Pedro Conde Sturla
[Existir en toda su intensidad, con el despliegue
de alegría, dolor, angustia y gozo que la existencia
conlleva, no es una opción, es la definición de estar
vivo, y es tan ineludible, afortunadamente, como
respirar. O cooperamos con lo inevitable y le sacamos
partida, o nos colocamos de espalda a nuestra propia
potencialidad de ser plenamente.
Ginny Taulé]
A
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hora que despierto un poco al soplo de un breve resoplido, abro los ojos y me enfrento a los ojillos dulces y marrones del perrito pinto que acerca su nariz a mi nariz, la expresión risueña, la cabeza del foxterrier perfectamente triangulada, las orejas gachas o tumbadas a mitad, en forma de v invertida, las motas marrones en la frente a manera de contraste con su color blanco y negro, su corpulenta anatomía y al final un rabito que se mueve como un péndulo enloquecido, sonriéndome con el rabito y con los ojos, alertándome para que me despierte y juegue con él, resoplando y acercando cada vez más su nariz a mi nariz.
Le paso la mano por el lomo y él se tumba en cuatro patas para recibir las mejores caricias en la barriga, resoplando, expone la quilla que a manera de bote tienen los foxterrier en el pecho. Para no desairarlo me incorporo, lo pongo en la posición de un muchacho, agarrándolo por las patitas delanteras y lo acaricio y lo palmoteo precisamente en la inmensa quilla del pecho y él pone cara de tonto, un tonto útil, y se siente completamente complacido con las caricias del amo que lo adora, sin dejar de resoplar.
Todo comenzó casi como quien dice en otra vida, en el lejanísimo año de 1993, cuando vi aquel anuncio en el periódico, se venden perros foxterrier, dos mil pesos. La mamá de las crías no me hizo gracia, no era una típica foxterrier, me desencantó, y pensé de inmediato que no compraría un hijo suyo, pero detrás de la mamá salieron tres cachorros saltando como liebres y uno de ellos, blanco y marrón, me cautivó, me compró a mí, aunque yo pagué con gusto por él.
Lo monté a mi lado en el asiento delantero de mi viejo Lada y el miró con tristeza por la ventanilla hacia la casa que había sido su hogar durante tres meses. Su alegría se había apagado, pero nada más llegar a mi morada se hizo dueño y señor, exploró todos sus rincones, y se maravilló al conocer el patio –jardín y frutal a la vez– que sería su coto de caza durante su larga vida de casi diecisiete años. No dejó de moverse como un trompo por todos los lugares posibles mientras yo veía televisión sin quitarle los ojos de encima a mi juguete nuevo, y bien pronto comprendí que respondía a las palmadas con las que lo llamaba a la obediencia, a estarse más o menos quieto en un sitio, y unas horas después éramos grandes amigos. No sabía, en principio, que nombre ponerle y le puse Yuri, como el astronauta ruso, el primero de todos. En realidad, le puse Yuri Patroclo, aunque siempre le decía Yuri-Yuri. Patroclo es el héroe de La Odisea que se sacrifica por Aquiles y pensé que el nombre le quedaba bien. Me daba confianza.
A la hora de acostarse eligió lo mejor de mi zapatera, un confortable botín de marca Cuelli, y allí durmió plácidamente, igual que en las noches siguientes, con el hociquito afuera para respirar, hasta que tuvo tamaño para no caber en su cuna electiva.
Al poco tiempo nos convertimos en inseparables. Nunca di un paso sin que me siguiera, no me cambiaba de sitio sin que él lo hiciera, si me movía se movía, si me escondía me buscaba, a la hora del baño iba conmigo al baño y se acostaba en la alfombra, si me encerraba en la habitación me esperaba detrás de la puerta y cuando salía de la casa me esperaba detrás de las rejas de la marquesina. Era una sombra sombrita y así serían los hijos.
Al cabo de poco más de un año concerté lo que podría llamarse un matrimonio de conveniencia: lo crucé con un magnífico ejemplar de su especie y del cruce nació una linda camada. A cambio de los buenos servicios de Yuri recibí una cachorrita más rubia que marrón a la que puse el nombre de una porno diputada italiana de gran fama en su época, la célebre Chicholina.
En realidad el nombre completo que le puse a mi perrilla fue Chicholina María de la Mar, alias Chimbi, y ella respondía por todos los nombres. Se prendó de Yuri desde el primer momento y lo usó siempre de colchón y almohada. Ocasionalmente prefería saltar a mis piernas cuando me mecía en la mecedora y colocaba su cabecita rubia en mi pecho, me miraba a los ojos, se acurrucaba sobre mi pecho. Yo le hacía todo tipo de travesuras, le apretaba el rabito, la ponía al revés y al derecho. Lo único que aceptaba de mala gana era que le soplara en la cara, se ponía ñoñita y se quejaba cómicamente con un quejido tenue, se cubría con las
patitas delanteras o metía el hociquito bajo la camisa, que era su mejor defensa.
De la unión de Chicholina María y Yuri Patroclo nació Chon Chon, un hijo del pecado, o más bien del descuido. Chon Chon nació en mis manos y su verdadero nombre era Chonchonete Potriño, pero también le decía Chonchi y cualquier otro apodo que se me ocurriera. Le corté parte del rabo con una navaja de afeitar a los ocho días, como se estila con los foxterrier, y durante la operación sentí un mareo que por poco me tumba. Era blanco de un lado y negro del otro, salpicado de manchas marrones. Era el perrito pinto, era Chon o Chon Chon, era Chonchonete Potriño y era Chonchi. Y nunca tuve un perrito más ocurrente ni travieso.
Alguna vez se me ocurrió por capricho ponerle a la tropa de foxterrier un nombre colectivo y el nombre que elegí fue Belluguines, y Belluguines fueron hasta el fin de sus felices días. Podía llamarlos, aunque parezca mentira, individualmente, por sus nombres o apodos, y respondían individualmente al llamado, o podía llamarlos por el nombre colectivo y respondían colectivamente.
Chon Chon, el perrito pinto, negro de un lado y blanco del otro, el más curioso y ocurrente de todos, el que había nacido en mis manos, nunca se separó de sus padres ni de mí. No tuve que educarlo, se educó con Yuri y Chicholina, aprendió sus buenas costumbres. Un simple batir de palmas significaba entrar a la casa o salir al patio. De hecho, cuando yo salía se iban los tres al callejón sin que nadie se los exigiera, porque la casa sin mi presencia no les importaba, salían a ver televisión, como se me ocurría pensar, a curiosear a través de las rejas de la marquesina, porque no hay animal más curioso que un perro. Allí me esperaban con ladridos de júbilo cuando regresaba, sin importar el tiempo que me demoraba. Podía ser un día o una hora o un minuto, pero el júbilo era el mismo y era la misma fiesta, la misma efusión de cariño. Siempre, al regresar me recibían las voces alegres de los perros, las mismas voces alegres, sobre todo la voz
de Chicholina, la más alegre de todas, un ladrido encantador. Ellos apreciaban, sobre todo estar conmigo, el jefe de la manada, y cada momento con ellos era una fiesta.
Si los tratas bien ellos no quieren sino estar junto a ti. Los años de los perros son cortos, ya lo sé, pero cada minuto en sus vidas cuenta como algo extraordinario, intensamente vivido. Sólo saben vivir intensamente. Y la felicidad e intensidad de sus vidas en un ambiente cordial multiplica cada minuto vivido, y la felicidad del minuto vivido intensamente –una felicidad contagiosa– multiplica sus vidas muchas veces, sobre todo (en el caso de los foxterrier) cuando cazan ratones.
Varias veces los vi patrullando el patio, persiguiendo lagartos y ratones y a las infelices culebritas verdes que picaban en pedacitos, transfigurados en fieras, con el pelo erizado y los colmillos relucientes.
Con los ciempiés (que son una plaga en el lugar y algunos de gran de tamaño), mostraban precaución, sabían a qué atenerse, los rodeaban y les ladraban fieramente, pero ninguno, por instinto, aventuraba el hocico para morder.
En la caza del ratón y otras alimañas (la zorra en Inglaterra), el foxterrier ejerce una tenacidad terrible, es implacable con la presa, que quizás te traerá en la boca a manera de trofeo como ejemplo del deber cumplido.
Pero los Belluguines eran cazadores burdos, abusivos, sin estilo. Les caían todos a un ratón y lo destrozaban a mordidas, pero dejaban escapar otros. En la infancia remota, cuando vivía en la calle José Gabriel García de la Ciudad Colonial, donde las alcantarillas pluviales estaban plagadas de ratas y ratones, tuveuna foxterrier llamada Pionía, puro nervio y músculo, que corría como una gacela y tenía un instinto de cazadora inigualable. Era capaz de pasarse horas, hasta un día completo, sin comer ni beber, acosando a un ratón que se había metido en una cueva del patio, hasta hacerlo abandonar el refugio y darle muerte.
En una ocasión estaba a mi lado, frente a la casa, y de la alcantarilla cercana salieron a la calle unos cincos ratones desesperados quizás por el hambre en busca de comida. Fue una salida suicida. Pionía partió como una tromba detrás de ellos y le dio alcance al primero y parecía no haberle sucedido nada, alcanzó a los demás en cuestión de segundos y tampoco parecía haber sucedido nada. Regresó a mi de inmediato y vi que todos los ratones estaban muertos o agonizando. Pionía les daba simplemente una dentellada fatal en la cervical con los incisivos, una sola dentellada, y allí quedaban muertos o paralíticos y no se ocupaba más de ellos. Nunca más he vuelto a ver ese fenómeno. Pero Pionía era excepcional.
Aparte de cazar y comer y jugar a los Bellugines les encantaba salir a pasear. Las cadenas eran para ellos un motivo de júbilo. Nada más hacer sonar las cadenas se alborotaban porque era el sonido de salir a pasear y pasear era lo máximo. Una actividad que les producía, como la caza, una felicidad contagiosa en estado puro y que me ponía alegre como una pascua al verlos saltar de puro gozo.
Ponerles las cadenas no era fácil porque no podían contener los nervios, brincaban de alegría y no se estaban un segundo quietos. Chon Chon, el perrito pinto, se ponía tan loco de contento que empezaba a ladrar a pleno pulmón. Ladraba de puro contento por la calle cuando los demás se habían calmado y en alguna ocasión celebrósu contentura mordiéndome en una pierna durante un paseo. La ocurrencia le costó un merecido cocotazo que me dolió a mi más que a él.
Desde pequeños toda su vida fue un recreo y un paseo en compañía del amo, el amo que paseaba con sus juguetes, con sus mascotas que desde la infancia habían sido sus juguetes favoritos o quizás viceversa. Era el paseo al parque Mirador o al parque del Conservatorio (el antiguo zoológico con su inextricable telaraña de cuevas) o el paseo por los mismos alrededores del vecindario o del Archivo General de la Nación donde hubieran podido instruirse. La perruna troika, con Chon Chon siempre en el medio, llamaba la atención de todos los pasantes.
Muchas veces, mientras trabajaba en la redacción de algún texto, los Belluguines permanecían tranquilamente en el patio durante horas, pero en el momento en que decidía mentalmente ponerle un alto al trabajo y sacarlos a pasear, sin que mediara el menor trámite se producía una explosión de júbilo, comenzaban a saltar, a correr por el patio en círculos, a ladrar alegremente a mi madre. Mi madre me preguntaba si iba a salir con ellos y yo le respondía que a ellos había que preguntarles. Sí, de alguna manera insólita, con tan sólo pensar en sacarlos se arrebataban de alegría y había que sacarlos a pasear. Si olían o captaban mis pensamientos, mis intenciones, no lo sé, pero el hecho era casi cotidiano, casi rutinario.
Un día ocurrió algo inusitado que todavía recuerdo sin poder contener la risa. Fue el día en que llevé –con extrema discreción– a vacunar a Yuri Yuri, uno de tantos días. Lo saqué de la casa sin que Chon Chon ni Chicholina se dieran cuenta, (aprovechando una distracción mientras se encontraban en el fondo del patio), para que no creyeran que lo llevaba a pasear y sufrieran un ataque de celos. Todo había salido bien, pensaba yo, mientras partía con Yuri en mi viejo Lada a encontrarme con el veterinario. Ni Chon Chon ni Chicholina nos habían visto salir. Pero al regreso encontré la casa hecha un desastre. Mi madre se quejaba de que el perrito pinto, nada más notar la ausencia mía y de Yuri Yuri, hizo una rabieta de película, secundado en parte por Chicholina, comenzó a ladrar desaforadamente, a dar carreras por el patio y la casa en busca de ambos, finalmente se metió en cada una de las habitaciones, desmanteló las camas una por una y se trajo todos los cubrecamas arrastrando hacia la sala. Allí lo encontré, parado sobre el lío de ropa, ladrando a más no poder para justificar su queja e impedir que nadie lo moviera de su sitio hasta que yo llegara y le diera una justificación. Tuve que darle un paseo para que se calmara.
Todos los Belluguines eran traviesos a su manera, pero las travesuras de Chon Chon eran de antología. Su apetito no conocía límites. Pelaba a puro diente los cocos secos, se comía las espinosas plantas de bromelia y se comía pedazos de mangueras para estrenar los dientes recién nacidos. Sus travesuras eran las más ingeniosas, conocía el arte de infiltrarse en la casa sin permiso y ocultarse bajo la cama sin dar aviso de su presencia. Un sábado, cuando todavía conservaba sus fuerzas, mi madre me llevó en una bandeja a la habitación un café y unas tostadas que colocó en la mesita de noche mientras yo dormitaba. No sabía que
bajo el lecho había un huésped clandestino con todos los sentidos alertas. Al poco rato, después que llevé la bandeja a la cocina y le di las gracias por el café, mi madre me preguntó si no me habían gustado las tostadas. La miré sorprendido. El café estaba muy bueno, por supuesto, lo de las tostadas tenía que responderlo el delincuente que se las había comido.
Algo parecido sucedió en otra ocasión en que me encontraba en la sala de estar, viendo en televisión una película muy entretenida. Los Belluguines dormían a mi vera, boca arriba, en fila india, pegados a una pared, con las doce patas apuntando hacia el techo.
Cuando empezaron los anuncios fui a prepararme un pan relleno de chorizo, lo puse en un plato y volví a sentarme en la cómoda mecedora, sin apartar los ojos de la televisión. Cuando bajé la vista el pan estaba en la boca del perrito pinto que me miraba de frente con un candor irresistible, como pidiendo un permiso que en realidad ya se había dado. Junto a él estaban parados sus dos congéneres, que no habían intervenido en el robo, pero pedían su parte del botín. Democráticamente lo dividí en tres partes y lo repartí. Chon Chon esperaba más, pero tuvo que conformarse con su porción. Sólo yo me quedé sin probar el bocadillo, y no había más chorizo en la despensa.
Uno de los episodios más cómicos tuvo lugar una noche en la galería, mi lugar favorito para recibir a los amigos. Con un par de ellos compartía, destripando unas cuantas botellas de vino. Las copas estaban en el suelo y los Belluguines en el patio, hasta que llegó mi hermano Alfredo y los dejó entrar sin darse cuenta. Tampoco nos dimos cuenta nosotros hasta que vimos que los copas estaban vacías y los perros (Chicholina, sobre todo) estaban cayéndose de borrachos. Les costaba trabajo mantener el equilibrio y se despatarraban como bailarines de ballet.
Los foxterrier son eléctricos, son cariñosos y nerviosos en extremo. Le tienen pánico a las explosiones y truenos, pero los míos se habían criado al lado de la universidad en una de sus peores épocas, y a las bombas y a las balas respondían con ladridos. Además, los gases de las lacrimógenas no les causaban ningún efecto. Un día, durante una situación insoportable, me tumbé a su lado y descubrí que a su altura esos gases no circulaban o era mínimo su efecto. Fue una de las muchas cosas que me enseñaron.
Los Bellugines, en general hacían todo tipo de gracias y cosas peculiares. Permanentemente reclamaban mi atención y con cualquier pretexto se subían a mis piernas. Chicholina, al menor descuido, entraba muchas veces a mi habitación y cuando estaba leyendo el periódico en la cama, saltaba como una liebre y aterrizaba, precisamente, en cuatro patas, sobre el periódico y mi pecho. Era un jueguito pesado que, a pesar del susto o la sorpresa, no me hacía enojar, pero me provocaba incluso taquicardia y ciertas ganas de halarle con fuerzas las orejitas.
Chon Chon tenía por costumbre ponerse a mi lado y pararse en dos patas las muchas veces que bajaba yo al patio, como pidiéndome que lo tomara por una mano y lo paseara como a un muchacho.
Yuri venía calladito a la habitación y se volteaba boca arriba al lado de la cama para que le acariciara el pecho y la barriga, y cuando me cansaba de hacerlo me apremiaba con el movimiento de una pata. En la medida en que envejeció se convirtió en un muñeco de trapo. Perdió la vista pero nunca el olfato ni el sentido de orientación. Amaba el patio –jardín y frutal a la vez- que no tenía secretos para él y, a pesar de la ceguera, durante el resto de su vida lo vi caminando incansablemente por todos sus rincones durante horas de la noche y el día. En esa época de senectud, a sugerencia de Osvaldo, el mecánico, le cambié el nombre y le puse Balaguer, pero él nunca se dio por ofendido.
Era puntual a la hora de comer y puntualmente subía a la casa a la hora señalada, y comía bien antes de retirarse a sus dominios predilectos, hasta que un día no subió. Lo busqué y lo busqué y lo encontré flotando en la pecera. No se había ahogado, le había fallado el corazón la última vez que quiso beber agua, cuando tenía casi diecisiete años.
En una época, al regresar a la casa me recibían las voces alegres de mis perros a través de las rejas de la marquesina. Sobresalía la voz encantadora de Chicholina, que era la más alegre de todas, con su inconfundible timbre que me contagiaba de felicidad.
Contemplo ahora, en las mañanas cordiales o al caer de las tardes, cuando visito el patio, que es jardín y frutal, los filodendros que se yerguen sobre la tierra que los cubre en un cantero de piedra, bajo la generosa planta de mango.
Aquí, en el patio de la casa de mis padres difuntos, donde he vivido más de la mitad de mi vida, en el patio encantado donde hablo a veces con mis muertos familiares y evoco a la prima Cape, acaricio el follaje de los lustrosos filodendros que he cultivado con esmero. Acaricio el follaje de los filodendros en que se han convertido los Belluguines, así como infinitas veces acariciaba la pelambre de esas dichosas criaturas. A la sombra de los filodendros se han convertido en filodendros para darme un motivo nuevo de regocijo.
A veces no sé que siento y a veces no siento nada, los recuerdo corriendo por el patio, los escucho ladrando alegremente y me invade el vacío, pero al final pienso en todas las alegrías que me dieron. Recordarlos con tristeza me parece traicionar la felicidad, toda la felicidad que me dieron. “Bellas fueron sus vidas, grande la dicha de habernos encontrado”.
Hoy ya no me reciben aquellas voces alegres a través de las rejas de la marquesina, allí donde siempre me esperaban mis Belluguines. Hay otras voces, otros ámbitos.
Ahora me acompañan, mientras tanto, Lola y Coco, la rubia labradora y el bulldog francés con ojos de gente, que ronca como un puerquito. Me acompaña la memoria de todos los perros de la infancia y adolescencia, la trágica Blonda, la Pionía, el Lucero que metía su hociquito en un bolsillo de mi pantalón a la hora de comer, el dulce recuerdo todas de las perrunas criaturas que han alegrado mi existencia.
Me prometo que habrá una y habrá otra cada vez que me falte, hasta el día en que yo mismo emprenda el camino hacia la sombra, que es mi mejor idea de la muerte: La paz, la certidumbre eterna, la nada apacible, quizás la tierra que te reproduce en plantas y semillas y en follaje para siempre, ajeno de ti mismo para siempre en el único sueño verdadero. (Del libro “Ritos ancestrales”)
a leila roldán
21/05/2011
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