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Vivía allí, en el caserón republicano de la Santomé 48, donde todavía viven y vivirán de alguna manera los Pichardo: una amplia sala abarrotada de muebles de caoba, vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios abarrotados de cachivaches, un espacio discreto a manera de oficina, un pasillo con piano, un corredor con balaustrada que comunica por afuera las habitaciones contiguas de paredes ciegas. Al frente, un patiecito español, con fuente y pecera y malas yerbas, un comedor al fondo, al lado de la cocina, y más al fondo otro patio y la carbonera en desuso todavía más al fondo y, de repente, en dirección opuesta, una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un perro prieto, cínico y apático que por allí subía y bajaba como en un número de circo.
Aparte del mobiliario y las habitaciones igualmente repletas de cachivaches, la casa de la viuda -nuestro lugar preferido de encuentro- estaba siempre invadida por multitud de gente. Junto a los hijos pululaban los parientes de los hijos multiplicados por los amigos de los hijos, los camaradas de los hijos, las novias de los hijos y de los camaradas de los hijos. La casa de la viuda –convertida en comando de la viuda- era un lugar surrealista semejante a un andén, una estación de tren o de aeropuerto, recinto militar donde muchos entraban y salían frecuentemente armados y a deshora en aquellos días de la guerra.
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