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30/5/21

Imaginario del 30 de nunca

Pedro Conde Sturla

La bestia había salido, como de costumbre, a pasear por el Malecón en compañía de sus fieles. Esa noche lo acompañaban, de acuerdo a informes dignos de crédito,   Miguel Ángel Báez Díaz, Arturo Espaillat, Rafael Paíno Pichardo, Jhonny Abbes García, Luis Rafael Trujilllo (Nene), Augusto Peignand Cestero, el general José René Román Fernández (Pupo), jefe de las Fuerzas Armadas, y su edecán militar, el coronel Marcos Jorge Moreno. Al grupo se uniría después Virgilio Álvarez Pina (alias Cucho). Un selecto grupo de sus mejores hombres, entre los que no faltaban matarifes, torturadores, aduladores, sicofantes…

Quizás no lo sabía (o quizás así lo quería), pero todos en su compañía se sentían cohibidos, temerosos, inseguros. Sus cambios de humor y sus rabietas eran cada vez más frecuentes y su desconfianza en esa época se acercaba al límite de la paranoia. Sospechaba sin duda que algunos de sus fieles más fieles, incluso algunos de los que lo acompañaban, comenzaban a ser infieles. Y lo peor, para la bestia, es que no estaba equivocada. Sus sospechas no eran infundadas. Junto a la bestia caminaban esa noche por lo menos dos conspiradores. La negra bestia de la muerte caminaba junto a la bestia esa noche y la bestia no lo sabía.

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Ahora lo estaban esperando en las sombras al sombrío y siniestro, ahora iba a pagar la bestia inmunda, a malpagar con unos minutos de terror lo que no podía pagar en el peor de los infiernos, si acaso hubiera infierno.

La estaban esperando a la fiera infernal conf más de treinta años de  retraso, pero sí que la esperaban y desesperaban y temblaban, con miedo, con angustia, con los corazones oprimidos por la ansiedad y el odio, la dilación, la espera, el sudor que corría a borbotones, la tensión que agarrotaba las manos y los sentidos, pero dispuestos a todo, finalmente dispuestos al todo por el todo.

Estaban sudando a mares, probablemente, a causa del calor que sentían por dentro, la caldera que estaba a punto de estallar, los nervios que parecían a punto de reventar, la tensión que trataban de disipar con aquellos movimientos compulsivos de las manos y los dedos que acariciaban los hierros.

La presión de todos esos días que se convirtieron en semanas y meses había ido en aumento y ahora llegaba a un punto culminante que era también un punto muerto. Ya no había vuelta atrás, quizás lo peor había pasado. ¿Cómo habían podido soportar durante tanto tiempo las dudas, las vacilaciones, el temor a ser descubiertos, a la delación por parte de sus propios compañeros, la zozobra cotidiana de aquella permanente incertidumbre? ¿Cómo habían podido eludir la vigilancia del temible Servicio de Inteligencia Militar, cómo se habían podido encubrir, disimular, frente a los ojos de sus potenciales enemigos y sobre todo de sus seres queridos, cómo habían podido mantener oculto a sus esposas, hijos, padres, hermanos y demás familiares los hilos de una trama que afectaría las vidas de inocentes y culpables?

Ya no había vuelta atrás. Pero lo peor no había pasado. El precio que ellos podían pagar lo habían calculado al milímetro. El que pagarían sus familiares era imponderable.

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La bestia se repantigó en el confortable asiento trasero del Chevrolet Bel Air azul y le ordenó a Zacarías de la Cruz que enfilara para San Cristóbal. Acarició, sin proponérselo, casi inconscientemente, la culata de su fiel compañera.

Era una Thompson. Un fusil o subfusil ametralladora, una de esas máquinas de matar diseñada o inventada por John Tagliaferro Thompson en 1919. El arma favorita de Al Capone, de los gánsteres de Chicago y los agentes federales  durante la gloriosa época de la prohibición en los Estados Unidos.

Una sonrisa de placer le  bañó el rostro. No era la habitual sonrisa de hiena que exhibía en público para atemorizar a la concurrencia y a veces sin darse cuenta. Ahora tenía una sonrisa beata, casi de santidad. La sonrisa del santo que esperaba su recompensa. En la casa de caoba de la Hacienda Fundación lo esperaba una muchachona de carnes firmes, muy firmes.

Nunca supo en qué momento escuchó un estruendo que salió como quien dice de la nada, un sonido espantoso, un rechinar de vidrio, un alarido de metal que retumbó dentro del lujoso vehículo del año y sintió un fuego, un fuego intenso y agrio que penetraba en su cuerpo, un violento empujón y el fuego intenso y agrio…

Probablemente la muchachona se quedaría esperándolo esa noche.

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El Chevrolet negro, con las luces apagadas, se acercó por detrás al Chevrolet azul y el motor rugió como una fiera. El disparo sonó igual que un cañón, produjo una enorme detonación que parecía de escopeta y durante un segundo ahogó el rugido de fiera del motor. Luego el conductor encendió las luces, aceleró y se emparejó con el carro del Jefe por la derecha, internándose por el paseo. Sus ocupantes dispararon con armas automáticas, con todo lo que tenían. El mayor Zacarías de la Cruz, el valiente y leal chofer de la bestia, dice que embistió con el auto suyo al de los agresores, tratando de sacarlo de la pista, pero el otro tenía un motor más potente y lo rebasó. Zacarías tuvo que pisar el freno para evitar una colisión.

Zacarías dice que el querido Jefe le dijo que estaba herido, ordenó que detuviera el vehículo y salieran a pelear. Zacarías le dijo que iba a tratar de evadirlos y regresar a la ciudad. El Jefe repitió la orden, le dijo que detuviera el auto y bajaran a pelear. En ese momento Zacarías intentó dar la vuelta, un giro desesperado, y le faltó poco para lograrlo. El auto quedó varado en la hierba, a un lado de  la carretera, en dirección contraria a la que venía.

Zacarías dice que se volvió hacia atrás y vio cuando el valiente Jefe abría la puerta izquierda, la ropa tinta en sangre, posiblemente mal herido. El vehículo de los asaltantes estaba al frente, del lado opuesto, y el Jefe avanzó hacia ellos con decisión temeraria, disparando con su pequeño revólver 38 de cañón corto. Los traidores respondían con un nutrido fuego de armas largas. Zacarías dice que también estaba herido y le echó manos a un  fusil M-1 y empezó a disparar. El Jefe seguía avanzando y disparando, evadiendo como por arte de magia la metralla enemiga. Zacarías lo vio, luchando todo el tiempo como una fiera enfierecida, hasta el momento en que se desplomó lentamente como un titán sobre el pavimento.

Cuando el cargador del M-1 agota su escasa provisión de municiones, Zacarías toma una metralleta, una Luger de cañón corto, y continua disparando a conciencia, racionando las balas para sostener un combate que suponía que iba a ser largo. Uno de los asaltantes se acerca al cuerpo del Jefe, posiblemente con la intención de darle un tiro de gracia. Zacarías le dispara y lo hiere, ve cuando se retira y escucha sus gritos. Otro asaltante se acerca al caído y corre la misma suerte: Zacarías lo derriba de un plomazo y cree que está muerto, pero luego ve que se incorpora y vuelve atrás, corriendo cobardemente hacia su auto.

La provisión de balas de la Luger también se agota. En ese momento, sólo en ese momento, Zacarías sale del auto, abre una puerta trasera y toma la poderosa ametralladora Thompson que el Jefe había dejado en el asiento, rastrilla el arma y se dispone a acabar con los taimados agresores. Entonces siente un impacto en la sien derecha y es lo último que recuerda. En el combate había recibido un balazo en cada pierna, uno en un tobillo, uno en un muslo, otro en el vientre, dos en el hombro derecho y finalmente uno en la sien derecha que le fracturó el parietal.

Cuando despertó, al cabo de un tiempo indeterminado, se sentó en una verja. El cadáver del querido Jefe y su Chevrolet Bel air azul ya no estaban. Zacarías recibió ayuda de unos campesinos. Alguien lo llevó a la ciudad y lo internó en el Marión, un hospital militar.

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Los del Chevrolet sudaban la gota gorda. Sudaban como caballos y sus razones tenían para sudar mientras esperaban que la bestia hiciera su aparición. Se habían estacionado casi a tiro de piedra frente al Coney Island de la Feria, la pomposa Feria de la Paz y confraternidad del mundo libre, y mantenían las luces apagadas, por supuesto. La conversación apagada, a veces cáustica, nerviosa.

Unos tres kilómetros más adelante, y quizás también sudando a mares, esperaban Tejera y Livio Cedeño en el Oldsmobile.

Roberto Pastoriza estaba solo en un Mercury. La camisa empapada de sudor.

Imbert quizás sudaba más que los otros, sudaba copiosamente y el sudor le corría seguramente por los mofletes, por las manos regordetas y quizás torpes. Estrella Sadhalá y Antonio de la Maza, junto al veterano teniente García, contenían de alguna manera la impaciencia, pero todos sudaban copiosamente y la maldita bestia no aparecía.

Imbert estaba al frente del volante. El sería el único sobreviviente del grupo de los conjurados que tomaron parte en el besticidio, él daría la versión oficial de los hechos, él crecería en su estatura heroica en cada versión de los hechos.

En la versión oficial de los hechos ocurrirían cosas que no se han podido desde luego comprobar y tampoco desmentir, en la versión oficial la bestia recibiría heridas que no recibió: la herida desgarrante que le destrozó el hombro en la refriega, la herida que no vieron y desmintieron los médicos que vieron el cadáver. 

El se arrastraría junto a los demás por el suelo hasta llegar a pocos metros de la bestia, él apuntaría con su revólver desde el suelo y dispararía dos veces, la bestia caería bajo el fuego de sus disparos certeros, una bala le daría en la barbilla, se caería de espaldas, moriría inmediatamente. No se movería más. Él lo hizo todo, casi todo.

Ocurrirían otras cosas heroicas e imposibles de comprobar. La bestia ordenaría detener el auto y bajarse a pelear. Se bajaría del auto, cuando ya estaba herido, enfrentaría a los conjurados, avanzaría hacia ellos disparando con su revólver 38, caería finalmente abatido, heroicamente abatido, mientras Zacarías vaciaba una ametralladora tras otra, sin darle tregua a sus oponentes.

¿No berreó la bestia como un chivo, no se ensució en los pantalones? ¿Lo dieron por muerto a Zacarías o se hizo el muerto, se escondió o salió huyendo? Los dos únicos sobrevivientes se apropiaron de la versión de los hechos y todo lo demás son conjeturas. Lo único que permanece claro es que a la bestia la ejecutaron esa noche. Todo lo demás pertenece al imaginario colectivo

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