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19/5/20

Los Cocodrilos (Ensayo sobre poetas)

Pedro Conde Sturla
Los Cocodrilos
(Ensayo sobre poetas)
Santo Domingo,

República Dominicana

2016







Índice
Breves noticias del autor y su obra. . . . . . . . . . . . . . . . 9  

Cocodrilos viajarán con boleto primera. . . . . . . . . . . 23

Uno. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

Dos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41

…Y Tres. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .57



Breves noticias del autor y su obra
Esta opinión (de Pedro Conde) a todas luces desacertada, infeliz y desdichada, tiene un profundo carácter reaccionario. (...). Otra apreciación temeraria del señor Conde es la de presentar a Pedro Caro como el único poeta joven del país. Cualquier bromista sería capaz de atribuirle esta opinión al hecho de que los nombres son un tanto homófonos: Pedro Conde-Pedro Caro. Porque es necesario poseer demasiado audacia –por no decir decrepitud– para hacer afirmación semejante (Jimmy Sierra, en "Nuestros jóvenes escritores avanzan por El campo correcto", ¡AHORA!, No. 289, 26 de mayo de 1969).

Pedro Conde es un falso crítico literario (Carlos Francisco Elías, en "Pedro Conde, falso crítico literario", RENOVACION, junio I969).



...el Sr. Pedro Conde adelanta, cual boxeador antes de subir al ring un puñetazo al adversario, una
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idea no sólo belicosa, como afirma, sino que hasta dañina y pusilánime, cuando escribió que "la lectura de los cinco poemas galardonados –dada su plena participación en la nacional decrepitud de la última poesía criolla– nos obliga a mantener en reserva un profundo sentimiento de desconfianza hacia los poetas dominicanos" (Héctor Amarante, en "Lo que intentamos", ¡AHORA! No. 290, 2 de junio de 1960).

Pedro Conde ni siquiera es un molusco, ni una amiba, ni una célula zoológica tan solo... no es más que un vegetal al que sería muy (pero muy conveniente) no hacerle caso en el futuro (Aquiles Azar, en "Criticas a una pseudocrítica", ¡AHORA!, No. 292, 16 de junio de 1969).

Con suma honra dirijo estas líneas a esa prestigiosa, bien diagramada y responsable revista ¡AHORA! para reconocerle éxito al incluir un nuevo colaborar tan activo, serio y entusiasta como Pedro Conde, a quien no tengo el placer de conocer personalmente. (... ). Las expresiones y calificaciones que hace Conde de los Miguel Alfonseca, René del Risco y Efraim Castillo no pueden tener más certeza ni pueden ser más responsables. (...). Y estoy seguro que las rutas señaladas por Conde servirán de mucho a esos jóvenes en su camino por la literatura propiamente dominicana (Luis Fernández, en "Cartas al Director", ¡AHORA!, No. 292, 16 de junio de 1969).
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El señor Aquiles Azar se sitúa olímpicamente en las nubes y ve en la profundidad de la tierra a Pedro Conde como un enano ignorante y su trabajo cono una pseudocrítica. ¿Qué denota esta actitud? Que el señor Azar acusa un aristocratismo que lo sitúa filosóficamente, como discípulo aprovechado de Federico Nietzche. ¿Quién da potestad al señor Azar para decir que su trabajo es una crítica y el de Pedro Conde una pseudocrítica (...). Si bien no hemos compartido ciertas criticas del Sr. Conde creemos que él puede proyectarse —y se proyecta— como un crítico serio, cosa rara en nuestro país (Mateo Morrison, en "Pseudocrítica", ¡AHORA!, No. 295, 7 de julio de 1969).

Que alguien como Pedro Conde se ponga a decir cuanto quiera de quienes quiera, sólo se debe al vacío de nuestra crítica (...). Por lo visto, en Santo Domingo tendremos que estar dispuestos a chuparnos a todas aquellas personas que, por solo creer que piensan bien o que están aptas para opinar, deben tomar máquina de escribir y acabar con todo lo que no represente un universo acorde a su ideología (Efraim Castillo, en "Un Dios personal cua cua cua...", ¡AHORA!, No. 293, 23 de junio de 1969).

Un muchacho que le ha dado sal y pimienta a la literatura dominicana es Pedro Conde (...) aun cuando manifiesta inmadurez en sus juicios y cierto apasionamiento (...). Ha sacudido con un par de críticas al colchón de chinchas de la literatura nacional. Para mí es importante lo que hace y creo lo hace de buena fe. Poca gente utiliza los pantalones que lleva puestos; para bien o para mal, el que da la cara merece respeto, independientemente de lo que haga en el fondo. Ojalá tuviéramos tres o cuatro Pedro Conde más por ahí (Manuel Mora Serrano, en "Comentarios literarios", EL NACIONAL DE ¡AHORA!, 8 de julio de 1969).

Lo criticable, en cierto sentido, es la conformidad que inyectan a los jóvenes algunos críticos de la tajadura de Pedro Conde (Héctor Bueno, en "Carta a Mora Serrano", EL NACIONAL DE ¡AHORA!, 28 de julio de 1969).

En cuanto al señor Pedro Conde, creo que tiene la mejor intención de realizar una crítica seria, sincera, si no lo está consiguiendo eso es ya otra cosa. Por lo menos hasta ahora no he leído ninguna nota crítica suya donde use un lenguaje insultante (Pablo M. Maríñez, en "Cartas al Director", ¡AHORA!, No. 300, 11 de agosto de 1969).

Pedro Conde está produciendo un desperezo importante en nuestra crítica literaria. A veces es poco reflexivo y muy incendiario (...), aún le falta mucha madurez opino yo, y además con frecuencia incurre en los mismos errores, cae en las mismas desviaciones en que caen los críticos enajenantes de que hablé hace poco, puesto que muchas veces se limita también a señalar un criterio normativo, sin analizar el fondo, afirmando o negando el valor de la obra ("Entrevista con Héctor Díaz Polanco", por Víctor Grimaldi, EL NACIONAL DE ¡AHORA!, Suplemento Dominical, 3 de agosto de 1969).



Cuentan las escrituras que, escogido Simón, el pescador, y llamado Pedro, Jesucristo le dijo, más o menos: eres piedra y sobre ti edificaré mi iglesia.

Podría haber un Pedro en la crítica literaria nacional, pero ese Pedro no entendió la semántica de su nombre como base o cimiento. La entendió como pedrada (Juan José Ayuso, en "Crítica, críticos y criticones", EL NACIONAL DE ¡AHORA!, 27 de diciembre de 1970).



Todo, absolutamente todo nuestro medio y nuestra misma época nos están lanzando por una vertiente que repudia los paños tibios.
  

Pero, lejos de nosotros la morbosa actitud del tal Pedro Conde, ese caballero de fortuna que pasó fugazmente por la isla, hace meses (...). No queremos un lenguaje de crítico europeo tomado en calidad de préstamo. Por lo demás, estamos a mil años luz de la invectiva gratuita propia de exhibicionistas y retrasados (Antonio Lockward Artiles, en el "Imperio del grito", EL NACIONAL DE ¡AHORA!, 18 de enero de 1971).

Imposibilidad de distanciarse del objeto estudiado, o "anquilosamiento mental por prolongado exilio en una publicitaria", tal como él mismo afirmara. Pero uno y otro, aberración penosa de alguien que confunde la critica con su personal rosario de amarguras. Porque ¿qué puede uno pensar de un Pedro Conde tronando como Zeus en el Olimpo, que presenta al mismo tiempo un ejercicio de la crítica que es muestra enana de lo que aspira a combatir? (...). Por demás, en el pasado reciente, ya se ha dicho, su cátedra magistral versó sobre la técnica desparpajada de acumular observaciones del tipo "lengua de mime", ligarlas con dos o tres frustraciones personales, y luego empujarlas armadas de algunas categorías literarias (Andrés L. Mateo, en "Para robarse el trueno, Conde", HABLAN LOS COMUNISTAS, No. 78, semana del 21 al 28 de diciembre de 1979).

En un número reciente del periódico Hablan los Comunistas (...) aparece una nota literaria del gacetillero de ese periódico, Pedro Conde (...). La gacetillada del señor Conde no llega a crítica. Es una sarta de virulencias producto de un enorme complejo de sombras que culmina en su imposibilidad de (...), a los 40 años —más o menos se es estéril a cualquier edad— haber logrado algo que mereciera la crítica de quienes hoy son sus criticados (...). Para mi —que siempre he tenido una actitud ecléctica y abierta, que he sentido la necesidad de que cada quien profese el gesto que le complazca— resulta una bofetada comunista el artículo de Conde (Marcio Veloz Maggiolo, en "Hablan los Comunistas: la crisis de la crítica", EL SOL, 26 de diciembre de 1979 y HABLAN LOS COMUNISTAS, No. 79, semana del 28 de dic., 1979 al 5 de enero, 1980).


LOS COCODRILOS

(Ensayo sobre poetas)

A

Mario

Sánchez

Córdova,

naturalmente.

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Cocodrilos viajarán
con boleto primera

MIAMI, 20 de agosto, (AP). Más de 120 cocodrilos de Florida viajarán a Israel la semana próxima, "con boleto de primera clase y previamente desodorizados", para poblar un pantano en el que especies similares del río Nilo nadaban a sus anchas en otros tiempos.

Según se informó hoy, los cocodrilos norteamericanos serán destinados a los antiguos baños romanos de Gader. Partirán en un vuelo de la empresa el martes próximo, según Henry Laskau, supervisor de cargas de esa empresa en esta ciudad.

Los animales serán embarcados en 75 cajas de madera y cada uno de ellos será desodorizado. "No queremos que pase ningún mal olor a los pasajeros". dijo Laskau. 


Con una manguera, recibirán el último baño de agua de La Florida, Laskau aseguró que la empresa quiere "que estén todo lo cómodo que sea posible".

Los cocodrilos fueron adquiridos de un criadero de Belle Glade y recibirán trato especial porque, según Laskau, "con algo como esto, no queremos correr riesgos".

Cincuenta y tres de 1os cocodrilos miden más de 2,40 metros de largo, dijo Guy Ben Moshe, experto israelí que supervisa el traslado de 1os animales.

Ben Moshe, dijo que 1os cocodrilos del Nilo existieron hasta hace unos 80 años. "El último de ellos nadó en un pantano de la costa mediterránea, cerca de la antigua ciudad romana de Cesárea. Lamentablemente, fueron muertos por cazadores", indicó.

UNO 

Dice Mateo que por favor guarden silencio: tiene importantes declaraciones que hacer. Alexis lo interrumpe diciendo que no es el momento, que no se ponga solemne ahora, que por favor no futra la paciencia. Pero Mateo insiste, haciendo acopio de la protuberante autoridad que le confıeren sus doscientas libras de peso, y dice que antes de partir es necesario ponerse de acuerdo para no meter la pata en Puerto Rico. Enrique Eusebio interviene al punto en apoyo de la tesis de Alexis. Dice que hay tiempo de sobra, que ya podrán hablar en el avión y no hay que ponerse histéricos, muchachones: que lo importante es ir pensando en el serrucho para adquirir isopropílico y luego hablamos. Abreu corta el diálogo razonando que en el avión estarán demasiados asustados y borrachos para hablar: por lo menos Enrique estará demasia28


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do borracho. El aludido se pone pálido y verdoso: respira profundamente para recoger los músculos del abdomen y sacar pecho, enarcando los brazos en actitud agresiva, y argumenta que Abreu no tiene solvencia moral ni poética para acusarlo en ese sentido, y Abreu le responde por las rimas, asumiendo una prudente posición defensiva frente a sus ademanes gorilescos. En ese momento se eleva la voz cordial de Perdomo que hace un formal llamado a la cordura que cae en el vacío. Alexis y Mateo también intervienen para evitar mayor efusión de palabras, pero sólo consiguen caldear los ánimos. Enrique y Rafael terminan perdiendo completamente la compostura intelectual y comienzan a carajearse voz en cuello y Perdomo –temiendo que la escena adquiera proporciones épicas en aquella terminal del aeropuerto llena de gentes– suda y se desespera, se lleva las manos a la cabeza, se vuelve repetidamente de un lado a otro y gesticula con gestos paranoicos, bamboleándose como trompo loco en sus casi siete pies de altura. El prudente Molina opta por alejarse del lugar y sentarse a distancia sinónima: enciende un nutritivo cigarrillo y se dedica a contemplar en silencio el espectáculo con sus ojillos de ratón triste.

A medida que el volumen de la trifulca aumenta, Mateo y Alexis se contagian de la desesperación de 29


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Perdomo y sus miradas se cruzan impotentes, meditando sin éxito una solución salomónica que permita llevar a feliz término iniciativas de paz. Sorpresivamente –y con muy mala leche por cierto– Alexis se dirige a los poetas beligerantes disparando una andanada de frases cohetes y reproches pluralistas, digna del polisémico Humberto Frías1, en la cual los exhorta a orientar sus feas conductas en el sentido ejemplar que incumbe en lugar público a un poeta.


Traicionero y voluble como un semáforo, Enrique Eusebio le cuestiona acremente el valor de la prédica, recordándole su participación en oscuros episodios que a su juicio nada tienen de ejemplares o poéticos ni mucho menos. Alexis traga en seco y se desinfla despacito como un globo al verse doblemente desairado en su papel de pacificador y moralista.

Temiendo lo peor, Perdomo llama de nuevo a la cordura pero Alexis –disparando aceradas flechas de odio por los ojos– tilda a Enrique de infame y calumniador. Enrique mantiene sus palabras sacando a relucir al mismísimo Dios como testigo. Mateo pide entonces que por favor dejen esa vaina y Alexis –espumajeando rabia– se abalanza sobre el pescuezo de Enrique con las manos crispadas en

1 Crítico de cine conocido en una época por su lenguaje sibilino. 30


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actitud de cobrarse los versos por las rimas. Frente a la embestida inesperada, Enrique se pone tan chiquito que Alexis parece capaz de tragárselo de un solo bocado. Los demás poetas se horrorizan literalmente al contemplar el fenómeno y esta vez deciden intervenir con energía. De modo que, aunando esfuerzos, se interponen contra la furia desatada haciendo murallas de sus cuerpos, hasta que logran establecer una zona neutral entre los campos enemigos. Luego, a fuerza de consejos y sanos empujones, hacen entrar en razón a los contendientes que acceden a separarse cada uno por su lado, aunque con las bélicas calderas encendidas a pesar de la tregua. Así –recalcitrando en voz baja su malarrabia– Enrique se marcha en compañía de Perdomo hacia los predios en que se encuentra estacionado el flemático Molina que se acaricia la barbita de sátiro con aire entre curioso y divertido, mientras Abreu y Mateo asumen la más difícil tarea de reducir a la calma al bronco Alexis que se muestra aún más renuente al cese de las hostilidades, y refunfuña a cada momento poetas, por qué no me lo dejaron. Abreu le suplica que tenga calma, poeta, que ya habrá mejores ocasiones, que el aeropuerto no es el mejor campo de batalla para dirimir esas diferencias. Alexis responde que no jodan, que lo dejen solo, que el mejor lugar para 31


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morirse es el lugar donde te ofenden y pero por qué no me lo dejaron un minuto. En ese punto Mateo interviene en forma audaz, fingiendo reconocer –aunque sólo parcialmente– los derechos de Alexis que traga el anzuelo y por primera vez calla y escucha, embobado como en una especie de trance. Mateo aprovecha entonces para arrastrarlo, imperceptiblemente, al terreno de sus propias convicciones, donde consigue (a medias) suavizarlo. De esta forma –y al cabo de unos minutos de apremiantes razonamientos en que Mateo arriesga su dialéctica más sutil– Alexis se convence de la necesidad de mantener por el momento el equilibrio y la calma, y condesciende a tal punto que hasta se deja invitar a una jugosa cerveza fría en el bar, con lo que se derrumba cası por completo su resistencia. No obstante –y por aquello del orgullo herido– Alexis realiza el trayecto al bar emitiendo esporádicos gruñidos y con la barba todavía humeante por la súbita explosión de cólera.

Enrique también permanece un minuto en estado incandescente: rebelde, pendencioso, encerrado hasta lo último en su natural intransigencia, e incluso cuando Molina le ofrece –a manera de compensación– una chata de whisky clandestino que extrae de su bolso de viaje, éste desaira el con32


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vite con un tono de voz meloso y apagado que no corresponde mínimamente a la fogosidad de su expresión. Pero Molina insiste, y a vivos ruegos lo persuade de aceptar un primer trago que le hace carambolas en el estómago vacío. Por lo que Enrique dice basta y devuelve la botella, levantando al cielo la mirada con intención beata que es casi Santo Tomás rechazando a la desnuda. Luego reincide, sin embargo, tres veces de seguida en la tentación. Y breve tiempo más tarde –gracias a los buenos oficios de Molina– el alcohol y el buen trato consiguen limar sus aristas más terribles. De manera que cuando el casto Perdomo propone un poco al azar y sin convicción que es menester que el grupo se mantenga a pesar de todo unánime y ecuánime, Enrique grita que siempre, muchachones, y sorpresivamente propone, sin rencor aparente, unirse al resto de los poetas dispersos en el bar.

Alexis –con tres cervezas en depósito– lo recibe en la mesa en plan cachondo, exclamando qué hay mi cuate, venga un abrazo de hermano, y Enrique corresponde declarándose de humor alegre y dicharachero, lo que en el fondo hace violencia a sus más caros principios y aspiraciones. Para colmo de paradojas, la conversación toma un giro particular en el que Alexis y Enrique se dan la mano tirando 33


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puyas hipocondríacas contra los demás compañeros. De esta suerte, mientras Enrique asume la voz cantante en materia de relajo, Alexis causa mayor escozor festejándolo con la tonadita entre cubana y puertorriqueña que se le acentúa al hablar cuando está contento. En cambio Mateo y Perdomo y Molina y Abreu maldicen para sus adentros por haber inyectado tan excesiva dosis de humor en el ánimo de los poetas prebeligerantes, y poco a poco empiezan a mostrarse resentidos y vidriosos, cual corresponde a víctimas de un complot de proporciones insospechadas.

Embriagado por el entusiasmo jodedor y el apoyo condicional que le ofrece su cofrade, Enrique mantiene un rato el control de la situación, abusando impunemente de una audiencia cautiva en virtud de la necesaria unidad preconizada por Perdomo. Pero Enrique va perdiendo sobre la marcha el sentido de las proporciones, al tiempo que Alexis aumenta el volumen de su risita burlante que penetra como taladro en los oídos más apacibles. Así que en un mal momento –y por efecto residual de la primera disputa– Enrique se dirige despectivamente al pacífico Abreu, cuestionando su quehacer poético en términos poco menos que agropecuarios. De inmediato Mateo se lleva 34


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la mano a la frente como para decir ay mi madre, temiendo la debacle. Pero Abreu –frígido, galateo, impermeable– compone un gesto casi angelical y sugiere que en cuanto a él más vale ahorrarse ofensas, compañero: que las palabras se toman en cuenta de acuerdo a su procedencia y en este caso ni siquiera las considera dignas del basurero. Enrique se sorprende doblemente a causa de la mordacidad de la réplica y el estallido de un coro de carcajadas en el que Alexis sobresale traicionero por el volumen festivo de los agudos, y titubea un segundo resoplando como hiena acorralada. Pero de inmediato se repone y responde al querido compañero que expresıones semejantes son tan manidas que no se sabe si tienen carácter de plagio o de lugar común. Abreu asiente con la cabeza, concediéndole razón en prueba de buena fe, y acto seguido le hace notar –sin inmutarse– que en cualquier caso le lleva cierta ventaja porque lo que acaba de oír no se eleva ni al rango de plagio ni de lugar común, ya que de tan trillado incurre en la calcomanía, compañero. Enrique muerde en seco sintiéndose agredir en lo más profundo de su voz y –ya casi fuera de concierto– trata de sacudirse de la filípica acusatoria contraacusando a su contendiente en términos equivalentes, y dice que es mortificante el empleo de tales argumentos en boca de persona 35


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supuestamente invalidada por el ejercicio constante de una mediocridad que realiza en la práctica lo que denosta en la charla. Abreu finge apurar el último sorbo de cerveza de su vaso vacío para darse un espacio de tregua, y explica suavemente que gracias al cielo –y en virtud de las atribuciones que el enemigo le confiere– se encuentra ya en la cima de la mediocridad, mientras otros tantos todavía se debaten ansiosamente por alcanzarla, con la esperanza de convertirse algún día en mediocres a tiempo completo.

Vehemente y desencajado, Enrique emite una especie de rugido estereofónico y un par de risotadas altas y sonantes. Después de lo cual se interrumpe brusco y replica –sin que la cosa venga al caso– que también la mediocridad a tiempo completo tiene su contrapartida en la charlatanería militante, fruto de palabrejas agudas y vacías. Abreu se sacude la manga derecha del saco con el ademán distraído de quien se espanta una mosca, y pone en blanco los ojos como para dirigirse a un Enrique imaginario, diciendo más o menos, pero con otras palabras, que en cuestión de charlatanería falta saber a cuál de los dos le toca la tajada mayor, compañero, porque hay ejemplos.

El grupo de poetas no beligerantes (a excepción de Alexis que se divierte haciendo mofa de todos) 36


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permanece impávido y delicuescente al escuchar la respuesta, en espera de un desenlace por lo menos trágico. Tanto más que Enrique –babeando de coraje frente a la máscara tiesa de dulzura y calma aparentes que protege a su rival– sufre un agudo estremecimiento de impotencia en su más profunda piel y torna a carcajearse con estridencias tales que hacen aún más densa a la nube de los malos presagios. Entonces Mateo interviene en plan pacificador, diciendo que por favor, poetas, dejen esa vaina y vámonos que el avión espera. Perdomo se muestra súbito de acuerdo y Molina se levanta a verificar la información. Luego el flemático Abreu saca la cartera y llama al mozo en actitud que Enrique entiende cobardía y reanuda el hilo de la disputa diciendo mírenlo como corre. Abreu lo mira derecho a los ojos y el grupo hace mutis, temiendo que la sangre llegue esta vez al río. Y Enrique –sin advertir la gravedad de la situación– ingenuamente se atribuye un primer tanto a su favor y echa leña al fuego diciendo compañero no se mande que todavía quedan balas. El ambiente se pone tan tenso que ni siquiera Alexis ríe. Mateo, nervioso, se arropa la cara con las manos, mientras Perdomo se hace cruces para conjurar un estallido de violencia. Entonces Abreu se pone enérgico y dice que es lamentable, compañero, llegar a estos extremos. Enrique 37


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responde que no jorobe con lamentaciones, que lo único lamentable es haber prestado oídos a contrincante de tan pocos recursos como demuestra el hecho de ser autor del poema Comandante Cero, que sin lugar a dudas tiene menos méritos literarios que el Bingo de la Feria. Y Abreu –de pie, cartera en mano– responde con expresión de hormiga negra que más vale ser autor del Comandante Cero que personificar al Comandante Suape, como hace usted ahora, compañero. Enrique da un puñetazo en la mesa y gruñe como para morder, haciendo una de sus muecas de hiena favorita. Pero Abreu no se amilana y remacha el argumento diciéndole que además no escupa para arriba compañero, que tenga presente que los poemas de su libro Ruletario (de próxima aparición) anuncian vínculos más comprometedores con el citado Bingo de la Feria que los que pueda tener mi Comandante Cero. Enrique se contornea sobre la silla, dando muestras de sentir el flagelo corrosivo del verbo que anula su inteligencia. Abreu advierte el efecto urticante y dice rásquese compañero, que todos sabemos que le pica. Y Enrique –en un gesto de histriónica humildad– trata de cerrar la polémica y lapidar al adversario declarándose inmune a críticas y juicios provenientes de un vulgar terrateniente que se dice poeta solo porque publica en suplementos litera38


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rios dirigidos por amigos, sin conocer siquiera el aporte de Jakobson en materia de Teoría. Abreu paga la cuenta y confiesa –ya frenético sin tapujos– que en cuanto a la teoría poética de Jakobson no tiene noticias, pero se reconoce ducho en la técnica del Pekobson y está dispuesto a mostrarlo ahora mismo. A lo que Mateo se opone, compañeros, irguiéndose difícilmente sobre sus cabales y gritando compañeros, que la lucha es contra el Imperialismo. Enrique también se pone de pie respingando que cuál Imperıalismo, carajo, que me suelten para que vean que no queda ni fricasé de poeta. En ese momento se escucha la voz apremiante de Molina que hace señas desde lejos indicando que es hora de pasar a inmigración. Perdomo se lleva las manos a la cabeza y grita compañeros, que nos dejan. Entonces Alexis arguye que por favor no jodan tanto, que no hay prisa, güebones, que el avión es tan pequeño que no se puede ir sin nosotros. Perdomo le suplica, compañero, que por favor no le recuerde el tamaño del avión que de tan chiquito parece una chichigua. Alexis responde que no importa, güebón, que se caiga el jodido avión pero que no jodan tanto con el horario si al fin somos mayoría. Perdomo se hace cruces en el pecho y vuelve a gritar que nos dejan. Pero Alexis reafirma su posición y pide compañeros, que se calmen que todavía hay 39


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tiempo para otra ronda de cerveza. Dicho lo cual hace un gesto para reclamar la presencia del mozo que por suerte se declara neutral y no obedece al llamado. En ese punto Mateo, Abreu y Perdomo deciden cortar por lo sano y dicen que nos vamos y se van. Mientras que Alexis –en compañía de Enrique– permanece un rato farfullando el estribillo paranoico qué güebones, qué amigos, hasta que fınalmente se convence por sí mismo de que es hora de partir.

Minutos más tarde, cuando el grupo se dispone a abordar el avión, Mateo considera propicio el momento de replantear sus inquietudes, compañeros, en el sentido de que es absolutamente necesario que el programa de actividades a desarrollar en Puerto Rico sea calculado al milímetro para que todo funcione como un mecanismo de precisión. Alexis se siente desesperar al instante y dice en voz alta y chillona que por favor Mateo no vuelvas a joder la paciencia. Mateo resopla draconiano, lo mira de arriba abajo con ojos de carbones encendidos, sumerge la prominente convexidad ventrílocua para incrementar el volumen útil del pecho que da mayor autoridad a sus palabras y dice en tono solemne que no podemos darnos el lujo de improvisar como la vez pasada, compañeros, porque se 40


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trata de un evento importante y no podemos pasar vergüenza. Enrique se queda un instante mirándolo con expresión turbia y cuadrada y luego se le echa a reír de plano en la cara diciéndole socarronamente que no hable vacuencias, compañero, que primero se fije como anda vestido antes de hablar de vergüenza, porque lo suyo da pena, compañero. Mateo responde en tono proletario que no se meta con eso, que no le joda la paciencia con sus prejuicios pequeños burgueses. Alexis corta el diálogo entrometiéndose en favor de Enrique y pide a Mateo que por favor déjate de rafuladas2, que no se trata de prejuicios pequeños ni burgueses, sino qué cuándo has visto a nadie usando chacabana morada con saco y corbata. Mateo hace un gesto despectivo y da la espalda al grupo, visiblemente molesto por las palabras del cofrade y el consenso general que ve dibujado en los rostros de los demás compañeros. Luego Rafael y Perdomo logran hacerlo entrar en razón de que su indumentaria es llamativamente exótica. De forma tal que Mateo –antes de subir al avión- accede refunfuñando a quitarse el saco, pero permanece con la corbata puesta para no dar su brazo completamente a torcer.

2 Alusión a un político del patio, campeón del lenguaje altisonante y la frase huera.

DOS43

El imponente perfil ventrudo de Federico el Joven se recortaba inconfundible desde la explanada anexa a las Oficinas de Inmigración. Allí el grupo de poetas recién llegado pasaba las de Caín, tratando de mantener en pie el casto Perdomo, cuya destartalada anatomía de siete pisos de altura amenazaba con derrumbarse a cada paso, sacudida por una especie de sismo interior. El miedo al avión le había provocado al abstemio Perdomo un repentino amor al whisky, y mientras el avión subía, Perdomo subía con el avión, pero cuando el avión bajaba, Perdomo subía más alto y ahora estaba tan alto que no podía sostenerse en sus cuartos traseros. Oscilaba sin ritmo, en una decadencia irreversible, amenazando con llevarse al suelo a cuanto objeto o bípedo parlante se le atravesase en el camino. El arbusto erguido, como le llamaban 44


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sus compañeros de generación, había perdido toda su dignidad. Y desde esa perspectiva –encorvado, tropezante, desencajado– era poco menos que un Federico en tamaño. El mismo Federico regordete y papujo que ahora se acercaba a recibirlos jactancioso, proclamando con voz detonante que así los quería ver muchachones, una foto para la posteridad: clic, clic.

Mateo le suplicó por su madre que no hablara tan alto y eso fue suficiente para que Federico redoblara el tono y comenzara a carcajearse a rancho partido, señalando con el índice traidor al inválido Perdomo que ya iba de color verde para morado, mientras sus compañeros de sustentación se hacían cruces de vergüenza e imploraban al cielo que se los tragara la tierra, al menos por un minuto.

Para colmo de agravios, numerosos pasantes se detenían a contemplar el espectáculo y coreaban las risotadas de Federıco, aunque los más prudentes se apartaban premurosos como de la cruz el diablo, con el temor de ser atropellados por el grupo salvaje que se desplazaba zigzagueante, dando la impresión de que se trataba de una especie de lucha por mantener erguida contra el viento el asta de una imposible bandera.

Al cabo de unos minutos de ajetreo, los esfuerzos mancomunados de los poetas se vieron corona45


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dos por el éxito al alcanzar la salida de la terminal del aeropuerto. Allí fue posible depositar sobre un banco el cuerpo inerte del compañero de armas y rescatar el equipaje abandonado en la brega, sin que mediara en el trámite –como era de esperarse– la cooperación de Federico. Después de lo cual se produjo un momento de incertidumbre en que los poetas se miraron con miradas cargadas de complicidad e impotencia, interrogantes y mudos como camellos alsacianos. Fue entonces que el astuto Molina –tratando de salvar lo que quedaba de la situación– se pronunció planteando la necesidad de llamar a un taxi para transbordar al caído con la mayor discreción. De inmediato se dejó sentir la protesta ecuménica de Enrique secundado por Alexis que exclamaba con tonada cantarina tú estás loco. Rafael disimuló un gesto de espanto al tiempo que amonestaba a Molina preguntándole si no sabía cuánto cobraba un taxi en Puerto Rico. E incluso Mateo, que por su gusto hubiese llamado una ambulancia, se declaró contrario a la propuesta golpeándose con una mano la frente y llevándose la otra al bolsillo de la cartera, con un ademán ingenuo y temeroso que tanto tenía de ilusión como resentimiento.

Hierático, solemne, acrisolado –conforme a los cánones de la última técnica de arte escénico que 46


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había estudiado– Molina se quedó un minuto en silencio, mirando redondo a las caras de sus compañeros. Luego practicó un gesto clásico de agravio, tomado del Manual del Actor de Stanislavsky. Pero ni lo uno ni lo otro produjo variación sensible en la opinión del grupo. Entonces trató de causar impresión con una típica pose hitleriana que fue recibida en forma apática, fría, casi de incomprensión. De repente –y ya cuando se confesaba fracasado para sus adentros– el cerebro de Molina se iluminó recordando las enseñanzas de la didáctica brechtiana. También los ojos pequeños de Molina se iluminaron de una luz terrible, y él mismo pareció crecerse en tamaño al imponerse sobre sus adversarios, declarando en una mal fingida pero convincente explosión de cólera que prefería dejar su cartera y no su honra en Puerto Rico.


Eléctrico y circunstancial, y como impulsado por un resorte secreto, el voluminoso Federico gritó tres veces bravo y se acercó a un taxista y pidió down town. Acto seguido, en posición faraónica, abordó el asiento delantero y ordenó al grupo impávido que trajera al moribundo Perdomo.

Tocados en su fibra más sensible, pero todavía inconvencidos y recalcitrantes, los poetas rumiaron una especie de protesta sorda –neurótica, vacilan47


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te– que se fue apagando rápidamente en murmullos que no encontraron ecos en la sensibilidad del binomio Molina-Federico, ni en la impaciencia extrema del taxista que los apuraba a bocinazos. De manera que no quedó más remedio que aceptar lo irremediable, a pesar de las quejas de Enrique Eusebio que proclamaba la posibilidad de utilizar un autobús para el transporte (optando, como era su costumbre, por la solución más barata). El meticuloso Abreu puso un alto a las digresiones tomando la iniciativa de trasladar al baúl del carro el equipaje. El resto de los poetas, motivados por la fuerza irresistible del ejemplo –así como por el carácter irreversible del hecho casi consumado– recogió los despojos de Perdomo y los llevó en hombros hasta el taxi, a manera de un catafalco averiado. Allí descubrieron que Perdomo no cabía en el vehículo ni a lo ancho ni a lo largo, por lo que tuvieron que meterlo por la ventanilla trasera, dejándole las piernas afuera y colgando, y acomodándose ellos mismos dentro del carro en condiciones precarias. El hecho motivó que, un segundo antes de partir, Federico pusiera cara de circunstancias, opinando que una operación semejante era ilegal en Puerto Rico a menos que a Perdomo se le amarrara un trapo rojo en las extremidades salientes para prevenir accidentes. La ocurrencia fue saludada por 48


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un coro de insultos que lo redujo a Federico al silencio: un silencio humillante y estoico en el cual, sin embargo, maduraba el germen de la venganza a corto plazo. A partir de ese momento se produjo una calma precaria y gelatinosa, que se mantuvo hasta cuando llegaron a la casa donde Cartañá los esperaba impaciente, saludándolos desde la puerta con sonrisa independentista y por qué llegaron tan tarde muchachones.

Federico bajó el primero del auto, asumiendo un aire tal de dignidad ofendida que le permitió desentenderse de la suerte de Perdomo y exonerarse de la cuota correspondiente por concepto de transporte. Al pasar junto a Cartañá, hizo un guiño malicioso con el que parecía poner distancia entre él y los comunes mortales de lentos reflejos que lo acompañaban, y se dirigió de inmediato al salón del cual provenía el barullo de la fiesta organizada por el comité de recibimiento. El mismo que había pasado parte de la tarde libando generosas dotaciones de whisky.

Casi cadáver, Perdomo fue trasladado a un lecho de borracho donde vomitó el costoso filete ingerido pocas horas antes y se sumergió en un sueño de pesadillas en el que sus propios aullidos terroríficos, alertando contra un supuesto desastre 49


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aéreo, se alternaban con fragmentos de poemas que debía leer al día siguiente en el Instituto de Cultura Puertorriqueño.

Después Cartañá mostró a los cohibidos poetas sus habitaciones, intercambió las rutinarias impresiones de viajes y los invitó a pasar al salón de juerga, en el extremo opuesto de la casa, donde tronaba inconfundible el vozarrón canónico de Federico. Éste, de alguna manera, parecía haberse hecho dueño y señor de la audiencia. A cada frase suya se escuchaba, en efecto, un como eco de risotadas y aplausos que fue interpretado como presagio de mal agüero. Cuando entraron en escena –precedidos por el inefable Cartañá– los poetas palidecieron al intuir el dominio que en mala hora su compañero ejercía sobre la audiencia, erigido en decidor titular y supremo de chistes y relajos. Y no era para menos: Federico comenzó de inmediato a dispararles pullas, haciendo burla de ocupaciones, títulos y apellidos. El austero Mateo, que fue la primera víctima, se quedó boquiabierto y rezongante cuando Federico lo presentó como poeta de oficio, cuyos ratos libres dedicaba a modelar para la sucursal dominicana de Pierre Cardin: De lo que daba testimonio luciendo con tanta intrepidez como desgarbo la innovadora moda de la chacabana con corbata. El corpulento Alexis –de venerable barba hirsuta– fue 50


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presentado en segundo turno como creador de la vertiente pluralista de la poesía cachonda que se estaba gestando en aquel momento en Santo Domingo. Después le tocó a Molina pagar su cuota de humillación al escucharse defınido como dramaturgo y crítico irrealizado que escribía poemas por frustración ajedrecística. De inmediato, Abreu tuvo que sufrir sin sonrisas el doble calificativo de poeta granjero, al cual se le reconocían grandes dotes pictóricas, que demostraba tiñendo palomas de verde para venderlas como cotorras a los turistas. Luego Enrique Eusebio fue presentado como poeta-experimentalista-camorrista cuyo principal mérito artístico era la avaricia, puesta de manifiesto en el hecho de que siempre escribía poemas cortos para ahorrar tinta y papel.

Esta vez nadie rió en la sala, pues Federico había arriesgado una caracterización tan despiadada que a Enrique se le salieron lagrimitas de rabia, y por un momento hubo que temer que la situación precipitara en crisis. Lo cual no sucedió porque Federico –al intuir la gravedad del problema– decidió hacerse un poco víctima de su propio verbo, y se presentó a sí mismo diciendo que para los que no me conocen mi nombre es Gregorio Pérez, aunque en el mundo del arte todos me llaman Gregory Peck. 51


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Una carcajada unánime saludó la oportuna inventiva, produciendo un ambiente de sana distensión. El iluso Cartañá interpretó la última actitud de Federico como un aparente cese al fuego, cuando en el fondo no era más que un repliegue táctico, e intentó formalizar la reunión dándole un carácter serio y providencial a las presentaciones. Así mientras Federico permanecía junto al bar, cebando un vaso de whisky, Cartañá condujo al grupo de poetas agraviados en presencia de un conocido crítico y profesor universitario de apellido Cruz y aspecto patriótico y canuco.

Los poetas presentaron sus credenciales con altura y respeto, y todo se desenvolvió como había de esperarse, pero sorpresivamente Federico se destapó traicionero, declarando en voz alta que admiraba el valor de sus compañeros, ya que por el simple hecho de que a Jesucristo lo hubiesen clavado en una cruz, era temerario darle la mano a una persona que la llevara por apellido. El profesor puertorriqueño se quedó de una pieza, congelado en su asombro, y con más vergüenza que ojos en la cara. Los poetas experimentaron en aquel momento aciago un deseo ferviente de acercarse a Federico y tomarle gentilmente por el cuello, hasta dejarle con un poco más de lengua que corbata. Cartañá –convertido en la imagen viva de la desesperación, 52


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mientras en el público se suscitaban las más diversas reacciones– quiso superar el engorro pasando a presentar a una hermosa contertulia que declaró haber sido estudiante de APEC en Santo Domingo. De inmediato Federico se acercó y le dijo que con razón señorita, desde el primer momento me pareció tan APEC-titosa. Cartañá hizo caso omiso y trató de aparentar como si Federico no existiera, dirigiendo la atención de los poetas hacia una espejuelada especialista en letras que resultó ser exilada iraní. Esta vez Federico permaneció mudo y respetuoso, esperando que sus compañeros agotaran las ceremonias de rigor. Pero cuando le tocó el turno, y al tiempo que estrechaba calurosamente la mano de la agraciada, le preguntó en el tono más pausado y correcto del mundo si ella había venido a Puerto Rico antes de la caída del Chad, después del Chad o durante el Chad-Chad-Chad.

La muchacha iraní quedó boquiabierta y desconcertada, hasta el punto de que apenas pudo balbucear palabras, y dirigió a Cartañá una extraña mirada de náufrago que Cartañá reciprocó con una mirada de impotencia y confusión a la vez, pues la ocurrencia de Federico había producido una explosión de carcajadas tan estruendosa que hubo quien dejó caer el vaso al piso, y el mismo Cartañá no 53


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sabía si pedir excusas o darse por ofendido o bien hacerle coro a los demás mortales presentes en la sala.

En lo que amainaban las risas, Mateo consideró prudente explicarle a Federico que a pesar de lo divertidas que resultaban sus chanzas era necesario dejar el relajo para otra ocasión y Federico –obediente, sumiso– prometió que de acuerdo y no se hable más del asunto, poeta, propinándole una palmadita en el hombro a manera de tranquilizante. Mateo creyó sinceras las palabras de Federico y cometió el error de darle la espalda. En ese momento hizo su entrada una poetisa dominican York que abrazó efusivamente a Cartañá y luego se presentó a la audiencia diciendo con voz cantarina que mi nombre es Chiqui Vicioso. Sin que mediara un segundo, Federico depositó en ella los ojos libidinosos y borrachos, y protestó razonando que si lo de Vicioso era por Chiqui, en todo caso más vicioso era él porqué le encantaba el chiqui chiqui.

En este punto Cartañá decidió suspender las presentaciones, sobre todo en la vecindad del epigramático Federico que ahora no recogía el consenso de la sala y terminó quedándose sin público y sin aplausos, aislado por sus audacias verbales en un rincón que era especie de leprosario. Y allí –te54


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mido y rehuido por todos aquellos que en principio habían festejado sus ocurrencias– Federico conoció la resaca de la abundancia en tiempo de vacas flacas y se hundió en un anonimato despectivo que lo condujo a libar más fuerte, sin agua y sin hielo, cargando las baterías para nuevos relámpagos.

El desmaliciado Cartañá consideró neutralizada la inventiva mordaz de Federico y propuso a los invitados dominicanos una lectura de poemas que le tocó iniciar a Mateo con una composición patriótica en la que describía sus últimas desventuras carcelarias, pero sin aludir a los dos kilos de peso que había aumentado en el encierro. Después tomó Alexis la palabra, leyendo un poema en jerga simbólica, tan hermético que ni siquiera él mismo entendió. En su turno –y estremecido por la emoción– Molina leyó parte de un extenso legajo que contenía el último acto de un drama en versos sobre estrategia de ajedrez político en que al final de la partida faltaban por lo menos tres jugadas y el peón de la reina se encontraba inexplicablemente en la casilla del rey. El granjero Abreu disfrutó su cuarto de hora de gloria dando lectura con voz afrodisíaca a un poema que exaltaba la gesta épico-lírica del Comandante Cero, desarrollada en clave de lotería hasta el Comandante Dos y el Comandante Flor, premio mayor. Luego Cartañá tuvo un 55


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gesto de humana condescendencia al invitar a participar en la lectura a Federico, el cual –desde su rincón de olvido– se declaró en abstinencia poética y declinó el turno en favor de Enrique Eusebio. Éste leyó un poema experimentalista construido en base a frases cohetes con instancias vanguardistas en que lo dicho iba en contradicho con lo entredicho y la poesía terminaba convertida en puré de papas. El engendro suscitó tanta perplejidad que el poeta estimó necesario aclarar que a pesar de las posibles incomprensiones, el mérito de su obra consistía precisamente en hacer acopio de todos los recursos que le brindaba la modernidad.

El despistado Cartañá, que acompañaba cada lectura de sus huéspedes con elogios tolentinianos3 que le hacían perder el sentido de las proporciones, dio un salto al vacío declarando que el talentoso aporte de Enrique Eusebio hacía honor a su nombre porque, precisamente, enriquecía el idioma. Tanto bastó para que Federico saliera oportunamente de su letargo replicando con felonía –y en lengua estropajosa– que si era cierto que el idioma se enriquecía en su nombre, también era innegable que se eusebiciaba en su apellido.

3 Alusión a una estudiosa de las artes plásticas dominicanas reconocida por la generosidad de sus juicios.56


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En el acto, Enrique se catapultó sobre Federico para cobrar la injuria que se le hacía a su arte, volcando un camión de palabras hormógenas en su contra. Federico le respondió que por favor lo insultara en lenguaje inteligible, fuera de la órbita de influencia de las facilonerías experimentalistas. Entonces Enrique sufrió un acceso de megalomanía al estilo de Faulknerito Peix4, y pidió respeto por su obra, apelando al juicio de una posteridad que debía hacerle justicia frente a la suprema ignorancia de la crítica analfabeta y mal aconsejada.


Cartañá y Mateo dieron pases de lance para prevenir las consecuencias de una reacción aún más airada por parte de Eusebio. Lo que resultó innecesario ya que Federico decidió hacer acopio de prudencia y poner fin a sus digresiones, retirándose quedito a la habitación en que ocupaba una cama de doble plaza –junto al durmiente Perdomo– en abierto contraste con las incómodas literas asignadas al resto de los poetas. Un bien ganado privilegio por haber llegado a la sede el día anterior.

4 Alusión a un megalómano escritor criollo.

…Y TRES59

Mateo pide la palabra y pide silencio para proponer una evaluación a fondo de la experiencia puertorriqueña, a lo que Alexis se opone como de costumbre (siguiendo un impulso que obedece más a un reflejo condicionado que a un motivo cualquiera), y dice que por favor no raye el disco, poeta, que no es hora de discursitos ahora y que mejor te sirves otro trago y no sigas fuñendo, poeta. Eusebio arruga el entrecejo inquisidor y se declara –a su pesar– de acuerdo con Alexis. Mateo ensaya un gesto doliente y autoritario con el que intenta hacer valer sus derechos, pero incluso el franciscano Abreu concede razón a las protestas, argumentando que ya para qué guardar luto si se acabaron las lágrimas.

Empírico y recalcitrante, Mateo insiste en la necesidad del análisis profundo, pero otra vez su 60


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posición es derrotada sin remedio, con el agravante de que alguien del bando contrario comete el error de mostrarse excesivamente complacido. Entonces Mateo trata de solventar su carcomido liderazgo, dando en poses y estridencias como supremo recurso oratorio, y se pronuncia en términos heroicos contra la irresponsable dictadura de la mayoría que se le opone (compuesta –a su decir– de gente que por su grado de cultura debía ser la primera en asumir conciencia de su papel histórico y social, en vez de exhibir como una prenda su vergonzosa apatía intelectual y etc.). Enrique Eusebio abre la boca para protestar por el tamaño o desmesura de los términos empleados para medir mi responsabilidad ni la vergüenza de nadie ni mucho menos, pero Alexis se le adelanta con su tonadita guarachera, sugiriéndole que simplemente Mateo, por favor, déjate de güebonerías, tómate un trago. Y Mateo –encendido al calor de sus propias palabras–, lejos de ceder un palmo, lanza nuevos epítetos incendiarios al rostro de sus adversarios, y esta vez se emplea tan a fondo que la dignidad magnilocuente de sus argumentos no deja de causar cierto estupor o desconcierto.

Después de lo cual –aprovechando el efecto favorable– Mateo eleva en éxtasis la mirada ilumi61


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nada hacia el cielo con la expresión de orgullo del combatiente que ha disparado sus últimos cartuchos y se sumerge en un profundo mutismo oriental, asumiendo una postura mamífera y equidistante respecto al mundo.

A partir de ese momento se produce un vacío en que las aguas de la conversación no dan indicios de volver a su cauce original, hasta que el mismo Mateo se sirve un trago y pide a Federico (extrañamente neutral en su calidad de anfitrión) que por favor pida a Gloria que traiga hielo. La voz socarrona de Gloria se deja sentir al instante desde la cocina, refunfuñando porque estoy ocupada y hace cinco minutos les traje hielo en la hielera, malditos poetas. Federico responde que tienes razón mi amor, pero el hielo que tú trajiste estaba muy frío y tuvimos que botarlo. Un segundo más tarde, la ligera arquitectura de Gloria embarazada se asoma a la ventana de la amplia galería palaciega donde están distribuidos los poetas, y sin mediar palabras golpea a Federico detrás de la oreja con un cucharón de madera. Acto seguido, componiendo un ademán autoritario, hace que Mateo le pase la hielera vacía y se retira sin prisa, cosmética y astracanada, dando ligeros golpes de ancas y comentando mi madre, estos poetas si beben. Federico se fric62


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ciona frenético detrás de la oreja y le replica cobardemente desde lejos si tú no sabes mi amor que al que no bebe se lo beben. Gloria responde picando hielo que mejor no le dirija la palabra porque todavía no le perdona el descuido de haber dejado caer al niño de la cuna. El taimado Federico responde explicando mi amor que no es problema de descuido sino de costumbre, porque cuando yo jugaba segunda base siempre esperaba que la pelota picara para cogerla de rebote. Gloria emite un graznido lastimoso desde la cocina, y cuando regresa con el hielo vuelve a castigar a Federico, pegándole en la cabezota con el mismo cucharón de madera, pero esta vez golpea tan fuerte que la cabeza de Federico retumba sonora como tronco seco y Federico se lleva las manos a la zona afectada con auténtica sorpresa y mayor efusión de quejidos, a lo que Gloria responde despreocupada que también ese golpe es de rebote y que mejor no se queje tanto porque después de todo tiene la cabeza más dura que una Peña de Tres5. Federico fulmina a Gloria con una mirada penitenciaria e impotente que luego se hace dulce y casi humana al verla alejarse llevando con paciencia el vientre crecido que día por día cambiaba la medida de sus manos.

5 Alusión a un programa de radio.63


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Inmediatamente después, alguien advierte la necesidad de hacer un serrucho para renovar la provisión etílica que va agotándose y en los rostros de los poetas se dibuja un consenso unánime que se traduce en una operación de sondeo en carteras y bolsillos. Al cabo de varias tentativas, Mateo logra rescatar del bolsillo delantero izquierdo una papeleta de a peso, arrugada y maltrecha como una abuela centenaria. Abreu lo secunda plantándose con un jugoso billete de a cinco y Federico pide su contribución a Gloria que se hace la sorda. Alexis, por su parte, se para con aire distraído e insolvente para ir al baño, mientras Eusebio –misterioso y parsimonioso– saca a la luz pública una abultada billetera que por su aspecto tiene parentesco cercano con la papeleta de Mateo. Trémulo de emoción –como el jugador de poker que se juega la vida a una carta– Enrique la abre con ademanes clandestinos y comienza a hurgar entre sus pliegues, repletos de papeles y documentos universitarios. Al verlo demorar en este trámite, Federico se dispara diciendo que por suerte Enrique no naciste en el viejo oeste americano, y como Enrique, perplejo, le inquiere a propósito por qué, Federico le hace notar que en tal caso no habría durado vivo mucho tiempo porque es demasiado lento para sacar. 64


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Enverdecido y cartilaginoso, Enrique Eusebio se enciende de justa indignación y pregunta con qué derecho se atreve a tal afrenta la misma persona que en Puerto Rico había evadido su responsabilidad taxística, y que además tiene por costumbre hacerse el borracho y el dormido a la hora de las cuentas a pagar. Federico permanece hipopótamo e hierático frente a la perorata eusebística, y riposta que no es culpa suya si las cuentas le producen sueño y se duerme en las tabernas y otros lugares, pero que en todo caso es prueba de fılantropía haber prestado su casa para celebrar la chercha de esa tarde. Enrique compone un gesto incrédulo y acrílico y, a manera de desafío, deposita par de pesos en la mesa de las contribuciones. Entonces Federico exige que conste en acta que además de la casa también está poniendo los servicios de Gloria, su mujer, la cual protesta desde la cocina vociferando a mí si no. Federico trata de minimizar el inoportuno cuestionamiento reclamando a Gloria (con voz tonante para darle mayor credibilidad a sus palabras) que le traiga veinte pesos de la cartera del pantalón que está en la cama. Gloria responde con una risita ahogada, luego aparece con la hielera llena de hielo y pulveriza a Federico con una sola mirada higüeyana y dice que no aporta dinero para comprar veneno ni mucho menos. Federico vira 65


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los ojos y exclama Dios mío, qué vaina, interrogando al cielo por aquello de la crisis del machismo y la patria potestad, al tiempo que Gloria se aleja mohina y apollinada, moviendo al descuido la cola cangreja.

Federico la observa penitente, con aire mameluco y desangelado, y se da por ofendido declarando que tiene ganas de mear y por lo menos nadie le puede prohibir en su casa que vaya al sanitario. En el trayecto se encuentra con Alexis que regresa de hacer aguas menores y pregunta qué marca de ron vamos a comprar. Mateo responde beatífico que mejor seguimos con lo mismo para no entrar en discordancias y Alexis argumenta que cómo va a ser, poeta, que el ron que estamos bebiendo es más malo que un anuncio de César Iglesias. Mateo lo escucha como quien oye llover y Alexis sugiere que por qué no pegarle a un tapa-roja o mejor a un whiskycito baratón, poeta. Abreu responde, diplomático y abstracto, que en las actuales circunstancias tenemos que arar con los bueyes que tenemos y que para hacer exigencias es necesario sustentarlas en metálico, que es precisamente lo que escasea, compañero. Alexis se contenta pasajeramente con el argumento de doble filo y se desploma pazguato sobre una mecedora, haciendo un gesto resignado y rinoceronte. 66


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Federico reaparece mirando torcido hacia Alexis y –con ojos renuentes y abotargados– le pregunta si por casualidad no conoce la diferencia entre un piano y un inodoro. Alexis responde que así de golpe no se da cuenta, poeta, y Federico dice que ya se lo figuraba maricón, pero afina la puntería la próxima vez que vayas al baño. Antes de que Alexis reaccione, Federico pregunta a Gloria por la muchacha de servicio y Gloria dice que está afuera haciendo un mandado. Entonces se presenta entre los poetas el dilema de elegir a un emisario comprador. Eusebio descarta de plano su participación en tal sentido, argumentando dolencias en la columna vertebral que le impiden subir y bajar escaleras. Abreu dice que además de que casi no bebe, ya costeó la primera y segunda botellas. EI robusto Alexis explica que las pastillas de la dieta que está llevando le producen taquicardia y casi no puedo esforzarme, poetas. Federico pone cara de circunstancias y dice que con gusto iría si no fuera por su calidad de anfitrión que deja la casa sola y eso se ve feo, poetas, porque después los vecinos comentan. Entonces la atención se dirige hacia Mateo que –tomado de sorpresa– no atina con una excusa válida para evadir el servicio, y se deja literalmente acorralar por las miradas compromisorias de sus compañeros. La silla cruje aliviada cuando 67


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Mateo –en actitud militante que pocas veces fuera más aplaudida– se incorpora sin chistar para cumplir con el delicado compromiso que la opinión pública le señala.

Estoico y disimulante, fingiéndose la imagen viva del deber (aunque en el fondo rabiase consigo mismo por haberse dejado elegir tan tontamente), Mateo parte resignado a cumplir lo que todos esperan de él. Pero en el último momento la providencia acude a su favor presentándosele bajo la apariencia de la muchacha de servicio que sube por las escaleras que Mateo baja y, apiadándose de sus kilos, le dice en tono implorante ay Don Mateo, páseme que yo le hago la comprita. Así Mateo se libra de la encomienda y regresa de inmediato a la silla, enternecido y coqueto, sin poder disimular una sonrisa que le cubre en toda su amplitud el rostro lechón.

Alexis comenta el suceso con una frase habitual, congratulando al poeta por su buena leche y Mateo permanece sonriente y apoltronado, íntimamente satisfecho de su ascendencia en las capas populares de la población.

En eso Gloria anuncia desde la cocina que Molina está llamando para decir que no puede venir porque todavía no ha podido encontrar las jugadas 68


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que se le extraviaron en el poema del ajedrez. Federico le dice a Gloria que le pregunte a Molina por Perdomo, y Gloria dice que Molina dice que Perdomo tampoco puede venir porque todavía no se le pasa la maldita resaca, a pesar de los tres días que durmió en Puerto Rico, y que además no quiere que le sigan dando cuerdas con el relajo de la bella durmiente.

Mateo se golpea la frente e informa que ahora que me acuerdo Alberto Bass también me dijo que no viene. Federico dice que la noticia no le sorprende, porque ya lo está diciendo el apellido, que Alberto Bass y no viene. Y Abel Fernández tampoco viene, dice Federico: está ofendido porque dije que Franklin Mieses Burgos era buen poeta. Raful tampoco viene: está dictando el prólogo de su último libro. Y Pedro tampoco viene porque se rompió la calva el sábado, haciendo un clavado en una piscina vacía. Abreu pregunta por Andrés L. Mateo y Federico informa que idem, que no viene, que está escribiendo una autobiografía en la cual resulta que fue profesor de la Sorbona en los únicos quinces días que estuvo en París. Pero Norberto quizás viene, apunta Federico: debe estar sobre la marcha.6

6 Alusión al título de un libro del propio Norberto James.69


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Un ruido en espiral de vidrios rotos, proveniente del zaguán, interrumpe el santoral de las excusas por los inasistentes y Federico –lívido el rostro y la expresión demudada– se levanta de un salto con los brazos en cruz, suplicando Dios mío, que sea sangre. Mateo también empalidece y deja casi brotar los ojos de sus órbitas. Enrique se lleva la mano a la cartera en un además de cowboy frustrado por el desperdicio de pólvora, y hasta Abreu deja escapar un lamento por el ingrato destino corrido por sus cinco pesos. Desde la cocina, Gloria se deja escuchar festejando el desenlace inesperado con palabras de ay qué bueno, ya se les rompió el veneno. Y desde el fondo de la escalera –de bruces en un mar de vidrios y milagrosamente incólume-la muchacha de servicio se lamenta sollozando a lágrimas vivas por haber encontrado un escalón, ay Don Mateo, que no estaba a la medida de sus pies. Sólo, Alexis –entre todos los cocodrilos– permanece extrañamente ecuánime y distante, limitándose a opinar que ya les dije que no mandaran a comprar ese ron tan malo, muchachones. Federico lo escucha con expresión inédita y borrosa, desesperando en vano por castigar la impertinencia del cofrade con una frase fulminante que no se le ocurre, y luego se desploma sin fuerzas sobre la silla, en actitud budista y desconcertada. 70


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Un minuto más tarde, con aire inocente y socarrón, Gloria se asoma a la ventana de la galería y pregunta riéndose, poetas, si no quieren más hielo. Alexis celebra la ocurrencia diciendo Federico, tu mujer está federiqueando, pero Federico –de tan pesado coraje– ni siquiera atina a levantar los ojos del suelo. Los demás poetas hacen mutis, al tiempo que Alexis se carcajea un poco histérico a sus anchas. Después Mateo se da un golpe en la frente para recordar que tiene que ir a La Noticia a discutir con Silvio un aumento de sueldo. Enrique Eusebio aprovecha el mismo pretexto y dice yo te llevo en mi carro, a pesar de que La Noticia se encuentra a una cuadra de distancia. Alexis se retira también, pero contento, semi-ahogado por una risita impertinente y sin decir palabras para no caldear los ánimos. Abreu pasa al baño y luego se despide formal de Gloria y de los niños, explicando que total ya se rompió la taza. Pero cuando baja las escaleras Federico lo llama con intención infame y gesto jodedor, y le dice, poeta, recuérdate de mis consejos cuando en tu granja estés: no le eches tantas piedras al alimento para gallinas de engorde. Abreu se vuelve y dice en voz neutral muchas gracias, Federico, también tú recuérdate de mis consejos cuando en tu Gloria estés. Federico permanece atónito frente a la reacción de Abreu que lo saca impunemente 71


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de sus casillas por una buena vez, y pregunta -cual silbo vulnerado- que a qué vienen tales relajos si él nunca se ha permitido semejantes insinuaciones sobre las compañeras de sus compañeros y mucho menos en esos términos falaces y desconsiderados. En ese momento Gloria se asoma a la escalera y el ponzoñoso granjero explica que tampoco el se permite insinuaciones en ese sentido, y dice que no lo tomes a mal Federico, que lo que pasa es que tienes el cerebro muy cerca del estómago y a menudo lo sustituyes en su función pensante. Federico le exige, poeta, que mida sus palabras y Abreu responde que por medidas causan ese efecto. Dicho lo cual, se aleja presuroso y prudente mientras Gloria pregunta qué pasó. Federico calcina a Abreu con una mirada incendiara y dice a Gloria deja eso. Ahora sólo falta que el maldito Pedro se entere de todo esto.


1983

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