Pedro Conde sturla
9 julio, 2021
Otra vez el espejo ha vuelto a moverse, lo he sentido a mis espaldas, he sentido su aliento, el aliento fétido de su alma podrida, su respiración rota, su respiración ronca y pausada, el olor que invade la habitación, casi toda la casa, sus mínimos intersticios. Y percibí el ademán que parecía amenazante.
Pensé que en breve yo empezaría como de costumbre a sudar: un sudor frío, un hilo de hielo recorrería mi espalda, me quedaría paralizado de terror como en otras ocasiones en otros lugares y otros espejos.
Pero en esta oportunidad no me dio miedo, sólo percibí un vacío enorme, infinitamente desolador. En ese momento me di cuenta de que no era un monstruo, era un alma en pena. En realidad se sentía solo, tenía ganas de hablar.
Me contó que en algún tiempo había estado enamorado de una mujer que lo dejó por otro espejo y que había estado enamorado de otro espejo, una mujer y una espeja que habían sido los grandes amores de su vida.
Aquella confidencia traducía un aura de soledad. Yo percibía en ese momento su soledad, su desamparo, la inmensa soledad de los espejos. Los espejos pueden sentirse solos, muy solos y tristes, incomprendidos, más solos y desamparados e incomprendidos que los números primos. Sí. Algo peor que la soledad de los números primos de los que habla aquel escritor italiano.
La mujer de la que se había enamorado le había dado algunas gratificaciones, pero a la espeja la había amado inútilmente. Era una espeja de pared, muy presumida, una que se jactaba de su alcurnia, una vanidosa, una engreída que había pertenecido a las mejores familias de Santiago y se sentía muy oronda de su sofisticado marco al estilo art nouveau. Una que nunca le prestó la menor atención a pesar de su porte distinguido y que sólo se aprovechó de su nobleza.
Después me contó, en tono aún más confidencial (e igualmente a propósito de amores contrariados), que su hermano había servido en la habitación de una reina de belleza y la existencia se le había hecho miserable.
En los primeros días sintió que era el ser más feliz del mundo, pero poco a poco empezó a perder el sentido de la vida. sólo vivía para ella, en espera de que llegara y se despojara frente a él de todas sus vestimentas. Ella no tardó en advertir el efecto que producía en él y lo provocaba con sus refinados movimientos de odalisca, le hacía sufrir el suplicio de Tántalo. Todo estaba a su alcance y no lo podía tocar. Un día la bella comenzó, como de costumbre, a desnudarse y contonearse rítmicamente, pero en esa ocasión demoró más de la cuenta en el trámite y lo llevó al límite de la exasperación, del deseo incontrolable. Llegó un momento en que su fiel admirador no pudo más y empezó a resquebrajarse y ese fue el fin de sus días. Lo abandonaron en el cuarto de servicio.
En ese momento se produjo un pesado silencio que no presagiaba nada bueno. El espejo hizo una pausa, como si tuviera miedo de haber cometido alguna imprudencia al hacerme partícipe de sus confidencias, revelarme sus íntimos secretos. Por un momento llegué a temer por mi vida. Los espejos matan y pueden matar de muchas maneras y yo estaba muy cerca de su alcance. Fue una falsa alarma, o quizás no, pero el hecho es que el espejo hizo una especie de ademán conciliador, retomó el tono confidencial.
Me dio a entender entonces algo que ya había intuido. Que a fuerza de mirarlo todo, los espejos lo saben todo. Que los espejos conocen hasta los sueños que nos sueñan y desensueñan. Me aseguró que no todos los espejos llevan una vida contemplativa e indiferente al mundo, ni permanecen iguales con el tiempo. Lo espejos maduran, envejecen, se le abren fisuras en en alma, profundas cicatrices emocionales, adquieren a veces los vicios o las virtudes de las personas que reflejan y a veces les toman cariño. Se encariñan a veces con nosotros, sobre todo cuando nos tratan y conocen desde la infancia. No son indiferentes. Me dijo que recordaba siempre con mucho afecto a una joven que había servido durante años con la más resignada fidelidad, hasta que la joven creció, se hizo mayor y un día cualquiera se aburrió de él o se olvidó.
Al cabo de mucho hablar se le empezaron a cansar las palabras. Y con palabras cansadas me habló, a continuación, y sin que viniera aparentemente al caso, de los achaques de la vejez. Me dijo que tenía la impresión y quizás solo la impresión de que la vejez es la parte más intensa de la vida. Quizás porque nos agarramos con más ahínco a cada segundo y el tiempo parece a cada momento más fugaz.
Pero con la llegada de la vejez, cuando ya se manifestaban los primeros signos de decadencia y la edad y el deterioro físico hacían estragos, fue relevado del servicio, lo echaron como quien dice a patadas de la lujosa residencia donde había permanecido más de cien años y consiguió trabajo en un hotel de mala muerte. Después fue a parar a la casa de una familia disfuncional donde conoció a una niña con la que entabló una gran amistad.
En cuanto regresaba del colegio, la niña iba a conversar con él, permanecía durante horas mirándolo y mirándose, contándole sus aventuras. Pero la niña tenía un padrastro tirano que la maltrataba por cualquier motivo y el espejo había empezado a odiarlo con un odio frío, sin ira. El mejor de los odios es un odio frío, sin ira.
Con mucha paciencia esperó la oportunidad de convertir ese odio en justicia. Pero el padrastro raramente se dejaba ver y no miraba nunca hacia él. Escuchaba desde su habitación, impotente, las golpizas que el abusador propinaba a la niña y a su mujer, la madre de la niña, pero no había nada que pudiera hacer, hasta que un día el padrastro cometió un error que resultó fatal. Entró bruscamente a la habitación y empezó a reprender a la niña en su presencia, interrumpiendo una amable conversación entre el espejo y la niña, y el espejo se inflamó de ira. El padrastro sintió una presencia y sintió un escalofrío, miró hacia atrás, miró hacia arriba, se quedó atónito un instante, un sólo instante, luego miró y se miró en el espejo fijamente y esa fue su perdición.
El espejo le devolvió el reflejo de su propia monstruosidad y se volvió loco, murió pocos días después dando alaridos, pidiendo que cerraran esa puerta, que por favor cerraran esa puerta...
Fue algo que no debió haberme contado, algo que habría preferido no escuchar. Los espejos son capaces de matar y matan de muchas maneras. Sentí terror. Yo también estaba al alcance de su ira. Cerré los ojos para evitar cualquier contacto visual.
Al poco rato se echó a llorar con desconsuelo.
Una obra maestra,un texto que invita a arrebatarnos de la embriaguez de conocer aquel gato para envidia de Poe.
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