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12/6/21

Agua difunta

Pedro Conde Sturla
14-06-2021 00:03
Galería de los espejos del palacio de Versalles.
Almanzor Armando el Boteich, el conocido erudito y poliglómata entrebajeño, me advirtió muchas veces que no pasara frente a un espejo, que no me acercara ni siquiera a un metro de distancia, ni siquiera por detrás, y que tuviera cuidado con el agua que se escapaba por debajo. El agua difunta del espejo, como le llamó el poeta Víctor Villegas. Nuestro poeta Villegas. El caballero. No el prosaico español de mala fama.

La gente común no se imagina la cantidad de cosas desagradables y podridas que habitan bajo la engañosa superficie bruñida del espejo y las cosas horribles que suceden. Los espejos lo ven todo, lo saben todo, atraen a los narcisistas y vanidosos y también a los incautos, y cuando se acercan demasiado los atrapan. Los condenan a una prisión más que perpetua. No hay peor prisión que la del espejo. Los prisioneros del espejo están condenados a contemplarse de por vida, a pedir inútilmente auxilio a los pasantes.

Cuando mueren se quedan entre los vivos, en un infierno paralelo, y hacen un ruido ensordecer que sólo se puede escuchar a ciertas horas de la noche. La única salvación para ellos es que alguien rompa o cubra el espejo, todos los espejos del mundo. Todas las trampas de azogue infernal con el que convivimos.

Esas, y otras muchas cosas, las dice el mencionado Armando Almanzor el Boteich, en un tratado clásico sobre el tema. El vasto y enciclopédico Almanzor Armando.

Además, los espejos pueden cambiar de lugar. En días pasado estaba yo leyendo cuando sentí una presencia a mi espalda: el espejo estaba detrás, leyendo también por encima de mi hombro. Luego empezó a maquillarse, a ponerse ropa de mujer. Un espejo puede enloquecer y cambiar de sexo. No sólo de lugar.

Yo había escrito anteriormente sobre el peligro que representan los espejos, pero sólo el mencionado Armando pareció entender la gravedad del asunto. Recuerdo que me escribió, en una ocasión, con mucho afecto y mucha preocupación, aconsejándome tomar distancia del maligno enigma del espejo, del maldito espejo que es un pozo maligno que se repite sin cesar, malignamente... Algo tan escurridizo y furtivo como la paradójica identidad humana. Identidad del uno y del otro, el azogue y el ser, que se hurtan a todo unívoco desciframiento...

También escribí, para advertir a los incautos, sobre los peligros que podía encerrar un simple callejón sin salida, sobre los muertos y desaparecidos que se mecen en las mecedores, las falacias de las rotondas en los alrededores de Boca Chica o del viento frío debajo de la cama, he advertido sobre la presencia de ciguapas y galipotes, de lugares donde se puede entrar y no se puede salir, del horror y las desdichas de ciudades perdidas irremediablemente y sin retorno, de tierras de nadie donde no se puede dar un paso hacia adelante ni hacia atrás, de algunos infiernos alucinantes, ficciones y adivinaciones de género esotérico y trashumante... Todo lo que me enseñara alguna vez el ilustre poliglómata entrebajeño en prolíficas noches del Palacio de la esquizofrenia. El discreto y muy celebrado Almanzor Armando el Boteich.

Nada hay nada peor que los espejos: los engañosos espejos que nos enseñan su sonriente cara y nos ocultan la podredumbre que habita dentro. La sutil telaraña del espejo, el horror de los espejos que se manifestó de manera tan elocuente en el palacio del Rey Sol. El llamado Rey Sol que era más sombra que luces. El de París de Francia. El de don Luis XIV.

Fue él quien mandó a construir aquel engendro. La llamada Galería de los espejos que fue su perdición.

A Luis XIV le encantaba follar frente al espejo en la famosa Galería de los espejos del Palacio de Versalles, multiplicarse hasta el infinito entre dos espejos, verse de perfil y de culo y de cabeza al mismo tiempo, sin sospechar el peligro que corría. Hasta que un día vio lo que no quería haber visto nunca. Y desde entonces mandó a cerrar la galería. A su hermano LGTBI le prohibió específicamente, personalmente, terminantemente la entrada porque al hermano le gustaba elegetebiar en público y eso estaba prohibido en la corte.

Sin embargo, el hermano se las arreglaba para entrar en olor de multitudes. La multitud de multitudes que se reflejaban alegremente en la fastuosa Galería de los espejos del Palacio de Versalles.

Para dar una idea de la magnitud del espanto basta decir que la Galería de los espejos, la galería de horrores del palacio de Versalles, tenía infinitas ventanas y centenares de espejos gigantes colocados frente a frente, y desde luego parecía un escenario de cuentos de hadas cuando la luz entraba a raudales.

Todo estuvo bien, parecía estar bien hasta que el agua comenzó a escaparse por debajo de los espejos. Aquel diluvio solamente podía significar una cosa: los muertos se estaban quedando sin agua y agonizaban, empezaron a salir en manadas y se chupaban a los habitantes del palacio como si fueran frutas maduras y los enterraban vivos en la prisión del azogue para seguir chupando.

El horror de los espejos es algo que conocieron los infelices habitantes del Palacio de Versalles. El horror y el escándalo que llevaron a la clausura y demolición del palacio.

El hecho es que los espejos se disimulan, se “hurtan”, como dice el maestro Armando, tienen doble cara, participan en las cosas de los pobres y en las fiestas de los ricos y la realeza como se ha visto. En días claros, muy claros, pueden ser luminosos felices y sonrientes y mostrarse alegres e inofensivos pero en cuanto disminuye la luz o disminuye el agua muestran su verdadero rostro, no sólo reflejan la parte superficial de tu entorno sino todo lo que sin saberlo te rodea las cosas lúgubres que habitan dentro y fuera de nosotros. En un momento así el maestro Armando no recomienda pararse frente a un espejo, ni siquiera a prudente distancia. No lo mires ni te mires, si te quedas mirando al espejo vas a ver los muertos y vas a ver cosas vivas que son peores, cosas que ni soñabas que existen y viven allí arrinconadas, en el infierno del espejo.

Para peor, hay espejos y criaturas dentro del espejo que se dedican a atrapar niños, niños que nunca aparecen o vuelven con el cuento de Alicia en el país de las maravillas.

Lo más peor que peor es que cuando el agua empieza a escaparse no hay nada que hacer, como sucede ahora, en este mismo momento, en muchos sitios.

Es lo que, lamentablemente, parece estar sucediendo en el Salón de las cariáritides del Palacio Nacional, donde no había espejos originalmente y no se supone que los haya. Hace unos días llamaron a Almanzor Armando para estudiar el problema.

Y el problema es que Armando ha desaparecido.

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