Nunca pensé que alguna vez iba a andar con un aparato en el bolsillo que es a la vez un radio, una televisión, un telégrafo, una maquinilla de escribir, una grabadora, un reloj, un despertador, un traductor, una cámara fotográfica y de video, una enciclopedia, una biblioteca, una discoteca, una galería de arte, un museo, un medio de comunicación, un periódico, un localizador, un GPS, un delator, un espía, un dispositivo de vigilancia planetaria… Ah, y también un teléfono… Un artilugio de prestaciones infinitas. Un extraño instrumento que puede servir para ensanchar tus conocimientos o convertirte en un idiota o en un esclavo.

Nicolás y yo nunca fuimos apresados en ninguno de los micromítines en que participamos. Ambos éramos zanquilargos, pertenecíamos al género zancudo, es decir, estábamos dotados de unas patas bien largas y en la huida poníamos rápidamente distancia de los temidos cascos blancos. La velocidad, sin embargo, no era todo. Entre los cascos blancos había siempre policías de la llamada secreta, policías vestidos de civil que se delataban por el bulto del arma en la cintura y teníamos que estar atentos, muy atentos. Observar los detalles antes de comenzar a vociferar y lanzar volantes, echar de inmediato a correr.