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La
viuda Pichardo era una de las mujeres más cojonudas que he conocido. Tenía que
serlo desde el momento en que se atrevió a parir ocho varones, ocho machos en
fila, uno tras otro, en busca de la hembrita que no vino. Tenía que serlo desde
que se atrevió a quedarse viuda, jovencita, viuda y sola al frente de la
prole. La inmensa prole en cierne.
Vivía
allí, en el caserón republicano de la Santomé 48, donde todavía viven y vivirán
de alguna manera los Pichardo: una amplia sala abarrotada de muebles de caoba,
vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios abarrotados de
cachivaches, un espacio discreto a manera de oficina, un pasillo con piano, un
corredor con balaustrada que comunica por afuera las habitaciones contiguas de
paredes ciegas. Al frente, un patiecito español, con fuente y pecera y malas
yerbas, un comedor al fondo, al lado de la cocina, y más al fondo otro patio y
la carbonera en desuso todavía más al fondo y, de repente, en dirección
opuesta, una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un perro
prieto, cínico y apático que por allí subía y bajaba como en un número de
circo.
Aparte del mobiliario y las habitaciones
igualmente repletas de cachivaches, la casa de la viuda -nuestro lugar preferido
de encuentro- estaba siempre invadida por multitud de gente. Junto a los hijos
pululaban los parientes de los hijos multiplicados por los amigos de los hijos,
los compañeros de los hijos, las novias de los hijos y de los compañeros de los
hijos. La casa de la viuda –convertida en comando de la viuda– era un lugar
surrealista semejante a un andén, una estación de tren o de aeropuerto,
recinto militar donde muchos entraban y salían frecuentemente armados y a
deshora en aquellos días de la guerra.
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