Seguidores

26/8/23

LUPERÓN (1-18) Serie completa

Los festejos de la bestia

Pedro Conde Sturla

14 abril, 2023


La bestia tenía muchos motivos para celebrar y hubo grandes celebraciones. El año 1947 había sido difícil desde el principio, pero la razón y el orden habían prevalecido, prevaleció el régimen de terror de la bestia. El 16 de agosto se había juramentado de nuevo como presidente, por cuarta vez presidente, elegido casi por unanimidad. Los comunistas del PSP y los antisociales de Juventud Democrática, que habían desafiado su gobierno públicamente, estaban en el exilio o en la cárcel o estaban muertos. La mayor amenaza que se había orquestado contra su gobierno, la expedición de Cayo Confites, se había derrotada en parte a sí misma…

Darío Castellanos era un niño de 10 años y recuerda bien las manifestaciones de adhesión a la bestia antes y después del fracaso de la expedición, los miles de campesinos que desfilaban en la capital armados de machetes, vociferando vivas a Trujillo y siguiendo los cuerpos militares. La invasión se había estado esperando en cualquier momento y cuando llegó la noticia del apresamiento de los hombres de Cayo Confites se produjo una explosión de júbilo en las altas esferas del gobierno. El pueblo dominicano también manifestó, por las buenas o por las malas, una aparatosa alegría. El héroe del momento era Trujillo. El salvador de la patria era Trujillo. Un coro de alabanzas se extendió por todos los rincones del país. La gente hacía cola para felicitarlo por su hazaña.

«Un botón de muestra del renovado y delirante culto a la personalidad del dictador lo brindó el diario La Nación de Santo Domingo, el 11 de octubre de 1947, en un comentario sobre la frustrada expedición. Según el articulista, “el Presidente Trujillo, solo el Presidente Trujillo, sin disparar un tiro ni derramar una gota de sangre” había ganado una batalla contra “mil ochocientos bandidos y piratas”. Desde su escritorio, añadió, “con la serenidad de un estratega que formula un plan para la victoria, el Generalísimo Trujillo, nota tras nota, fue informando al Gobierno cubano y a la opinión pública internacional del crimen que se fraguaba”». (1)

Paradójicamente «Se había cumplido al pie de la letra la profecía del expedicionario Danilo Valdez cuando aseguró que del cayo solo saldrían para las cárceles cubanas. En la capital dominicana, en tanto, Trujillo y su corte guardaban un astuto silencio y disfrutaban la victoria. Tenía razones el Generalísimo para estar feliz, pues sus deseos se habían convertido en realidad: la expedición había sido fríamente aniquilada por sus propios patrocinadores». (2)

Con mayor claridad y precisión Roberto Cassá atribuyó el fracaso de la expedición a que «Trujillo obtuvo el apoyo del imperialismo y pudo presionar exitosamente contra el Gobierno cubano, el cual se vio obligado a disolver el Ejército expedicionario». (3)

El gobierno cubano de Grau San Martín se desligó o pretendió desligarse de todo vínculo con los expedicionarios antitrujistas y los abandonó a su suerte. Oficialmente y extraoficialmente se dijo que Cuba se había limitado a ofrecer hospitalidad a los exiliados dominicanos y que los exiliados habían abusado de la misma. El gobierno había tenido que intervenir en el último momento para impedir un atropello contra una nación amiga. Curiosamente, hasta el nombre de un escritor de la fama y popularidad de Ernest Hemingway salió a bailar en el desastre de Cayo Confites. En rigor, Hemingway siempre se había mencionado durante los preparativos de la expedición y es muy probable que hubiera simpatizado con los revolucionarios y hasta prestado algún tipo de colaboración. De hecho, el célebre Telesforo o Telesforito Calderón, el secretario de la presidencia del gobierno de la bestia, lo había acusado de participar en las «andanzas de la brigada internacional comunista que intentaba atacar a la República Dominicana» Una acusación a la que daría crédito el semanario Times, asegurando que Hemingway había advertido a los “filibusteros” de Cayo Confites de la necesidad de acelerar la operación y de que «la demora sería fatal» (4)

Hemingway sería acusado además de haber dado alojamiento en su hacienda de Cuba a los pilotos norteamericanos y muchos de los “filibusteros” que integraban la expedición y hasta de disponer de miles de hombres armados para desatar un pandemonio contra la República Dominicana.(5)

Aparte de calumniado, se vio perseguido, su propiedad fue allanada por un pelotón de soldados que le mataron un perro y tuvo que dejar el país, al menos durante un tiempo prudente. (5)

Los miembros del ejército expedicionario no pasarían por suerte mucho tiempo en la cárcel ni tantas penurias como en Cayo Confites, gracias a la firme determinación de algunos de sus dirigentes, y de uno de ellos en particular. Los abogados defensores presentaron recursos de habeas corpus a principios del mes de octubre para obtener la libertad de los prisioneros y el Tribunal Supremo de Justicia estaba a punto de concederla, pero antes de que sucediera, el más impaciente y cascarrabias de todos —es decir, Juan Bosch— se declaró en huelga de hambre, huelga de comida y agua, porque la cosa iba en serio. Bosch le dio inicio a la huelga casi desde el mismo momento en que había sido detenido con los hombres del buque Aurora y de inmediato fue secundado por los que estaban detenidos en otras cárceles. La prensa cubana se hizo eco del acontecimiento y se produjo un escándalo mayúsculo. Tanto así que el general Pérez Damera mandó a buscar a Bosch y se reunió con él en presencia de varios periodistas, y después de un breve acuerdo, a condición de abandonar la huelga, accedió a soltar o comenzar a soltar a los rebeldes. En cambio Bosch fue a parar varios días al hospital. Estaba tan débil y consumido que su estómago ni siquiera resistió un jugo de naranja y se le diagnosticó disentería.(6)

En Santo Domingo, los festejos y el júbilo de la bestia corrían parejos con la más brutal intolerancia. La oposición al régimen persistiría, sin embargo, en el interior y el extranjero, a pesar de que se iniciaba una de las etapas más represivas de la era gloriosa. Incontables opositores serían asesinados en el país, y otros como Mauricio Báez y Manuel de Jesús Hernández morirían o desaparecerían en La Habana, Andrés Requena y Jesús de Galíndez en Nueva York, José Almoina en Ciudad México… El brazo largo de la bestia se hacía cada vez más largo y la oposición más terca, tozuda, incluso temeraria. Muy pronto, apenas dos años después de Cayo Confites, el exilio emprendería el camino de Luperón. 


(Historia criminal del trujillato [121])

Notas:

  1. Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p.382
  2. Ibid p. 359
  3. Citado por Humberto Vázquez García,  “La expedición de Cayo Confites”,  p. 374  
  4. Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”,  p. 367 
  5. Ibid 
  6. Ibid p.361

Bibliografía:

Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites


La Legión del Caribe


Pedro Conde Sturla

21 abril, 2023




El fracaso de Cayo Confites fue el más duro de los golpes que la oposición antitrujillista había recibido hasta el momento, un golpe tan contundente que parecía haber paralizado el movimiento, dejándolo sin fuerzas, sin recursos, en aparente estado de shock. Los mejores dirigentes del exilio demostrarían, sin embargo, ser hombres de un temple, una tenacidad y un espíritu invencible y no tardarían en recuperar la iniciativa y enfrascarse en un nuevo proyecto libertario. Fracasarían de nuevo y volverían a fracasar, pero persistirían en la lucha, lucharían por un sueño y no pocos en la lucha dejarían el pellejo. Los más afortunados perderían los amigos, otros perderían los hermanos o los padres o los hijos en aquella contienda, aquella lucha a muerte que lucía interminable.


Como dice Crassweller, después de la desbandada algunos de los hombres de Cayo Confites, bajo la guía de Juancito Rodríguez, se reagruparon y encontraron un nuevo propósito: empezaron a construir un proyecto plurinacional y a asumir una identidad que mantendrían por varios años y que de alguna manera amplió los horizontes. Se organizarían, en efecto, en la llamada Legión del Caribe. Una famosa legión que Crassweller define entre real y mística, una banda de liberales, izquierdistas y aventureros que parecían estar simultáneamente en todas y en ninguna parte. La Legión se movilizaría en apoyo de José Figueres en Costa Rica y pretendía enfrentar la tiranía de Somoza en Nicaragua, brindaría apoyo al gobierno de Guatemala en una difícil coyuntura y participó activamente en la organización de una nueva empresa expedicionaria, la expedición de Luperón. Otra vez, el generoso Juancito  Rodríguez financiaría gran parte de la costosa aventura, incluyendo la compra de aviones, armas y pertrechos.

Tal y como dice Humberto Vázquez García: «La expedición de Luperón se inscribió en un proyecto insurreccional más vasto denominado Pacto de Alianza, el cual habían suscrito en Ciudad Guatemala, el 16 de diciembre de 1947, dirigentes de “grupos representativos de la política dominicana, nicaragüense y costarricense para derribar a las dictaduras imperantes en sus patrias y restablecer en ellas la libertad y la democracia”. Estos convinieron en organizar un Comité Supremo Revolucionario bajo la presidencia del general Juan Rodríguez, a quien designaron comandante en jefe de los Ejércitos Aliados, cuerpo militar del pacto que sería conocido con el nombre de la Legión del Caribe». (1)

De acuerdo con una versión un tanto ingenua, los veteranos de Cayo Confites, una vez puestos en libertad, solicitaron al gobierno de Grau San Martín la devolución de las armas a su legítimo dueño, que era Juancito Rodríguez, o por lo menos el dueño de la mayoría. El gobierno habría entregado una parte y Juancito Rodríguez facilitó cierta cantidad a José Figueres, que en esos días organizaba una insurrección en Costa Rica. El traspaso de esa parte de las armas, en el que participó el inestimable Enrique Cotubanamá Henríquez, corrió con la acostumbrada mala suerte que parecía seguir a los revolucionarios. El avión que las llevaba (un Cessna de dos motores) se estrelló en Guatemala, murieron el piloto y el copiloto, un cubano y un español, y se salvó de casualidad, aunque con heridas de consideración, el dominicano Virgilio Mainardi Reyna.

Las armas, al parecer, no sufrieron daños y la parte acordada llegó a manos de Figueres, junto a un grupo de voluntarios de la mencionada Legión del Caribe (Miguel Ángel Ramírez, Horacio Julio Ornes y otros), que prestaron un valioso servicio militar a la empresa. Cuando Figueres triunfó devolvió las armas.

La versión de Alberto “Chito” Henríquez Vásquez es de alguna manera más convincente y racional. Los dominicanos acudieron a Juan José Arévalo, el progresista presidente de Guatemala y éste convenció al guabinoso Grau San Martín de que entregara las armas que habían sido requisadas al ejército de Cayo Confites. Grau las entregó parcialmente, pero al gobierno de Arévalo, y se transportaron en aviones de la fuerza aérea de Guatemala. (2) El episodio del Cessna ocurriría probablemente en otra circunstancia
.


Lo cierto es que «las armas y municiones de Cayo Confites fueron empleadas en la insurrección de Figueres en Costa Rica y en la consolidación de su gobierno, así como en la expedición antitrujillista de Luperón e incluso en la defensa del gobierno de Juan José Arévalo”. (3).

Otros veteranos de Cayo Confites, como Tulio H. Arvelo, permanecieron entre Cuba y Puerto Rico y Venezuela, ajenos en principio a lo que sucedía en Guatemala, y enfrascados en otro proyecto insurreccional. El testimonio de Tulio Arvelo sobre este tema es de un valor incuestionable.

«El trabajo de agente vendedor a que me dediqué en la capital venezolana estaba muy lejos de ser la actividad acorde con mi temperamento que me impulsaba a buscar nuevas vías que me llevaran a la cristalización de mi más preciado anhelo: regresar a Santo Domingo libre de la opresión trujillista.

“Ese y no otro fue el motivo de mi regreso a La Habana en enero de 1948. Sabía que en esa ciudad había mejores condiciones para hacer conexiones con los compañeros que tenían los medios de lucha necesarios para derrocar a Trujillo.

«Allí supe que don Juan Rodríguez, Miguel Angel Ramirez, Horacio J. Ornes y otros compañeros de Cayo Confite se habían trasladado a Guatemala en busca de la sombra del doctor Juan José Arévalo, quien era a la sazón el presidente de ese país centroamericano. Hice algunas diligencias para unirme a ellos; pero fue inútil, no logré el enllave necesario.

«A mediados de ese mismo año de 1948 se produjo en Costa Rica la llamada Revolución de Figueres en la que los compañeros antes mencionados jugaron un papel de importancia.

«Aquello, además de que me cogió de sorpresa, me hizo sentir un poco mal ya que hubiera querido estar allí porque suponía que el triunfo de dicha acción sería de gran utilidad para los emigrados dominicanos.

«Luego supe que mi suposición era válida en principio puesto que Figueres se había comprometido a facilitar hombres, armas y dinero para la lucha contra Trujillo a cambio de la ayuda de los dominicanos en la empresa que él encabezaba.

«Después que Figueres alcanzó sus objetivos no hizo buena su promesa y, según supe más tarde, solamente contribuyó con dinero que había prometido así como con la devolución de una parte de las armas de Cayo Confite que le había “prestado” don Juan Rodríguez de la cantidad que éste había logrado le devolvieran en Cuba.

«Cuando el triunfo de Figueres en Costa Rica era inminente, ya se conocían en La Habana algunos detalles acerca de la naturaleza de la lucha en que estaban participando mis antiguos compañeros.

En Costa Rica el panorama político era diferente al de Santo Domingo. Allí el Gobierno contra el que luchaba Figueres ayudado por los dominicanos era apoyado por las fuerzas más progresistas de ese país. Por otra parte, el objetivo de las fuerzas “revolucionarias” era llevar al poder al señor Otilio Ulate, un conspicuo oligarca representante de la reacción costarricense.

»Por esas razones me negué a engrosar las filas figueristas cuando en las postrimerías de la lucha se me invitó a hacerlo». (4)

La dudas de Tulio Arvelo sobre el movimiento encabezado por Figueres, por muchas otras razones, y a juzgar por lo que dice Crassweller, no parecían estar descaminadas:

Dice Crassweler que, como parte del arreglo de una disputa entre Costa Rica y Nicaragua, en el cual intervino subrepticiamente Trujillo, se produjo la dispersión o expulsión de la Legión del Caribe de Costa Rica. Simplemente el gobierno estuvo de acuerdo en que no toleraría dentro de su territorio grupos armados de exilados conspirando contra Nicaragua. Los mismos que tanto habían contribuido al triunfo de la insurrección.

Algunos se desligaron de la Legión y permanecieron en el país. Muchos otros encontrarían — como dice Crasswellwer— un nuevo hogar en Guatemala bajo el belicoso liberalismo del presidente Arévalo. Lo que quedaba de la Legión del Caribe salió de Costa Rica y volvió a formar sus filas en Guatemala, llevando consigo la porción sobreviviente del muy viajero armamento de Cayo Confites.

(Historia criminal del trujillato [122])

Notas:

(1) Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites, p. 398

(2) Ibid, p. 399

(3) ibid

(4) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs 108,109

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”. 

Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario.”


Camino de Guatemala

Pedro Conde a Sturla 

28 abril, 2023

Juan José Arévalo, primer presidente popularmente electo de Guatemala

Durante más de un año Tulio Arvelo se dedicó a sobrevivir con un modesto empleo de periodista en Puerto Rico y a conspirar contra el régimen de la bestia, trabajar y conspirar en compañía de un selecto grupo de compañeros de ideales.


Lo que se proponía el grupo de Puerto Rico era conseguir armas para abastecer a un llamado Frente Interno, que se encontraba en Santo Domingo.

«Durante las noches nos reuníamos a continuar nuestra tarea conspirativa para derrocar a Trujillo.
»En una de esas reuniones se tomó la decisión de organizar otra empresa si no similar a la de Cayo Confite, por lo menos con los mismos fines.

»Ya con anterioridad a nuestro reciente fracaso el grupo de Puerto Rico había hecho algunos contactos con Santo Domingo que culminaron con la introducción clandestina de una pequeña cantidad de armas en territorio dominicano, las que fueron la base del nuevo plan que trazamos cuyos delineamientos generales eran los siguientes: haciendo provecho de la experiencia de Cayo Confite, resolvimos cambiar de táctica y en vez de enviar hombres armados introduciríamos las armas para entregarlas a un grupo organizado dentro del territorio dominicano denominado el Frente Interno. Una vez armados los hombres comenzaría la rebelión.

»El primer problema a resolver era el de la obtención de las armas y los pertrechos a introducir. Sabíamos que el único sitio en donde podríamos conseguirlos era Cuba, ya que el Gobierno de ese país había incautado los de Cayo Confite y además las posibilidades eran buenas por las relaciones que se tenían en las más altas esferas oficiales de dicho país, a pesar de la traición de Genovevo Pérez Dámera». (1)
Una mayor brecha de esperanza, un auspicioso compás de espera, se abrió cuando un nuevo presidente, Carlos Manuel Prío Socarrás, llegó al poder en Cuba. En su gobierno, Juan Bosch y Cotubaná “Cotú” Henríquez ocuparon posiciones importantes, el primero en su condición de cuñado y el segundo como secretario particular del presidente, un colaborador muy estimado. Se suponía que Prío Socarrás sería más solidario con los dominicanos y más independiente, aunque a la larga demostró no ser ni una ni otra cosa.

El grupo de Tulio Arvelo –y Tulio Arvelo en particular–, no daba palos a ciegas, se movía con extremo sigilo, tratando de no repetir lo de Cayo Confites. Una de las personas que le proveía información y orientación más valiosas era Chito Henríquez, otro de los Henríquez que andaban dispersos por el exilio:
Chito era, «entre los exiliados, el mejor conocedor de la historia y la cultura de Cuba, siendo entre nosotros la más segura fuente a consultar sobre esta materia». (2)

El otro hombre a quien Tulio Arvelo estimaba y en quien depositaba mucha confianza era Eufemio Fernández:

«Entre los elementos con quienes no teníamos ninguna duda que podríamos contar estaba Eufemio Fernández y los muchos otros que habían cooperado siempre con los dominicanos».

El plan, ahora, con la aparente apertura que se había producido, era más ambicioso. El grupo pretendía solicitar a Prío Socarrás la devolución de las armas, las no pocas armas que no le habían sido devueltas a Juancito Rodríguez, y enviarlas de alguna manera a los hombres del Frente Interno en Santo Domingo.

Arvelo viajó pues a La Habana y se reunió primero con su amigo Cruz Alonzo, el propietario del hotel San Luis donde se hospedaban muchos dominicanos exilados, y luego con Eufemio Fernández y les dio a conocer sus propósitos. Ambos se mostraron entusiastas, pero Eufemio advirtió que para llegar a Prío había que hablar con Bosch y que él se encargaría de hacerlo.

Arvelo volvió a Puerto Rico a comunicar las aparentes buenas noticias a sus compañeros y a elaborar con ellos un documento con los detalles del proyecto que entregó a Eufemio Fernández para que éste se lo hiciera llegar a Bosch. El tiempo pasó sin que se recibiera una respuesta positiva y Arvelo empezó a desencantarse, a perder la fe en las posibilidades de que el gobierno cubano devolviera las armas.

En una visita providencial que hizo a su íntimo Cruz Alonzo en busca de noticias conoció a una persona que había visto alguna vez en Santo Domingo. Se trataba de un siquiatra llamado Antonio Román Durán, un refugiado español. Cruz Alonzo mostró interés en que ambos se conocieran y charlaran en privado y la charla fue muy privada y provechosa, aparte de que le deparaba a Tulio Arvelo una muy grande sorpresa.
El siquiatra estaba enterado de los planes del grupo de Puerto Rico y confesó que había viajado de Guatemala a Cuba en una misión que le había encomendado Juancito Rodríguez, «El indomable Rodríguez», como le llama Charles D. Ameringer en un capítulo de su libro La brigada del Caribe. Tulio Arvelo se quedó estupefacto, quizás mudo de asombro.

El relato de Tulio Arvelo adquiere ahora, cómo se verá a continuación, la intensidad de una novela, de una buena novela de suspenso y acción. Así lo cuenta en su libro, con un estilo muy económico y a la vez Rico de detalles:

«Pasaron varios días, más de los que mi impaciencia podía soportar, sin que tuviera noticias de Eufemio Fernández. Una mañana fui a visitar a Cruz Alonzo en mi afán de tener noticias de mi gestión y lo encontré en compañía de un señor a quien conocía de vista en Santo Domingo; pero con quien jamás había cruzado una palabra. Se trataba del doctor Antonio Román Durán, psiquiatra español que había vivido refugiado en nuestro país.

»Cruz Alonzo nos presentó y manifestó su deseo de que el médico español y yo conversáramos en privado, por lo que nos dejó solos.

»Después de varios minutos de conversación acerca de cosas banales el doctor Román Durán me dijo que había ido a Cuba desde Guatemala en una misión que le había encargado el general Juan Rodríguez. No pude disimular mi sorpresa cuando supe que dicha misión consistía en obtener ayuda para una invasión contra Trujillo. O sea, que mientras nosotros en Puerto Rico concebíamos nuestro planes para introducir armas a Santo Domingo, don Juan Rodríguez organizaba una nueva invasión desde tierras guatemaltecas.

»Román Durán, enterado por Cruz Alonzo de mis gestiones estaba seguro de que yo no conseguiría nada puesto que a él ya le habían negado la devolución de las armas que quedaban todavía en poder de los cubanos. Me dijo que partiría al día siguiente para Guatemala.

»En medio de mi desesperación causada por la falta de noticias y el significado que tenía el que Cruz Alonzo hubiera enterado a Román Durán de mis propósitos, y sobre todo, su interés en que conversara con el médico español, me dieron a entender que yo tampoco conseguiría nada. Por eso cuando Román Durán me preguntó si no tenía inconveniente en que enterara a don Juan Rodríguez de mis gestiones y de que diligenciaría un viaje mío a hablar con él no titubeé en contestarle que estaba completamente de acuerdo y que esperaría sus noticias.

»A los cinco días Román Durán me puso un cable anunciándome que me había situado pasaje y que me presentara en Guatemala lo antes posible». (3)

(Historia criminal del trujillato [123]) 

Notas:

(1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 109

(2) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs 108,109

(3) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p.119, 120


Cambio de rumbo

Pedro Conde Sturla

5 mayo, 2023

Federico “Gugú” Henríquez Vásquez

El viaje a Guatemala representaba un total cambio de planes, cambio de rumbo y perspectivas. Representaba una inyección de entusiasmo renovador. Otra vez el exilio emprendía la vía de las armas y en condiciones que parecían más favorables que las de Cayo Confites.

A diferencia de los mandatarios cubanos, el guatemalteco Juan José Arévalo daría un apoyo irrestricto a los dominicanos y Juancito Rodríguez mantendría esta vez toda la fuerza expedicionaria bajo su mando y no ocurrirían episodios de anarquía como los de Cayo Confites.

Dice Tulio Arvelo que Juancito Rodríguez lo recibió en Guatemala con su cordialidad y franqueza habitual y que de inmediato dejó establecida su posición respecto a Cuba y a los cubanos. De hecho, Juancito Rodríguez no quería tener nada que ver con Cuba ni con cubanos, y ni siquiera con los dominicanos de Cuba. Nada se podía esperar de Cuba ni los cubanos. Cayó Confites había fracasado por culpa de ellos y no quería que se involucraran. La idea era organizar un pequeño ejército, un ejército disciplinado y bien entrenado, y además llevar armas que serían entregadas a los hombres del Frente Interno y a otros que eran leales a Juancito Rodríguez. Las cosas saldrían bien esta vez hasta que de repente salieron mal y se malogró la expedición.

«En síntesis —explica Tulio Arvelo—, el plan de la nueva invasión era el siguiente: introducir a Santo Domingo varios grupos de hombres bien entrenados que llevaran armas para unos quinientos o seiscientos hombres. Difería de Cayo Confites en que no era una verdadera invasión que se enfrentaría de inmediato con el ejército de Trujillo y difería de los planes de Puerto Rico en que en vez de introducir solamente las armas para ponerlas en manos del Frente Interno, éstas serían llevadas por hombres ya entrenados y además, y era la variante más importante, que los jefes militares irían desde afuera. Es obvio que una de las ventajas de ésta última variante era que dichos jefes eran gente que ya habían tenido experiencias tanto en lo de Cayo Confites como en lo de Costa Rica. Como es de notarse, la presencia del Frente Interno era en esencia lo que diferenciaba los planes de Cayo Confites de los de este otro intento de invasión. Otra de las características esenciales de estos planes era que se habían elegido tres puntos diferentes para hacer los desembarcos los cuales serían realizados por el aire, en vez de por mar como en Cayo Confites. Dichos desembarcos se harían uno en el Sur, el otro por el Norte y el tercero en la región central de una manera simultánea. (1)

Ahora Tulio Arvelo serviría de enlace entre Guatemala y las islas de Cuba y Puerto Rico y se convertiría en un hombre de la plena confianza de Juancito Rodríguez. El grupo inicial estaba compuesto por gente que había dado prueba de lealtad y coraje, incluso con experiencia militar en Costa Rica, como Horacio Julio Ornes Coiscou y Miguel Angel Ramirez, dos importantes jefes que se habían distinguido en el combate. Los otros eran Miguelucho Feliú, Manuel Calderón Salcedo y Hugo Khunhardt.

Poco a poco se fueron incorporando algunos guatemaltecos, nicaragüenses y españoles veteranos de la guerra civil. El único cubano sería Eufemio Fernández, el que fuera comandante del batallón Guiteras en Cayo Confites. Eufemio Fernández era un caso especial, era médico y veterano de la guerra civil española, alguien de quien Juancito Rodríguez decía que se podía confiar en cualquier momento. El único cubano en quien confiaba.

Los demás hombres se irían sumando con discreción y poco a poco, con un límite más o menos establecido a causa de la cantidad y disponibilidad de los aviones. El problema, que finalmente daría al traste con la expedición, es que con excepción de un hidroavión tipo Catalina, ninguno de los aviones tenía autonomía de vuelo para llegar a Santo Domingo desde Guatemala. Había que aterrizar en algún lugar para reponer combustible y obtener el permiso para hacerlo.

Con ese propósito, y el encargo de reclutar a Eufemio Fernández, Juancito Rodríguez enviaría a Tulio Arvelo en misión secreta a Cuba. Arvelo se reuniría por separado con Juan Bosch y Cotubaná Henríquez para que le consiguieran una entrevista con el presidente Prío Socarras, pero las diligencias fueron infructuosas. En cambio Eufemio Fernández accedió de muy buena gana y mejor talante a unirse a la expedición, junto a otros tres compañeros que habían estado bajo su mando en Cayo Confites.

Antes de regresar a Guatemala —frustrado, deprimido, decepcionado—, Arvelo tuvo un encuentro con su amigo Federico “Gugú” Henríquez Vásquez (hermano de Chito Henríquez), un luchador antitrujillista y destacado deportista de 27 años, que había participado en el desembarco de Normandía (6 de junio de 1944). Lo que sucedió entre ellos es algo que Tulio Arvelo describe en una página memorable:

Mi encuentro con Gugú Henríquez

«Tal vez fue ese estado de ánimo depresivo lo que me empujó a contravenir en parte las órdenes que tenía de no frecuentar el hotel San Luis para evitar los encuentros con los dominicanos emigrados en Cuba. Al día siguiente de mi entrevista con el doctor Henríquez fui por el hotel y como era casi inevitable me encontré con algunos dominicanos. Todos extrañaron mi presencia en La Habana y me acosaron a preguntas respecto a los motivos de mi viaje. Sospecharon que yo andaba en diligencias de la preparación de algo contra Trujillo. Dí cualquier excusa y a ninguno dije la verdad.

»A eso del mediodía me encontré con Gugú Henríquez e insistió en hablar a solas conmigo. No pude negarme por los nexos de amistad que desde la infancia me unían a este valioso luchador contra Trujillo y ex-compañero de Cayo Confites. Lo cité para esa misma tarde en la pensión, recomendándole que guardara la más estricta discreción.

“A la hora convenida Gugú fue a verme y después que me reiteró su seguridad de que yo andaba en alguna misión relacionada con la lucha contra Trujillo y dada la vehemencia que puso en sus alegatos y a que en realidad él no podía ser considerado como los demás emigrados residentes en Cuba puesto que no lo era ya que se encontraba accidentalmente allí, consideré que no cometía ninguna indiscreción al hablarle de la siguiente manera: “Es cierto, he venido en una misión de don Juan Rodríguez; pero tengo instrucciones precisas de guardar el más estricto secreto frente a las personas que no sean aquellas con quienes he venido a entrevistarme. Por eso nada puedo decirte”

»Su respuesta fue: “Tú no puedes irte de aquí sin prometerme que hablarás con don Juan para que me mande a buscar. No puedo permitir que te vayas sin hacerme esa promesa porque no concibo que se prepare una invasión a Santo Domingo y que después de este contacto contigo me dejen fuera de ella”.

»Al ver su actitud casi suplicante y teniendo en la memoria aquel viaje a Puerto Rico nueve años atrás en el que gracias a él logré realizarlo, no tuve fuerzas para seguir negándome; así es que le prometí hablar con don Juan, le pedí su dirección para mantener el contacto y nos despedimos.

»Muy lejos estábamos ambos de pensar que con aquella promesa se abrían las puertas que lo llevarían a la muerte escasamente dos meses más tarde». (2)

(Historia criminal del trujillato [124])

Notas: 

  1. (1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs. 122,123
  2. (2) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs. 134, 135




Enviado desde mi iPad

Entrenamiento en Guatemala

Pedro Conde Sturla

12 mayo, 2023

Juancito Rodríguez 

Juancito Rodríguez no se mostró sorprendido cuando Tulio Arvelo le informó que su misión en Cuba había sido un fracaso. En cambio manifestó alegría cuando se enteró de que Gugú Henríquez quería incorporarse a la expedición y ordenó de inmediato que le “situaran” un pasaje.


Los planes para la invasión ya estaban avanzados, pero la necesidad de un punto intermedio entre Guatemala y Santo Domingo para reabastecer los aviones seguía siendo una asignatura pendiente. Se pensó, en principio, en instalar tanques de combustible adicionales, que aumentarían sin embargo el peso y obligarían a disminuir el número de armas y tripulantes. Finalmente alguien mencionó la base aérea de la bella isla mejicana de Cozumel, a unos ochocientos kilómetros de la costa guatemalteca, y se hicieron la diligencias para conseguir del gobierno de México el permiso para aterrizar, reponer gasolina y continuar viaje a Santo Domingo. El permiso se obtuvo,formalmente, a los pocos días, pero algo saldría mal, muy mal, cuando los aviones aterrizaran para reabastecerse de combustible y seguir viaje.

Al igual que en Cayo Confites, los hombres se sometieron a un duro entrenamiento y esperaban ansiosos la hora de partir. Sin embargo, todas las cosas eran diferentes en Guatemala, empezando por el lugar de entrenamiento, la disciplina, los “lujos” y comodidades que describe minuciosamente Tulio Arvelo:

El campamento

«Dos o tres días después se nos informó a los que quedábamos que en la madrugada del día siguiente seríamos trasladados al campamento. Primero se nos llevó al cuartel de Matamoros en Guatemala en donde abordamos un pequeño avión.

»Después de dos horas de vuelo aterrizamos en la base aérea de San José en la costa del Pacifico. Desde allí nos llevaron al campamento en donde hacía algunos días ya estaban los demás compañeros.
»Lo primero que resaltó a la vista fue la diferencia entre aquel sitio de entrenamiento y la forma de vida que se llevó en Cayo Confite. Aquí dormíamos en barracas del Ejército y comíamos el rancho de los soldados.

»De inmediato nos integramos a los entrenamientos dirigidos por veteranos en la materia. Uno de los más versados de esos instructores era Alberto Ramírez, mi compañero de grupo, quien era un oficial de carrera graduado en una academia militar del Perú y que vivía como emigrado desde hacía varios años por su participación en uno de los tantos complots contra Somoza, dictador de Nicaragua.

»En el entrenamiento sobresalía la adaptación del cuerpo a los rigores de largas caminatas a través de terrenos irregulares. También se hacía énfasis tanto en el manejo de las diferentes armas que llevaríamos como en la táctica militar que debíamos aplicar en el adiestramiento propio de la lucha de guerrillas, siempre teniendo en cuenta que las personas a quienes llevaríamos las armas carecían de toda clase de conocimientos en esos menesteres. También hicimos algunos ejercicios de tiro y se nos instruyó en la parte práctica de algunas clases teóricas que habíamos recibido en Ciudad de Guatemala, tales como integrar pequeños pelotones entre gente que carecía de las más elementales nociones de organización militar como se suponía eran la mayoría de los miembros del Frente Interno.

“Fue un entrenamiento intensivo dado en el corto tiempo de que disponíamos en el que todos pusimos tanto interés que los instructores quedaron maravillados de la capacidad de asimilación de la mayoría de los futuros expedicionarios. Otra parte de nuestras lecciones consistió en aprender cómo desarmar y armar todos los artefactos bélicos que llevaríamos.

»Fueron muchos los incidentes de todo tipo que vivimos durante esos días. Entre ellos hubo uno que por su naturaleza curiosa y anecdótica creo interesante relatar, sobre todo por la fuerte impresión que causó en mi ánimo y por el contraste de sus detalles en comparación a la vida que los dominicanos estábamos acostumbrados en nuestra lejana y añorada tierra.

“Todos habíamos notado, no sin alguna extrañeza, que uno de los compañeros guatemaltecos que nos servía de instructor cada vez que se dirigía al retrete cuya única puerta estaba cubierta por una tela, lo hacía armado de un grueso garrote.

“José Rolando Martínez Bonilla no pudo aguantar la curiosidad y en una de esas oportunidades detuvo al guatemalteco con quién entabló el siguiente diálogo:

“-Dígame una cosa sargento, ¿Cuál es la utilidad de ese palo en semejante sitio?

“-¿Cómo qué cuál es la utilidad, acaso Uds. van sin un palo a satisfacer sus necesidades?

“-Desde luego, sargento, ¿Qué haríamos con un palo como el que Ud. lleva?

“-Pues no me explico cómo es que ya uno de Uds. no ha perdido la vida, El caso es que si cuando están dentro del retrete se les presenta en la puerta una barba amarilla armada, esto es, con la mitad de su cuerpo erecta, que es su posición de ataque, pueden darse por muertos porque no hay defensa posible contra un enemigo así por la agilidad de los movimientos de esa serpiente que es la más venenosa de todo Centroamérica. Pero si se ha tenido la precaución de ir provisto de un palo como éste hay la posibilidad de darle un garrotazo, derribarla y luego rematarla en el suelo.

“Después de aquel día todo el mundo buscaba afanosamente un palo para ir al retrete.

»Mientras tanto la vida en el campamento discurría entre clases teóricas y prácticas y sin ningún tipo de diversión, Sin embargo, el espíritu se mantenía en alto. Jamás hubo una queja ni ningún motivo de discordia entre los futuros expedicionarios. En verdad que era un cuadro muy diferente al que se vivió en Cayo Confite en donde la intriga y la politica partidista y de grupos estaba a la orden del día».(1)

Lo que no se sabía en ese momento era que los servicios de espionaje de la bestia habían infiltrado el movimiento y estaban al tanto de los planes de invasión. El infiltrado vendía información al embajador dominicano en México, a su excelencia el Dr. Joaquín Maldaguer, Maldaguer se la hacía llegar a la bestia y la bestia procedía a mover sus fichas.

(Historia criminal del trujillato [125])

Notas:

(1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y

Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs. 141-143


El principio del fin 

 Pedro Conde Sturla

19 mayo, 2023

General Miguel Ángel Ramírez Alcántara

Una vez finalizado el entrenamiento en las cercanías de la base aérea de San José, los hombres de Juancito Rodríguez se organizarían en varios grupos.

De acuerdo con las informaciones disponibles, los planes originales consistían en viajar desde Guatemala a Santo Domingo a bordo de dos hidroaviones, cuatro aviones DC-3 y DC-4 y una embarcación procedente de Cuba, un número reducido de hombres en relación a Cayo Confites y numerosas armas y pertrechos para la gente del Frente Interno, que esperaba impaciente.

Lamentablemente, a última hora se produjo la deserción de varios pilotos y copilotos, unos norteamericanos y otros mexicanos que decidieron que el dinero que les habían ofrecido o quizás pagado no era suficiente para jugarse el pellejo con Trujillo y obligaron a un radical cambio de planes. El número de transportes disponibles se redujo a tres. Dos DC-4 y un hidroavión Catalina.

Ahora, según Tulio Arvelo:

“Los hombres se dividirían en tres grupos. El más numeroso estaría comandado directamente por el propio don Juan Rodríguez y estaría integrado por treinta y siete combatientes; el segundo sería comandado por Miguel Angel Ramírez y estaría compuesto por veinticinco y el tercero, que sería el más pequeño, estaría comandado por Horacio Julio Ornes en el que irían doce. El primer grupo desembarcaría en la región central, el segundo por el Sur y el tercero por el Norte. Los sitios precisos de desembarco se mantendrían en secreto hasta la última hora para los expedicionarios de base como una precaución contra las indiscreciones. Sin embargo los que estábamos más cerca de don Juan sabíamos que éste barajaba varios sitios para su aterrizaje, entre ellos el valle de Constanza y la región de Valle Nuevo, sitios en los que él aseguraba que cuando se supiera de su presencia al frente de una invasión se le sumaría mucha gente. También sabíamos que la idea de Miguel Angel Ramirez era aterrizar en la región de San Juan de la Maguana de la que es oriundo. En cuanto al tercer grupo era el que menos precisión había en cuanto a su sitio de desembarco pues como utilizaría el hidroavión tipo Catalina tenía un número mayor de lugares aptos para amarizar”. (1) p. 139

Los dos grupos más grandes partirían desde San José, en la costa del Pacífico, en aviones DC-4 que harían escala en Cozumel. El otro partiría desde el lago Izabal en el hidroavión tipo Catalina que haría el vuelo sin escala y que fue el único que llegó, por desgracia, a su destino. Ninguno de los aviones (por más extraño o asombroso que parezca) tenía radio y los hombres estarían incomunicados desde el momento en que se separaron.

El azar, como de costumbre, repartiría suerte arbitrariamente. La buena suerte para la bestia y toda la mala suerte para los revolucionarios. Añádase a lo anterior el hecho de que los servicios de inteligencia de la tiranía conocían los planes del Frente Interno en Santo Domingo y de los expedicionarios en Guatemala y que también los agentes del imperio les seguían los pasos.

Dice Arvelo que los integrantes de los tres grupos habían sido escogidos en base al conocimiento de la región en que debían operar e incluso al grado de afinidad entre sus componentes. Se quería evitar y se evitaron, discordias de cualquier tipo entre ellos.

Muy en especial, el grupo que viajaría en el hidroavión estaba compuesto por varios amigos de vieja data, e incluso íntimos. Había entre ellos ocho dominicanos, dos nicaragüenses, un costarricense y tres norteamericanos.

Los dominicanos eran Horacio Julio Ornes (comandante del grupo, primo de Pericles Franco Ornes), José Rolando Martínez Bonilla, Federico Horacio Henríquez Vásquez (Gugú), Hugo Kundhardt, Manuel Calderón Salcedo, Salvador Reyes Valdez, Tulio Hostilio Álvaro Delgado y Miguel Ángel Feliú Arzeno.
Los nicaragüenses eran Alejandro Selva, Alberto Ramírez, José Félix Córdoba Boniche y el costarricense Alfonso Leiton.

Los estadunidenses, integrantes de la tripulación, eran John M. Chewing, capitán piloto, Habet Joseph Maroot, copiloto y George Raymond Scruggs, ingeniero mecánico… Ninguno de ellos estaba supuesto a tomar parte en los sucesos que se producirían al desembarcar. Se les había pagado para conducir el avión, depositar a los guerrilleros en un lugar designado y levantar vuelo de inmediato, con rumbo a Cuba, pero el azaroso azar dispondría diversamente.

Las desaventuras de este grupo y los peligros que arrostraron comenzaron antes de partir hacia Santo Domingo, al inicio del fin de la odisea. Así lo consigna Tulio Arvelo en un relato que pone los pelos de punta:

EL PUERTO BARRIOS

Como los componentes del grupo del hidro-avión Catalina no emprenderíamos la salida desde esa base, nos quedaba todavía una etapa por recorrer. Debíamos trasladarnos al otro extremo del país en donde hacía algunos días nos esperaba Gugú Henríquez en compañía de la tripulación de nuestra nave.
»Nos trasladamos en avión desde la base de San José, en la costa del Pacífico, hasta Puerto Barrios, en el Atlántico.

»El viaje a Puerto Barrios lo hicimos en un avión C-46 cuyas condiciones dejaban mucho que desear.
»Hubo un incidente durante el vuelo que me produjo un susto tremendo. Volábamos entre montañas y estábamos tan cerca de ellas que a través de las ventanillas distinguíamos los más mínimos detalles de la floresta a tal punto que se podían reconocer los tipos de árboles y en algunos casos hasta veíamos sus flores. Eso me causó alguna extrañeza hasta el punto que fui a la cabina de mando a inquirir el por qué volábamos tan bajo. Con toda tranquilidad el piloto, un mejicano de apellido Castillo, me dijo que ello se debía a que a causa del exceso de peso el avión no podía remontar más; pero que no me preocupara por el momento porque íbamos volando a través de un cañón formado por dos cordilleras cuyos picos veíamos a ambos lados. Que él tenía la esperanza de que cuando se terminara el cañón ya el aparato habría alcanzado la altura de los trece mil pies que se necesitarían para salir de él. Señaló el altímetro y dijo:

Fíjese que ya estamos volando a ocho mil pies, lo que quiere decir que aunque muy lentamente estamos ganando altura. Espero que cuando lleguemos al sitio preciso habremos ganado la altura necesaria”.

»Cuando me señaló el altímetro noté que en el tablero de mando en el que habían como ocho o diez esferas de diferentes tamaños, en la mayoría de ellas lo único que quedaba era el hueco. No despegué más los ojos del altímetro acechando el lento movimiento de su manecilla. De cuando en cuando miraba hacia el frente en espera de ver aparecer la montaña que nos cerraría el paso. En aquella angustia estuvimos dos o tres más de los compañeros a quienes había enterado de la situación, ya que también como yo se habían acercado a la cabina a indagar el por qué de nuestro vuelo que a nosotros se nos antojaba poco menos que rasante.

»Al fin después de más de media hora de angustias el avión sobrevoló la montaña que cerraba el cañón mientras el dichoso aparato medidor de la altura solamente marcaba diez mil pies. ¿Qué había sucedido? O la montaña no era tan alta como nos dijo el piloto o el altímetro estaba descompuesto. Lo único cierto que quedó en mi ánimo fue un justificado resentimiento contra el mexicano que con sus informaciones me había amargado un viaje que debió ser de regocijo puesto que nos acercábamos a una de las metas finales para la realización de nuestro caro anhelo de luchar con las armas en la mano por la liberación de nuestro pueblo. Poco después aterrizamos en Puerto Barrios». (2) 145

(Historia criminal del trujillato [126]) 

Notas: 

  1. Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs. 139
  2. Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p.145




Enviado desde mi iPad


Camino de Luperón (1)

Pedro Conde Sturla

26 mayo, 2023

El espíritu de aventura y la reciedumbre e idealismo que animaban a aquel grupo de hombres que se jugaban todo lo que tenían por el amor a la libertad es algo tan admirable como excepcional. Después de aterrizar –casi por milagro, al cabo de un azaroso viaje–, en el aeropuerto de Puerto Barrios, emprendieron un largo viaje en lancha hacia el lago Izabal, de donde partirían por fin a Santo Domingo.


Desafortunadamente, a Puerto Barrios no habían llegado solos, sino en la peor compañía. Muy pocos dejaron de notar que unos minutos después de haber tocado tierra descendió una avioneta de la Embajada de los Estados Unidos.

“De ella —cuenta Tulio Arvelo— descendió un individuo con el cual ya nos habíamos encontrado varias veces tanto en Ciudad de Guatemala como en el pueblecito de San José en donde está enclavada la base que nos sirvió de punto de aterrizaje antes de trasladarnos al campo de entrenamiento.

»Después habíamos visto al mismo sujeto cuando hicimos el embarque de las armas en la lancha. Para ninguno de nosotros era un secreto su identidad. Eramos conscientes de que en todo momento estábamos estrechamente vigilados. Llegué a la conclusión de que Guatemala era un país que vivía en las mismas condiciones que el nuestro. Nadie podía dar el más insignificante paso sin que lo supieran en la Embajada de los Estados Unidos». (1)

El imperio, sin lugar a dudas, custodiaba los intereses de la bestia, no le perdía el rastro a sus enemigos. En esos momentos, sin embargo, ninguno de los miembros de la expedición se sentía preocupado por la presencia de los yanquis. Dice Tulio Arvelo que se sentía invencible, que no pensaba que nada impediría el éxito de la temeraria empresa.

El viaje al lago Izabal, aunque duró una doce horas, resultó placentero. La lancha se movía por un canal de “naturaleza exuberante y bellísima” y se pasaron el tiempo conversando, excitados sin duda por la proximidad de la partida.

La lancha atracó de noche en un pequeño poblado a orillas del canal y se quedaron con ganas de ver el hidroavión que imaginaban muy grande, o por lo menos más grande de lo que era:

«Al amanecer —dice Tulio Arvelo— ya todos estábamos en pie y lo primero que hice fue mirar a través de una ventana que daba al lago en mi afán de contemplar nuestra embarcación. Al fin la divisé no muy lejos anclada y balanceándose majestuosamente. Nunca había visto de cerca un hidro-avión de esa clase. En verdad que me pareció bello a pesar de que en mi imaginación lo había concebido de unas proporciones mucho mayores de las que en realidad tenía. (2)

Una vez cargado el avión, con las numerosas armas y pertrechos, y con ayuda de los lugareños, los ilusionados aventureros se dispusieron a esperar la señal de partida. El plan era llegar a Santo Domingo al mismo tiempo. Los aviones de los grupos comandados por Juancito Rodríguez y Miguel Angel Ramírez partirían primero desde 
San José y sobrevolarían el lago Izabal. Esa era la señal convenida.

Desde las cuatro de la tarde de aquel día memorable, un 18 de junio de 1949, todos miraban hacia el cielo. La partida había sido programada para efectuarse en horas de la tarde, pero el tiempo parecía haberse congelado, cada minuto se convertía en una eternidad, en un suero de miel de abejas. Pero por fin, a las cinco de la tarde, después de una hora interminable, divisaron uno de los aviones, el avión en que —sin que ninguno lo supiera entonces— viajaba el grupo de Juancito Rodríguez.

Lo demás fue una algarabía, un solo grito de júbilo. Partirían por fin a combatir al tirano y abordaron el avión. Una parte de ellos marchaba hacia su perdición, pero nadie pensaba en eso en aquel momento.

Estaba previsto que el hidroavión haría un vuelo directo, gracias a su mayor autonomía de vuelo, y los demás harían escala en la isla de Cozumel para reponer combustible, pero la hora de llegada a Santo Domingo sería a eso de las cinco o las seis de la madrugada del 19 de junio. Lamentablemente, todo lo que estaba supuesto a salir bien salió mal. El hombre propone y Dios dispone. La suerte del diablo acompañaba a la bestia.

Algo imprevisto ocurriría con el avión en que volaba el grupo de Juancito Rodríguez, algo ocurriría con el avión en que volaba el grupo de Miguel Angel Ramirez y con el hidroavión Catalina en el momento de la partida. Alguien no había hecho bien los cálculos y el avión estaba sobrecargado y presentaría problemas para despegar. El relato de Tulio Arvelo en relación a este incidente no tiene desperdicio:

A BORDO DEL CATALINA

»Una vez todo listo se dio la orden de partida. Se encendieron los dos motores de la nave y después de unos minutos de calentamiento comenzó a deslizarse por las tranquilas agua del lago. Por las ventanillas miraba con ansiedad como las aguas eran cortadas por la quilla del avión y esperábamos de un momento a otro verlas alejarse mientras la nave remontaría el vuelo. Sin embargo, las aguas continuaban siempre a la misma distancia. El avión no subía. Había llegado a los límites del lago y se había devuelto en dos ocasiones para volver a emprender otra carrera en su intento por remontar el vuelo; pero todo era en vano. A la tercera tentativa el piloto se acercó a Gugú y en inglés lo enteró de que debido al exceso de carga no era posible despegar.

»Cuando Gugú tradujo las palabras del piloto, vi asomarse la angustia y la decepción en los rostros de los compañeros. Las mismas que sentía yo.

»El piloto opinó que debíamos esperar hasta el día siguiente puesto que ya había caído la noche y era peligroso intentar elevarse debido a que como no conocía los alrededores temía encontrarse con una montaña y estrellar el avión.

»Además era necesario echar al agua una parte de la carga, operación que era muy difícil realizar en medio de la oscuridad, Frente a esas contundentes razones se resolvió aplazar la hora de nuestra partida hasta la mañana siguiente.

»Nadie era ajeno a lo que eso significaba. Además de que llegaríamos tarde a la cita, perderíamos la ventaja que siempre da la sorpresa en esta clase de acciones puesto que suponíamos que precisamente en el momento de nuestra partida estarían arribando a Santo Domingo los otros compañeros.

»Otro de los inconvenientes de ese retraso era que nuestra llegada se produciría durante la noche lo que era también una desventaja. En opinión de los expertos, después del desembarco debíamos contar con la luz del día para hacer nuestros contactos de inmediato y, lo que era todavía más importante, nos permitiría tomar posiciones ventajosas antes de encontrarnos con el enemigo. A ese respecto fueron muchos los ejemplos históricos que se nos pusieron en las clases teóricas en los que siempre las invasiones se realizaban en horas de la madrugada.

»Pasamos la noche dentro del hidroavión. Lo resolvimos así para ganar tiempo. De esa manera tan pronto aclarara arrojaríamos el peso en exceso y levantaríamos vuelo.

»Es de imaginarse la ansiedad que me embargaba. Los comentarios fueron muy escasos; pero suponía lo que pensaban los demás. Tenía un complejo de culpabilidad porque consideraba a los otros compañeros camino de Santo Domingo mientras nosotros pernoctábamos todavía en tierra guatemalteca. (3)

(Historia criminal del trujillato [126]) 

Notas: 

(1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 150 

(2) Ibid, p. p151

(3) Ibid, p. 154



Camino de Luperón (2 de 2)

Pedro Conde Sturla 


Manifiesto de la expedición de Luperón


La frustración y la impaciencia, entremezcladas seguramente con una especie de rabia sorda, no permitieron a los hombres del Catalina pegar los ojos esa noche. Todos creían que en ese momento los miembros de los demás grupos habían desembarcado en Santo Domingo, que habían establecido contacto con los miembros del Frente Interno, que de seguro habían distribuido las armas y se hallaban quizás en plena acción. Ellos, en cambio, permanecían varados, al menos por una noche, en tierra guatemalteca. Y todo por falta de un sistema elemental de comunicación. 

En verdad cuesta pensar que una expedición tan bien organizada y equipada careciera de algo tan elemental como una radio, un medio de comunicación entre los grupos. Aquellos hombres procedían como quien dice a ciegas. 


«Tiempo después —diría un desconsolado Tulio Arvelo con un sentido pesar— cuando me acordaba de mis preocupaciones de esos momentos no podía dejar de sonreír con cierta amargura frente a la realidad de lo que estaba sucediendo a los otros aviones en esos precisos instantes y que por falta de comunicación entre los grupos no se pudo evitar el holocausto que significó la pérdida de las diez vidas que costó nuestra aventura». (1)   


Los frustrados aventureros ni siquiera se molestaron en salir del  hidroavión. En el hidroavión pasaron la noche contando los segundos, los minutos, las horas. Querían estar listos en cuanto amaneciera para emprender el vuelo e ir a sumar fuerzas con los compañeros que se les habían supuestamente adelantado y así lo hicieron.


«Todavía no había apuntado el sol en el horizonte cuando ya estábamos en actividad. Arrojamos algunas armas de las

pocas pesadas que llevábamos y parte del parque que les correspondía. También nos desembarazamos del sobrante de

gasolina que a juicio de los aviadores no era necesario para regresar a Cuba.


»Se dio la orden de partida y el Catalina aligerado de la carga en exceso, luego de un corto recorrido por las apacibles aguas del lago comenzó a ganar altura en medio de las manifestaciones de júbilo de todos nosotros. Los más expresivos del grupo eran siempre Gugú Henríquez y Hugo Kundhart quienes dentro del avión y contraviniendo todas las instrucciones emanadas de la tripulación, comenzaron a dar brincos de contento tan pronto notaron que el Catalina había despegado.


»Había comenzado la tan esperada última jornada a cuyo final se encontraba Santo Domingo con su cúmulo de interrogantes». (2)


Era la mañana del domingo 19 de junio de 1949.


El viaje entre el lago Izabal y Santo Domingo fue tan largo como apacible, unas diez o doce horas en total de vuelo apacible y tenso, tan tenso como era de esperarse. Un viaje a la incertidumbre. 


Dice Tulio Arvelo que el mayor afán de los  hombres era recibir noticias de los demás compañeros y que su único medio de comunicación con el mundo era un radio portátil en el que trataban de sintonizar alguna emisora dominicana. Imaginaban que esa hora la noticia de la llegada de los grupos de Juancito Rodríguez y Miguel Ángel Rodríguez Alcántara había causado un revuelo, una conmoción a nivel nacional, y que las emisoras del país estarían dando cuenta del suceso. De repente Gugú Henríquez estalló en júbilo. Había localizado una emisora, la emisora oficial del gobierno de la bestia, y los hombres se congregaron a su alrededor, pero lo único que escucharon fue música: la célebre Granada de Agustín Lara. No lo podían creer.


El desencanto se posó en todos los rostros, hasta que José Rolando Martínez Bonilla tuvo la sensatez de advertir que aunque se hubiera efectuado el desembarco los medios de prensa del gobierno de la bestia se habrían confabulado para mantener la noticia en secreto y todas las  emisoras seguirían tocando música como si nada hubiera pasado. El argumento parecía razonable y suficiente convincente y tuvo un efecto tranquilizante.


Un rato después, cuando se suponía que estaba por llegar la hora cero, el comandante Horacio Julio Ornes se dirigió a su tropa para revelar ciertos detalles desconocidos. Había esperado hasta última hora para decir lo que tenía que decir, ciertos detalles que se habían mantenido en secreto por razones de seguridad. El operativo tendría lugar en Bahía de Gracia, también llamada Bahía de Luperón. Allí había un poblado y un desembarcadero. La gente del Frente Interno, dirigidos por Fernando Spignolio y Fernando Suárez en Puerto Plata, esperaría a unos treinta kilómetros del lugar. Así lo había dispuesto el muy previsor Juancito Rodríguez, temiendo que se produjera una delación, como la que en efecto se produjo.


La delación ya se había consumado con unos días de antelación. Un ex capitán del ejército, Antonio Jorge Estévez (Tonito), resultó ser un infiltrado y delató a Suárez y Spignolio, que fueron apresados, interrogados y después ejecutados el día 20 de junio, un día después de la llegada de los expedicionarios. Años más tarde, el traidor, que todavía seguía activo entre los antitrujillista, sería descubierto y ajusticiado en La Habana.


Dice Tulio Arvelo que, durante la mayor parte del viaje, volando sobre las verdes aguas del Caribe, bajo un cielo azul sin una sola nube, los hombres se entretenían  observando las numerosas islas «que iban apareciendo como en una pantalla cinematográfica» (3), hasta que por fin empezó a atardecer y empezó a oscurecer. Lo que significaba que estaban cerca de la meta, que el vuelo llegaba a su fin:

 

«La noche se nos echó encima rápidamente y de pronto el panorama que contemplaba a través de las ventanillas

cambió por completo. Ya no era el verde mar lo que acechaba para descubrir las siluetas de las islas sino el alumbrado

eléctrico de pequeñas poblaciones que se presentaban a la vista. 


»Trataba de adivinar a cuál de ellas pertenecían las exiguas luces que rápidamente pasaban por debajo de nuestra nave.

Lo único que sabía era que ya hacía bastante tiempo que volábamos cerca de las costas de Haití y que pronto sobrevolaríamos territorio dominicano. De pronto alguien aseguró que las iluminaciones que se presentaban en esos momentos eran las de Montecristi y otro ripostó que en realidad se trataba ya de Puerto Plata. A decir verdad nadie sabía a ciencia cierta el sitio exacto sobre el cual nos encontrábamos. Sólo persistía y aumentaba la emoción de que pronto estaríamos pisando nuestra querida tierra». (4) 

Habían llegado en efecto a la querida tierra y muy pronto estarían enmarañados en un enredo monumental.


(Historia criminal del trujillato [128]) 

Notas: 

  1. (1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 155
  2. (2) Ibid., p. 155
  3. (3):Ibid, p. 156
  4. (4) Ibid. p. 163


  5. Desembarco en Luperón (1)

    Pedro Conde Sturla 

    9 junio, 2023


    Durante el largo vuelo, y en tantas otras ocasiones, Tulio Arvelo había pensado en la muerte, en lo que les esperaba al bajar del Catalina. Morir era, desde luego, un riesgo calculado, pero Tulio Arvelo nunca pensó que moriría. Se preocupaba por sus compañeros más cercanos y queridos.


    «Fueron muchos los pensamientos que ocuparon mi mente, no importaba cual fuera la tarea que realizara. No podía dejar de pensar en cual sería el destino de aquellos doce hombres cuya meta común era el derrocamiento de la tiranía trujillista. Pensamientos como los siguientes no podía separar de mi mente: ¿Cuántos morirían en la empresa? ¿Cuál sería su resultado? ¿Qué sería de nosotros dentro de dos o tres días? Sentía una especial preocupación por algunos de los compañeros en particular. ¿Qué sería de Gugú? ¿Qué de Miguelucho? Cosa rara, que después recordaba con toda claridad y que comentaba en círculos íntimos: en ningún momento me pasó por la mente que yo pudiera morir en el lance. Lo mismo me dijo en algunas ocasiones Miguelucho mucho después de que pasó todo». (1)

    Muy pronto —desde que escuchó, en la voz de José Rolando Martínez, la noticia de que el avión iniciaba el descenso—, dejaría de pensar en eso para disponerse a la acción, Con anterioridad, una vez que hubo dado las informaciones e instrucciones pertinentes, el comandante Ornes procedió a la lectura de un manifiesto que debía ser distribuido al pueblo y pronunció una breve arenga que enardeció los ánimos. A partir de ese momento todos habían quedado a la expectativa, en ansiosa espera de la señal de que la hora cero había llegado. Ahora José Rolando Martínez lo confirmaba, se lo había dicho uno de los tripulantes en inglés y él había hecho la traducción: «Prepárense que ya el avión está descendiendo y dentro de pocos minutos se tirará en la bahía». (2)

    El aire se puso denso y se puso tenso, casi irrespirable, y la adrenalina correría por las venas. No había tiempo que perder y no lo perdieron. Los doce inminentes guerrilleros se ataron a unos cinturones que había en las paredes y se prepararon para el descenso. Por algún motivo, el avión sobrevoló primero el poblado y dio un par de vueltas con las que consiguió alborotar a sus habitantes y emprendió el descenso. Todos, en esos momentos, tenían de seguro el corazón en la boca. Además, contrario a lo que se esperaba, el amarizaje los sorprendió por su brusquedad. Dice Tulio Arvelo que se sintió como si el hidroavión (inmerso en la más completa oscuridad) se hubiera precipitado desde una gran altura y cayera de golpe sobre el agua. En ese trámite Tulio Arvelo perdió su preciosa gorra y no la volvería a recuperar.

    Para mayor asombro, según lo que cuenta el mismo Tulio Arvelo, la gente del poblado de Luperón los recibió con una cordial bienvenida:

    «Debido a que el hidro-avión había dado dos vueltas sobre el poblado antes de amarizar, sus habitantes se habían puesto alerta a causa de lo inusitado del acontecimiento. De manera que cuando el aparato tocó agua la mayoría de la población se encontraba en el embarcadero que penetraba en la bahía. 
    Cuando me solté el cinturón de seguridad y miré por una ventanilla, el espectáculo que presencié fue verdaderamente inesperado. Varios cientos de personas nos vitoreaban desde el pequeño muelle.

    »Las circunstancia de ser domingo, día en que se celebraban conciertos de música popular en el parque del pueblo, hizo que se pudiera reunir tanta gente en tan corto tiempo, la que corrió al embarcadero cuando se supo que el aeroplano había amarizado en la bahía. Según me enteré después era la primera vez que tal hecho ocurría en toda la historia de ese poblado». (3)

    Evidentemente ninguno de los curiosos pensaba en ese momento que se trataba de una invasión, de un repatriamento armado. Aquel avión y aquellos hombres tenían que pertenecer al ejército de Trujillo, a las fuerzas armadas, y desde el primer momento mostraron el deseo de colaborar con ellos.

    «La presencia de esas personas —dice Tulio Arvelo— fue por el momento favorable para nosotros puesto que de inmediato se percataron de que sin su ayuda nuestra nave no se podría acercar al embarcadero. Se aprestaron a auxiliarnos utilizando un bote que llegó hasta la cabina de la tripulación. Desde allí se le tiró un cable con el que fuimos halados hasta pegarnos al muelle». (4)

    El idilio entre los expedicionarios y los lugareños no duraría, sin embargo, mucho tiempo. Estaba basado en un equívoco y Gugú Henríquez se encargaría de romper el encanto.

    Los primeros que desembarcaron fueron Horacio y Gugú, en compañía de Alejandro Selva, Alberto Ramírez, Hugo, Miguelucho, Alfonso Leyton y José Féliz Córdoba Boniche. A ellos les correspondía iniciar la acción armada. La idea era tomar el pueblo, tomar la oficina del telégrafo, someter a las autoridades, vencer la resistencia, tomar la plaza, que estaba mal defendida. Los demás, los cuatro restantes, con ayuda de la tripulación y gente del pueblo, se ocuparían de trasladar las numerosas armas al muelle, cosa que no era tarea fácil.

    Después de tomar la plaza, que no parecía ser difícil, dispondrían de medios motorizados que les permitirían rápidamente transportarse al lugar de encuentro con la gente del Frente Interno, a unos treinta kilómetros de distancia. Todo lucia perfecto en los planes.

    Por desgracia, en cuanto la avanzada guerrillera puso un pie en el muelle, los curiosos empezaron, quizás espontáneamente o quizás por precaución, a gritar vivas a Trujillo, vivas al Jefe, vivas a la bestia que los guerrilleros venían a combatir. También mostraban, nerviosos, las cédulas de identificación personal, una especie de imprescindible pasaporte para poder viajar de un lado a otro del país. Las dichosas cédulas sin las cuales nadie era gente bajo la avasallante dictadura. Las cédulas que había que mostrar cuando cualquier autoridad las requería, so pena de caer preso. Mal preso.

    Aquello resultó ser demasiado para Gugú Henríquez, que estaba a punto de explotar y explotó.

    Gugú se enfrentaría desafiante a la masa de vociferantes y dijo algo que de seguro había soñado con decir en su país y en voz alta desde hacía mucho tiempo. Algo que los dominicanos se tenían que tragar todos los días y él no se tragaría.Total, en esos momentos se disponían a atacar a las fuerzas del orden, es decir a los guardias o policías encargados del mantenimiento del terror, y revelarían de inmediato el motivo de su presencia en ese lugar. Ya no había nada que perder.

    De modo que fue Gugú —como dice Tulio Arvelo— «El primero en romper el hielo». Fue él mismo «Gugú quien se encaró con dos o tres que se le acercaron con las cédulas en la mano y les dijo: “Esta es una invasión. Abajo Trujillo. Viva Horacio Vásquez”». (5)

    Lo de Horacio Vásquez es algo que seguramente no se entendería entonces y no se entiende todavía, pero lo de «Abajo Trujillo» provocó una conmoción, provocó momentáneamente estupor y provocó de inmediato una estampida.

    Se había roto el encanto. La gente emprendió la huida, una huida atropellada, desordenada, se disparó corriendo en todas direcciones, hasta el punto de que algunos tuvieron la ocurrencia de tirarse al mar, quizás sin saber nadar. Aquellos hombres armados con fusiles y ametralladoras ahora causaban espanto y nadie quería estar cerca, a excepción de unos pocos que se quedaron para ayudar. Esos sabían a qué atenerse. Evidente eran desafectos al régimen y tenían valor para evidenciarlo, a sabiendas de que podían pagar la osadía bien cara. Como en efecto pagaron.

    Mientras tanto, la avanzada guerrillera se adentró en el pueblo, un típico pueblo dominicano con callejas apenas iluminadas por una luz mortecina, y muy pronto se escucharon los primeros disparos. Unos lentos disparos en principio…

    (Historia criminal del trujillato [128])
    Notas:
    (1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs. 156, 157
    (2) Ibid., p. 165
    (3) Ibid., pgs. 165, 166
    (4) ibid., p. 166
    (5) Ibid., p. 167 


    Desembarco en Luperón (2)

    Pedro Conde Sturla

    16 junio, 2023

    El plan era sencillo. Transportar las armas del hidroavión al muelle con ayuda de la tripulación y unos cuantos voluntarios, mientras el comando de acción sometía a las autoridades, tomaba el pueblo, la oficina del telégrafo, que era lo más importante. A nadie se le ocurrió pensar que poco tiempo más tarde el grupo regresaría de manera atropellada y que el desembarco en Luperón se convertiría en un desastre monumental.


    El traslado de las armas se inició de inmediato. No había tiempo que perder y no lo perdieron. Cuando el comando se hiciera dueño de la plaza las armas debían estar en el muelle y desde allí partirían en cualquier vehículo disponible hacia el lugar donde supuestamente los esperaban los hombres del Frente Interno.

    «Algunos de los habitantes de Luperón que todavía quedaban en el muelle se prestaron como voluntarios a ayudarnos en dicha tarea. Es más, sin su colaboración nosotros cuatro no hubiéramos podido llevarla a feliz término. Así es que nuestra labor se circunscribió a dirigir los trabajos de descarga. Las armas fueron colocadas en el piso de madera del muelle en la medida en que iban siendo sacadas del hidro-avión. Cuando más de la mitad de los pertrechos habían sido desembarcados se oyó en el pueblo el tableteo de las ametralladoras y el estruendo de algunas granadas de mano».(1)

    Parecía que todo procedía como se había planeado y que el comando de acción se encaminaba a cumplir con sus objetivos. Los tiros entonces arreciaron y se escuchó la explosión de varias granadas. De repente se apagaron las luces, todas las luces del pueblo. Tulio Arvelo trató de hablar con Hugo Kunhardt por medio de un intercomunicador portátil, posiblemente un walkie-talkie de corto alcance, pero no logró establecer comunicación.

    Las luces del Catalina permitieron continuar momentáneamente con el traslado de las armas, pero muy pronto los hombres de la avanzada comenzarían a volver, tres de ellos en condiciones deplorables.
    El primero en regresar, o que más bien regresaron, fue Hugo Kunhardt.

    Tulio Arvelo escuchó «que alguien dijo: “Abran campo que traen un herido”. Efectivamente a poco algunos de los voluntarios depositaron en el suelo el cuerpo herido de Hugo Kundhart.

    »Como la labor de desembarque ya estaba casi terminada me ocupé en atender al compañero. Este estaba en su conocimiento y me dijo que había sido alcanzado por una bala en la parte derecha del vientre. Lo palpé y pude percatarme de la gran cantidad de sangre que estaba perdiendo. De inmediato entre José Rolando y yo lo trasladamos al interior del Catalina y lo pusimos en manos de Salvador Reyes Valdés quien era casi médico y tenía los medios para atenderlo en la medida de nuestras posibilidades.

    »No habían pasado cinco minutos de este doloroso incidente cuando anunciaron que traían otro herido. Esta vez se trataba de Alberto Ramírez, uno de los nicaraguenses que llegó cadáver a nuestras manos. De inmediato ordenamos que fuera colocado también en el avión y nos dispusimos a continuar nuestra tarea». (2)

    Dice Tulio Arvelo que en el pueblo se produjo entonces un silencio que no presagiaba nada bueno. Un silencio ensordecedor en la oscuridad.

    Fue entonces que, para sorpresa de Tulio Arvelo, uno de los voluntarios le entregó las llaves de una camioneta de su propiedad y le aconsejó cargar las armas en ella y largarse lo más pronto posible del lugar. Temía, con sobrada razón, que en cualquier instante apareciera el guardacostas que hacía el recorrido entre La Isabela y Luperón. Difícilmente quedaría alguien vivo si enfilaba contra ellos el fuego de sus ametralladoras y cañones.

    «El tono en que habló el voluntario fue el de uno de los nuestros. Se sentía ya comprometido pues sabia que su vida peligraba si los soldados trujillistas lo encontraban junto a nosotros.

    »Más tarde al comentar ese incidente fue cuando aquilaté su real transcendencia. Comprendí que no estábamos solos en suelo dominicano puesto que la actitud del dueño de la camioneta fue la misma del pequeño grupo que hasta ese momento y sin que mediara ninguna imposición colaboró con nosotros. Más tarde supe que algunos de los que se portaron así fueron encarcelados y hasta se dijo que algunos fueron asesinados. La tiranía no les perdonó ese gesto desolidaridad». (3)

    Las cosas estaban mal y muy pronto se pondrían peor. Al poco rato anunciaron que traían otro herido, el tercero, otro de los extranjeros. Se trataba del costarricense Alfonso Leyton.

    En aquellas circunstancias, la gente del hidroavión estaba tan a oscuras como el pueblo y los sucesos precipitaban con tan pasmosa celeridad que no se entendía bien lo que estaba pasando.

    Escuchaban las ráfagas de ametralladoras, los disparos de fusil, recibían a los caídos, pero no tenían idea de lo que acontecía en el pueblo. Y lo que acontecía era un desastre. Todo comenzó a salir mal desde el principio, como si hubiera estado predestinado.

    Dice Tulio Arvelo que el objetivo primordial era apoderarse de la oficina del telégrafo porque eso permitiría establecer contacto con los hombres del Frente Interno. Lamentablemente, uno de los guerrilleros de la avanzada que debía llevar a cabo la operación cometió un error garrafal. Confundió a unos músicos uniformados, los músicos de la retreta dominical, probablemente, con una patrulla del ejército, a pesar de que llevaban consigo sus instrumentos de metal, y arrojó una granada de estruendo. Casi al mismo tiempo –dice Tulio Arvelo— se escuchó en otro lugar el disparo que abatió a Leyton. El disparo crisparía, quizás, los nervios de los integrantes del comando y abrieron fuego contra los músicos, que al parecer se habían desbandado y no fueron alcanzados por las balas. El hecho tuvo, sin embargo, un efecto contraproducente: Al escuchar la balacera, el encargado de la planta eléctrica cortó la corriente y el pueblo quedó en tinieblas.

    Lo que se armó en aquella oscuridad fue un pandemonio, una confusión generalizada que aturdía los sentidos, hasta el punto de que las heridas de Hugo Kundhart y Alberto Ramírez se las propinaron ellos mismos. Hugo era cegato, usaba lentes sin los cuales no podía ver y es posible que aún con lentes veia mal y en la oscuridad veía peor. El hecho es que tomó a Alberto Ramírez por un soldado enemigo y le propinó el tiro que le causó la muerte, no sin que antes Alberto disparara e hiriera a Hugo en el vientre. Una tragedia absurda, una pesada broma del azar.

    Según lo que cuenta Tulio Arvelo, el único en ser abatido por un soldado enemigo fue Alfonso Leyton, antes de que se apagaran las luces. Además, a pesar de que había sido el primero en caer fue el último que trajeron. Tenía una herida en el cuello, posiblemente de gravedad.

    El gobierno de la bestia sólo reconocería haber sufrido una baja que atribuyó a uno de los miembros norteamericanos de la tripulación. Sin embargo, Tulio Arvelo afirma que «En realidad fue Miguelucho quien hirió al cabo después que éste se hubo rendido cuando se enteró de la muerte de Alberto Ramírez y de las heridas de Hugo y de Alfonso Leyton» (4)

    Lo que sucedió a continuación le puso la tapa al pomo. Era prácticamente lo único que faltaba:
    «Unos minutos después que colocamos a Leyton herido en la garganta dentro del Catalina, vi acercarse una pequeña columna que pude distinguir en detalle solamente cuando entró dentro del radio de la luz del avión. Me causó alguna sorpresa distinguir al frente de ella a Horacio. Le seguían los sobrevivientes del comando que se había internado en el pueblo. Horacio solamente dijo: “Esto fracasó, nos vamos para Santiago de Cuba”» (5) p. 170

    Pero lo peor no había pasado.

    (Historia criminal del trujillato [129])

    Notas:

    (1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 168

    2) Ibid.

    (3) Ibid., p. 169

    (4) ibid., p. 180

    (5) Ibid., p. 170


    Desembarco en Luperón (3)

    Pedro Conde Sturla 

    23 junio, 2023

    Estado en que quedó el hidroavión Catalina después de la explosión.

    Apenas habían desembarcado y ya habían sido derrotados. Algunos no habían pasado ni siquiera del muelle, dos estaban heridos y uno estaba muerto y el comandante había ordenado la retirada. Sus palabras habían sido lapidarias: «Esto fracasó, nos vamos para Santiago de Cuba».

    «Los tripulantes, que se habían quedado ayudando en el desembarque de las armas, de inmediato soltaron los rifles que tenían en las manos y se aprestaron a abordar el avión. Lo mismo hicimos todos sin comentarios. Ya tendría tiempo de sobra para hacer preguntas.

    La breve explicación que me dio Horacio una vez acomodados en el avión y en espera del despegue fue la siguiente: “Resolvimos retirarnos porque los otros aviones no han llegado, no pudimos tomar el telégrafo por lo que ya a estas,horas deben estar al llegar refuerzos lo que no nos dará tiempo para hacer contactos con el Frente Interno y además ya hemos tenido tres bajas entre ellos dos heridos. Si llegamos a tiempo a un hospital podremos salvar sus vidas”.

    »Por el tono en que habló comprendí que la decisión había sido tomada entre los componentes del comando de acción. En ningún momento se me ocurrió discutir si esa decisión era o no correcta. Ni si se tenían pruebas fehacientes de que en realidad no habían llegado los otros aviones.

    »Como esos no eran momentos para hacer especulaciones ni mucho menos recriminaciones, pusimos todas nuestras energías en los problemas inmediatos entre los cuales el más apremiante era levantar vuelo y alejarnos de aquel sitio en el que era evidente que ya nada teníamos que hacer». (1)

    Levantar el vuelo sería lo difícil, o más bien lo imposible. Debido a la prisa y los nervios, y el inminente peligro que se cernía sobre ellos, actuaron con precipitación y torpeza. Pero lo decisivo fue la desinformación que recibieron de uno de los hombres que todavía permanecían en el muelle, uno de los auxiliares o colaboradores que tanto habían ayudado en el descargue de las armas (las armas que caerían en manos del ejército) y que muy pronto se descubriría que era un espía o un partidario del gobierno de la bestia. Fue ese desgraciado, el mal nacido auxiliar, el culpable del desastre y la tragedia que estaban a punto de producirse.

    Dice Tulio Arvelo que la única salida o entrada navegable era un canal de poco calado (incluso para el Catalina), delimitado por la orilla este de la ensenada, la orilla derecha (con relación al litoral) y un gigantesco palo negro, una baliza de gran altura que aún en la oscuridad podía verse desde lejos. Para entrar, como lo habían hecho casualmente, había que pasar del lado izquierdo. Para salir era pues necesario pasar a la derecha. Sin embargo, mientras el dominicano José Rolando Martínez Bonilla recogía desde el Catalina el cable que lo ataba al muelle, «oyó claramente cuando nuestro “auxiliar”, ahora hay que ponerlo entre comillas, le gritó que tomara a la izquierda del palo para salir de la bahía. Y así lo tradujo al piloto». (2)

    De esta manera se acabó de torcer el destino de los hombres del Catalina. Todo parecía conspirar y conspiraba contra ellos. La nave se dirigió hacia mar abierto por el lado izquierdo de la baliza y no tardó en encallar en un banco de arena. Para peor, el piloto forzó los motores para tratar de salir de aquella trampa, pero sólo consiguió que el avión se pusiera prácticamente de nariz. Inútilmente, a pedido del capitán, 
    los hombres se tiraron al agua, que apenas tenía unos dos pies de profundidad, para aligerar la nave e intentar liberarla, Pujarían y empujarían con todas las fuerzas de la desesperación, pero todas las fuerzas de la desesperación no fueron suficientes. Los hombres empujaban, los motores rugían, los heridos se quejaban.
     «De pronto oímos la voz de Hugo que por su herida ha
    bía permanecido dentro del avión que llamaba a Salvador quien en ese momento se encontraba a mi lado empujando la nave. Ambos nos miramos y le hice una señal para que fuera a atender al compañero herido. Fue la última vez que lo vi, así como también fue la última que oí la voz quejumbrosa de Hugo» (3). Y cuando nada parecía que podría ser peor apareció un avión que nadie escuchó ni vio venir.


    Con el avión vino la luz, una brillante luz, una luz cegadora. La noche se hizo día y los hombres trataron de esconderse bajo las alas del Catalina. El pequeño avión se alejó y volvió, iluminó de nuevo el escenario y desapareció.Tulio Arvelo siempre creyó que se trataba de «una unidad de la embajada de los Estados Unidos». (4) de la que tenían constancia que los había seguido desde Guatemala.

    El pequeño avión no se había ido sin haberle dado aviso al temido guardacostas que había mencionado el hombre que les había ofrecido las llaves de su camioneta. Los servicios de inteligencia de la bestia y del imperio eran inmejorables. Parecía que los estaban esperando, o por lo menos buscando. Quizás no conocían el lugar preciso del desembarco, pero los estaban esperando y buscando y finalmente los encontrarían.

    «Poco después de la aparición del pequeño aeroplano los aviadores apagaron los motores y abandonaron la cabina. Cuando nos pasaron por el lado los tres llevaban debajo del brazo un pequeño bulto en el que supuse llevarían sus pertenencias más preciadas. Nadie les dijo una sola palabra. En lo que dijeron en inglés comprendí que se dirigían a la orilla.

    «El único que los acompañó fue el nicaragüense Alejandro Selva. Tal vez pensó que junto a ellos tendría más garantías que quedándose con nosotros. Nunca más los volví a ver.

    »Después de la partida de los aviadores era obvio que nada nos quedaba por hacer cerca del hidro-avión. No fue necesario tomar una decisión conjunta. Sin que nadie lo ordenara recogimos lo que pudimos cargar sin muchas molestias y emprendimos la marcha hacia la orilla más cercana. Entre las cosas que llevábamos estaban algunas armas, dos cantimploras y dos frazadas.

    »Cuando llegamos a la orilla, Gugú notó la ausencia de José Rolando y emitió un silbido con el que ambos acostumbraban llamarse; pero no recibió respuesta. En ese momento nos percatamos de la llegada del guardacostas porque encendió un potente reflector que iluminó el área en donde se encontraba el Catalina. Al ver la luz nos ocultamos detrás de unos matorrales y esperamos unos instantes. La luz estuvo encendida como medio minuto. Cuando la apagaron nos internamos un poco más en la maleza y permanecimos en completo silencio. A los dos o tres minutos volvieron a encender el reflector, oímos claramente una voz que en tono insultante nos amenazaba y de inmediato el tableteo de una ametralladora seguido de una fuerte explosión que iluminó todo el recinto como si fuera de día. Los tanques del Catalina habían sido tocados por las balas. Al primer estallido le siguieron otros de menor potencia.

    »Fue un espectáculo aterrador ver aquel aparato incendiado en medio de la noche acompañado por el estruendo que hacían los proyectiles que explotaban dentro de él. Pero lo más sobrecogedor de todo era el conocimiento de que habían quedado dentro de aquel infierno tres compañeros todavía con vida a lo que se sumaba la incertidumbre por la ausencia de José Rolando». (5) 
    Por alguna razón que no se explica Salvador Reyes Valdés permaneció junto a Hugo o no pudo salir a tiempo y pereció en la explosión.


    Por fortuna, José Rolando aparecería al poco rato, después de emitir un silbido semejante al de Gugú Henríquez y el reencuentro resultaría regocijante. Se había salvado casi de puro milagro, pero se había salvado. Ahora sólo quedaba emprender la fuga tierra adentro, la fuga a través de los montes

    (Historia criminal del trujillato [130])

    Notas:

    (1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 171


    Desembarco en Luperón (3 de 3)

    Pedro Conde Sturla 

    23 junio, 2023

    Estado en que quedó el hidroavión Catalina después de la explosión.

    Apenas habían desembarcado y ya habían sido derrotados. Algunos no habían pasado ni siquiera del muelle, dos estaban heridos y uno estaba muerto y el comandante había ordenado la retirada. Sus palabras habían sido lapidarias: «Esto fracasó, nos vamos para Santiago de Cuba».

    «Los tripulantes, que se habían quedado ayudando en el desembarque de las armas, de inmediato soltaron los rifles que tenían en las manos y se aprestaron a abordar el avión. Lo mismo hicimos todos sin comentarios. Ya tendría tiempo de sobra para hacer preguntas.

    La breve explicación que me dio Horacio una vez acomodados en el avión y en espera del despegue fue la siguiente: “Resolvimos retirarnos porque los otros aviones no han llegado, no pudimos tomar el telégrafo por lo que ya a estas,horas deben estar al llegar refuerzos lo que no nos dará tiempo para hacer contactos con el Frente Interno y además ya hemos tenido tres bajas entre ellos dos heridos. Si llegamos a tiempo a un hospital podremos salvar sus vidas”.

    »Por el tono en que habló comprendí que la decisión había sido tomada entre los componentes del comando de acción. En ningún momento se me ocurrió discutir si esa decisión era o no correcta. Ni si se tenían pruebas fehacientes de que en realidad no habían llegado los otros aviones.

    »Como esos no eran momentos para hacer especulaciones ni mucho menos recriminaciones, pusimos todas nuestras energías en los problemas inmediatos entre los cuales el más apremiante era levantar vuelo y alejarnos de aquel sitio en el que era evidente que ya nada teníamos que hacer». (1)

    Levantar el vuelo sería lo difícil, o más bien lo imposible. Debido a la prisa y los nervios, y el inminente peligro que se cernía sobre ellos, actuaron con precipitación y torpeza. Pero lo decisivo fue la desinformación que recibieron de uno de los hombres que todavía permanecían en el muelle, uno de los auxiliares o colaboradores que tanto habían ayudado en el descargue de las armas (las armas que caerían en manos del ejército) y que muy pronto se descubriría que era un espía o un partidario del gobierno de la bestia. Fue ese desgraciado, el mal nacido auxiliar, el culpable del desastre y la tragedia que estaban a punto de producirse.

    Dice Tulio Arvelo que la única salida o entrada navegable era un canal de poco calado (incluso para el Catalina), delimitado por la orilla este de la ensenada, la orilla derecha (con relación al litoral) y un gigantesco palo negro, una baliza de gran altura que aún en la oscuridad podía verse desde lejos. Para entrar, como lo habían hecho casualmente, había que pasar del lado izquierdo. Para salir era pues necesario pasar a la derecha. Sin embargo, mientras el dominicano José Rolando Martínez Bonilla recogía desde el Catalina el cable que lo ataba al muelle, «oyó claramente cuando nuestro “auxiliar”, ahora hay que ponerlo entre comillas, le gritó que tomara a la izquierda del palo para salir de la bahía. Y así lo tradujo al piloto». (2)

    De esta manera se acabó de torcer el destino de los hombres del Catalina. Todo parecía conspirar y conspiraba contra ellos. La nave se dirigió hacia mar abierto por el lado izquierdo de la baliza y no tardó en encallar en un banco de arena. Para peor, el piloto forzó los motores para tratar de salir de aquella trampa, pero sólo consiguió que el avión se pusiera prácticamente de nariz. Inútilmente, a pedido del capitán, 
    los hombres se tiraron al agua, que apenas tenía unos dos pies de profundidad, para aligerar la nave e intentar liberarla, Pujarían y empujarían con todas las fuerzas de la desesperación, pero todas las fuerzas de la desesperación no fueron suficientes. Los hombres empujaban, los motores rugían, los heridos se quejaban.
     «De pronto oímos la voz de Hugo que por su herida ha
    bía permanecido dentro del avión que llamaba a Salvador quien en ese momento se encontraba a mi lado empujando la nave. Ambos nos miramos y le hice una señal para que fuera a atender al compañero herido. Fue la última vez que lo vi, así como también fue la última que oí la voz quejumbrosa de Hugo» (3). Y cuando nada parecía que podría ser peor apareció un avión que nadie escuchó ni vio venir.


    Con el avión vino la luz, una brillante luz, una luz cegadora. La noche se hizo día y los hombres trataron de esconderse bajo las alas del Catalina. El pequeño avión se alejó y volvió, iluminó de nuevo el escenario y desapareció.Tulio Arvelo siempre creyó que se trataba de «una unidad de la embajada de los Estados Unidos». (4) de la que tenían constancia que los había seguido desde Guatemala.

    El pequeño avión no se había ido sin haberle dado aviso al temido guardacostas que había mencionado el hombre que les había ofrecido las llaves de su camioneta. Los servicios de inteligencia de la bestia y del imperio eran inmejorables. Parecía que los estaban esperando, o por lo menos buscando. Quizás no conocían el lugar preciso del desembarco, pero los estaban esperando y buscando y finalmente los encontrarían.

    «Poco después de la aparición del pequeño aeroplano los aviadores apagaron los motores y abandonaron la cabina. Cuando nos pasaron por el lado los tres llevaban debajo del brazo un pequeño bulto en el que supuse llevarían sus pertenencias más preciadas. Nadie les dijo una sola palabra. En lo que dijeron en inglés comprendí que se dirigían a la orilla.

    «El único que los acompañó fue el nicaragüense Alejandro Selva. Tal vez pensó que junto a ellos tendría más garantías que quedándose con nosotros. Nunca más los volví a ver.

    »Después de la partida de los aviadores era obvio que nada nos quedaba por hacer cerca del hidro-avión. No fue necesario tomar una decisión conjunta. Sin que nadie lo ordenara recogimos lo que pudimos cargar sin muchas molestias y emprendimos la marcha hacia la orilla más cercana. Entre las cosas que llevábamos estaban algunas armas, dos cantimploras y dos frazadas.

    »Cuando llegamos a la orilla, Gugú notó la ausencia de José Rolando y emitió un silbido con el que ambos acostumbraban llamarse; pero no recibió respuesta. En ese momento nos percatamos de la llegada del guardacostas porque encendió un potente reflector que iluminó el área en donde se encontraba el Catalina. Al ver la luz nos ocultamos detrás de unos matorrales y esperamos unos instantes. La luz estuvo encendida como medio minuto. Cuando la apagaron nos internamos un poco más en la maleza y permanecimos en completo silencio. A los dos o tres minutos volvieron a encender el reflector, oímos claramente una voz que en tono insultante nos amenazaba y de inmediato el tableteo de una ametralladora seguido de una fuerte explosión que iluminó todo el recinto como si fuera de día. Los tanques del Catalina habían sido tocados por las balas. Al primer estallido le siguieron otros de menor potencia.

    »Fue un espectáculo aterrador ver aquel aparato incendiado en medio de la noche acompañado por el estruendo que hacían los proyectiles que explotaban dentro de él. Pero lo más sobrecogedor de todo era el conocimiento de que habían quedado dentro de aquel infierno tres compañeros todavía con vida a lo que se sumaba la incertidumbre por la ausencia de José Rolando». (5) 
    Por alguna razón que no se explica Salvador Reyes Valdés permaneció junto a Hugo o no pudo salir a tiempo y pereció en la explosión.


    Por fortuna, José Rolando aparecería al poco rato, después de emitir un silbido semejante al de Gugú Henríquez y el reencuentro resultaría regocijante. Se había salvado casi de puro milagro, pero se había salvado. Ahora sólo quedaba emprender la fuga tierra adentro, la fuga a través de los montes

    (Historia criminal del trujillato [130])

    Notas:

    (1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 171

    (2) Ibid., p. 172

    (3) Ibid., p 173

    (4) Ibid., p. 174

    (5) Ibid., p.175


    Fuga hacia ninguna parte (1)

    Pedro Conde Sturla 
    30 junio, 2023

    Fotos del Catalina después de la explosión y de los cuerpos calcinados de Hugo Kundhart, Alfonso Leyton, Alberto Ramírez y Salvador Reyes Valdés

    Los expedicionarios sobrevivientes se despidieron del Catalina y de los restos de sus compañeros muertos con una mirada vacía, desangelada. Nadie dijo una palabra, nadie habló, rindieron un homenaje silente y se alejaron.
    Atrás quedaban Hugo Kundhart, Alfonso Leyton, Alberto Ramírez y Salvador Reyes Valdés. Este último había acudido al llamado del quejumbroso Hugo Kundhart, mientras trataba de desencallar el avión, y, como ya se dijo, por alguna razón desconocida no logró salir a tiempo o alejarse lo suficiente.

    Con excepción del nicaragüense Alberto Ramírez, que ya estaba muerto, todos perecieron en la explosión del Catalina y sus cuerpos fueron calcinados, si acaso no ocurrió lo peor. (1)

    La acción que habían emprendido los guerrilleros del Catalina terminó en cuestión de una hora o quizás menos, terminó en un fracaso rotundo. Sin embargo, los hombres que habían participado no carecían de entrenamiento, incluso de experiencia militar, unos se había fogueado en la guerra de Costa Rica y Gugú Henríquez era un veterano de la segunda guerra.

    El hecho es que todo lo que podía salir mal salió mal y el grupo de combatientes se había reducido a siete. Cuatro habían muerto en el Catalina y el nicaragüense Alejandro Selva había decidido probar suerte con los tres miembros norteamericanos de la tripulación. Ingenuamente pensaban que por su condición de ciudadanos del imperio serían respetados por los guardias de la bestia.

    Unos meses después, cuando los siete fugitivos ya habían sido apresados y encarcelados, sabrían que la suerte de los otros cuatro no los había favorecido. Apenas tres días después del desembarco fueron capturados, probablemente maltratados a culatazos y ejecutados sumariamente. Hablarían en inglés, protestarían en inglés, mostrarían tal vez sus documentos en inglés, pero las órdenes de la bestia eran dar con ellos un ejemplo y se dio un ejemplo.

    Mucho tiempo pasaría igualmente para que los sobrevivientes de Luperón supieron lo que había sucedido con los hombres del frente interno que debían estar y no estaban, los hombres que no estuvieron donde debían estar, que debían haber estado esperándolos en algún lugar y sumarse a sus fuerzas. Los hombres del frente interno nunca aparecieron porque sus líderes habían desaparecido. Esos dirigentes del frente interno, de la región de Puerto Plata en su mayoría, habían sido traicionados antes de la llegada de los hombres de Luperón y se habían dado cuenta de la traición, de que eran perseguidos, vigilados a todas horas.

    Dice Tulio Arvelo que «Trujillo tenía conocimiento de que los principales dirigentes de ese grupo eran Fernando Suárez y Fernando Spignolio. Estaba enterado de que hacía tiempo habían recibido algunas armas desde el exterior y que esperaban otras que les serían llevadas dentro de poco; pero no sabía ni la hora ni el sitio de llegada. El traidor que lo había informado no tenía esos datos porque los lugares de desembarco y sus fechas exactas no habían sido divulgados a nadie. Ya antes me referí a lo celoso que era don Juan a ese respecto. Por eso lo más que se había llegado a permitir fue colocar a treinta kilómetros de nuestro sitio de arribo a los hombres que debían hacer contacto con nosotros.

    »Trujillo tenía vigilados a esos dos dirigentes. Estos por su parte se habían dado cuenta de que les seguían los pasos. Por esa razón cuando supieron que la invasión era inminente, no salieron de Puerto Plata y se quedaron en la casa de uno de ellos en espera de noticias para movilizase tan pronto tuvieran el aviso de nuestra llegada.

    »Cuando Trujillo se enteró del desembarco, inmediatamente ordenó que la casa en que tenía ubicados a Suárez y a Spignolio fuera atacada por fuerzas del ejército.

    »Cuentan los vecinos que los soldados fueron implacables y que después de una verdadera batalla campal en la que los líderes del Frente Interno se defendieron valientemente al fin sucumbieron por lo desigual de las fuerzas. Los cadáveres de ambos fueron sacados de la vivienda acribillados a balazos.

    »Pero no fueron éstas las únicas víctimas producidas por la traición. También Negro Sarita y sus hermanos fueron perseguidos y asesinados por los esbirros de la dictadura.

    “Después del desembarco, Trujillo ordenó que se investigara en los alrededores de Luperón con el fin de conocer cuales campesinos se habían movilizado en los días que lo precedieron. Todo aquel que no pudo justificar su traslado de un sitio a otro se hizo sospechoso de colaboración con nosotros y muchos pagaron con sus vidas el haberse hecho reos de esas sospechas». (2)

    Por eso ahora se encontraban tan solos y desamparados y además desorientados. Después de mucho andar, ninguno sabía exactamente donde se encontraba. Lo peor es que, con la premura que llevaban al escapar del hidroavión, apenas tuvieron tino o tuvieron tiempo de llevarse unas pocas armas, dos cantimploras y dos frazadas, según dice Arvelo.

    La idea era dirigirse hacia Haití y cruzar la frontera, pero en lugar de caminar hacia Haití lo hacían en círculo, tratando de alejarse de Luperón, caminando con desesperación hacia ninguna parte por unas tierras que, como sabrían después, pertenecían en parte al padre de Hugo.

    «Esa primera noche caminamos sin detenernos. Hablamos muy poco durante ese lapso. Nos cogieron los claros del día subiendo un pequeño cerro desde donde dominábamos un bello paisaje; pero sin
    la menor idea del sitio en donde nos encontrábamos. Al salir el Sol nos orientamos y nos dirigimos hacia el Oeste en busca de la frontera con Haití». (3)

    (Historia criminal del trujillato [131])
    Notas:
    (1) A manera de humillación los cuerpos calcinados de Hugo Kundhart, Alfonso Leyton, Alberto Ramírez y Salvador Reyes Valdés fueron enviados al depósito de cadáveres del Instituto de Anatomía de la Universidad de Santo Domingo, la única del país, para que fueran diseccionados en las prácticas de anatomía por los estudiantes de medicina. Sin embargo, el Dr. Alejandro Capellán, a riesgo de su vida, se las arregló para mantenerlos aparte y los preservó durante trece años en una pileta de formol, hasta el fin de la tiranía. Entonces, solo entonces, hizo pública su iniciativa y los entregó a sus familiares.
    (2)Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs., 204, 205
    (3) Ibid., p.202


    La fuga hacia ninguna parte (2 de 2) 

    Pedro Conde Sturla 

    7 julio, 2023


    A la frontera con Haití nunca llegarían. Se pasaron la noche caminando, descansaron un rato al amanecer y se dirigieron hacia el oeste. Tenían cuarenta y ocho horas sin comer ni dormir y el agua de las cantimploras, de las dos únicas cantimploras, se agotó rápidamente y empezaron a sentir las punzadas de la sed. El cansancio, el hambre, el calor y la falta de sueño, pero sobre todo la sed.

    A pesar de todo, y en aquellas adversas circunstancias, todavía mantenían un cierto bizarro sentido del humor

    “Nadie se quejaba del hambre, en cambio a cada momento algunos manifestaban la mortificación que les producía la falta de agua. En una ocasión le dije a Miguelucho que daría cualquier cosa por beber algo y el rápidamente se volvió y me dijo:

    “Pues abre la boca que aquí tengo una cosa para tí”, al tiempo que hacía el gesto peculiar de quien va a orinar. Aquello produjo una risotada general. A pesar de lo crítico de nuestra situación todavía nos quedaban ánimos para reír». (1)

    El humor era prácticamente lo único que les quedaba a los desesperanzados fugitivos. Sabían que los estaban buscando y que no tardarían en encontrarlos. De hecho en toda la comarca se había dado la voz de alerta y los cancerberos de la bestia se habían desplegado en zafarrancho de combate, se había dado órdenes a los campesinos de dar aviso al primer avistamiento y no prestarles ningún tipo de ayuda. 

    Familias enteras habían sido evacuadas de sus bohíos y los hombres habían sido concentrados y organizados para tomar parte en la persecución, en la cacería de humanos. Varias veces los fugitivos los habían divisado desde lejos y habían escurrido el bulto, pero temían que en cualquier momento se produjera un encuentro, o mejor dicho un desencuentro fatal y recelaban hasta de sus sombras. Sobre todo de la ominosa sombra de la bestia.

    “Como es natural –dice Tulio Arvelo- uno de los motivos que más ocupaban mi mente en aquellas primeras horas de la fuga a través del monte era el de nuestro destino inmediato. Tenía la sensación de que ninguno de nosotros sabía a ciencia cierta lo que haríamos en el minuto siguiente.

    “Después que abandonamos el Catalina en nuestro ánimo nunca hubo un propósito definido como no fuera el de caminar hacia el Oeste porque casi inconscientemente pensábamos que si llegábamos a cruzar la frontera escaparíamos de las garras de Trujillo. Y ni siquiera esa meta adquiría verdaderos perfiles, por lo menos de una manera clara”. (2)

    Por suerte, el mismo bromista Miguelucho anunciaría un poco más adelante el hallazgo de una fuente de agua. Agua de un arroyo sucio que les pareció el manjar más delicioso del mundo, el agua sucia y preciosa en la que se refrescaron y renovaron.

    “El agua que había encontrado Miguelucho provenía de un pequeño arroyo de contenido no muy limpio; pero que a nosotros nos pareció el más puro y cristalino del mundo.

    “Antes de tomar agua y meter la cabeza por completo en el arroyo me detuve un instante a contemplar a los compañeros que habían llegado antes a su cauce. La sensación de alivio que experimenté aunque duró poco, me hizo olvidar momentáneamente lo grave de la situación en que nos hallábamos. Fue como si nuestro único objetivo fuera el encontrar agua. Estoy seguro de que todos sentimos la misma sensación. Esto así por el gran regocijo que nos invadió. De momento olvidamos las precauciones que nos habíamos impuesto entre las que se encontraba en primer término el guardar el mayor silencio posible. Llenamos las dos cantimploras y reiniciamos la marcha rumbo a Occidente». (3)

    La fiesta del agua, sin embargo, el regocijo y la vitalidad que habían adquirido por obra y gracias de la bendita agua, no duró mucho tiempo. Al cabo de media hora el comandante Horacio Ornes estuvo a punto de desplomarse, aunque no a causa de lo que había ingerido. Se sintió mal o se sintió peor de lo que posiblemente había venido sintiéndose y se vió obligado a tumbarse bajo un árbol. Manuel Calderón, el estudiante de medicina que hacía las veces de médico, sólo tendría que tocarlo para descubrir que estaba caliente como un fogón, tenía una fiebre muy alta y dijo no podía seguir caminando
    “Nos detuvimos y luego de deliberar decidimos construir una especie de camilla con una de las frazadas y unos palos que cortó Gugú con el único instrumento cortante que teníamos.

    “Este incidente hizo aminorar nuestra capacidad de acción puesto que debíamos cargar a nuestro compañero, lo que hicimos por turno. Así estuvimos caminando toda la tarde. Mientras tanto casi toda el agua se la había bebido Horacio puesto que la fiebre aumentaba su sed. Durante todo ese día no ingerimos ningún alimento». (4)

    Esa noche, según cuenta Tulio Arvelo, a pesar del cansancio durmió mal, atormentado por un sueño de pesadillas en el que siempre aparecía el Catalina en llamas, escuchaba una vez y otra vez la horrenda explosión del Catalina, lo atormentaban y aturdían las voces agónicas de los compañeros que perecían en su interior.

    “Desperté muy temprano; pero como algunos compañeros todavía dormían, me quedé tirado de espaldas en el suelo y di riendas sueltas a mis pensamientos. A pesar del tiempo transcurrido todavía me acuerdo de ellos porque fueron muchas las veces que los comenté con Miguelucho durante los ocho largos meses que pasamos en las cárceles de Trujillo”. (5)

    (Historia criminal del trujillato [132]) 

    Notas: 

    (1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 182

    (2) Ibid., p. 184

    (3) Ibid., p. 183

    (4) Ibid.

    (5) Ibid., p.184


    La captura

    Pedro Conde Sturla 

    14 julio, 2023

    Los cincos expedicionarios de Luperón capturados con vida. De izquierda a derecha: Horacio Julio Ornes Coiscou, Tulio Hostilio Arvelo Delgado, José Rolando Martínez Bonilla, Miguel Ángel Feliú Arzeno y José Félix Córdoba Boniche (nicaragüense)

    Durante un par de días estuvieron caminando en dirección a la frontera haitiana, o al menos eso creían. Más tarde descubrirían que la marcha hacia el oeste había sido más bien errática, que caminaban en círculos y en zigzag. Cuando cayeron finalmente en manos de los soldados de la bestia sólo estaban a cuatro horas de Luperón. Ese fue el tiempo que les tomaría, en calidad de prisioneros, el viaje de regreso.
    En esos dos días hicieron hasta lo imposible por mantenerse ocultos. Los cuidados que había que dispensar al comandante enfermo (que de vez en cuando sufría desmayos a causa de la fiebre) y los inconvenientes para transportarlo en la improvisada camilla dificultaban la marcha y obligaban a extremar las precauciones. Para peor, las fuentes de agua escaseaban y la comida no aparecía por ninguna parte. Una de las pocas cosas que comieron, o quizás la única, fue una guanábana que contribuyó milagrosamente a la recuperación del enfermo.

    «No fue sino hasta la media tarde cuando logramos encontrar un poco de agua en una cañada casi seca.
    »Después que Horacio comió parte de la guanábana y tomó agua mejoró bastante y aunque la fiebre no desapareció del todo pudo ponerse en pie y caminar ayudado por uno de nosotros. De esa manera la marcha se hizo más fácil y pudimos avanzar con más celeridad». (1)

    Dice Tulio Arvelo que la segunda noche durmieron como troncos en lo alto de un cerro, cobijados por frondosos algarrobos, y que fueron despertados por una algarabía de cotorras, apetitosas cotorras que en una situación más propicia les habrían servido de alimento.

    Las cotorras también atrajeron la atención de un grupo de campesinos que les venían pisando los talones. Uno de ellos, sólo uno, traía una escopeta.

    Los fugitivos ocultaron las armas en una frazada y acordaron identificarse como agrimensores y los campesinos fingieron creérselo.

    «Los primeros en dar la cara fueron Gugú y José Rolando. Por previo acuerdo tomado entre todos con la celeridad que el caso requería nos identificamos como un grupo de agrimensores. Los campesinos no dieron muestras de ninguna suspicacia. Se creó una falsa situación en la que tanto ellos como nosotros sabíamos cual era la verdad…» (2)

    No serían más de doce campesinos y ninguno mostraba señales de hostilidad. Campesinos afables con los que se amigaron o fingieron amigarse de inmediato, intercambiaron saludos, charlaron, los siguieron hasta unos bohíos. Lo mejor de todo fue que les brindaron café y empezaron a preparar lo que hubiera sido una suculenta comida. Pero poco a poco fueron llegando otros, aumentando el número de afables campesinos armados con cuchillos y machetes. Muy pronto estuvieron superados en número y rodeados.

    La comida olía bien, pero los “agrimensores” también se olían una trampa y decidieron marcharse, con dolor en el alma y el estómago, marcharse contra sus deseos y el hambre que los atenazaba:

    «¿De quién fue la idea de marcharnos de aquel sitio? Nunca lo supe. Más tarde en la prisión Miguelucho hizo el siguiente comentario:

    «“Si nos hubiéramos quedado en ese bohío se hubieran salvado Gugú y Calderón”. El caso es que resolvimos irnos y así lo hicimos saber a los campesinos quienes no pusieron ningún reparo a nuestra decisión. Por el contrario, la aceptaron de inmediato y uno de ellos, de nombre Juaniquito se brindó para servirnos de guía. Luego supimos que ese gesto le costó la vida.

    »Con Juaniquito a la cabeza abandonamos aquel lugar sin haber probado los alimentos que nos preparaban y cuyo aroma hacía rato llegaba a mi olfato.

    »Como siempre caminamos en fila india. Después de nuestro improvisado guía iba Gugú quien por el quebranto de Horacio se había convertido en líder del grupo». (3)

    Es probable que la comida no haya sido más que un pretexto para ganar tiempo y esperar la llegada de los guardias de la bestia, o quizás alguien había decidido por su propia cuenta dar la voz de alarma y los guardias se pusieron en movimiento. Al cabo de apenas media hora de marcha hicieron acto de presencia.

    Salieron como quien dice de ninguna parte con fusiles y ametralladoras en las manos y cuando los fugitivos vinieron a darse cuenta ya los tenían encima, repartiendo culatazos y disparando. Por lo menos a José Rolando Martínez Bonilla le dieron un culatazo en la cara y no supo más de sí.

    Junto con los guardias llegaron campesinos enarbolando machetes y cuchillos de tamaño premonitorio, posiblemente afilados como hojas de afeitar, y se armó un pandemonio, un corredero, un gritadero, una balacera.

    «De pronto —cuenta Tulio Arvelo—los acontecimientos comenzaron a desarrollarse con precipitación.
    »Por mi espalda sentí gente que venía corriendo y cuando miré ví a un soldado que se acercaba armado de una ametralladora en el preciso instante en que comenzaba a disparar. Instintivamente me tiré al suelo y ví que José Rolando hacía lo mismo mientras colocaba el bulto sobre la tierra. Alcancé a ver a Miguelucho que también yacía acostado; pero a los demás no podía verlos porque me lo impedía un desnivel del terreno. El guardia de la ametralladora me pasó por el lado siempre disparando y también desapareció de mi vista al llegar a la pequeña hondonada que formaba el desnivel que me ocultaba a Horacio y a los demás compañeros. Sin darme cuenta por donde habían llegado, todo el espacio a mi alrededor se lleno de campesinos y de algunos soldados armados. Vi venir a uno con un rifle agarrado en posición de golpear con la culata, miró a Miguelucho, siguió hacía mi, me lanzó una rápida mirada y luego se dirigió hacia el sitio en que estaba José Rolando y le descargó un fuerte culatazo en un lado de la cara. José Rolando no emitió el más leve quejido y se desplomó sin sentido. Al ver esa acción pensé que yo sería el próximo; pero detrás del soldado había llegado un campesino casi un anciano, quien se me tiró encima esgrimiendo un largo cuchillo y me cubrió con su cuerpo mientras me decía al oído: “no se apure, que yo soy su garantía”.

    »En el primer momento no aquilaté lo que aquello significaba. Sólo sé que desde el suelo y a través de los brazos de mi protector ví que el soldado se alejaba de mi lado. Todo había sucedido en tan corto tiempo que no había podido reflexionar acerca de la nueva situación. Una vez que el soldado se alejó y que el viejo campesino se me quitó de encima me entró la preocupación de que tal vez los compañeros que habían quedado fuera de mi radio visual hubieran sido muertos por el soldado que disparaba con la ametralladora. Por eso sentí un relativo alivio cuando ya sentado en el suelo al lado de Miguelucho y de José Rolando que ya había recobrado el sentido, vi que traían a Horacio y a Córdova Boniche y los sentaron a mi lado. De inmediato pregunté por los que faltaban. Gugú y Calderón habían logrado huir porque como los primeros tiros sonaron por la retaguardia y ellos iban muy alante pudieron correr y escabullirse por entre unos matorrales. Luego supe que Córdova Boniche intentó hacer lo mismo; pero se enredó con unos bejucos, y al caer al suelo el guía Juaniquito se le había ido encima con un colín en la mano y no le había permitido escapar. Muy lejos estaba el muchacho nicaraguense de pensar en esos momentos que con esa acción se le había salvado la vida.

    »Habíamos sido hechos prisioneros en la mañana del 22 de junio, o sea, más o menos cincuenta horas después de nuestro desembarco. Se cerraba un ciclo más y se abría otro pleno de nuevas interrogantes.». (4)


    (Historia criminal del trujillato [133])

    Notas: 

    1. (1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 186
    2. (2) Ibid., p. 189
    3. (3) Ibid., p. 190
    4. (4) Ibid., págs. 192, 193


    El cautiverio (1)

    Pedro Conde Sturla

    28 julio, 2023

    Prisioneros de Luperón junto a las numerosas armas que trajeron en el Catalina

    Cinco de los siete fugitivos habían sido capturados con vida y dos habían escapado, provisionalmente escapado. Los primeros minutos del cautiverio fueron de incertidumbre. Estaban vivos, por alguna razón estaban vivos, quizás por él momento vivos, quizás mientras tanto vivos, pero los soldados podían estar esperando instrucciones o poniéndose de acuerdo para ejecutar una matanza en regla. Torturarlos y matarlos probablemente, en el estilo acostumbrado. Quizás ya tenían las órdenes, tal vez sólo se estaban divirtiendo, jugando con los juguetes nuevos.


    Les habían ordenado a los prisioneros que se sentaran y se sentaron en el suelo. Todavía respiraban, eso sí, en espera de lo peor. Y lo peor estuvo a punto de suceder: Cómo y por que se salvaron no es fácil de entender.

    «Cuando estuvimos sentados en el suelo nos rodearon no menos de cincuenta campesinos que gritaban a coro:”¡No los maten! ¡No los maten! ¡No los Maten! ¡No los maten!

    »Era muy grato oír aquel conjunto de voces al que achacamos la conducta moderada de los soldados que armados de ametralladoras y fusiles dominaban la situación.

    »De los soldados tengo presente a tres en mis recuerdos de esos momentos.

    »El primero fue el que hizo la elección entre José Rolando, Miguelucho y yo y se decidió por el primero para darle el culatazo. ¿Con qué criterio lo eligió sobre todo después de haber estado más cerca de los otros dos? La opinión de Miguelucho, expresada, más tarde en la prisión, fue que creyó que José Rolando era norteamericano. Tal vez esa fue la razón, porque los rasgos físicos de nuestro compañero podrían llevar a esa confusión.

    »Otro al que no puedo olvidar es a un raso que armado de una ametralladora se nos paró por delante y mientras rastrillaba el arma ordenó que nos pusiéramos en pie. Nos colocó uno al lado del otro y gritó a los campesinos que se encontraban detrás que desalojaran ese sitio. Al ver su actitud y las órdenes que había dado pensé que se trataba de un fusilamiento.

    »La algarabía que formaron los campesinos al tiempo que corrían hizo que entrara en escena el tercer miembro del ejército que se hizo inolvidable para mí por su actitud en esos dramáticos momentos. Se trataba de un sargento de apellido Hernández que traía en sus manos las armas que nos habían pertenecido. Su calma e impasibilidad contrastaban enormemente con el nerviosismo del raso de la ametralladora. Con un gesto le ordenó que se estuviera tranquilo al tiempo que hizo una señal para que nos volviéramos a sentar. Así lo hicimos.

    »Entre el instante de la intervención del sargento y el comienzo de los preparativos del soldado transcurrieron unos tres minutos. Durante ese lapso tuve por seguro que nos iban a fusilar. ¿Cuáles fueron mis emociones? ¿Qué pensamientos cruzaron por mi mente?

    »De una cosa estoy seguro. Frente a la inminencia de lo irremediable no existe ni el valor ni la cobardía. Estoy seguro de que si el soldado tira el gatillo, como tenía la convicción de que lo haría, los testigos de aquel hecho hubieran dicho que todos morimos valientemente. Sin embargo ¿Hubiera sido un gesto de valor morir sin un grito de protesta? ¿Sin una expresión de rebeldía?» (1)

    Tulio Arvelo se preguntaba en esos momentos si la calma que conservaban frente a lo que consideraban inevitable era de resignación o de esperanza. En el fondo todos esperaban que sólo se tratara de una de esas farsas que montaban tan a menudo los guardias de la bestia, un fusilamiento de mentirillas, una cruel tortura sicológica.

    Se sorprendió a sí mismo en algún momento mirando el cielo que nunca le había parecido tan azul y luego se preguntaría por qué le había prestaba atención a ese detalle en aquellas circunstancias tan aciagas. En realidad se despedía de aquel cielo que nunca le había parecido tan luminoso, se despedía inconscientemente de la vida, del mundo que pensó se estaba acabando para él. De eso estuvo convencido cuando el guardia raso repitió su pantomima, si acaso era pantomima.

    «Al poco rato de estar sentados y en una espera cuyo motivo desconocíamos, se presentó de nuevo el soldado de la ametralladora e intentó repetir la escena anterior. Volvió a ordenar que nos pusiéramos en pie y que los campesinos desalojaran el espacio colocado detrás de nosotros. Cuando nos disponíamos a obedecer, el sargento volvió a intervenir; pero esta vez con energía en la voz dijo al nervioso soldado: “Estese tranquilo Castillo y no moleste más a esos hombres”» (2)

    La llegada providencial de la primera autoridad civil puso fin al estado de incertidumbre en que se encontraban los prisioneros. Se trataba del síndico de Luperón que llegó al lugar pavoneándose, jactándose de que la noche anterior el querido jefe, la misma bestia en persona, había estado en el pueblo. Eran palabras de orgullo por haber tenido el honor y seguramente el pavor de haber estado en presencia del perínclito. La bestia lo habría mirado y saludado o a lo peor ni siquiera habría reparado en él, pero su presencia lo había inundado y se sentía feliz y realizado. Se sentía iluminado, casi en estado de gracia, como si hubiera asistido a una revelación. A Tulio Arvelo le pareció que agradecía en el fondo de su alma a los prisioneros por haber propiciado el maravilloso encuentro. En todo momento se mostró cordial y contento. Parecía considerarlos menos como prisioneros que como benefactores. Mostraba una actitud receptiva, condescendiente, incluso reconfortante para los prisioneros. Se sentía eufórico. Dejaba leer su complacencia como un libro abierto. Su extrema disponibilidad y amabilidad.

    «Creo que esa actitud receptiva del síndico fue lo que movió a Horacio a decirle: “Dígale a Trujillo que yo quiero hablar con él”.

    »Esas palabras fueron pronunciadas en un tono que impresionó a las autoridades tanto civiles como militares. De tal manera que desde ese momento el trato que recibimos podría calificarse hasta de cordial. El servilismo que imperaba frente al tirano era de tal naturaleza que aquellos infelices servidores del régimen no se atrevieron en lo adelante a maltratar ni siquiera de palabra a personas que era seguro que tendrían el privilegio de ser recibidas y oídas por el propio dictador.

    »Es indiscutible que cualquiera que hubiera sido la intención de Horacio al hacer esa solicitud, su efecto fue de gran beneficio dentro de nuestra precaria situación.

    »Después de la llegada del síndico y de otros funcionarios comenzó nuestro traslado hacia el poblado de Luperón» (3)

    (Historia criminal del trujillato [134])

    Notas: 

    1. (1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, pos. 193,194 
    2. (2) Ibid., p. 195
    3. (3) Ibid., p.196


    El cautiverio (2). La pistola de Gugú Henríquez 

    Pedro Conde Sturla 

    4 agosto, 2023

    Dice Tulio Arvelo que el camino de regreso a Luperón lo desandaron en apenas cuatro horas. Creían haberse alejado a una prudente distancia del poblado durante los dos días en que trataron de escapar en dirección a la frontera haitiana, pero no habían hecho más que andar en círculos.

    Una de las cosas que sorprendió a los prisioneros fue el número de guardias que se fue sumando en el breve camino de regreso a lo que en principio era un pequeño grupo. Por primera vez se dieron cuenta de cuán numerosas eran las patrullas que se habían destinado a perseguirlos. En un par de ocasiones, mientras pugnaban por evadir la persecución, habían avizorado desde lejos a unas patrullas de guardias, pero parecía que lo que buscaban en realidad era evitar el encuentro. En ningún momento se internaron en los montes en su busca y sólo hicieron su aparición cuando los campesinos hicieron contacto con ellos. Tenían órdenes de buscarlos y los buscaban, pero tal vez no querían encontrarlos, toparse con ellos en lo que podría ser un combate a muerte. Sólo después de la emboscada, cuando fueron hechos prisioneros y maniatados, empezó a hacer acto de presencia el grueso de las tropas. Aparecían cada vez más, en manadas, y se incorporaban victoriosamente a la marcha.

    También aparecían por el camino multitud de curiosos que miraban con pena a los prisioneros y cuchicheaban entre sí. Todos los daban por muertos, desde luego, muertos vivos que caminaban hacia un destino inexorable. Tulio Arvelo, en cambio, por alguna razón desconocida, dice que siempre tuvo la seguridad de que saldría con vida. Una extraña certeza o convicción que Miguelucho también compartía.

    A la entrada de Luperón los recibió un capitán ecuestre que esgrimía una pistola, un capitán exhibicionista que se pavoneaba a lomo de un corcel y trataba de tirar tiros al aire con una pistola que siempre se encasquillaba. Era la pistola que había pertenecido a Manuel Calderón Salcedo, una pistola casquivana que parecía negarse a disparar en manos del capitán.

    El capitán obligaba a caracolear su montura, hacía cabriolas, trataba de impresionar a los prisioneros, se hacía el gracioso, se burló incluso de los galones de coronel que ostentaba en su vestimenta el comandante Ornes y le preguntó que dónde los había conseguido.

    «Horacio le contestó con aplomo y mirándolo directamente:

    »”En la guerra de Costa Rica”.

    »El capitán espoleó su corcel y se dirigió al galope hacia el centro del pueblo no sin antes soltar una sonora carcajada.

    »Cuando el militar desapareció de nuestra vista. Miguelucho me comentó: “Ese capitán fue uno de los que participó en la muerte de mi hermano Fabio cuando lo asesinaron en 1935”.

    »A poco llegamos al cuartel del ejército. Delante de nosotros el mismo capitán del caballo llamó por teléfono a Santiago y reportó nuestra captura. Parece que la respuesta recibida fue que se nos diera buen trato porque de inmediato ordenó que nos prepararan comida y se nos alojara en el mismo cuartel. De inmediato nos dieron café negro y a la media hora ya estábamos comiendo un suculento plato de arroz con habichuelas, carne y plátanos salcochados con ensalada de tomates y pepinos. A excepción de Horacio, todos repetimos la comida. Mientras tanto conversábamos con los soldados que nos la sirvieron». (1)

    Durante los días que pasaron en el cuartel del ejército de Luperón y luego en las mazmorras de la Fortaleza Ozama lo que más atenazaba la curiosidad de Tulio Arvelo era el destino que habían corrido los muchos hombres y equipos involucrados en la expedición. Lo atormentaba en particular el desconocimiento de lo que había sucedido con Gugú y Manuel Calderón, con los aviones que habían partido un día antes que ellos en el Catalina y con los hombres del Frente Interno que habrían debido hacer contacto con ellos y reunirse a treinta kilómetros del lugar de desembarco. Los hombres conocedores de la región que habrían debido recibir las armas y constituirse en un pequeño ejército al mando de Horacio Ornes Coiscou. Las armas que ya estaban en manos del ejército de la bestia.

    «Habían pasado solamente cuatro días desde que recibimos la señal de partida allá en el Lago Izabal en la costa atlántica de Guatemala. Sin embargo, sentado en el suelo del cuartel del ejército en Luperón esperando que se decidiera nuestra suerte, me parecía que habían pasado muchos más días desde aquel momento. La rapidez del desarrollo de los acontecimientos no me habían dado tiempo para recapacitar acerca de las muchas interrogantes que me faltaban por resolver para completar la historia de ese lapso preñado de experiencias tan extraordinarias. Entre todas las lagunas que tenia habían tres que me preocupaban sobremanera. Como cuestión más inmediata me atormentaba el destino de Gugú y de Manuel Calderón.

    »Otra de mis grandes preocupaciones era: ¿Qué había sucedido a los otros grupos? ¿Habían llegado y estarían luchando en otros sitios o habían sido capturados como nosotros? ¡O era cierto lo que nos habían asegurado, esto es, que éramos los únicos que habíamos llegado?

    »Y por último, ¿Qué había pasado con los miembros del Frente Interno que esperaban a treinta kilómetros de Luperón las armas que a esas horas estaban en poder de Trujillo?

    »Tendría que pasar mucho tiempo para que conociera las respuestas a esas interrogantes.

    »La primera que logré conocer fue el destino de Gugú y de Manuel Calderón. A los pocos días de estar presos en la Fortaleza Ozama de Santo Domingo tuvimos el primer indicio de cuál había sido la suerte de esos dos compañeros. Nos habían bajado al patio del recinto carcelario para retratarnos juntos a las armas que habíamos traído en el Catalina. Todo nuestro arsenal había sido cuidadosamente distribuido en el suelo en un semicírculo en cuyo centro nos colocaron para hacer unas fotografías. Cerca del sitio escogido para que nos colocáramos habían puesto las pistolas calibre cuarenta y cinco. Entre ellas se destacaba la que había pertenecido a Horacio. La reconocimos porque estaba pavonada en oro. Al verla nos miramos instintivamente pues sabíamos que a última hora y debido a la enfermedad de Horacio, quien portaba esa pistola era Gugú y que en el momento de la retirada del bohío en que nos preparaban la comida, éste la llevaba oculta bajo su camisa.

    »La presencia de esa arma allí significaba que Gugú también había sido hecho preso y como no estaba con nosotros pensé que lo habían matado junto con Manuel.

    »Más tarde cuando comenzaron a instruirnos el proceso, en los interrogatorios se me informó y así constaba en el expediente que tanto Gugú como Manuel habían sido muertos porque al ser localizados por una patrulla en la noche del día siguiente a nuestra captura no obedecieron a la orden de rendimiento por eso los soldados se vieron en la necesidad de dispararles y matarlos.

    »Esa fue la versión oficial; pero la realidad fue otra muy distinta. Según una fuente digna de crédito proveniente de círculos oficiales muy ligados a la tiranía, ambos fueron capturados y llevados al mismo cuartel de Luperón. Se reportó su captura a Santiago y desde esa ciudad se dio la orden de que fueran sacados de la población y fusilados porque ya Trujillo tenía en los primeros capturados las evidencias necesarias para presentarlas ante los organismos internacionales a la hora de argumentar que había sido atacado desde el exterior por sus enemigos tradicionales entonces personificados en los gobiernos de Cuba, Guatemala y Costa Rica.

    »Cuenta un testigo presencial que cuando Gugú se enteró de que estábamos vivos y presos en Santiago, dio brincos de contento porque por la manera como se habían desarrollado los incidentes de nuestra captura pensaba que habíamos muerto y que solamente él y Manuel habían quedado con vida. Pero su júbilo le duró poco porque en esos precisos momentos llegó la orden de su fusilamiento. Ambos fueron amarrados y sacados del pueblo por la patrulla que los asesinó». (2)

    (Historia criminal del trujillato [135])
    Notas: 
    1. (1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 198,199
    2. (2) Ibid., p. 200, 201

    Los aviones perdidos 

    Pedro Conde Sturla

    11 agosto, 2023

    Los restos de Gugú Henríquez y Manuel Calderón serían recuperados algún tiempo después del ajusticiamiento de la bestia gracias a los informes de unos campesinos que fueron testigos del fusilamiento, incluso de algunos de los que cavaron la fosa. Después serían llevados a Santo Domingo y sepultados junto a sus cuatro compañeros incinerados en la explosión del Catalina.


    Entonces, sólo entonces, se sabría que esos cuerpos (los cuerpos carbonizados de Alfonso Leyton, Hugo Kundhart, Alberto Ramírez y Salvador Reyes Valdez) habían sido preservados durante años en el Instituto de Anatomía de la Universidad de Santo Domingo, la universidad del estado, por el Dr. Alejandro Capellán Díaz, director del Instituto de anatomía.

    En el momento en que recibió y supo de donde procedían los cadáveres destinados a la disección y estudios anatómicos el Dr. Capellán se jugó la vida —y se la jugó por mucho tiempo—, al disponer que fueran colocados «en la parte más profunda de una pileta de formol, con la ayuda de un asistente, y durante 12 años los mantuvo en lo que él llamaba la “pileta sagrada”. En 1962 tras la caída del Trujillismo, lo comunicó a las autoridades y sus familiares pudieron darles sepultura». (1)

    Otros que habían corrido la misma suerte de Gugú Henríquez y Manuel Calderón fueron el nicaragüense Alejandro Selva y los tripulantes norteamericanos de la tripulación del Catalina (J. W. Chewning, el copiloto Earl Aadams George R. Shruggs). Estos se apartaron del grupo de los siete expedicionarios en busca de mejor suerte, pero fueron capturados y ejecutados tres días después de la llegada. Sobre el paradero de sus restos no sé si se tienen noticias.

    Los demás asuntos que perturbaban a Tulio Arvelo (el de los aviones que nunca aparecieron y el de los hombres del Frente Interno que no acudieron a la cita), fue algo de lo que tanto él como sus compañeros no tuvieron noticias en un largo período de infortunio. En la cárcel estaban incomunicados y pasarían ocho meses, —entre vejaciones, sufrimientos, incertidumbre—, antes de volver a tener contacto con el mundo. Noticias frescas del mundo.

    Vale la pena escuchar la historia completa en la voz de Tulio Arvelo:

    «Los detalles de lo que sucedió a los otros grupos los tuve tiempo después cuando ya en libertad logré salir al extranjero y algunos participantes en ellos me los dieron.

    »Debido a que tuve varias versiones en cierto modo contradictorias, sobre todo respecto al motivo central que dio al traste con la misión de reabastecimiento en Cozumel, utilizaré aquí solamente datos que me dieron don Juan Rodríguez y Miguel Ángel Ramírez, jefes de los dos grupos.

    »Solamente el avión comandado por el segundo llegó a Cozumel.

    »Cuando partieron de la base de San José enfilaron hacia dicha isla; pero el comandado por don Juan se desvió con el fin de pasar sobre el lago Izabal para hacernos la señal convenida.

    »Luego de cumplir esa misión y cuando trató de corregir el rumbo para dirigirse a Cozumel el avión se vio envuelto en una tormenta que lo obligó a torcer la dirección y buscar refugio sobre la costa firme en vez de dirigirse mar afuera hacia la isla.

    »Según palabras textuales de don Juan, los ocupantes de ese aparato se vieron más cerca de la muerte que nosotros los que desembarcamos en el Catalina. Esto así porque en más de una oportunidad la tormenta estuvo a punto de hacer estrellar el avión. Lograron salvar la vida gracias a la pericia del piloto, que por cierto era el mismo que nos transportó desde San José a Puerto Barrios cuando sufrí aquellas angustias observando el altímetro. Me relató don Juan que el avión había perdido tanta altura que esperaban de un momento a otro su precipitación a tierra. Tuvieron la suerte de que el piloto divisó una pequeña playa a la que se dirigió logrando aterrizar en un espacio que solamente por las condiciones desesperadas en que se encontraban se decidió a intentarlo.


    »Una vez en tierra enviaron algunos exploradores que hicieron contacto con las autoridades más cercanas quienes los detuvieron para ser puestos en libertad una vez que se hizo la debida identificación.

    »En cuanto al otro grupo, según la versión que me dió Miguel Angel Ramirez, hicieron un vuelo normal desde la base de San José a la isla de Cozumel. Allí aterrizaron sin ninguna dificultad; pero cuando el avión se detuvo fue rodeado por las autoridades militares y aunque se trató de explicarles cual era su misión y que de antemano se habían hecho arreglos para el aterrizaje y para el reabastecimiento de gasolina, sin oir razones se les ordenó evacuar la nave y todos fueron hecho presos y las armas incautadas. Les dijeron que allí nadie estaba en antecedentes de su llegada y que fueron dichosos que no los recibieran a tiros cuando se dieron cuenta del atuendo militar y de las armas que llevaban. Estuvieron detenidos en lo que se hicieron diligencias para aclarar su situación.

    »El único móvil que tengo al dar estas versiones es destacar las razones por las cuales solamente nuestro grupo tocó tierra dominicana de los tres que salieron de Guatemala.

    »Cuando me enteré de esos detalles ya estaba en el extranjero fuera del alcance de Trujillo y por tanto mi estado de ánimo era muy diferente al que me embargaba cuando todavía permanecía en las garras del tirano. Por eso no fui un juez implacable cuando recibí las versiones de los dos jefes de los grupos que no habían acudido a la cita. Todo lo contrario, oí sus explicaciones, porque fue eso lo que ambos hicieron con benevolencia. Sobre todo cuando recibí la visita de Miguel Ángel Ramírez en mi cuarto del hotel San Luis en La Habana. Era consciente entonces, como lo sigo siendo, de que a ninguno de los dos se les podía recriminar por la manera como se habían desarrollado los acontecimientos.

    »En cuanto a don Juan, es obvio que en su caso influyó un accidente al cual nadie se podía sustraer como fue la tormenta que los envolvió. No había ninguna duda de que el desenlace que tuvo su gestión fue originado por esa contingencia de la cual dieron testimonio todos los componentes del grupo.

    »En cuanto a Ramírez también jugaron un papel preponderante en su desenlace cuestiones fuera de su control. Es innegable que no podían predecir la conducta de los militares mexicanos que los hicieron presos.

    »Hay quienes aducen que en el fracaso de la gestión en la isla de Cozumel jugó un papel importante lo mal que se coordinaron las diligencias. Pero los expedicionarios nada tuvieron que ver con la buena o la mala coordinación que se hizo previamente a su llegada». (2)

    (Historia criminal del trujillato [136]) 

    Notas: 

    1. 1) Dr. Alejandro Capellán Díaz,

      (https://colegiodominicanodecirujanos.com/maestro/dr-

      alejandro-capellan-diaz/)

    2. (2) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”,  págs. 203, 204


    La visita del general 

    Pedro Conde Sturla

    19 agosto, 20023



    Los cincos sobrevivientes del Catalina serían trasladados al poco tiempo a la capital, que desde 1936 se llamaba Ciudad Trujillo, la flamante Ciudad Trujillo que honraba al Padre de la Patria Nueva, o quizás viceversa.

    Durante el traslado ninguno se sentía seguro. Albergaban la inquietud de que podrían estar viajando hacia la muerte, viajando hacia el cementerio y no hacia un nuevo destino carcelario, pero los temores esta vez eran infundados, aunque tenían razones para temer. Posiblemente se alegraron cuando las puertas de la Fortaleza Ozama se abrieron para ellos de par en par.


    «Nuestra llegada a aquel recinto fue un acontecimiento. Cuando se supo de nuestro arribo una gran cantidad de militares se aglomeró alrededor del vehículo para vernos descender. Nos llevaron a una pequeña oficina y allí llenaron algunos trámites rutinarios. Transcurrió una media hora sin que nada sucediera. Supongo que estaban esperando instrucciones. Mientras tanto frente a nosotros desfilaron muchos oficiales, algunos de los cuales conocía de vista y a otros por sus nombres. Fueron pocos los que hicieron algún comentario. Casi todos nos echaban un vistazo y abandonaban el lugar en silencio. Sólo uno de los hermanos del dictador tuvo una frase hiriente para nosotros cuando dijo mirándonos con insolencia: “Estaría bueno caerles a balazos”, mientras hacía ademán de desenfundar la pistola». (1) 


    Aparte de ese gesto de histriónica bravuconería los prisioneros no recibieron mayores muestras de hostilidad. De hecho se sorprendieron por la casi buena acogida que les habían dispensado sus carceleros, sorprendidos y preocupados a la vez, porque no entendían la razón. Pero era sólo el principio. Muy pronto, en su nuevo alojamiento, recibirían otra muestra de aprecio, casi de amabilidad. Ninguna sorpresa podía compararse en efecto con la que estaban a punto de recibir. Toda una distinción, una visita inesperada… El hermano menor de la bestia se dignó visitarlos. 


    Es decir, la bestezuela consentida, el único de los hermanos de la bestia que ostentaría título de generalísimo y se le permitiría lucir bicornio emplumado y ser presidente putativo de la República, uno de los más encumbrados personajes de la Era Gloriosa se dignó visitarlos.


    Ese día habían probado por primera vez el chao de los presos, una comida apestosa, sobre todo en relación a la que habían comido en Luperón. La presentación era casi tan mala como el sabor. Un plato de aluminio con  más abolladuras que partes sanas, harina de maíz hervida, mal hervida y con grumos, a veces con nutrientes gorgojos, un líquido impresentable que llamaban salsa de habichuelas con muy contados granos y un suculento jarro de agua fabricado con un envase de hojalata, de los que se usan para envasar salsa de tomate. Pero muy pronto serían recompensados.


    Dice Tulio Arvelo:


    «No había pasado ni media hora de la comida cuando recibimos la más inesperada de las visitas: el general Negro Trujillo con un séquito de más de veinte oficiales de alta graduación. Este era el menor de los hermanos del tirano y siempre fue su favorito por el incondicional sometimiento a su voluntad de que dio siempre muestras. En esos días ostentaba el cargo de Jefe del Ejército y estaba considerado como la segunda figura del régimen. Sólo Trujillo estaba por encima de él en grado y prestigio entre los militares.


    »Antes de su llegada nos habían sacado de las solitarias y nos alinearon de cara a una pared de manera que cuando nuestro visitante entró a la celda a la que nos habían trasladado no pudimos verle el rostro. Supimos de quién se trataba cuando él mismo nos ordenó que nos volviéramos. Todo aquello se había hecho dentro del más estricto silencio. La primera voz que se oyó fue la de él y fue el único que habló durante los cinco minutos que duró su visita, aparte de las respuestas que dimos a sus preguntas y a los “Sí general”, “A su orden, general” que decía el subalterno a quien dirigía la palabra o le daba una orden.


    »Era un hombre bastante joven y muy parco en palabras.


    »De color bastante oscuro. Nunca nos miró de frente. Aunque eran casi las doce del día se le notaba el maquillaje tanto en el arreglo del pelo como en los afeites de la cara». (2)


    La bestezuela era, en casi todos los sentidos, una copia fiel de la bestia. Tenía especial predilección por las esposas de sus más altos oficiales, a las que daba uso frecuente (la forma más humillante y perversa de ejercer y demostrar su autoridad y ofender lealtades). Igual que todos los miembros de la familia era amigo de lo ajeno en grado superlativo, también le gustaba abusar y hacer correr la sangre de cuando en cuando, aunque no tan profusamente como el perínclito, pero no era un tipo burdo como Petán. Era, igual que la bestia, atildado y coqueto. Vestía de forma impecable, salvo cuando se disfrazaba de generalísimo con aquel uniforme militar decimonónico que incluía bicornio emplumado, y nunca se exhibía en público sin una pesada capa de maquillaje, el pancake de Max Factor, que estaba muy de moda en esa época. El maquillaje para embellecerlo y emblanquecerlo.


    Se dirigía a los presos con una suerte de fingida deferencia, una hipócrita cortesía, y se notaba que estaba ahí porque lo habían mandado a representar el papel del cancerbero bueno, complaciente, incluso servicial.


    «Sus preguntas fueron pocas —cuenta Tulio Arvelo—. Que cómo nos habían tratado. Que si estábamos cómodos en esa celda. Que si necesitábamos algo. Que si encontrábamos buena la comida,

    A todo contestábamos con monosílabos. Sólo en la última pregunta Miguelucho hizo un comentario que hizo sonreír a todos:

    “Ese chao no estaba muy bueno que digamos” fueron sus palabras. El general llamó al sargento y le dijo: “Que les den el de los guardias”.


    »Cuando se iba puso una mano sobre uno de los camastros de madera que había en la celda y sin mirar al sargento le ordenó que nos pusieran colchones». (3)



    En efecto,  “No pasó una hora sin que llevaran cinco colchones para las literas que habíamos elegido. En la cena, que se repartía a las cuatro de la tarde, nos llevaron cinco platos de la comida de los soldados. No era una gran cosa; pero comparada con la de los presos podía considerarse como excelente». (4)


    Muy pronto comprendieron que la bestia los estaba preparando para exhibirlos, engordándolos como a puercos de feria. Ellos serían la prueba viviente de la conspiración comunista orquestada contra la bestia por Cuba y Guatemala y Costa Rica. El hombre que alguna vez se haría proclamar Campeón del anticomunismo en America los usaría como peones de ajedrez para demostrar que necesitaba y merecía, por parte del imperio, todo el apoyo en su lucha. Los cinco derelictos de Luperón demostrarían con su ejemplo el inmenso peligro que se cernía sobre el mundo. El mundo libre.


    Por eso los tratarían como los trataron, con  una relativa suavidad fuera de serie. Además, durante su estadía en este lugar, y de la manera más impensada, se enteraría Tulio Arvelo de lo que había sucedido con los hombres del Frente Interno.



    (Historia criminal del trujillato [137]) 


    Notas: 

    1. Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”,  p. 123
    1. ibid., p. 225
    2. Ibid., p. 226
    3. Ibid.
    4. Los hombres del frente interno

      Pedro Conde Sturla

      Miguel Ángel Feliú Arzeno (Miguelucho), en compañía de otro expedicionario



      Los medios de prensa, en el país y el extranjero, tejieron una tupida red de mentiras, promovieron una inundación de falsas noticias, de la más burda propaganda para presentar al gobierno de la bestia como víctima de una conspiración internacional.

      Se le dio una gran publicidad al desembarco de Luperón, como si se hubiera tratado de una invasión multitudinaria, y los cinco sobrevivientes fueron sometidos a juicio. Juicio y escarnio.

      «Una mañana —dice Tulio Arvelo— me llevaron al Palacio de Justicia y un juez, al interrogarme acerca de mi participación en los hechos, me enteró de muchos detalles que no conocía. Allí me ratifica-

      ron las muertes de Gugú y de Manuel Calderón. También me enteré de la suerte de Alejandro Selva y de los tripulantes

      del Catalina. Aunque fueron versiones amañadas al interés del régimen, por lo menos sirvieron para tener la certeza de

      que esos compañeros habían muerto». (1)


      En la cárcel los presos entraban y salían rutinariamente y a menudo constituían una fuente fresca de información. Fue así cómo Tulio Arvelo pudo por fin enterarse y enterar a sus compañeros de lo que había sucedido con los hombres del Frente Interno. Los que debían estar y no estuvieron en el lugar acordado.


      «Para llegar al tercer piso en donde estábamos ubicados era necesario abrir previamente tres puertas. Desde que

      abrían la primera, lo que notaba por el ruido de los cerrojos, me ponía en guardia y si oía abrir la segunda sabía que se dirigían donde nosotros o al recinto de las solitarias. Al no percibir el ruido que se hacía al abrir nuestra puerta sino el de

      una de las solitarias, de inmediato corría a mirar por una de las rendijas. De esa manera me enteraba de que o habían metido a uno nuevo o de que habían sacado a alguien». (2)


      La suerte quiso que, unos días después de la llegada de Tulio Arvelo y sus compañeros, ingresaran a la cárcel dos jóvenes. Uno de ellos respondía al nombre, el sonoro nombre de Máximo López Molina. Un personaje que en el futuro cercano daría mucho que hablar y jugaría un papel de primer orden en la lucha contra la tiranía de la bestia.


      López Molina había sido expulsado, por antitrujillista, de la Facultad de derecho de la universidad de Santo Domingo, había estado encarcelado un par de veces y volvería a ser encarcelado al involucrarse con Fernando Spignolo y los demás hombres del Frente Interno en el proyecto de Luperón. Fue él quien le dio a Tulio Arvelo noticias del asesinato de los dirigentes y muchos miembros del Frente Interno. 


      «Fue quien me dijo de la muerte de Fernando Spignolio, de Fernando Suárez y de los hermanos Sarita a raíz de nuestro desembarco. El estaba preso porque lo habían complicado con nuestra empresa

      Lo mismo a Félix la O y a Bienvenido Creales. En cuanto a Félix la O lo conocía de nombre desde Puerto Rico porque había sido el capitán de goleta que introdujo las primeras armas enviadas al Frente Interno por los emigrados residentes en ese país.


      »A estos compañeros también se les instruyó proceso y fueron condenados a 20 años de prisión acusados de pertenecer al Frente Interno. La prisión y proceso de López Molina Féliz la O y Bienvenido Creales fue una de las fases de la maniobra de Trujillo para demostrar a su manera la magnitud de la trama que se había urdido contra él. Es cierto que existía el Frente Interno; pero de acuerdo con los tradicionales métodos trujillistas lo lógico era que a todos los implicados dentro de ese organismo fueran asesinados como lo hizo con Suárez, Spignolio y los demás. Sin embargo, 

      López Molina y sus compañeros fueron objeto del montaje propagandístico para consumo exterior que puso en práctica con nosotros. Hago hincapié en esto para fortalecer la tesis de que

      Trujillo preservó nuestras vidas con miras a ese montaje. Lo mismo puedo decir en los casos de López Molina, de La O y

      Creales. En cuanto a este último también se benefició al principio de esas circunstancias; pero a la postre pagó con la vida su dedicación a la lucha contra la tiranía. A él no le alcanzaron las incidencias posteriores que nos salvaron tanto a nosotros como a los dos muchachos cuya presencia en las solitarias, desde luego dentro de la gravedad de la situación, nos hicieron pasar algunos momentos de esparcimiento con su conversación y con uno que otro incidente propio de la vida, de los presos que padecían bajo la tiranía». (3) 


      Los hombres del Frente Interno habían sido, pues, infiltrados y  neutralizados y sus dirigentes habían sido encarcelados o aniquilados casi al mismo tiempo en que se produjo el desembarco. Los expedicionarios, que habían partido de Guatemala sin saber lo que  sucedía, partieron hacia la perdición. Y lo peor, lo injustificable, es que todo se debió a la falta de un medio elemental de comunicación, la falta de una radio, una simple radio. Los temerarios del Catalina nunca tuvieron una oportunidad.


      Con palabras tan luminosas como certeras resumiría Tulio Arvelo el espíritu que animó aquella gesta gloriosa:


      «Escribo estas consideraciones a más de veinticinco años de aquellos lejanos hechos con la certeza de que los impulsos que me movieron a aceptar como buenos todos los actos en los que fui factor viviente y ejecutante estuvieron inspirados en cuanto digo ahora. Tal vez alguien piense que el presentar las cosas así desvalorizaría y descoloraría el inmenso sacrificio de las jóvenes preciosas vidas que se perdieron en aquella riesgosa empresa. 


      »Sin embargo, creo que siempre la verdad anda de la mano con la gloria y que si se oculta la una se empaña la otra. Por otra

      parte la sublimidad del sacrificio de nuestros compañeros jamás podrán depender de los detalles anecdóticos que precedieron o siguieron a sus muertes. Sólo el hecho de la ofrenda de sus vidas en aras de la libertad de sus hermanos da la dimensión de su holocausto». (4) 


      Para uno de los insurrectos, el mentado Miguelucho —Miguel Ángel Feliu Arzeno—, ni su participación en la expedición de Cayo Confites ni en la de Luperón sería suficiente. A Miguel Ángel Feliu Arzeno, hombre de un increíble temple libertario, se le quedaron las ganas, la rabia y las ganas de volver a combatir contra el tirano y volvería en 1959. Esta vez para siempre. Volvería en la gran repatriación armada del 14 y 20  de junio de 1959 y dejaría la vida en la contienda.


      Miguelucho fue apresado y torturado, insultado, vejado, como la mayoría de sus compañeros de lucha, pero no fue doblegado. Nunca se doblegó. No se doblegaría. Nada haría mella en su espíritu invencible.


      Dicen que los esbirros —los sicarios y torturadores de esa caverna de horrores que ha sido la base Aérea de San Isidro—, lo llevaron a empujones, a culatazos, probablemente arrastrándolo, lo llevaron sangrando, malherido (tal vez magullado o machucado de pies a cabeza), en presencia del hijo preferido de la bestia, un degenerado, un sicópata llamado Ramfis Trujillo, y  que Ramfis le dijo en tono de reproche “Miguelucho ¿tú otra vez?”.


      Dicen que Miguelucho respondió que sí, que respondió con valentía. Dijo que sí, que había vuelto y que de nuevo volvería si lo soltaban, que volvería  para eliminar a la bestia. Que volvería “de nuevo para matar a ese perro”. (5)


      Lo dio todo a cambio de nada y algún día, junto al de muchos otros, su nombre deberá estar inscrito en letras de oro y en la memoria agradecida de sus compatriotas, en el más honroso monumento conmemorativo.


      (Historia criminal del trujillato [138]) 

      Notas: 

      1. (1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 228
      2. (2) Ibid., p. 230
      3. (3) ibid., pp. 232
      4. (4)ibid., 
      5. (5) Juan Acosta, Miguelucho Feliú es recordado como héroe de Luperón”, (https://noticiashoraxhora.com/lo-que-esta-pasando/miguelucho-feliu-es-recordado-como-heroe-de-luperon-y-del-1959/


No hay comentarios:

Publicar un comentario