Pedro Conde Sturla
21 diciembre, 2019

Recuerdo todavía su mano alada o el ala de su mano que me decía adiós desde la ventanilla del tren, un adiós para siempre. Lo que se llama siempre. El tren que se alejaba, su rostro que se perdía en la distancia (el rostro de ella, no el del tren), las lágrimas que se asomaban a sus ojos (a los ojos de ella, no del tren). Recuerdo la soledad que me embargaba en la atiborrada y a la vez desolada estación de Termini. Roma estaría vacía para mí en adelante durante los pocos meses que me quedaban. Habían bastado unos segundos, ni siquiera un minuto, para que se esfumara una relación de cinco años y el mundo parecía de pronto un lugar inhóspito y sombrío. Pensé en “Las hojas muertas”, en aquella canción que tanto se nos parecía, en Jacques Prévert que la escribió, en los años felices en que fuimos amigos y amantes (quiero decir ella y yo, no Jacques Prevert y yo). Pensé, desde luego, en la época en que la vida era más bella y el sol brillaba más que nunca, pensé en las hojas muertas que el viento se lleva a la noche fría del olvido o algo parecido, en los recuerdos y lamentos. Pensé necesariamente en Yves Montand y en Mireille Mathieu que tanto cantaron “Las hojas muertas” hasta que el mar borró en la playa las huellas de los amantes desunidos. Pensé en la novia aquella que tuve en Monterrey.