Pedro Conde Sturla
14 octubre, 2022
Doradas Cenizas del fénix…
oh despojos apenas
ingrato
viejo error…
sales para cultivar el verdín de la muerte
despojos despojos
Doradas Cenizas del fénix.
La gente ya ni recuerda que alguna vez era apenas un caserío que llamaban Las Cañitas, un paraje remoto en la arbolada geografía, encajonado al fondo, a un costado de la bahía: esa alucinación de aguas verdes y blancas y azules, ese tenaz deslumbramiento.
Allí está todavía, allí está el pueblo, a un tiro de piedra entre el mar y la loma, el pueblo despoblado, la ciénaga pestilente, el pueblo al pie de esa loma que parece empujarlo al mar. La misma loma, la misma desafiante vegetación, la inmensa población de cocoteros que se disputan un espacio cada más reducido, famélicos cocoteros que crecen despavoridos buscando el aire y la luz, buscando como quien dice el cielo.
Pero antes de ser pueblo era lo que se dijo, era un paraje, un miserable caserío. Después llegaron las líneas del ferrocarril y la estación del ferrocarril, llegó el ferrocarril y los malditos ingleses o escoceses, que viene siendo lo mismo. Llegó aquel tren reumático y ruidoso que debió llegar a Samaná y nunca llegó. El gangoso monstruo que atravesaba en un solo día la región central del Cibao, los ciento y pico de kilómetros que a caballo y en carreta y por caminos vecinales eran interminables.
El tren llevaba y traía pasajeros y mercancías, traía cacao y café, tabaco y cera, miel y madera, los frutos de la tierra más generosa. Trajo esa cosa que llaman prosperidad, una era de bienestar y progreso.
El puerto desvencijado, de donde sólo salían y entraban botes y cayucos, cobró cada vez más vida, un incesante movimiento. Numerosas embarcaciones de pescadores partían de madrugada hacia aguas propicias, y al cabo de pocas horas regresaban en procesión, llenas de peces, escoltadas por bandadas de gaviotas y tijeretas. En los muelles pululaban los estibadores. Las goletas de las islas atracaban diariamente y empezaron a llegar visitantes y otras naves de países lejanos, compañías de teatro y de opereta, circos, cuerpos de baile -y algún cantante famoso de cuando en cuando.
El comercio floreció y con el comercio vinieron los comerciantes y vinieron los bancos y los banqueros. Vinieron comerciantes a comerciar y vinieron depredadores a depredar. Los ingleses se establecieron en una calle que llamaron calle de los Ingleses, la calle pérfida de Albión, la mejor calle del pueblo, una calle en la parte alta, que describía una especie de arco. En esa calle construyeron, en un abrir y cerrar de ojo, unas casas que parecían de muñecas, viviendas victorianas que vinieron en cajas numeradas, como juguetes para armar pieza por pieza. Alguien dice que nadie las vio construir, o mejor dicho ensamblar, que un día no estaban y al otro día estaban, que aparecieron una mañana de lluvia en el lugar, en fila india, dispuestas armoniosamente, junto con sus jardines y sus coches y sus caballos y sus muebles y los engreídos ingleses que las habitaron durante el período de bonanza, toda una eternidad.
El caserío empezó a crecer y creció y siguió creciendo, desbordándose en dirección al mar. Se convirtió en municipio, le dieron nombre de gente y pasó a llamarse Sánchez. De la noche a la mañana llegó a ser el puerto más importante del país y lo seguiría siendo durante casi un siglo. Después hicieron su aparición los hoteles y las pensiones que se mantenían siempre repletos, proliferaron los negocios, los centros de diversión, los restaurantes chinos, por supuesto, igual que en todos los pueblos. En un tiempo relativamente breve se construyeron bancos y cines, tres bancos y tres cines (el primer banco del país), un pretencioso club donde se congregaba la gente de sociedad, salones de billar, prostíbulos refinados, y un magnífico teatro de dos niveles con fachada de mampostería y paredes interiores recubiertas de cedro.
El pueblo llegó a brillar por su limpieza. Sus calles asfaltadas atravesaban serpenteando las colinas: descendían suavemente hacia el mar.
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