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20/2/21

ACUARELA (1-6)

 Pedro Conde Sturla



1

El pueblo es ahora en mis recuerdos una bruma delgada y apacible, es un bosquejo borroso, es un paisaje frágil de espumosa niebla que a fuerza de tanta desmemoria no tiene casi nombre ni contorno, unas calles trazadas a cordel, muy pocas calles, un parque bucólico y frondoso como solían ser los parques pueblerinos, retretas los domingos y días de fiesta.

En derredor del parque había un rumboso club de baile y un club de damiselas, un restaurante chino, una casa condal donde vivía un conde catalán, un llamado palacio del ayuntamiento, el lúgubre cuartel de la policía, una iglesia y un deslumbrante cine. El cine Carmelita y su letrero lumínico que parecía una cosa del otro mundo, con millones de luces parpadeantes que zumbaban con un zumbido que atraía a la gente indecisa (como los cantos de sirena de la Sabana de San Diego) cuando la película iba a comenzar.

En algún otro lugar había un mercado sucio y maloliente donde mataban los cerdos y las gallinas y los chivos en presencia de los compradores, había una escuela pública, una fortaleza inexpugnable sobre un barranco que daba al río, más arroyo que río, un montón de guaguas que iban todo el día y toda la noche hacia la capital y Julia Molina, las gallinas y  los chivos amarrados por las patas y colgando de las ventanas, los chivos muriéndose en vida con una extraña resignación, a veces berreando sin cesar y sin que nadie les pusiera caso, un régimen de terror. Eso recuerdo.

Ahora, como dije, es más que pueblo un paisaje, un delgado paisaje que apenas puedo definir en el temblor de las palabras, una borrosa acuarela, un espejismo, un paraje desvaído en una geografía que hoy no alcanzo a determinar, quizás a medio camino entre Comala y Macondo.

Recuerdo, sí, que toda la tierra entonces estaba sumergida entre bosques de cacao y café a la sombra de amapolas florecientes, plantaciones interminables de plátanos y guineos, inmensos arrozales, vacas rumiando a la sombra del samán, el prado con samanes interminables en la finca de los Aguayo.

Había también un río que serpenteaba por los montes, que se convertía en hondonada a su paso por el pueblo, que a veces no era río sino arroyo y a veces un torrente desbordado. Recuerdo la poza de los Vanderhorst, donde se bañaba tanta gente, y un extraño lugar en las afueras llamado Rabo de Chivo y otro llamado el Hoyo de Lala. Pero a la Sabana de San Diego nunca fui. Allí vivían mujeres de costumbres exóticas. Sirenas que atraían a los hombres y muchachos a la perdición.

Lo demás es un recodo de querencias familiares en el laberinto de la memoria, entre las infinitas curvas de la vida y la mirada inocente de una infancia remota. Allí está, por ejemplo, la espigada residencia de los abuelos paternos, esta la casa de los juguetes mágicos de la familia Moreno Martínez, y más que nada está el caserón de madera de la familia materna, el patio enorme, la mata de mangos  mameyitos, las aguas cristalinas de una cuneta que atravesaba el patio y moría en la letrina, las jicoteas que caminaban indolentes por la cocina. Pero sobre todo la habitación de Mamabuela, los besos de Mamabuela, los santos de la habitación de Mamabuela que se cambiaban de lugar, la velas y velones siempre encendidos. El marinero ahogado que se paseaba por todas las habitaciones con su uniforme de marinero genovés.

Nada había sido fácil desde la muerte del padre. El padre de familia era contable y había muerto a destiempo. Se murió de repente antes del día 25 y su empleador, que era el hombre más rico del pueblo, le descontó del salario de treinta pesos los días que faltaban para cobrar. Dejaba tres hijos y tres hijas en la orfandad, dejaba a la esposa viuda con una carga superior a sus fuerzas.

El mayor de los varones se había graduado de médico y se había echado encima casi toda la carga familiar, con ayuda de sus hermanos y hermanas. Las mujeres hacían dulces que sus hermanos salían a vender, lavaban ropa, reparaban prendas de vestir, hacían de tripas corazón y de una u otra forma llegaba la comida a la mesa. Las cosas mejorarían a la larga y entonces comenzaron a llegar los primos y las primas.

Muchos de ellos venían frecuentemente de visita o se habían quedado a vivir. Un pequeño ejército de parientes más o menos cercanos y algún otro que nadie conocía y que quizás no era pariente. Un infiltrado.

A veces eran tantos que en algunas camas tenían que dormir atravesados de cinco en cinco, cuidando de que los pies ni las cabezas tocaran el suelo para que los ratones no les comieran los dedos o los cabellos.

El baño y la letrina siempre estaban ocupados y casi todo el tiempo había filas larguísimas de gente a medio vestir o vestida con batas desaliñadas, envuelta en toallas y otras indumentarias, y con jabón de cuaba y papel de periódico en la mano. Para peor, durante la noche no podían salir al patio después de la hora de las ánimas y tenían que usar bacinillas, pero las bacinillas tampoco daban a basto para tantas personas, y cuando se llenaban había que arrojar los desperdicios por las ventanas o conservarlos en algún recipiente hasta el día siguiente.

Mamabuela, en cambio, tenía una bacinilla de mármol de Carrara para ella sola, una bacinilla de lujo con motivos ornamentales que sólo usaba en ocasiones especiales, las pocas veces al año en que tenía que aliviar el cuerpo. Pero lo que brotaba de su desmirriada anatomía era una hojarasca pajiza que se convertía casi de inmediato en polvo en contacto con el aire, una substancia etérea que Mamabuela limpiaba con un plumero y se disipaba con un extraño olor a santidad al más leve soplo de la brisa. Después volvía a colocar la bacinilla en su lugar de honor, entre las filas de velones encendidos y santos de su altar, y no la utilizaba para otra cosa. La única vez que orinó en el pesado y preciado recipiente, el mármol se manchó y cogió un olor pegajoso a difuntos, y Mamabuela tuvo que pasarse varias horas frotándolo con jabón y con lejía para devolverle su virginidad marmórea.

Como no estaba dispuesta a hacer fila para ir a la letrina, adquirió la costumbre de  depositar las aguas menores en la cuneta de aguas cristalinas, y lo hacía a la vista de todos, sin que nadie se diera cuenta en principio. El truco consistía en hacerse la disimulada, pararse sobre la cuneta con las piernas abiertas para que el pesado faldón ganara amplitud y orinar discretamente de pie. Cuando terminaba sacudía las caderas con la misma pretendida discreción y regresaba muy oronda a la habitación, que se encontraba al final del pasillo que daba al patio, una especie de anexo adosado al caserón. Eso sí, desde que llegaba la noche se encerraba con sus santos y sus muertos, y cualquier tipo de necesidad la postergaba hasta la salida del sol.

A la hora de comer también se producían congestiones de tráfico. Se sentaban, por turnos, por los menos catorce personas a la mesa y los que no cabían se llevaban sus platos al patio y se acomodaban a la sombra del mameyito.

Una vez, la muchacha de servicio recién llegada preguntó si el marinero no iba a comer con los demás. Le dijeron que no. Sólo estaba de paso y no comía. Era el difunto esposo de Mamabuela, el que se había ahogado en las aguas de Liguria muchos años atrás. La muchacha pensó que era una pena. Tan buenmozo y simpático. Y además parlanchín. Se lo encontraba siempre cerca de la cocina, pero no entendía lo que decía.

2

Todos los años, y a veces dos veces al año, el minotauro venía de visita al pueblo y el pueblo se ponía de fiesta por fuera y se ponía de luto por dentro. Su llegada nunca era anunciada públicamente, pero se podía presentir, se podía oler, se podía percibir en el nerviosismo y el miedo que invadía a los funcionarios civiles y militares con varios días de antelación. Ademas, en la iglesia comenzaba a entrar una brisa caliente, malsana, se apagaban los velones y se derretían los cirios y los feligreses se sentían incómodos. El cura párroco sospechaba de una presencia maligna.

Por lo demás, en cada rincón del pueblo se extremaba la limpieza, la recogida de basura y animales muertos, y se pintaban las escuelas y edificios públicos. Salvo el mercado, que era siempre un asco, el lugar quedaba oloroso y resplandeciente, en especial el local del Partido Dominicano.

Al igual que en otros pueblos del país, el minotauro se hospedaba junto a su escolta de guardias pretorianos en el local del Partido Dominicano, un edificio antipático y cuadrado de dos plantas por cuyo frente la gente evitaba pasar. Había otros iguales, aunque de diferentes tamaños, en las poblaciones más importantes. Y en cada uno había una maciza columnata a la entrada, un vestíbulo de generosas dimensiones, amplias oficinas, un salón de actos y algunas celdas enrejadas, primorosamente enrejadas.

Pero su aspecto era engañoso. En el segundo nivel, al que sólo unos pocos tenían acceso, había unas insospechadas habitaciones de lujo, una discreta suite con las indispensables comodidades para que el minotauro se sintiera a gusto. Allí pernoctaba, bebía, se emborrachaba, se alimentaba con las más tiernas doncellas, daba órdenes de vida y de muerte mientras todos a su alrededor temblaban como gelatina.

La llegada del minotauro despertaba siempre curiosidad porque la mayoría de la gente, en especial los más chicos, sólo lo conocían por fotos. Una fotografía, en particular, que se encontraba en los lugares públicos y con la que estaban familiarizados. Era una foto a color, los colores chillones de las fotos retocadas de esa época, con la imagen de un minotauro rozagante de mejillas rosadas, mejillas suaves y rosadas que invitaban al tacto, de piel tan suave como nalga de niña. Como la piel de un melocotón.

Mamabuela fue a verlo una vez porque no tenía nada que hacer, pero no se atrevió a acercarse. Desde lejos advirtió algo que nadie advertía. Sobre los hombros del minotauro sobrevolaba un pájaro malo que la llenó de terror. Instintivamente se hizo la señal de la cruz. Al regresar al caserón le dijo a todos sus familiares que no salieran a la calle ese día y nadie salió ese día.

La presencia del minotauro alteraba la rutina y la modorra provincial de los pobladores, las horas y los horarios de acostarse, de dormir y levantarse. Todo empezaba a girar a su alrededor. En una ocasión, sin que nadie pudiera explicárselo, las manecillas de los relojes empezaron a moverse en sentido contrario y no se detuvieron hasta las tres en punto de la madrugada. La hora del diablo.

Nada volvía a ser igual durante los días que pasaba en el lugar, engordando al ganado con su ojo de amo. Los empleados públicos y privados, los dirigentes políticos locales, los estudiantes de las escuelas primaria y secundaria, los campesinos y los obreros acudían voluntariamente o eran arreados como ganado en presencia del minotauro, que era como estar en presencia de un dios. Se les permitía verlo de cerca cuando inauguraba una obra o cuando simplemente caminaba en compañía de sus guardaespaldas y aduladores, y se les permitía aclamarlo, vitorearlo, aplaudirlo sin cesar.

Durante su última visita causó, sin embargo, una ingrata impresión entre las estudiantes de secundaria. La mayoría estaba acostumbrada al minotauro rozagante de mejillas rosadas que aparecía en la foto, pero el que pasó frente a ellas a pocos metros de distancia no se le asemejaba. Llevaba una máscara, un Panqueque Max Factor, un maquillaje tan espeso como si se lo hubieran aplicado con una plana de albañil. El minotauro que pasó frente a ellas, con un ceñido frac, tampoco pudo permanecer mucho tiempo a la intemperie porque el maquillaje se reblandecía a vista de ojo en el candente sol del mediodía. No lo podían creer. No era creíble. Nada parecía real, bajo aquel cielo inclemente que de nadie se compadecía. Vivíamos en un escenario absurdo,  alucinante y distante como una pesadilla. Realmente lo era.

Aparte del minotauro, también venían al pueblo los circos y las compañías de teatro y de zarzuela varias veces al año. Una vez fui a un circo que no parecía circo. Era un circo de fenómenos, sin monos ni leones ni elefantes, ni trapecistas ni payasos. Algo deprimente. Había una mujer con la cabeza del tamaño de una naranja, había un gigante que se serruchaba el talón de un pie con un serrucho sin hacerse daño, había un traga espadas que se tragaba espadas lumínicas y se le veían todos los órganos del cuerpo. Había también una mujer que caminaba en cuatro patas, pero no me la dejaron ver.

Las compañías de teatro y de zarzuela venían muy seguido porque era la época de la guerra y los artistas se morían de hambre en Europa. Una vez, una compañía de zarzuela española emprendió una gira que duró un año por los más intrincados parajes del país. Presentaban una obra llamada La viuda alegre, donde aparecía un tal conde Danilo, y tuvo un éxito enorme. Ese año, a los niños que nacieron en esta tierra les pusieron por nombre Danilo. Una epidemia de Danilos.

Los circos y las compañías de teatro y de zarzuela iban y venían, pero el minotauro estaba siempre de alguna manera presente en cualquier parte. La radio y los periódicos lo mencionaban cada día. En las oficinas públicas, en las escuelas y el hospital, en la sala de muchas casas y otros sitios imaginables colgaba una foto del rozagante minotauro. Sus frases famosas ocupaban paredes enteras. Había bustos suyos ceñudos y severos en los lugares más impensados. La graciosa glorieta victoriana del parque había sido demolida y sustituida por una monumental estatua del minotauro. Donde quiera que fueras sentías la mirada del minotauro.

En la sala de la casa condal, la del abuelo catalán, sólo había fotos familiares. Hasta que en una ocasión se apareció el menor de los hijos con el rostro demudado y sudoroso. Traía un retrato enorme, en blanco y negro, un retrato recién salido de la imprenta, que olía a tinta fresca y lo colgó en la sala, en un lugar muy visible. Un retrato del minotauro en todo su esplendor.

La indignación del patriarca catalán no tardó en hacerse sentir. Estalló de ira. La ira de los justos. En esta casa no se le rinde culto a tiranos, yo me fui de España huyendo de la tiranía, no lo voy a permitir.

Pero esta vez haría una excepción. El hijo menor le explicó que habían nombrado un nuevo jefe de la policía. Cuando le dijo el nombre, que parecía un vomitivo, el patriarca palideció. El retrato del minotauro permaneció en su lugar.

La fama de Ludovino lo precedía. Tenía modales de caballero, mucha finura en el hablar, y escogía a sus víctimas sin apasionamiento. Era alguien que mataba por matar, un cancerbero. Medio mundo conocía la historia de unos presos a los que había metido en sacos de yute y arrojados al mar.

Matar era su vicio y su lisio, era su tarjeta de presentación. Para empezar, sólo para empezar, cada vez que lo nombraban en un cargo hacía matar a alguien.

Un día después de su llegada, un empleado del tribunal de tierra recientemente  ascendido apareció ahorcado y con el rostro desfigurado.

 3

Mamabuela me contó que las dos torres de la iglesia se cayeron a la una de la tarde y que a esa misma hora los habitantes del poblado de Matanzas vieron que el mar se retiraba.

Las niñas de la congregación Hijas de María y los niños del Apostolado del Sagrado Corazón de Jesús habían estado toda la mañana adorando a la Virgen y al Señor y habían salido a comer. Después comenzó a temblar la tierra y fue entonces que la iglesia se derrumbó. También se cayeron las pocas casas de mampostería que había en el pueblo. El griterío que se armó llegó probablemente a las puertas del cielo. La gente gritaba y siguió gritando durante horas por lo qué había pasado y sobre todo por lo que pudo haber pasado.

En Matanzas, a cuarenta y cuatro kilómetros de distancia, también tembló la tierra, pero no se cayó nada porque no había nada que pudiera caerse. Los pobladores vieron que el mar se retiraba y ellos hicieron lo mismo. Empezaron a correr en dirección contraria. Gritaban y corrían hacia lo alto, mientras el mar se retiraba despacito. Seguirían gritando cuando vieron desde lejos que el mar volvía de su retiro con el ímpetu de una bola de cañón y se tragaba sus frágiles viviendas. Lo único que se salvó fue la iglesia, quizás porque estaba asentada sobre pilares más firmes. El mar la arrancó, la removió, pero no pudo llevársela y la dejó sobre el parque, lo que había sido el parque, casi a manera de ofrenda.

Un día después llegó un camión cargado de vacacionistas demacrados, un grupo de familias del pueblo que había estado disfrutando de los encantos de la playa de Matanzas en el momento del desastre y todavía no se reponían del susto. Traían el miedo pintado en las caras, el hambre y el cansancio. Los huesos molidos al cabo de tantas horas por un difícil camino vecinal.

En cuanto a los habitantes de Matanzas, después de mucho llorar por la pérdida de sus hogares y sus bienes, fundarían en un lugar cercano otro poblado al que llamarían Matancitas. Pero la playa había dejado de existir.

En el caserón de madera de la familia se habló mucho sobre los sucesos de ese día, que permanecieron en la memoria colectiva como una mancha indeleble. Muchos reían, al recordarlo, y otros lloraban, pero nadie era indiferente.

Las ruinas de la iglesia, que se hallaban a un costado del parque, ocupaban una cuadra entera y estuvieron durante años en el abandono. La gente esperaba que algún día serían removidas y se construiría otro templo. Cuando por fin lo hicieron el terreno se usó para ampliar el parque. El parque sería más grande, pero nunca volvería a ser tan bonito como en la época en que estaba sembrado de robles y conservaba su glorieta victoriana.

Los domingos y días de fiesta venía gente de diferentes sitios y el lugar se abarrotaba de campesinos y forasteros. En esos años y durante muchos años hubo una epidemia de inmigrantes y refugiados. Había españoles, catalanes, unos cuantos italianos y sobre todo árabes del Líbano, algunos de Siria. Otros serían palestinos a quienes los judíos habían despojado de sus tierras. A los tres últimos les llamaban turcos porque sus países habían estado dominados por los turcos y habían venido al país con pasaporte turco, y turcos serían durante mucho tiempo. Algunos, entre los más viejos, no aprendieron el idioma y terminaron olvidando el suyo.

Era gente afable y laboriosa que profesaba la religión católica maronita en su mayoría y se adaptó fácilmente a la irrealidad del paisaje cotidiano. Más de uno hizo fortuna o por lo menos dinero suficiente para vivir una vida sin sobresaltos, aparte del sobresalto de vivir.

Los matrimonios de conveniencia dieron origen a más grandes fortunas y dieron, sobre todo, mucho que hablar. A los hijos, nacidos y criados en el lugar, no les hacía gracia la conveniencia y empezaron a rebelarse más temprano que tarde. Aun así, muchachas jóvenes y bellas y amoratadas se vieron muchas veces frente al altar al lado de hombres viejos y desvencijados y ricos. Las arrastraban a la iglesia unas matronas decididas y robustas a fuerza de sanos consejos, de muchos sanos empujones, nalgadas y bofetadas o simplemente cargadas. Las inmolaban en el altar. Era lo que se llamaba una boda a la turca.

En aquella época mi madre me llevaba de vez en cuando a casa de las hermanas Vanderhorst cuando veníamos de vacaciones al caserón de madera. Quizás me llevó una sola vez pero la experiencia fue tan grata y tan intensa que se multiplicó en la memoria, se convirtió el pálido recuerdo en imágenes acristaladas que conservo mentalmente como en una especie de caleidoscopio.

Me gustaba ir porque la casa quedaba cerca del río, sobre el permanente rumor del río que siempre me producía una agradable sensación de bienestar, y porque me gustaba verlas haciendo canquiñas con su manos mágicas. Algo tenían de virtuosas las manos de esas mujeres simpáticas y cariñosas que transformaban el azúcar como si el azúcar les debiera obediencia y se doblegara a su voluntad. El azúcar en el caldero se fundía con un aroma delicioso, empezaba a cobrar cuerpo, a cobrar vida y cambiaba de color en un abrir y cerrar de ojos, se convertía en una deliciosa masa elástica que amasaban con tesón, casi con ternura. Lo mejor era cuando dividían esa masa en pedazos y los arrojaban sobre un clavo clavado a un poste de madera, lo trenzaban como se trenzan el pelo de una adolescente hasta que se convertía en una delgada y larga barra quebradiza, blanca roja y azul, que cortaban en pedazos. Lo mejor, en verdad, era cuando me brindaban uno de esos pedazos y le daban otros a mi madre para llevar.

El camino de regreso era tan largo como el camino de ida, pero en la ida caminábamos cuesta abajo y en la vuelta botábamos el bofe y llegábamos cansados, resoplando.

La alegría se disipaba en el rostro de mi madre y adquiría un grave aspecto de tristeza cuando pasábamos frente a la casa de una viuda a la que mucha gente negaba el saludo. Vivía a una cuadra del caserón de madera y pertenecía a una familia de apellido Perozo. Lo que quedaba de ella. Una viuda y una hija, un hijo que no tendría catorce años y otro menor. El minotauro había hecho matar al esposo y otros miembros de la misma familia, incluyendo a dos hermanos. La había casi exterminado. Y con saña, con infinita saña.

El mayor de los muchachos se llamaba José Luis Perozo Fermín y le decían Pichí y le decían el Perocito. Nadie podía anticipar entonces lo que le esperaba en una de esas curvas trágicas de la vida. El minotauro era implacable, se vengaba sistemáticamente de sus enemigos y desafectos, y designaba a sus familiares como enemigos y desafectos para seguir cobrando venganza. Aún así, daba trabajo imaginar que desataría su ira contra un adolescente que sólo tenía culpa de haber nacido. El mundo, en esa época, parecía a veces una pesadilla de la que no se podía despertar.

4

El Perocito vivía una vida más o menos normal en aquel ambiente bucólico, aldeano, engañosamente apacible, donde casi nunca pasaba nada, o casi nada, hasta que finalmente pasaba. Rosario Fermín, su viuda madre, sufría en silencio, y por partida doble, la muerte y desaparición del esposo al que nunca pudo dar sepultura. Su hermana Alfonsina se había convertido en una lectora insaciable que distraía sus penas y presentimientos devorando libros que le traía su tío Damián Fermín. Su hermano Alfonso era un estudiante aplicado y tranquilo y su hermanito Agustín era casi un niño y no tenía mayores preocupaciones. Pero el Perocito era rebelde y precoz, ya fumaba y tenía novia, iba a fiestas, rabiaba. Sabía que el minotauro era responsable por la muerte de su padre, la muerte de sus tíos y una docena de otros familiares, y estaba creciendo con el odio en la sangre. Se desahogaba en voz alta en presencia de sus compañeros de bachillerato, mascullaba a veces frases amenazantes, que provocaban a su alrededor una estampida. No eran pocos los se alejaban de él por prudencia. La única ocasión en que vio al minotauro personalmente sus dientes rechinaron de furia. Dicen que dijo que algún día lo mataría. El minotauro, a su vez, se había ensañado contra su familia. Muchos ojos se posaban sobre él, los oídos delatores buscaban su voz, bebían sus palabras, informaban a sus superiores. El Perocito estaba fichado, igual que todos sus parientes. El Perocito estaba mal visto, particularmente mal visto.

Un día aciago, en su escuela —la escuela donde estudiaba el Perocito y su hermano Alfonso—, ensuciarían una pared o el busto del minotauro con una frase infamante que lo describía de cuerpo entero. Esa sería, en breve, una sentencia de muerte. El director de la escuela intentó ocultar el hecho en vez de denunciarlo, como era mandatorio, se jugó el pellejo o por lo menos la libertad, tratando de evitar lo inevitable. Demasiadas personas estaban enteradas y la noticia llegó a oídos del gobernador, un intrigante, un sicofante, un innombrable. Había que encontrar un culpable y nadie era mejor culpable que un miembro de la familia Perozo. Desde el primer momento, un conocido delator, un calié, al que llamaban Tito Mon, había apuntado en esa dirección.

A la casa de la familia, ya atormentada y nerviosa por el rumbo que tomaban los acontecimientos, se apersonó al día siguiente un enviado que invitó al Perocito y a Alfonso a presentarse en la gobernación. Una invitación perentoria.

El gobernador los recibió con una mirada funeraria y una sonrisa de hielo. Los observó en silencio, con semblante severo, esperando quizás que se derrumbaran, que se echaran a llorar o algo parecido. Luego les presentó con alegría —una malsana alegría y cara de niño travieso—, a un extraño general que estaba de pie a su lado. Un muerto vivo, un matarife al que le bailaban los difuntos en los ojos. Era tan malo como Ludovino y se llamaba Federico Fiallo.

Junto al general y el gobernador había otros seres aún más extraños que parecían tener la sangre estancada en las venas y que miraban sin mirar como demonios asustadizos. Tenían las cuencas de los ojos vacías y les olía el alma a podrido.

El general y el gobernador hicieron preguntas y los muchachos respondieron. Pero era una simple formalidad. Sólo querían verles las caras para saber a cual de los dos iban a matar. El verdugo designado estaba entre ellos, entre los demonios asustadizos, y la sentencia no tardaría en ser ejecutada.

Unos días después, el Perocito saldría para juntarse a estudiar con Leandro Guzmán, su compañero de pupitre, y ya no regresaría con vida. El asesino, alguien con hiel en las venas, se metió en su camino, casi como quien dice al descuido, lo hirió en el vientre con un puñal o un punzón y echó a correr hacia la fortaleza.

El Perocito no supo en el primer momento lo que le había sucedido, hasta que vio la sangre. La sangre lo devolvió a la realidad. Empezaría entonces a caminar dando tumbos. De alguna manera fue a parar al cercano cuartel de la policía, quizás buscando inocentemente refugio, y esa fue su perdición.

Media hora más tarde, Alfonsina y su madre sintieron que alguien tocaba con fuerza la puerta de la casa y el alma se les cayó al suelo. Presintieron que lo peor, la cosa más secretamente temida había pasado. Cuando abrieron la puerta vieron al buen amigo Cheché Moya, un amigo de la familia muy querido. Vieron, mejor dicho, a un Cheché Moya desfigurado, transfigurado, convertido en la viva imagen de la angustia e impotencia, con el semblante pálido y doliente, tartamudo, abatido. Alguien que decía palabras muy débiles, como si no quisiera que lo escucharan o lo entendieran, y que les dio finalmente la infausta noticia. Han herido a José Luis.

José Luis estaba herido y tirado en el piso del cuartel de la policía, chorreando sangre. Un grupo de fieras, de seres enardecidos y bestiales con uniformes policiales formaban un círculo en derredor. Habían acordonado el recinto y ni la madre de Alfonsina ni nadie podían dar un paso hacia adentro por órdenes del comandante o lo que parecía ser el comandante. Un personaje luciferino. Un engendro de hielo y aserrín con los ojos encuevados y la piel pegada a los huesos, que miraba a la gente con una negligencia desangelada. No tenía vida, sólo había odio en sus ojos.

Muchas personas se habían aglomerado y asistían impotentes a una escena desgarradora, una madre gritaba y trataba inútilmente de abrirse paso, clamaba auxilio para el hijo cruelmente apuñalado. El hijo que se desangraba ante sus ojos, ante las miradas de todos. La víctima no era sólo el niño, sino la madre, la hermana, la propia multitud de espectadores.

Mamabuela contaba, y lo contó muchas veces, que la gente protestaba y rabiaba de desesperación. Los policías, en cambio, veían morir al muchacho con indiferencia, lo veían desangrándose como quien ve caer la lluvia. El Perocito trataba de incorporarse y caía, se caía y se levantaba, trataba de incorporarse y caía.

El doctor Lavandier llegó al lugar y exigió que lo dejaran pasar y no lo dejaban. La madre y la hermana vociferaban, pedían a gritos que las dejaran pasar y la policía no las dejaba pasar. Ni la madre, ni ella, nadie pudo dar un paso hacia adentro. Cuando se le permitió finalmente al doctor Lavandier prestarle auxilio al muchacho y llevarlo al hospital era demasiado tarde. El muchacho moriría y la madre moriría con él. Pero su agonía sería más lenta y más larga, un suplicio más cruel durante años.

Esa noche soplaron vientos de furia sobre el pueblo. Algo se quería desatar y no se desataba. La gente se tiñó de un inmenso pesar, se hundió en un silencio rabioso y contenido. Siempre se hablaría del Perocito con amor e indignación. Fue un crimen atroz entre los muchos que se cometerían por órdenes del minotauro, a veces por una simple sugerencia, a veces por satisfacer su sed de sangre. El Perocito no había cumplido quince años. Le faltaban pocos días para cumplirlos, pero no los cumpliría.

El sepelio fue un acto de repudio, y en la misa el padre Henríquez no pudo contenerse, vomitó fuego por la boca en una homilía que provocó llantos de ira y de dolor. El pueblo parecía a punto de explotar.

Después se montaría una farsa burda y descarada. El asesino había sido encontrado y hecho preso, y luego se habría ahorcado en la fortaleza. Mamabuela recordaba que la guardia permitió la entrada al público. Las alumnas de la escuela Primaria Costa Rica, fueron llevadas como quien dice en peregrinación a conocer al supuesto asesino del Perocito. Allí lo vieron muerto, ahorcado, y la visión no les permitiría dormir en varios días. Era un moreno, un negro, un infeliz, un chivo expiatorio. Estaba de rodillas frente a una pared, con el extremo de una soga al cuello y el otro extremo atado a un barrote de la ventana. No se habría podido ahorcar sin la generosa ayuda de los carceleros.

Lo cierto es que la noche de la muerte del Perocito nadie dormiría en el caserón de madera ni dormiría en ninguna de las casas del pueblo. Mamabuela se la pasó rezando junto a Mamá Asunción (la viuda de su sobrino, el contable), a la cual había criado desde niña, y también junto a la prima Mayún, que estaba de visita.

5

La prima Mayún iba y venía con más frecuencia que los demás, pero su presencia era siempre sigilosa y discreta, y casi no se notaba cuando estaba o no estaba, a pesar de que a veces estaba en todas partes. Era, por naturaleza, dulce y gentil, era silenciosa y delgada, rezadora y beata, una beata sincera, que vestía de beata: Unos vestidos blancos de algodón, manga larga, muy austeros y castos, abotonados hasta el cuello.



Con esa indumentaria y con tan pocas carnes y tan poco volumen se disimulaba fácilmente entre los pliegues de las cortinas o la ropa que ponían a secar en el patio. A la luz del sol parecía transparente y, a pesar del color de sus hábitos, tenía la habilidad de escabullirse, desaparecer en las sombras en cuanto comenzaba a anochecer. Pero a pesar de lo frágil y debilucha nunca se quedaba quieta, era en extremo activa, solícita, dispuesta. En la parada del tren se encontraba siempre en  primera fila despidiendo o recibiendo a los parientes, se desvivía por ayudar, por ser útil útil a los demás y los demás la querían y le hacían ver que la querían. Por su parte Mayún  daba la impresión de encontrarse más a gusto en el caserón de madera que en su propia casa.

Había sufrido alguna vez por amores quebrantados u otras razones, por lo que se suele sufrir en la vida, y a fuerza de sufrimiento había enflaquecido y abrazado la religión con vehemencia. Tenía además un aura trágica y muy pronto estaría condenada por la tuberculosis a una muerte temprana. Relativamente temprana. Tal vez por eso el marinero ahogado había entablado con ella una amistad entrañable. Hablaban durante horas sin que nadie los viera ni los oyera, aunque ninguno entendía lo que él otro decía.

Nadie —aparte de Mamabuela— habría podido entender lo que decía el marinero en su oscuro dialecto ligur. Pero Mamabuela y el marinero estaban destinados a no volver a encontrarse en este mundo y ya nunca podrían entenderse mientras ella estuviera viva.

Habían nacido en Arenzano, un poblado marítimo en las cercanías de Génova, y habían crecido y soñado juntos el mismo sueño, se habían querido, se habían amado con un  amor apacible y constante desde el principio del mundo, de lo que el mundo era para ellos. En cuanto él consiguió un puesto en la marina mercante hicieron planes para casarse y se casaron cuando ella tenía catorce años. El azar los bendijo provisionalmente, por partida doble, y en su primer parto tuvo mellizos, una niña y un niño. La vida sonreía. Eran probablemente felices. Lo único que empañaba su felicidad eran los viajes constantes, las separaciones constantes, las insufribles ausencias, los peligros constantes. Ninguno sobrellevaba bien los largos periodos de distanciamiento. Pero la  vida les sonreía y siguió sonriendo hasta que dejó de sonreír, como suele dejar de sonreír muchas veces la vida. Hasta que ya no te sonríe y te hace una mueca feroz. La feroz mueca de la vida.

Una tragedia sucedió a una tragedia. Los mellizos murieron, uno después del otro, en la más tierna edad y el joven esposo pereció en un naufragio. La viuda madre y niña quedó rota por dentro. Se quebraría en pedazos. Lloraría inútilmente mares de lagrimas y lágrimas a mares. Después, en algún momento, decidió poner tierra de por medio y vino a parar a estos lares, donde tenía dos hermanos y una hermana, para tratar de sobreponerse, recomponerse. Sobrellevar sus quebrantos.

Durante un cierto tiempo estuvo como ausente, el alma le pesaba de la manera en que pesa un alma en pena, y en lugar de vivir morivivía. Unos años después, muy poco a poco, volvió a reconciliarse con el mundo. Alguien la hizo sentir viva de nuevo, le devolvió el rubor a sus mejillas, la ilusión de volver a ser feliz. Lentamente se fueron cerrando las cicatrices emocionales. Restañaron sus heridas. Volvió otra vez a florecer. La vida le sonreía de nuevo provisionalmente. Era casi feliz y tenía miedo, tenía un miedo feliz y tenía razón en tener miedo. Había nacido con mala suerte y la vida volvería a jugarle otra broma pesada.

Un mal día, después de una gira campestre, cuando ya estaban de regreso, el enamorado se devolvió a buscar algo que se le había olvidado y el olvido le costó la vida. Entró a un sitio donde alguien limpiaba un arma en el momento en que se zafaba un tiro, un tiro de escopeta, y el tiro le destrozó la cara.

La tragedia la sumergió de nuevo en el abismo del dolor y la desesperación. En ganas de morirse y en rajarse a dar gritos, desahogarse gritando, hasta que no le quedaron gritos ni le quedaron lágrimas ni le quedaron ojos para seguir llorando.

También entonces decidió poner tierra de por medio. Esta vez se fue a Argentina, donde también tenía parientes y no se supo mucho de ella durante varios años. Eventualmente regresó a Italia y eventualmente se casó con un compatriota de apellido Podestá al que siempre llamó Bachiche. Con él volvió al país, se estableció en Samaná, tuvo un hijo y una hija y se dedicó a su familia en cuerpo y alma. La situación económica, relativamente holgada, permitió comprar una casa de dos niveles a la orilla del mar, pero de espaldas al mar, como se hacían entonces algunas casas en Samaná. Casas  modernas, con letrinas que daban al agua desde donde se podían ver pequeños peces, morenas o tiburones mientras se aliviaba placenteramente el cuerpo.

Samaná era una aldea cosmopolita en una bahía de ensueño, con mucha vida cultural y comercial. Se hablaba el inglés de las islas y el patuá, pero también el francés culto y el inglés de los ingleses porque había una floreciente comunidad de extranjeros. Había, en efecto, italianos, españoles, catalanes, franceses, había ingleses y también judíos lituanos de apellido Paiewonsky. Había un flujo permanente de goletas provenientes de las islas con todo tipo de mercancías, y la comida cotidiana —a base de pescados y mariscos, carne de cerdo fresca o de vacuno y bebidas exóticas— era exquisita. El aceite de oliva puro y las mejores aceitunas y otras delicadezas llegaban en barriles de madera. Las casas de estilo victoriano venían desarmadas en grandes cajas para ser ensambladas pieza por pieza. Había de todo en aquella aldea luminosa donde el minotauro casi nunca sentaba sus reales.

Por desgracia, de vez en cuando venían grandes buques de guerra alemanes y norteamericanos que tiraban sus anclas a prudente distancia debido a la poca profundidad de la bahía, y cuando la tripulación bajaba a tierra en busca de prostitutas se armaba un desorden mayúsculo. Durante la guerra dejaron de venir los grandes buques, pero mucha gente juraba que a menudo se escuchaba el motor de submarinos alemanes en tarea de limpieza

6

Cierto día, en una goleta procedente de Haití, llegó a la aldea un genovés depauperado que viajaba en compañía de un hijo y dos hijas. Parecían náufragos, más que pasajeros, y en cierto modo lo eran.



Se dirigían hacia Argentina por una ruta de pesadillas que incluía muchos puertos del Caribe y del Atlántico, y pocos días después de llegar a Puerto Príncipe, mientras la embarcación cargaba y recargaba mercancías, la joven esposa y madre enfermó y murió. O quizás simplemente venía enferma, esperando que la nave atracara para morir en tierra firme.


La familia había sufrido, pues, una especie de naufragio, se había hundido en un abismo de pesar y su situación económica era precaria, muy precaria. La enfermedad y la muerte y el entierro de la joven mujer había consumido una gran parte de los muy escasos recursos económicos y el viudo no sabía bien qué hacer. Estaba, de hecho, tan confundido como adolorido.

En Argentina lo esperaban familiares y amigos, pero no se animaba a realizar tan largo viaje en compañía de tres criaturas que necesitaban el cuidado, las atenciones que sólo una madre podía proporcionarles.

Mucha gente quería ayudarlos y los ayudó de muchas maneras. De modo que, entre otras cosas, se hicieron arreglos para que las niñas no fueran desamparadas. Una de ellas quedó en custodia de una familia de apellido inglés y origen judío. La otra, que apenas tenía seis años y se llamaba Asunción, quedó al cuidado de la familia Podestá, al cuidado de Bachiche y la futura Mamabuela.

El genovés viudo y depauperado partió después de un tiempo con su único hijo varón hacia Argentina con la intención de mandar a buscar algún día a sus dos crías, pero nunca más se supo de él ni de su hijo. Desaparecieron sin dejar rastro y por más esfuerzos que se hicieron nadie volvió a tener noticias de su paradero. Las niñas en custodia se convertirían entonces en hijas adoptivas.
Algún día, al cabo de muchos años, Asunción se casaría con un sobrino de su madre de crianza, el sobrino contable, con el que tendría tres hembras y tres varones y se convertiría en Mamá Asunción. Los papeles, después, se invertirían. En el hogar de la hija adoptiva encontraría la madre refugio y amor durante la vejez.

En Samaná, Mamabuela volvería a ser feliz y lo sería durante más de doce años. Los hijos crecían, el negocio del esposo en la planta baja de la casa prosperaba y eran amigos de todos los comerciantes y empresarios y de la buena gente de una comunidad laboriosa y afable. Vivían, como quien dice, la típica y activa vida social de un reino en miniatura donde todos se conocían, una aldea jubilosa y luminosa junto al mar, un escenario de fantasía, una acuarela en fa mayor.

La vida sonreía. Atrás parecían haber quedado los sinsabores de una época marcada por la tragedia y la vida sonreía. Disfrutaba de una apacible felicidad, una felicidad reposada. Esa cosa voluble y engañosa que se llama felicidad, algo que viene y se va en el momento más impensado. Pero lo peor no había pasado todavía.

Su hermosa hija quizás había cumplido doce años y andaba en compañía de un grupo de amigos cuando los atacó y mordió un perro con la rabia, un perro que mordió a varias personas y creó un pandemonio, una especie de locura colectiva qué se apoderó del lugar. Nadie sabía que hacer, si acaso había algo que hacer.
Corrieron rumores de que en Cuba tenían disponibilidad de la vacuna, alguien se puso en contacto por vía telegráfica con las autoridades sanitarias de ese país, pero los rumores eran infundados y todos los esfuerzos resultaron inútiles. Finalmente los médicos ayudarían a morir piadosamente a la niña y a los demás infectados para evitarles los horrores de la enfermedad en su etapa más avanzada. Uno de los que había sido mordido se salvó porque se aplicó, según se dice, un hierro caliente en la herida.

Mamabuela se derrumbó y no volvería a levantarse en muchos años, y nunca se repondría de la pérdida de su hija. Bachicha perdió la razón, aullaba como un loco, bebía como un loco y no duró un año vivo.

Poco tiempo después de la tragedia, que conmovió hasta los tuétanos a la gente del lugar, ocurrió una catástrofe que dejó a la mayoría de los habitantes de Samaná en la calle. Un incendio apocalíptico, que se inició probablemente en un almacén de copra, consumió el pueblo, casi todo el pueblo, con excepción de algunas casas y de la iglesia evangélica, la llamada Chorcha. Pero el incendio tuvo peores consecuencias: provocó el éxodo de los principales comerciantes y empresarios y el hundimiento de la economía. La aldea no volvería a tener su antiguo lustre.

Mamabuela quedó devastada, arruinada, prácticamente desamparada. La mayor parte de las cartas que le había dado la vida estaban envenenadas y sus fuerzas se habían agotado. Siguió viviendo, por el amor del hijo y de la niña adoptiva, a fuerza de pura voluntad.

Muchos años después se iría a vivir al caserón de madera de su sobrino, el contable, el que se había casado con Asunción, su hija adoptiva. Allí se instaló o la instalaron cómodamente en una habitación que daba al patio, con todos sus santos y reliquias, y alguna vez sembró cerca del aljibe una mata de higo que cuidaba con amor de madre y que muy ocasionalmente daba frutos. Unos frutos escuálidos, cuando no un solo fruto, que nadie se atrevía a tocar.

A la muerte del sobrino se convirtió en una figura tutelar. Se convirtió en Mamabuela, se dedicó definitivamente a sus sobrinos nietos. Adoptó los hijos de su sobrino, de todos sus sobrinos, y los hijos la adoptaron a ella y la llamaron Mamabuela, la abuela que no tuvieron.

Coser y trabajar en el cuidado de los niños era su mejor distracción. Pero además tenía tres vicios, fumaba cigarros, leía novelitas e iba al cine casi todas las noches. El cine fue para ella un amor a primera vista. Desde los inicios del cine mudo comenzó a visitar las salas de exhibición, que en su época de esplendor llegaron a ser tres. El Peravia, el Juanita, el Carmelita.

En sus mejores tiempos hacía vestidos y cubrecamas y manteles y paños de mesa con retazos de tela, con sobrantes que el sastre Andrés desechaba y con una paciencia artesanal durante meses.

Cuando reunía suficientes piezas daba por terminada la faena, se ponía sus mejores galas, un vestido austero que ella misma había confeccionado, cogía un carro o una guagua para la capital y no regresaba hasta vender la mercancía, con suficiente dinero para solventar todos sus gastos.

Después, cuando la vejez le fue quitando poco a poco las fuerzas, se recluyó en su habitación, de donde sólo salía para orinar en la cuneta de aguas diáfanas y visitar la planta de higo. Su vida se pobló entonces de fantasmas familiares, hablaba con sus santos, con sus tantos difuntos, con la pléyade de ánimas benditas que la frecuentaban a todas horas y sollozaba algunas veces. El único con el que no hablaba ni se se encontraba ni volvería a hablar ni a encontrarse en este mundo era el marinero ahogado que se paseaba por todas las habitaciones con su uniforme de marinero genovés. Eso no cambiaría, eso ya lo sabía. Ni la vida ni la muerte tenían secretos para ella ni le aguardaban más desgracias ni dolores. Pero le tenía un miedo terrible a los catarros y resfriados.

xxx


Una vez mi padre me contó que vio a su madre llorando. La hacía llorar una señora italiana de edad avanzada que le decía cosas que no alcanzaba a entender, pero su madre lloraba y él odió en ese momento a la anciana italiana que hacía llorar a su madre catalana. Pero no podía explicarse por qué lloraba su madre. Lo sabría después, muchos años después, cuando conoció la historia que le contaba a su madre la señora italiana que llamaban Mamabuela.


viernes19/2/2021


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