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20/5/20

EL LADRÓN

(Un relato de Los cuentos negros)
Pedro Conde Sturla


EL HOMBRE echó un vistazo en derredor y se detuvo
junto a la farmacia: apretó los puños, se mordisqueó
nerviosamente los labios y continuó avanzando
hasta llegar al muro del patio. Entonces volvió a
mirar en torno para comprobar que las calles permanecían
desiertas, silenciosas y esfumadas. En las casas
de la vecindad no se advertía el menor movimiento.
La noche estaba crecida. Se respiraba un aire denso
y duro, oloroso a carbón y a frituras de mercado.
Durante algunos minutos se entretuvo calculando
las posibilidades de una subida afortunada. Luego se
frotó las manos para eliminar el sudor, escupió repetidas
veces y comenzó a darse paseítos por la acera.
El muro se elevaba a siete pies de altura, y en su parte
superior estaba defendido por una doble hilera de
cascos de botellas —empotrados en cemento— que
cubría casi por completo la superficie. Cuando hubo
considerado atentamente los riesgos y eventualidades,
el hombre se remangó la camisa y fijó la vista en los
vidrios. Pero en el momento decisivo escuchó a la distancia
un eco de pasos trasnochados y entonces tuvo
que fingir que estaba orinando simplemente. Después
echó a caminar calle abajo, silbando, y cinco cuadras
mas tarde dobló a la derecha: apretó el paso. Al cabo
de una media hora se encontraba de regreso en los
alrededores de la farmacia. Dio un último vistazo a
la redonda y, de nuevo junto al muro, con infinita
cautela se asió del borde, metió el pie derecho en un
resquicio, se impulsó elásticamente y en menos de un
segundo pasó del otro lado sin hacerse un rasguño.
Acompañando su caída se produjo un ruido apenas
seco y sordo.
El patio era triangular y pequeño. Bajo la mata de
guayaba se amontonaban docenas de frascos vacíos,
sucios. De la caseta del sanitario fluía un continuo
chorro de agua hediendo. La parte anterior de la
farmacia estaba bordeada por una especie de galería
de madera, débil y achacosa, a la cual servía de pantalla
una enredadera flecosa y deslucida que pendía
del techo como un trapo en desuso. Sobre la barandilla
se veían algunos barriles de piedra de talco, dispuestos
al azar. Y justamente al final de la galería,
recargada contra el ángulo izquierdo, se encontraba
la puerta trasera.
El hombre se arrimó con ademanes cautelosos e
introdujo un pedazo de varilla en la anilla del portacandado.
Por un momento le pareció que no iba a
poder desprenderlo. Pero la madera estaba podrida
y al primer intento los tornillos salieron temblando
como peces halados por la cola. Lentamente empujó
la puerta y no hubo ruido. Casi al instante divisó en
un rincón los ojos nerviosos de un gato. El corazón
le dio un vuelco. Apretó con fuerzas el pedazo de
varilla, a qué te lo rompo en la cabeza. Entonces el
animalejo se alborotó: arqueaba el lomo y engrifaba
los pelos y no terminaba nunca de moverse y escupir,
hasta que finalmente dio un salto, se detuvo un
segundo a mirarlo, agresivo, y de inmediato salió disparado
por el tragaluz.
—Doctor, levántese y ábrame la puerta —gritó
Mercedes, golpeando recio con un zapato—. Apúrese
por favor que ha ocurrido una desgracia. ¿Me está
oyendo doctor? —El zapato volvió a funcionar con
más bríos.
Paseó la vista por las tinieblas tratando de reconocer
los objetos y en el extremo opuesto del aparador
descubrió la caja registradora: abierta y vacía.
Enseguida se llevó las manos a la cara y suspiró: maldijo
en silencio. Luego concentró su atención en las
medicinas almacenadas y al cabo de algunos minutos
de indecisión hizo girar la llave de una vitrina,
soliviantó la puerta y la fue abriendo con cuidado: los
goznes se quejaron despacito. Inicio la búsqueda con
ademanes torpes y lentos, y a cada segundo le resultaba
más difícil mantener el control de los nervios.
Sentía las piernas flojas, la camisa empapada de sudor
y los testículos fríos, encogidos. Tembloroso y acobardado,
agarró con ambas manos una cajita amarilla,
chata, alargada, y se la llevó a los ojos para leer los
títulos. En ese momento escuchó el ronroneo de un
vehículo de motor que se detuvo en la misma esquina
de la farmacia. Un pasajero abrió la puerta y dijo
gracias, pásame a buscar mañana a las doce. Sonó un
portazo y el conductor dijo de acuerdo, hundió el
acelerador, ¡pero sin falta! El silenciador tosió repetidas
veces: la máquina se alejó. Luego se produjo un
tintineo de llaves y el pasajero se internó en alguna
casa vecina. Entonces el hombre comenzó de nuevo
a respirar y abandonó la actitud de repliegue. Después
se puso en cuclillas para reponerse del susto, y así permaneció durante un rato sin atreverse a mover. Al
poco tiempo regresó a las vitrinas y continuó buscando
sin darse tregua. Pero las medicinas todas se parecían,
muestra médica. Por las rendijas de las ventanas
se colaba un haz de luz amarillenta dosis, la que
el médico señale. El reloj de pared marcaba las tres y
cuarto: adultos, seis tabletas al día.
—¿Me está oyendo, doctor? —insistió Mercedes
con el zapato en la mano—. Dese prisa, doctor, le digo
que es un asunto de vida y muerte. ¡Una desgracia,
doctor! —zarandeó la puerta con desesperación—.
¿Me está oyendo doctor? Doctor Córdoba, ¿qué si me
está oyendo?, le digo que es un caso urgente. —Adentro
se produjo un ruido leve, discreto, acompañado
por un gruñido.
El hombre asomó la cabeza y la calle estaba desierta.
Se subió en un cajón, apoyó los codos en el
borde del muro y con el pie derecho buscó un saliente
y se dispuso a saltar. De improviso apareció un grupo
de muchachos, ruidoso, pateando piedras y alguno
que orinaba, je, je, a qué te mojo. Tuvo que arrojarse
a tierra para evitar que lo descubrieran. Pero el
cajón de madera, bruscamente liberado de su peso,
emitió un largo chillido y al instante se escuchó a uno
de los muchachos preguntando qué fue eso y otro
dijo el diablo y se echo a reír. El hombre aguzó el oído
y se mantuvo por un cierto tiempo a la expectativa,
hasta cuando sintió que los pasos se alejaban. Luego
se acurrucó en las tinieblas, junto a la mata de guayaba,
tentaleando con infinita precaución la pila de
botellas. El sudor le corría por la cara y por los ojos.
Tenía el ano apretado: las tripas flojas y muertas y ni
siquiera había conseguido las vainas. En la calle sonaba
a diluvio el chorro de orine, sonaba a charco
muerto, y a cataratas, pendejos, a qué llego hasta el
mercado haciendo pipí.
—Doctor Córdoba —vociferó Mercedes con acento
angustiado—. ¡Por el amor de Dios, no va a venir?
—¡Cóntrale, sí, pero aguántate! —le respondieron
de adentro—. No voy a salir encuero a la calle con
este frío.
Se descolgó de la cerca y echó a caminar con 
desenvoltura. Pero a los pocos pasos oyó ladrón y
entonces tuvo que mandarse corriendo hacia cualquier
parte. Luego se internó a toda carrera por un angosto
callejón, tropezó casi enseguida: se fue de cabeza
contra una plancha de zinc. Frente a sus narices fue
abierta una puerta. En el umbral apareció un individuo
corpulento, armado con un garrote, ¡aquí está!
Durante algunos segundos se observaron en silencio,
indecisos y huraños, y de inmediato, iniciaron el combate.
El hombre recibió un primer golpe en la frente.
Sintió la sangre fluir en abundancia y entonces le
dio rabia y perdió el control de sí mismo: se le echó
encima al adversario tratando de encontrarle el pescuezo.
Pero en ese tentativo recibió un segundo tablazo y cayó de bruces por tierra. En el suelo contó un nuevo golpe en el pecho y luego dos más en la cabeza. De improviso comenzó a tirar patadas locas: lo alcanzó de lleno en los testículos y al momento lo vio soltar el palo y llevarse —bruscamente— las manos a las ingles y revolcarse dando alaridos como una bicicleta, coño, me lisió el maldito.
Embrutecido por la golpiza, el hombre continuó
corriendo al garete con adolorida velocidad. En varias
ocasiones tuvo que volver sobre sus pasos y enderezar
el rumbo, sin que atinara a encontrar una salida,
hasta que finalmente se metió en un patio, atravesó
un nuevo callejón y fue a dar a la calle para
buscar refugio en otro patio. Allí, oculto detrás de una
carbonera, se llevó las manos a la cabeza y rompió a
llorar a lágrima viva. Era un lugar oscuro y sucio,
polvoriento. A pocos metros de distancia reposaba un
numeroso palomar. En otro sitio se divisaba una pocilga
y un gallinero destartalado. Olía horrible a mierda y a tabaco.
En el vecindario había cundido la alarma. Se había
formado un ajetreo del otro mundo. La gente
empezaba a salir en manadas a la calle, semivestida,
improvisadamente armada de cuchillos y tubos. Algunos
se habían organizado en patrullas y lo buscaban
con lámparas y linternas, escudriñando minuciosamente
en los rincones más inocentes. Un veterano del
ejército comandaba un pelotón improvisado que a
duras penas, y con larguísimas voces de mando, lograba
mantener en formación, tratando de tender
una especie de cerco en las calles aledañas. Dentro
de las casas reinaba también la agitación. Curiosos y
desobedientes, los menores se agolpaban en las puertas
y ventanas, sin reparar en las órdenes histéricas de
las mujeres. Por momentos la gritería aumentaba, y
con la gritería de la gente se confundían los ladridos
de los perros que pululaban en las cercanías, nerviosos
y desorientados.
El hombre se enjugó las lágrimas con el dorso de
la mano, y entonces paseó la vista por los alrededores,
buscando el lugar más apropiado para continuar
la fuga. Pero su cuerpo todo era un solo temblor. Se
sentía sin fuerzas, destruido por dentro: cansado y
aterrorizado. Y sentía que los ojos pugnaban por salírsele,
el estómago se le aflojaba, el corazón le demolía
el pecho y de la frente le manaba sangre aún y
le dolían a la vez todos los músculos y las costillas y
los palos en la cabeza.
—Y le voy a poner electricidad a la puerta para
que se electrocuten todos los jodones —dijo el doctor
Córdoba, vistiéndose—. Porque lo grande de este
paisito es que nadie respeta a nadie. A cualquier hora
le vienen a tumbar la puerta a uno por cualquier
cosa... ¡Ustedes me van a volver loco! ¡Me voy a tener
que mudar al monte para que dejen de joderme!
—Dentro de la casa había dos luces encendidas. Afuera
se oía la respiración atropellada de Mercedes.
Moviéndose con extremo sigilo, un grupo de cinco
personas entró al patio y se detuvo a pocos metros
de la carbonera y alguien preguntaba dónde se habrá
metido. El hombre contuvo la respiración y apretó
los dientes: se replegó sobre sí mismo tratando de no
mover una paja. Uno de los perseguidores portaba un
martillo agarrado por el mango. Los otros cargaban
piedras y punzones y por mi madre que si lo agarro
lo quemo vivo. Durante algunos minutos discutieron
en voz baja, con cierta animación y entusiasmo, y luego
se desplegaron en silencio, intercambiando gestos
y señales de prevención. Desde su refugio el hombre
los sentía removiendo tablas, pateando latas y piedras,
abriendo y cerrando puertas sospechosas, y hasta se
dio cuenta de cuando levantaron la pesada tapa del
aljibe, bajo la cual sólo encontraron una antigua osamenta
de gallina y el cerrojo de un Máuser, decrépito
y mohoso.
Empeñados en no pasar por alto ningún posible
escondrijo, continuaron buscándolo celosamente por
espacio de un cuarto de hora. Pero más luego, justamente
cuando se disponían a revisar en la carbonera,
estalló un grandísimo alboroto en las cercanías: el
barrio entero parecía dirigirse en tropel hacia un
lugar determinado, rompiendo las formaciones estratégicas
del cerco. Entonces, aprovechando el barullo
y la distracción, el hombre se disparó a la calle sin
perder un segundo. Después se encaminó hacia el
parquecito, moviéndose con pasos regulares. Desmoralizado y jadeante —y ya casi en el límite de su resistencia— lo atravesó por la margen derecha, raneando
penosamente entre los cigarrones y las albahacas.
Por los alrededores no se veía un alma: toda la atención
se había concentrado unas tres calles más abajo.
En el aire se dejaba sentir un perfume denso y
rústico.
—Te dije que ya iba, Mercedes —gritó el doctor
Córdoba—. No sigas jeringando tanto. Me vas a hacer
perder la paciencia.
—No se ponga así, Doctor —replicó Mercedes.—
Usted sabe que si no fuera una cosa grave yo no estuviera
haciéndole tanta bulla.
—¡Carajo, sí! ¡Ya me lo dijiste! Lo sé que ha pasado
una tragedia... ¡Se está acabando el mundo! Pero
si me sigues apurando tanto no voy a ningún sitio...
Aunque se esté muriendo el Papa... —La luz de la sala
se apagó en ese momento. Luego fue abierta la puerta
de entrada. El doctor Córdoba apareció en el umbral,
ceñudo y ojeroso.
El hombre giró en redondo y retrocedió hacia el
frente de la casa para cubrirse las espaldas. Entonces
lanzó la piedra enorme, sorpresivamente, y descalabró
a uno de los tres que lo acosaban. De inmediato
se escuchó el zumbido de la cadena. Luego vino el
golpe: la mejilla pulverizada. El hombre se cubrió la
cara con las manos y embistió furiosamente, sin reparar
en su carne dolorida. Con un violento cabezazo
logró derribar al de la cadena y comenzó a patearlo
en el suelo. Casi al instante recibió un navajazo a
manos del tercer adversario, en el hombro. Retrocedió
como un felino, tratando de librar otra acometida,
e instintivamente alargó el brazo para encontrar
el hierro que ya venía de regreso, buscándole el corazón.
Durante algunos segundos tuvo lugar un violento
forcejeo. Luchó con todas sus fuerzas por apoderarse
del arma. Pero a cada nuevo intento la hoja
se deslizaba, Inasible, dentro de sus manos y le producía heridas profundas y transversales. Finalmente
logró quitárselo de arriba con un rodillazo en el estómago.
Y en ese preciso momento apareció la turba.
Un centenar de personas rabiosas y enardecidas
al punto de descubrir la sangre y los heridos se le vino
encima con la violencia de una locomotora, aullando
y maldiciendo terriblemente. El hombre apenas
tuvo tiempo de meterse en un zaguán. Cerró la puerta
con premura y se mandó escaleras arriba, salvando los
peldaños a grandes zancadas. En la azotea había un
tendedero de ropa: cajas dispersas, botellas vacías. Era
un antiguo edificio de tres pisos, alto y angosto. No
había salida.
Abajo se escuchó el crujido de la puerta y se escuchó
un furioso tropel en el zaguán. Pocos segundos
más tarde apareció un grupo de jóvenes sobre la
azotea —frenético—, y casi al mismo tiempo se produjo
un estampido en el techo de la casa contigua cójanlo,
se tiró el maldito, no lo dejen ir. El cuerpo del
hombre sonó a vidrio roto al golpear en el zinc. En
vano trató de sostenerse. Rodando atropelladamente,
manoteando y resbalando por la superficie inclinada,
fue a dar al suelo con un crujido de cáscaras
de maní.
—Te digo que no me jales, Mercedes —dijo el
doctor Córdoba—. Yo no puedo caminar tan rápido.
—Es que a este paso lo vamos a encontrar difunto,
doctor —replicó Mercedes.
De inmediato hubiera querido levantarse y continuar
corriendo, huyendo hacia ninguna parte y golpeando
sin tregua, sin misericordia, a quienes se le
atravesaran por el camino. Pero un solo movimiento
le bastó para comprobar que sus miembros no le respondían. Las fuerzas lo habían abandonado. Sentía
su propio cuerpo como una masa lánguida y floja,
gelatinosa y ensangrentada y sin remedio. Tenía los
hombros y la cara hinchados, desfigurados, rotos, y
los dolores de la caída le dolían confusamente por
encima de las primeras heridas y de los palos en el
callejón. En los oídos le sonaban mil injurias. La rabia,
la desesperación y el terror lo invadían intermitentemente.
Y por momentos se le nublaba la razón: le parecía contemplar las cosas como a través de un espejo opaco y entonces tenía la impresión de estar sufriendo un destino ajeno. Pero el alma se le salía por los poros y, puntualmente, el dolor le devolvía la conciencia de su realidad. Se sentía morir. Los perseguidores le pisaban los talones. Docenas de ojos lo
buscaban con avidez. ¿Dónde debía meterse para escapar
a la solicitud de sus verdugos? El reloj de una
iglesia vecina campaneó las cinco y media.
—Minutos más, minutos menos —dijo el doctor
Córdoba—: nadie se salva por cuestión de minutos.
Así es que aguanta el paso o vete alante. Total yo siempre
dije que ese hermano tuyo iba a parar en loco...
¿Y a tu mamá dónde la dejaste?
—Allá, con él. Fue ella que me mandó a que viniera
a buscarlo, Doctor.
—¡Qué barbaridad! —exclamó el doctor Córdoba—:
¡En que líos se mete la gente por culpa de su
propia torpeza!
—Es la desgracia, Doctor —recitó Mercedes—,
casi convencida.
—Sí, la desgracia —aprobó el doctor Córdoba.
—¿Pero cómo pudo suceder una cosa así? ¡Eh! ¿Cómo
pudo suceder?
El hombre dio un paso en falso y volvió a caer por
tercera vez. Enseguida trató de incorporarse: ninguno
de sus miembros le obedecía. Ayudándose con los
codos logró arrastrarse un par de metros. Luego,
andando a gatas: continuó avanzando hacia la calle.
Y entonces divisó el carro-patrulla a veinte pasos de
distancia —apenas una mancha grisácea en sus ojos
borrosos—, y junto al carro cinco gendarmes serenamente
rígidos como postes de luz sin brillo, con chapas
de metal, inmóviles, ayúdenme. La turba se había
contenido y esperaba en silencio y con temor el
desenlace. El hombre se incorporó a medias: avanzó
algunos pasos, dio un traspié: consiguió sostenerse.
Cuatro agentes permanecieron rígidos, hostiles, métanme
preso pero no dejen que me maten. El oficial
se recostó en el auto: lo encañono con el M-1. Luego
se llevó una mano a la cara para acomodarse los Ray-
Ban. Los subalternos lo observaron con impaciencia.
Entonces el hombre se desplomó en el suelo, jadeante,
y apenas levantaba la cabeza para implorar sin
fuerzas, policía, ¿no me van a llevar preso? El oficial
miró con displicencia a uno de los subalternos, acarició
el guardamonte del fusil, hizo una mueca, mascaba
chiclet. El hombre se volvió hacia la turba por
última vez, y luego hacia el carro patrulla, policía, con
un gesto implorante, y después bajó la cabeza con resignación.
En ese momento el oficial dijo piltrafa y metió el dedo en el gatillo.
—Entonces oímos los tiros, Doctor —dijo Mercedes—.
Mamá estaba sentada en la mecedora esperando
que volviera y comenzó a gritar lo mataron lo mataron
y salió a la calle dando gritos. Fueron muchos
tiros, doctor. Le tiraron todos los tiros que tenían y
la gente se mandó para que no se le fuera a pegar
una bala.
—¡Carajo¡ —dijo el doctor Córdoba—. Si tú me
hubieras dicho eso desde el principio... ¿Por qué no
fuiste a buscar un cura directamente?
—Es que mamá me dijo que a lo mejor se podía
hacer algo todavía. Me dijo búscalo, Mercedes, búscalo
que todavía resuella.
El doctor Córdoba se detuvo frente al cuerpo y los
curiosos se apartaron. Se agachó para comprobar que
no había nada que hacer. Lo palpó, le tomó el pulso,
dijo que no con la cabeza: miró oblicuamente al oficial.
—No se quiso detener... ¿Usted es médico?
—Este hombre está muerto.
—Duro...
De repente empezaron a escucharse gritos destemplados.
Una mujer anciana, histérica, se arrojó sobre
el cadáver como un ave de presa. Aullaba y se quejaba
lastimosamente y se halaba los cabellos: se golpeaba
el pecho con los puños cerrados. A duras penas
lograron separarla y alejarla del lugar, mientras ella
se debatía furiosamente, tratando de liberarse de la
gente que la contenía. Luego se desplomó sin fuerzas
y comenzó a sollozar con la nariz, continuadamente,
con una especie de ritmo Interior. Alguien le dio
a oler un algodón empapado de berrón y le hicieron
beber un vaso de agua con azúcar.
El doctor Córdoba se sacudió el polvo de la rodilla.
Movió negativamente la cabeza y echó un último
vistazo al cuerpo inerte. Por un instante sus ojos volvieron
a encontrarse con los Ray-Ban del oficial, que
lo miraba insistentemente, con dureza. Se encogió de
hombros y lo saludó mecánicamente con un gesto
ambiguo. Enseguida le volvió la espalda, despacito, y
pidió que lo dejaran pasar. La gente, arremolinada en
torno al cadáver, le cerraba el camino y tuvo que
abrirse paso a fuerza de empujones. Se alejó del centro
del tumulto con un sentimiento de derrota y de
fastidio. A lo lejos oyó un inútil barullo: la sirena de
una ambulancia que se acercaba a toda carrera. De
pronto se sintió triste y cansado. Era mañana clara y
el sol picaba fuerte sobre los techos de zinc.
Alcanzó a ver a Mercedes, recostada contra un
árbol, que paseaba la vista por los alrededores con
una curiosidad de perro hambriento. Tenía la cara
larga y afilada, los ojos tristes y llorosos, y parecía no
darse cuenta cabal de la situación. Parecía aturdida.
A su lado la gente hablaba y se movía. Comentaba en
voz baja. Susurraba frases confusas de pésame. El
doctor Córdoba se acercó despacito por detrás: se
quedó mirándola en silencio. Le puso una mano en
el hombro y abrió la boca para decir algo. Pero enseguida
se sintió desarmado por su propio gesto y comprendió
que todas las palabras del mundo resultarían
igualmente inútiles y frías. Y entonces no dijo nada.


(santo domingo-roma, 1969-1973)

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