. Tenía que serlo desde que se atrevió a quedarse viuda, jo­vencita, viuda y sola al frente de la prole. La inmensa prole en cierne.                          
    Vivía allí, en el caserón republicano de la Santomé 48, donde todavía viven y vivirán de alguna manera los Pi­chardo: una amplia sala abarrotada de muebles de caoba, vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios aba­rrotados de cachivaches, un espacio discreto a manera de oficina, un pasillo con piano, un corredor con balaustrada que comunica por afuera las habitaciones contiguas de pa­redes ciegas. Al frente, un patiecito español, con fuente y pecera y malas yerbas, un comedor al fondo, al lado de la cocina, y más al fondo otro patio y la carbonera en desuso todavía más al fondo y, de repente, en dirección opuesta, una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un perro prieto, cínico y apático que por allí subía y bajaba como en un número de circo.
     Aparte del mobiliario y las habitaciones igualmente repletas de cachivaches, la casa de la viuda -nuestro lugar preferido de encuentro- estaba siempre invadida por mul­titud de gente. Junto a los hijos pululaban los parientes de los hijos multiplicados por los amigos de los hijos, los compañeros de los hijos, las novias de los hijos y de los compañeros de los hijos. La casa de la viuda –convertida en comando de la viuda– era un lugar surrealista seme­jante a un andén, una estación de tren o de aeropuerto, recinto militar donde muchos entraban y salían frecuente­mente armados y a deshora en aquellos días de la guerra.

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10/7/16

MONEDAS EN LA FUENTE


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Parecería, Palma, que al correr de la vida –al paso de las horas, los días, los decenios–, tu imagen se alimenta de esa informe, esa leve y aleve materia que es el tiempo. Te veo allí sentada, aún te veo, sentada casualmente, platicando sonriente con Ennio aquella tarde, en un abril remoto que casi ya no ocupa lugar en la memoria.
Era la vieja Roma, eran los años jóvenes –mis años de estudiante– los cines de segunda, los sueños de primera, los amoríos fugaces, los paseos nocturnos por el Pincio, las parejas de amantes a la luz de la luna.
Era la época de la guerra ominosa de Vietnam y las protestas masivas de estudiantes y obreros, eran los meses finales de mi estadía romana, Hemingway y Pavese, la tesis que escribía sobre el primero. Era el grupo de amigos y amigas que los años y la distancia se han tragado y era Palma Ferrante en la casa de Ennio y era la Niña Veras –mi paisana–, que compartió conmigo lo de Palma.

9/7/16

De MONEDAS EN LA FUENTE


Esta tarde vi llover
VAGAMENTE recuerdo haberte amado. Ahora que te escurres furtiva en la memoria recuerdo vagamente ha­berte amado, la espiral de tus trenzas amarillas, la son­risa distante y caprichosa, el negro de tus ojos, la chispa que ahora enciende la hoguera de nostalgia. La hoguera que esculpe, que dibuja, al decir de un poeta, el humo de tu rostro.
Eran días de lluvia y de infortunio. En aquel tiempo de lluvia adolescente, la diminuta lumbre de las tardes florecía en tus trenzas como una dulce rosa enrevesada. En aquel tiempo, vagamente lluvioso, recuerdo que te amaba y recuerdo que amabas como yo los días de llu­via, esos días morosos y cordiales en que el leve contorno de las cosas adquiere una doble presencia en el perfil del agua y la atmósfera de la ciudad se siente densa, cargada de poesía.
Había algo de magia en la ciudad lluviosa de aque­llos días, un aura de misterio, la melancólica lluvia que caía suavemente sobre los mansos atardeceres de abril y finales de mayo, el contraste entre la pesarosa bruma y el encanto de los robles venezolanos de la Avenida Bolívar en flamante explosión de colores a veces malva y azula­dos a veces.
Después de mayo, en cambio, aquel incierto mayo, se percibía, sobre todo, empezó a percibirse en ese ambiente bucólico, engañosamente apacible, un aura de violencia, el aura casi siniestra, el aire reservado de cier­tas residencias de lujo, ventanas caídas, puertas cerradas, casonas cerradas que parecían deshabitadas. Una densa impresión patibularia. El terror. Metáfora del terror que invadía los más íntimos espacios. El filo de un terror que cortaba como el hielo. Toque de queda y ley marcial. La cacería humana. La soldadesca del régimen agonizan­te tumbando puertas y ventanas, arrestando opositores, torturando, realizando ejecuciones sumarias. El terror en lecho de muerte después de mayo.
(Monedas en la fuente)

La novicia rebelde
La primera y única vez que sor Ángela de la Cruz tuvo la desdicha, la ingrata y trágica experiencia de to­parse frente a frente con un hombre desnudo, lo que se dice desnudo –en su plena y total desnudación–, se le antojó que era el demonio por el cuerno que portaba en­tre las piernas. El Callejón de los curas estaba a oscuras, pero la oscuridad no disimulaba aquella impúdica figura de jardinero que se bañaba con manguera a la luz de la luna en el jardín de la casa curial con puertas abiertas de par en par. Sor Ángela de la Cruz, la novicia Ángela de la Cruz, beatífica y castísima de nacimiento, huyó despa­vorida hacia el convento de Santa Clara, en las cercanías del palacio del Príncipe, y se acogió al amparo de las monjas de clausura.

Al cabo de un delirio que duró varias semanas, y con la bendición de la santa madre Alejandra –la ma­dre priora–, pidió ser confinada a una celda de la que no saldría hasta el fin de sus días, consagrada todo el tiempo a la meditación, la oración, el castigo corporal, la mortificación de los sentidos en todos los sentidos, incluyendo el sentido común. Sin embargo, a pesar del rigor con que se aplicaba al ejercicio de sus devociones, nunca pudo escapar de aquella imagen, aquella fatídica visión de hombre desnudo que de repente irrumpía –persiguiéndola con una manguera– en sus sueños más risueños.
(Monedas en la fuente)


Alicia
Los padres ahora te reciben con esa fría cortesía que ha suplantado la confianza, el cariño casi familiar de otra época. Aceptan con la misma frialdad las sentidas con­dolencias, el pésame por la muerte de su hija y tú te alejas, te alejas simplemente de la fila que desfila para expresar con pálidas palabras, con efusión de abrazos un dolor que no sienten como tú, que nadie puede sentir como los padres. Esos padres que ahora no te quieren a su lado. Tú lo sabes, sabes que no te quieren a su lado y te pierdes entre la numerosa concurrencia, saludas a un conocido, no son muchos, aparte de la familia no son muchos y al hermano de Alicia, tu amigo de otro tiem­po, no lo encuentras. No está en ese momento. ¿Por qué te fuiste sin avisar?, te hubiera preguntado. Nadie sabe cómo contrajo esa enfermedad.
Al fondo del salón, entre el incesante movimiento de la gente, los murmullos y las manifestaciones de pesar, alcanzas a ver el ataúd, los despojos de Alicia, te acercas y la miras, el rostro demacrado, te la quedas
fijamente, hipnotizado por la extraña fascinación de la muerte y empiezas poco a poco a recobrar el sentido de la realidad, o de la irrealidad pasada que confundes con la realidad presente, y la sigues mirando fijamente sin poder apartar los ojos de esa imagen, la imagen que ahora se funde en la pantalla de tus ojos, como en una vieja película, la imagen que da paso a otra Alicia, plena de mocedad, el rostro angelical de Alicia que miraba ha­cia el parque desde aquella terraza de la casa del segundo piso donde siempre te recibía con un beso.
(Monedas en la fuente)



JENNY
La marimacho abrió la puerta sin sonreír ni saludar. Emitió sólo un gruñido de disgusto y se echó a un lado para dejar pasar al pariente y al intruso, y de inmediato desapareció por uno de los recovecos del palacete. Ri­verita le dijo a Carlos que se sentara, que lo esperara un minuto, sólo un minuto, mientras subía a saludar a la tía. Los hechos se habían sucedido de tal manera que Carlos no había logrado sobreponerse al primer estupor. Apenas alcanzaba a entender –y no con mucha lucidez– que se encontraba en la casa de Jenny. La casa de Jenny.

Estaba aturdido, literalmente ajeno a su realidad, aunque también estaba fascinado. E1 lujo de la man­sión, inmersa toda en una cálida penumbra, era impre­sionante. En cada rincón, cada detalle, se acentuaba el dominio de las sombras. Pero desde la terraza contigua a la antesala y del jardín al fondo penetraba un halo tier­no de luz –copo de luz– que engendraba, por contraste, vibraciones inauditas.
En el espejo, en el agua difunta del espejo que lo mi­raba desde la pared de enfrente, el mobiliario de madera preciosa, la cristalería finísima y las pinturas de Giudi­celli y Vela Zanetti parecían levitar y levitaban en una atmósfera de ingravidez.
Era un escenario irreal, aparentemente incontamina­do. Allí nada enturbiaba la majestad del silencio, salvo los latidos de un corazón que podía ser el suyo.”
Cuando se recuperó de la impresión, Carlos apro­vechó la ausencia de Riverita para dar una mirada de reconocimiento en busca de Jenny. Obviamente la sala y la antesala estaban desiertas, el comedor estaba desierto y en el jardín, al fondo, el jardinero idiota podaba la grama. Las Rimas de Bécquer sobre el piano de cola. Jenny por ninguna parte. Quizás arriba con la tía. En la terraza quizás, pero la terraza no se veía desde la sala y decidió aventurarse hacia la antesala con el pretexto de admirar unos dibujos y fisgonear, de paso, a través de la ventana. Jenny por ninguna parte, Pasaba el mi­nuto acordado con Riverita y Riverita no bajaba, pero podía bajar en cualquier momento y sorprenderlo cu­rioseando en casa ajena, invadiendo la privacidad, trai­cionando su confianza y sin haber visto a Jenny, que era peor. Pero tenía que verla. Definitivamente, sí, tenía que verla. Segundo tras segundo su obstinación crecía. Claro que tenía que verla, definitivamente verla. Una y otra vez, ansiosamente, repasaba con la mirada los luga­res que estaban a su alcance y Jenny por ninguna parte.
(Monedas en la fuente)


EL VIAJE

La segunda y última noche de diluvio en Vene­cia, para no desperdiciar la estadía, y mientras las olas arreciaban y subía el nivel de las aguas, salimos con el propósito de escuchar música y cenar. En aquel paisaje desangelado de la Plaza de San Marcos los pocos turis­tas caminábamos sobre las improvisadas pasarelas para no mojarnos hasta las pantorrillas. Había un solo lugar abierto donde un conjunto de música ruso tocaba melo­días clásicas italianas y allí nos instalamos en condición de refugiados. En lo que se descomponía el tiempo co­mimos y cantamos felizmente.
Más que ninguno, la Timonela del Gran Timonel le ponía buena cara al mal tiempo y estaba eufórica, ins­pirada. La esposa del Gran Timonel quería bailar sobre las olas del mar, pedía un paseo tormentoso en góndola con gondoleros cantando canciones venecianas, un im­posible paseo en góndola, y no había quien la hiciera cambiar de opinión.
–¿Con este tiempo señora?
En principio, la escuchábamos por deferencia. Ella se erguía como la heroína de una novela romántica y pe­día un paseo en góndola con tanto apremio, tanta vehe­mencia, como si en ello le fuera la vida, lo cual era más que posible. Pero lo peor fue que al final, motivados por la intensidad de su deseo, nos contagiamos con la magia de su entusiasmo y accedimos a dar el paseo en góndola, a pesar de que el Gran Timonel fruncía las cejas en señal de desaprobación. ¡Todos en góndola!, dijimos, aunque desde luego no apareció ningún gondolero suficiente­mente temerario, pero en el establecimiento, por si aca­so, nos pidieron discretamente que pagáramos la cuenta antes de emprender cualquier aventura.
El único que se había atrevido a salir esa tarde en su
góndola con dos turistas rubias, un tal Giuseppe Alis­cano, no había regresado todavía. La góndola regresaría intempestivamente al poco tiempo, de costado y mal­trecha, haciendo un chirrido fúnebre que nos erizó de pavor. La góndola de Aliscano, arrastrada por la corrien­te, se detuvo en medio de la Plaza de San Marcos con las turistas rubias desnudas y moribundas y el Aliscano muerto, enredado sus pies entre unas cuerdas, e igual­mente desnudo. De alguna manera, en el breve lapso de la desgracia las bandas de gitanas y rumanas habían tenido tiempo para despojarlos de sus ropas y prendas. La gente del local donde festejábamos nos aconsejaron de inmediato regresar al hotel. Esa noche arreció la tor­menta y las olas golpeaban las ventanas del segundo ni­vel de nuestro hotel de lujo. El Filósofo amaneció moja­do hasta los tuétanos.
Además, según las noticias del día siguiente, una gi­tana sin documentos, pequeñita y blandengue como una muñeca de trapo, se había ahogado en el Gran Canal.
(Monedas en la fuente)


RITOS ANCESTRALES

Flaubert encontraba pájaros rotos en la ventana, tristes pájaros rotos muriéndose al azar. Pájaros como quien dice chuecos, diezmados en la paz de una memoria que acaso felizmente no tuvieron, tristes pájaros rotos, apestosos, simplicios, desplumados, borrachos, evacuantes – todos a la vez lastimeros y flacos, redondos y podridos.
En principio había sido un hecho insólito, aislado,
esporádico, incidental, pero luego fue tornándose frecuente con más frecuencia, agravándose con inaudita frecuencia. De la ventana del balcón los pájaros pasaron a morirse a la sala, de la sala a la antesala, de la antesala al comedor de lujo, del comedor de lujo al comedor de la terraza, de la terraza a la cocina y de la cocina a las habitaciones (incluyendo la de los huéspedes), y de aquí al cuarto de servicio y al área de lavado, al depósito de carbón y al zaguán. Finalmente coparon la biblioteca, el salón de música y la sala de los muertos, y ahora Flaubert vivía fastidiado por el estropicio de plumas y el olor a carne chamusquina en todos los rincones, cuando no manchas de sangre en las paredes y disparos provenientes del recinto militar contiguo. Discusiones y disparos,
aullidos y disparos, ladridos de los perros a la luna –a la luna pálida– y otra vez disparos y disparos y disparos. ¿No se podía pedir un poco de cordura?
En el mejor de los casos, los disparos provenientes del recinto militar contiguo aplastaban a los pájaros contra las paredes exteriores y allí terminaba todo, salvo que la pintura y la madera se deterioraban por obvias razones de lógica aristotélica. Peor si en su vuelo final los pájaros caían a los pies de Flaubert y se quedaban mirándolo con tiernos, desamparados ojillos pajariles moribundos. Peor si caían sobre el piano durante las prácticas de piano y defecaban, aleteaban, se sacudían sobre sus papeles de música como si retozaran en el juego de la muerte. Peor que peor si se metían a morir al desván por los huecos del cielo raso o en los intersticios de las paredes, porque nada era peor que el olor de la descomposición de los cuerpos atrapados en las paredes de aquel inmenso caserón de madera –inmenso, sí–, edificado con apego al más espurio
estilo victoriano.