(Un relato del libro Monedas en la fuente)
Pedro Conde Sturla
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(1)
La idea del viaje, largamente acariciada, fue lo mejor de todo, y más feliz que todo fue el retorno del viaje.
Sí, definitivamente lo más feliz del viaje fue la idea del viaje, el proyecto del viaje que fue tomando cuerpo lentamente, su propio cuerpo, el cuerpo madurando como una fruta, fermentando en nuestras mentes como un caldo, embriagando todos nuestros sentidos.
Inventamos destinos sobre el mapa de Europa, destinos planificados, calculados al milímetro sin pensar en los imprevistos del destino. Cada avión, cada hotel, cada tren estaba en su lugar y en su hora. Debían estarlo. Como si pudiera uno ponerle horarios y trazarle rutas al azar. En todo proyecto de viaje hay siempre un factor
oculto que no podemos planificar y mucho menos anticipar.
Se nos viene encima con el horror de lo imprevisto a veces: Las raquíticas rumanas en el aeropuerto de Madrid, que volveríamos a ver en París. La escena del cordero que degollaron en presencia de todos los viajeros. El griterío y la sangre. La gitana que se quedó mirando fijamente a los siameses.
Nos dijeron que en lo adelante tuviéramos cuidado con las bandas de rumanos y gitanos. Que no perdiéramos de vista en ningún momento el equipaje.
Más feliz que todo –como dije– fue el retorno del viaje, debió serlo. Todos sanos y salvos, aunque yo no he regresado aún del todo y no me siento sano y no me siento a salvo. Presiento todavía las consecuencias.
En cuanto a los demás, no sé qué cambio, qué efecto habrá surtido el viaje, pero el secreto se adivina en las miradas cómplices. Ninguno ha vuelto a ser él mismo, pero nadie habla del asunto. Prefieren ignorarlo.
Fue como aquella vez que el Filósofo bajó de su habitación de hotel en Barcelona, mojado como un pollo, y desapareció durante dos días. Nadie le prestó atención al asunto, aunque a mi me parecía alarmante.
Está comprando libros, decía la esposa.
Y regresó, en efecto, al cabo de dos días con un cargamento de libros y se encerró a leer en su cuarto. Sólo a mi me pareció que el hecho tenía algo de metafísico y curioso. Pero no volví a recordar el episodio hasta que precipitaron otros acontecimientos.
Los organizadores del viaje –el Gran Timonel timoneado por su Timonela–, en esa misma ciudad mágica de Barcelona nos invitaron a una tasca cerca de La Rambla
(éramos nueve en total) llamada Passadizo de pasillo,
larga y estrecha como su nombre, y allí fuimos agasajados
como reyes, con manjares que parecían proceder del
mitológico cuerno de la abundancia.
El largo viaje de regreso al hotel lo hicimos a pie,
como era de rigor, para ayudar a la digestión y disipar
las nieblas del alcohol, pero fue algo imprudente. Nadie
nos advirtió que en esa época y a esas horas de la madrugada, bandas de malhechores gitanos y rumanos azotaban la ciudad y se hacían temer por las mismas fuerzas del orden. Un mal encuentro, hubiera significado para nosotros regresar al hotel en pelotas, como les había sucedido recientemente a otros turistas.
De hecho, eran casos muy habituales que la prensa
no reportaba. Igual que no reportaba que la iglesia de
La Sagrada Familia se convertía de noche en madriguera
de personajes de la corte de los milagros como los que
describía Víctor Hugo en sus novelas.
Un clima parecido percibí en Milán. La percepción
de algo indefinidamente maligno que te acechaba en un
ambiente de relumbrón con un trasfondo de profundo
malestar e inseguridad, incluso en los mismos alrededores
del fastuoso duomo.
En Venecia, como era previsible en esa época, nos
recibió el diluvio, no el diluvio habitual sobre el que
sobrevive la ciudad desde hace cientos de años, más bien
una ventisca aleve, una marejada triunfal, las aguas que subían de nivel a vista de ojo, la lluvia helada que nos empapó antes de abordar el vaporetto. Luego el trayecto inestable, el vaivén del vaporetto que avanzaba en zigzag, por el Gran Canal, ajeno al vómito de los pasajeros, haciendo escala en los embarcaderos de una y otra orilla, recogiendo y bajando pasajeros hasta llegar una hora después al de la Plaza de San Marcos.
Allí desembarcamos con un total de diecinueve maletas celosamente custodiadas para dirigirnos al hotel que nadie sabía dónde estaba, ni siquiera el Gran timonel. ¿Allí qué hacer? Apareció, entonces, providencialmente un indio de la india que conocía el lugar, todos los lugares de Venecia, y puso a nuestra disposición un transporte elemental de dos ruedas y sus servicios de bestia de carga a precio de limosina.
Aparentemente, en el pequeño y ligero transporte de
aluminio no cabía el equipaje. Pero el indio hizo lo imposible (con cierta habilidad de encantador de serpientes) para colocar y equilibrar los bultos y mantenerlos en equilibrio y también lo imposible para manejar la pesada carga, a pesar de su esmirriada anatomía.
Lo peor es que el indio avanzaba, sospechosamente, más rápido que nosotros por aquellos callejones de Venecia, espantando a los turistas con gritos desaforados, hasta que, de pronto, lo vimos desaparecer en uno de los tantos recovecos venecianos y lo dimos por perdido
con todo y equipaje. Sentí un escalofrío cuando, por
un momento, me pareció ver a una de las rumanas del
aeropuerto de Madrid y recordé la sangre del cordero
degollado y a la gitana que se quedó mirando fijamente
a los siameses.
Nos invadió en ese momento una sensación de legítimo
desamparo, una notable flojedad en cierta parte
del cuerpo. El susto, sin embargo, la horrible sensación
de legítimo desamparo, duró poco.
En el hotel de lujo que habíamos reservado encontramos
al indio pocos minutos después, desmontando
el equipaje y ofreciendo de nuevo sus servicios de bestia
de carga para el día de partida, a precio de limosina. Era
un muchacho honrado que vivía de su honradez. Los
muchos Euros que en un solo día ganaba en Venecia trabajando como limosina quizás superaba lo que ganaba
en su país de origen en un año.
El hotel de lujo se encontraba en un callejón por
donde apenas cabían dos personas caminando en sentido
contrario: Tenía un lobby reducido, una miniatura
de ascensor para gente delgada, una pequeña habitación
bien amueblaba. El lujo de los hoteles en Venecia se
mide en términos enanos, salvo en los hoteles palaciegos
donde los privilegiados pagan una fortuna, a pesar de
que se mueven como gelatina con el subir y bajar de la
marea y el paso de lanchas y vaporettos.
La segunda y última noche de diluvio en Venecia, para no desperdiciar la estadía, y mientras las olas arreciaban y subía el nivel de las aguas, salimos con el propósito de escuchar música y cenar. En aquel paisaje desangelado de la Plaza de San Marcos los pocos turistas caminábamos sobre las improvisadas pasarelas para no mojarnos hasta las pantorrillas. Había un solo lugar abierto donde un conjunto de música ruso tocaba melodías clásicas italianas y allí nos instalamos en condición de refugiados. En lo que se descomponía el tiempo comimos y cantamos felizmente.
Más que ninguno, la Timonela del Gran Timonel le ponía buena cara al mal tiempo y estaba eufórica, inspirada. La esposa del Gran Timonel quería bailar sobre las olas del mar, pedía un paseo tormentoso en góndola con gondoleros cantando canciones venecianas, un imposible paseo en góndola, y no había quien la hiciera cambiar de opinión.
–¿Con este tiempo señora?
En principio, la escuchábamos por deferencia. Ella se erguía como la heroína de una novela romántica y pedía un paseo en góndola con tanto apremio, tanta vehemencia, como si en ello le fuera la vida, lo cual era más que posible. Pero lo peor fue que al final, motivados por la intensidad de su deseo, nos contagiamos con la magia de su entusiasmo y accedimos a dar el paseo en góndola, aunque el Gran Timonel fruncía las cejas en señal de desaprobación. ¡Todos en góndola!, dijimos, aunque desde luego no apareció ningún gondolero suficientemente temerario, pero en el establecimiento, por si acaso, nos pidieron discretamente que pagáramos la cuenta antes de emprender cualquier aventura.
El único que se había atrevido a salir esa tarde en su
góndola, con dos turistas rubias, un tal Giuseppe Aliscano,
no había regresado todavía. La góndola regresaría
intempestivamente al poco tiempo, de costado y maltrecha, haciendo un chirrido fúnebre que nos erizó de
pavor. La góndola de Aliscano, arrastrada por la corriente,
se detuvo en medio de la Plaza de San Marcos con
las turistas rubias desnudas y moribundas y el Aliscano
muerto, enredado sus pies entre unas cuerdas, e igualmente desnudo. De alguna manera, en el breve lapso
de la desgracia las bandas de gitanas y rumanas habían
tenido tiempo para despojarlos de sus ropas y prendas.
La gente del local donde festejábamos nos aconsejaron
de inmediato regresar al hotel. Esa noche arreció la tormenta y las olas golpeaban las ventanas del segundo nivel de nuestro hotel de lujo. El Filósofo amaneció mojado
hasta los tuétanos.
Además, según las noticias del día siguiente, una gitana
sin documentos, pequeñita y blandengue como una
muñeca de trapo, se había ahogado en el Gran Canal.
2
En Florencia las cosas fueron diferentes, hacía frío pero también hacía sol, como de costumbre en Florencia. La ciudad de Dante es una de las más impresionantes del mundo y caminar por sus calles amplias y luminosas es siempre un encanto, un ejercicio de rejuvenecimiento.
Allí el arte desborda por todo el paisaje urbano, y en especial en los alrededores de la catedral de Santa María de las flores, plazas y parques. Todo está abierto a la admiración del viajero en aquel escenario renacentista, allí donde una vez se realizaron las más grandiosas obras del genio artístico, literario y científico en una atmósfera de horror político, de inenarrables y abominables acontecimientos.
Un día vi que, sin darme cuenta, estaba pisando una lápida en forma de círculo con una inscripción en mármol indeleble: la lápida que en Plaza de la Señoría conmemora la muerte en la hoguera, aparte de otras torturas, de Girolamo Savonarola y varios de sus seguidores. Savonarola había sido un rebelde y fanático cristiano que comparó a la iglesia papal de los Borgia con la corrupta Babilonia, y Babilonia no se lo perdonó.
Los datos estaban bajo mis pies en aquel círculo. Pero no eran datos para turistas. Todo en ese círculo hablaba de seres humanos que habían pagado con el martirio el precio de sus ideales. Evoqué la hoguera, la multitud
arremolinada para disfrutar el espectáculo (Leonardo da
Vinci observando científicamente), las anatemas solemnes,
los insultos, el martirio de aquellos religiosos que lo
dieron todo a cambio de nada, y me alejé del círculo con
extremo respeto y conmiseración.
Esa noche me desperté sobresaltado. En el lugar
donde habían quemado a Savonarola estaban quemando
rumanas y gitanas y en medio de la pira, con un gesto
de asombro indescriptible, se encontraba el Filósofo. En
la mano derecha sostenía un ejemplar del último libro
de Stephen Hawking, The grand design. Luchaba por
salvarlo de las llamas, trataba inútilmente de pasarlo a
Leonardo da Vinci: una multitud enardecida le impedía
acercarse, aunque hacía todo lo posible.
Lo peor es que los demás compañeros del grupo contemplábamos la escena como si fuera algo ajeno a nosotros, y los siameses, que raras veces se separaban, tiraban fotos y posaban junto a la pira con las caras sonrientes, turnándose el uno al otro.
La Siamesa posaba y sonreía y luego le pasaba la cámara
al Siamés que posaba y sonreía. Luego me pasaban
la cámara y posaban y sonreían y yo tomaba las lúgubres
fotos con el Filósofo al fondo, quemándose en la hoguera,
sin que nadie se compadeciera de su suerte.
La próxima parada era Roma, pocos días en Roma
para mi gusto. Cuatro días que se evaporaron de repente
como una laguna de niebla. Regresar a Roma represen
taba para mí la parte más espinosa del viaje. Yo no regresaba, a Roma, regresaba al reencuentro con todas mis nostalgias de una época (los cinco años y medio de mi época de estudiante) al cabo de treinta y cinco años de ausencia, toda una vida. Pero después de treinta y cinco años de ausencia Roma me dejó indiferente o más bien desconcertado. La mayor emoción me la proporcionaron amigos y amigas y una antigua novia inolvidable, que me recibieron y agasajaron con cariño. La novia era todavía hermosa, delgada como un junco, y me gustó volver a verla, conocer a su bella hija. Me trató como esperaba, con una distancia cordial y la sentí muy ausente, muy lejana ya de mis afectos.
Me sentía extraño en la ciudad que tanto amaba y ya no conocía. Aquella ciudad, que me había sido tan familiar, no era ya mi ciudad y todo en ella me confundía.
La memoria, después de treinta y cinco años de ausencia me jugó una trastada y todo lo que conocí ya no lo conocía o se me confundía con el recuerdo de lo que creía conocer. La ciudad donde viví tantos años estaba extraña para siempre. Era otra Roma donde no sabía orientarme, moverme en autobús, en metro y mucho menos a pie. Todo seguía igual, pero había cambiado para mí. Dicen que hay ciudades de donde no puedes partir y mucho menos regresar. Era mi caso. Nunca había partido de Roma y nunca regresaría a Roma, al menos a esa Roma que conocí. A la memoria de la Roma que había conocido.
El encuentro con amigos y amigas italianos tuvo un
carácter providencial. Nos reunimos en un restaurante
no lejos del Vaticano y, para mi sorpresa, el querido cofrade
y cardenal Tomasichio canceló una cita con el Santo
Padre y el actual embajador dominicano ante la Santa
Sede para bendecir la cena y participar con nosotros en
traje de paisano. Sólo uno de los camareros lo reconoció
y se inclinó reverente para pedirle la bendición, cosa
que le otorgó piadosamente, pidiéndole a la vez discreción,
porque andaba de incógnito y sin escolta, aparte
de haber cancelado una cita con el papa y el embajador
dominicano ante la Santa Sede por motivos baladíes que
ninguno de los dos hubiera apreciado.
En pocas horas, sin embargo, el convite y todo lo
que me hizo feliz durante esa noche en compañía de
amigos y amigas inapreciables, terminaría en la inevitable
separación.
Ya, quizás no volvería a verlos y se me sacudió el
alma en el momento de la despedida. Así también me
despediría de la vieja Roma.
Durante el desayuno, el día en que partíamos para
París, noté la ausencia del Gran Timonel y su Timonela
y cuando pregunté por ellos todos me miraron como a
un fenómeno.
–¡Tú te estás poniendo loco! –dijo la esposa del Filósofo–
ninguno de ellos vino.
–Hasta ahora nos han guiado hasta aquí –respondí cándidamente–. En Venecia estuvimos a punto de embarcarnos con ellos en unas góndolas bajo la tormenta y en Barcelona nos brindaron un banquete memorable.
–Te lo habrás soñado –dijo la esposa del Filósofo–, abortaron el viaje a última hora, por si no lo recuerdas. Tienes que moderar la ingesta de vino. Te tiene trastornado...
Me quedé tumefacto.
En realidad no recordaba lo del aborto del viaje del Gran Timonel y su Timonela, y el vino quizás me estaba haciendo daño, pero recordaba su presencia en todas las peripecias que hasta el momento habíamos disfrutado y padecido en medio de la locura del viaje. Pero todo el viaje parecía una locura y no era yo aparentemente el único loco.
–La Timonela bailó conmigo en Venecia –dije muy convencido– y lo recuerdo claramente, y me dijo que bailaba bien.
–Picapiedra –dijo la Siamesa– bailaste solo durante una hora en Venecia sin que nadie pudiera sacarte del trance. Ellos no vinieron, no pudieron venir.
En ese momento bajó Gustavo y corroboró lo dicho por la esposa de Bonilla y la Siamesa.
–Pero si Gustavo no vino– protesté, negándome a aceptar la evidencia. Gustavo estaba ahí, en carne y hueso y yo lo estaba negando.
–Ha sido tu compañero de habitación durante todo
el viaje– dijo la esposa del filósofo y no supe que decir.
Había dormido solo durante el viaje y ahora aparecía
Gustavo como mi compañero de habitación y juraba
que el Gran Timonel y la Timonela no habían emprendido
el viaje con nosotros y él era mi compañero de habitación.
Atribuí el dislate al vino, como dijo la esposa del Filósofo,
y quedé en paz con mi conciencia para no pensar
que estaba fuera de mis cabales. Pero a Gustavo no volví
a verlo durante el viaje y no me atreví a mencionarlo
para que no pensaran que estaba alucinando, ni a decir
que el Filósofo había desparecido durante dos días para
comprar libros y lo habían quemado en la hoguera de
mis sueños.
Aparentemente –según explicó la esposa del Filósofo–
Michael había sido nuestro único guía. No el Gran
Timonel y su Timonela. Michael, un haitiano políglota
de piel rosada y origen noble cuyos ancestros sirvieron a
un emperador en el campo de batalla, había sido nuestro
único guía durante el viaje, y al final del viaje me traería
junto a su compañera a mi casa como a un perrito extraviado.
Pero yo seguía pensando, obcecado, aferrado al recuerdo
del Gran Timonel y la Timonela que nos habían
llevado hasta Roma. Llamé al hotel Montecarlo, el hotel
del callejón donde nos habíamos hospedado en Venecia y pregunté por ellos. Nadie pudo darme referencias. Nunca habían estado allí.
(3)
Para el viaje a París habíamos contratado los servicios carísimos de primera clase de un Ave, un tren de alta velocidad que se mueve sobre los rieles como una hamaca y no hace ruido ni perturba el sueño de los pasajeros y tiene un magnífico servicio a bordo. El Ave, sin embargo, aunque el pasaje y el precio decían lo contrario, no estaba disponible en los andenes de Termini –la famosa estación de Roma–, por razones que ninguna autoridad pudo explicar y nos metieron en el vagón de un tren ordinario sobrecargado. Los italianos saben cómo resolver a la italiana estos problemas de manera expedita.
Así que, en la estación Termini de Roma, el tren con vagones de primera clase con compartimentos privados por parejas resultó ser una especie de carguero que se detenía en múltiples estaciones y el viaje a París se prolongó por más de quince horas y en condiciones para algunos infames, en camarotes atiborrados de equipaje donde nadie respetaba el lugar asignado y las parejas tuvieron que dormir desparejadas en compañía de gente extraña, aunque también simpática e inofensiva, gente que simplemente no entendía el sentido del orden que estipulaba el número del boleto en el vagón y ocupaba el lugar que le parecía más adecuado.
Con ellas, además, no había mucha posibilidad de
entendimiento.
La mayoría eran muchachas muy hermosas de la
Guinea francesa que combinaban el francés con dialectos
locales y Michael se dio por vencido cuando trató de
entablar una conversación, pero de alguna manera nos
dieron a entender que estaban muy contentas.
Lo que para nosotros era un incordio, para ellas era
un viaje feliz hacia un destino mejor.
Nos metieron, pues, como quien dice en el Arca de
Noé, con tigres leones y jirafas estampados en el equipaje
y en la ropa de aquellas muchachas procedentes de Guinea
con la felicidad pintada en el rostro. Pero el equipaje
lo llenaba todo y cuando protesté de alguna manera en
el compartimiento que me tocaba por la falta de espacio,
una de las guineanas se hizo a un lado para que me
acostara de flanco a su lado. Sin protestar, por supuesto,
me acosté con ella sin quitarme el abrigo donde guardaba
mis pertenencias, incluyendo dinero y pasaporte
y sentí de inmediato sus carnes firmes, el trasero duro
como una roca. Olía a café recién colado y se durmió
de inmediato. Yo casi no dormiría, pero no me daría
fastidio el no dormir. Si mis compañeros, en general,
la pasaron mal, yo no podía quejarme, era la ventaja de
ser soltero. Me mantuve respetuosamente apretado, sin
remordimientos, en la vigilia o duermevela a un cuerpo
sólido, exquisitamente femenino, durante una noche
que realizó mis mejores fantasías otoñales.
La muchacha me hizo, al amanecer, una caricia en la calva, que era su modo de decirme que habíamos llegado a París. Ella seguía para Bélgica y nos despedimos con un gesto de simpatía. Me hubiera gustado explicarle que yo pertenecía, a pesar de mi color, a un país que era en gran parte un desprendimiento de África y que la mayoría de sus habitantes eran descendientes de esclavos africanos con apellidos españoles, el apellido del amo.
Los europeos se habían repartido África a finales del siglo XIX y en sus colonias habían creado regímenes de oprobio, pero después del proceso de descolonización empezaron a cometer crímenes peores, a convertir regiones enteras en un auténtico infierno, y los sobrevivientes del infierno habían iniciado una estampida, un éxodo que ya era incontenible hacia el continente Europeo. Europa occidental se encaminaba a una confrontación mayúscula y posiblemente, algún día, sería un continente mestizo. El dique de contención de las multitudes irredentas no resistiría mucho. Las muchachas de Guinea eran sólo una avanzada, una pequeña parte de la inmigración legal, la parte todavía manejable. La opulenta Europa iba a cosechar en breve lo que había sembrado a través de los siglos.
Al bajar del tren vi que el Filósofo tenía una cara endemoniada porque le había tocado dormir en un compartimento con un guineano o guineo que roncaba como un caballo, y cuándo le pregunté a manera de
chanza si no le había agarrado el racimo, estalló de indignación y no hubo forma de calmarlo por un rato.
El hotel Meliá Vendôme, donde nos alojamos en París,
queda a un tiro de piedra del impresionante escenario
que pocas ciudades del mundo pueden ofrecer: La
Plaza de la Concordia junto al Jardín de las Tullerías, la
alucinante vista del Sena y las joyas arquitectónicas de
sus riveras.
Lo más alucinante, sin embargo fue ver a Carla Bruni
–la esposa del honorable presidente de Francia– tomando
sol en un banco del parque, paseándose distraídamente,
como Dios la trajo al mundo, con una nutrida y bien abrigada escolta.
No estaba nada mal la Bruni, y sin embargo –pensé
en voz baja– una mujer que para demostrar sus encantos
tiene que quitarse la ropa no es en verdad tan encantadora.
Era evidente que en Francia, la vida privada, como el
ejercicio de la política, tenían siempre algo de impúdico.
Aparte de esos detalles sin importancia, el embrujo
de París, con su impecable combinación de colores y
masas, sus palacios y parques (sin olvidar los cementerios),
se basa en un perfecto equilibrio donde pocas cosas
desentonaban y todos estábamos deslumbrados, aun
aquellos de nosotros que ya lo conocían.
Pero ese perfecto París, o mejor dicho el otro, el París
canalla que nunca ha dejado de existir, nos deparaba la
peor de las sorpresas.
Estábamos preparándonos, la noche del segundo día, para salir a cenar cuando llegó el Siamés con el rostro demudado, la voz apenas en un hilo. La información incoherente. Nadie sabe de ella, nadie la ha visto. Salimos juntos esta tarde, la perdí de vista un segundo, pensé que había regresado al hotel, nadie ha vuelto a verla, no ha regresado, ¿La han visto ustedes?
Enmudecimos de inmediato, sin saber qué decir. A raíz de la ingrata experiencia que habíamos padecido en el metro el día anterior y la sospecha de cosas perversas que se habían manifestado en el discurrir de ciertos lúgubres acontecimientos, todos temíamos lo peor.
La Siamesa había desparecido.
(4)
Desde el primer día de nuestra llegada a París me di cuenta de que la ciudad estaba tomada, tomada como en el famoso cuento de Julio Cortazar que recomiendo a los lectores, irreversiblemente tomada. Sentía mil ojos sobre mis espaldas, sentía el roce con cosas que no veía, escuchaba voces de gente que no estaba, pero su presencia era real y cuando se manifestaban alguien salía perdiendo la cartera, un anillo, un collar.
Había una plaga de carteristas, timadores, secuestradores y sicarios de origen rumano y gitano como nunca se había visto en París, y la seguridad en la Ciudad Luz era poco menos que precaria.
El metro era su cuartel general y allí ocurrían desde
robos menores hasta desapariciones y asesinatos sin que
la policía se diera por enterada. El metro era tierra de
nadie, territorio comanche, y cualquiera que entraba lo
hacía a su propio riesgo.
Parecía como si cierta gente saliera dispuesta a todo,
igual que en Santo Domingo, para ganarse el pan de
cada día a cualquier precio, sólo que no andaba con un
cuchillo en la boca y una pistola en el bolsillo. Sus métodos
eran más sutiles, en apariencia, aunque no dejaban
de ser burdos y violentos.
Esa sutileza y violencia las sufriríamos en carne propia
el día en que –ignorantes de los peligros que acechaban—,
nos aventuramos inocentemente a tomar el metro
para visitar El Trocadero y desde allí bajar hasta la Torre
Eiffel, la torre infiel, y luego dar un paseo en el batobús,
el servicio de transporte para turistas por el Sena apacible.
Durante un cambio de vagón se armó un desorden,
un empujadero, las puertas no se abrían, los pasajeros
pugnaban por entrar y salir. Cuando se normalizó la situación uno de nosotros no tenía cartera y lo que tenía
en la cartera era abundante. Ahora estaba en manos de
felices carteristas gitanas y rumanas. Por suerte, los demás
miembros del grupo manteníamos el dinero a buen
recaudo, distribuido en varios compartimientos de la vestimenta y en pequeñas cantidades, y no ocurrió algo peor.
Pensamos que allí habían terminado las penurias y continuamos nuestro peregrinaje para rendir tributo a la torre y tomarnos las fotografías de rigor. Nos embarcamos en un Batobús y durante un par de horas dimos un paseo maravilloso por el Sena, extasiados por aquel paisaje de ensueño que nos hizo olvidar temporalmente la pasada tribulación.
Yo me sentía intranquilo de alguna manera extraña –igual que el primer día– y propuse regresar en taxi o a pie, que es la mejor manera de disfrutar París, pero la mayoría votó a favor del metro, restando importancia a lo sucedido, como si hubiera sido un hecho casual y no lo era. En la primera estación del metro que a la que entramos, la de El Trocadero, se armó otro desorden parecido al primero, con puertas que no abrían y gente apelotonada que no podía entrar ni salir y todo el mundo empujando.
Las gitanas y rumanas nos habían seguido y nos habían esperado para repetir la hazaña, pero ya estábamos prevenidos. El Siamés le torció la muñeca de mala manera a una diminuta mujercita que hurgaba en su bolsillo al tiempo que gritaba ¡qué haces, coño, ladrona!, en lengua perfectamente comprensible por el tono más que por las palabras, y la mujercita se esfumó, no sin pegar un grito de dolor.
Yo, por suerte, estaba blindado con un abrigo nazi que me llegaba hasta las pantorrillas, pero eso no hubiera evitado que otra gitana o rumana a mi espalda practicara una incisión, un corte maestro con el bisturí que
tenía en la mano y me dejara sin cartera y sin bolsillo
con la habilidad de un cirujano. La aparté, por instinto,
con un codazo en la nariz que la hizo sangrar y entré de
un salto al vagón cuando se abrieron las puertas, temiendo
que usara el bisturí para tratar de hacer con mis tripas
lo que no pudo hacer con la cartera, pero por suerte las
puertas del vagón se cerraron de inmediato.
Sin embargo, ese no era el fin de la aventura. Gitanas
y rumanas generalmente no andaban solas, quizás
posiblemente con una escolta de matones, cuchilleros
más o menos disimulados que podían estar entre nosotros
en el mismo vagón, que podían ir tras nosotros para
vengarse y eso había que tomarlo en cuenta.
Para minimizar el peligro, bajamos en la primera estación
y tomamos un taxi que no nos llevaría al hotel.
Caminamos con los sentidos alertas para asegurarnos
de que no nos seguían y luego fuimos a cenar en la
mágica plazuela bohemia que queda al lado de Montmartre, la de los pintores y artistas.
Tomamos después otro taxi que tampoco nos llevaría
al hotel y proseguimos discretamente a pie, con los
mismos sentidos alertas, hasta llegar al hotel. Pero aparentemente la evasiva no había dado resultados.
La noche siguiente –como he contado– el Siamés
salió de compra con la Siamesa y regresó al poco tiempo
diciendo que había desaparecido. No aparecía en ninguna parte en el París canalla y había que temer de los gitanos y los rumanos que posiblemente nos perseguían. El Siamés estaba desesperado, como tenía que estarlo, sobre todo a esa hora de la noche y emprendimos una búsqueda insaciable. Fuimos con Michael a la policía y allí no nos consolaron. Nos dijeron que si la Siamesa había caído en manos de los gitanos ya no la encontraríamos, que esperáramos hasta mañana a ver qué pasaba. Si aparecía viva o muerta.
Para peor nos enteramos de que siameses y siamesas eran piezas apetecibles para las bandas de gitanos y rumanos que en el Bosque de Boloña practicaban brujería, magia negra y sacrificios rituales. Algo escalofriante.
Regresamos después de la búsqueda insaciable con el corazón en la boca y ya sin esperanzas en horas de la madrugada, pero en el lujoso lobby del hotel vimos a la Siamesa leyendo un periódico desinteresadamente. Y la Siamesa dijo:
–Me preocupaba dónde se habían metido
¡Pero cómo, gritó el Siamés, si tenemos toda la noche buscándote!
–Me dolía la cabeza, no he salido en todo el día.
–Pero si salimos juntos de compra –dijo el Siamés–, pensé que habías regresado y yo te busqué en la habitación, en la cama, en el baño, bajo el colchón, debajo de la tapa del inodoro y no estabas. ¿Dónde te habías metido? Hemos pasado la noche buscándote. Tú desapareciste. Nadie tenía noticias de tu paradero.
–Ustedes desaparecieron –dijo llorosa– Yo no salí de
la habitación, me dolía la cabeza, me quedé en la cama y
luego vine aquí como me pueden ver. ¿Dónde se metieron
ustedes, me dejaron sola y triste.
–La señora no se ha movido de su asiento en toda la
tarde y la noche –dijo un señor indiscreto que escuchaba
la conversación–. En estos viajes las cosas no son siempre
como parecen y como uno desea y proyecta. Yo vine
aquí hace muchos años en luna de miel y todavía no
encuentro a mi joven esposa. La perdí en pocos minutos
nada más bajar a fumarme un cigarrillo. Vengo aquí
todos los años en busca de mejor suerte, pero nunca he
encontrado rastro de ella, tengo el registro de este hotel,
el pago del hotel y el acta de matrimonio y conservo
los billetes del viaje y una foto que me tomé con ella en
el lobby de este hotel. La gente aquí desaparece en los
mejores hoteles y nadie sabe dar cuenta de las desapariciones.
Usted es un hombre afortunado, señor Siamés. Siga su viaje y nunca regrese a París.
Las terribles palabras del señor indiscreto junto a la
posible persecución de gitanos y rumanos nos llenaron
de inquietud. Allí no había más nada que hacer salvo
paliar el trauma con un sueño reparador y prepararse
para el viaje nocturno a Madrid al día siguiente –última
escala del viaje–, pero nadie durmió plácidamente
en aquel hotel, en aquel ambiente de pesadilla que habíamos encontrado en París. La Ciudad Luz tenia luces ominosas que nos habían deslumbrado de terror. Quizás Madrid sería otra cosa.
(5)
El viaje a Madrid, en un vagón dormitorio que se balanceaba como una cuna y te hacía sentir casi en una atmósfera de ingravidez, fue apacible y cordial. Yo amanecí sereno, despejado por primera vez en varios días, con una sensación de bienestar, feliz, pero la felicidad duró poco, como de costumbre. Desde el momento en que pisamos la Estación de Chamanti, en Madrid, volví a percibir, igual que en Milán, el aliento de una gran maldad. Pero no dije nada para no perturbar el ánimo de mis compañeros, que ya me tenían como pájaro de mal agüero. Por instinto sabía que las desaventuras del viaje no habían terminado y que algo peor posiblemente sucedería en el momento más impensado.
Tomamos tres taxis para bajar por la acogedora Vía de la Castellana e instalarnos en el Gran Meliá Fénix, frente a la Torre Colón. Mis compañeros estaban sonrientes, despreocupados, pero yo buscaba el menor indicio para confirmar mis peores temores, y después de registrarme permanecí fumando en los alrededores del hotel y al poco rato sucedió lo que temía. Una diminuta gitana con la nariz desencuadernada, rota de mala manera, y otra con la muñeca enyesada merodeaban indiscretamente junto a unos personajes de apariencia funeraria. Nos habían seguido de alguna manera y allí estábamos a su alcance.
Hablé con nuestro guía Michael (el que ocupó el
mando después de la desaparición del Gran Timonel y
la Timonela), a quien apodábamos El Molino Rojo por
su condición de triturador. Michael comía a todas horas
y en cualquier lugar. Donde quiera que se le antojara un
platillo detenía a la comitiva y daba cuenta del antojo en
pocos minutos. Comía durante el día y durante la noche
y quizás por eso su vitalidad era inagotable.
Era más bien un depredador. Durante el viaje a Madrid,
a eso de la media noche, consumió en mi presencia
todas las reservas del vagón comedor y dejó a la población
de viajeros con un hambre canina y un récord de
maldiciones.
Le dije, aquel primer día en Madrid, que no quería
alarmarlo, pero lo que había visto era ciertamente
alarmante, y la alarma le abrió el apetito de una manera
neurótica, compulsiva. Pidió dos pizzas de tamaño
gigante en una pizzería y mientras llegaba el servicio se
comió el pañuelo y varias servilletas de papel.
Fuimos otra vez a la policía para informar del acoso
que sufríamos desde París y nos dijeron que no podían
hacer nada por el momento, a menos que no agarraran
a los acosadores in fraganti. Nos mostraron fotos que
aparecían en los registros policíacos criminales. Pero había algo peor. La banda de gitanos y rumanos se había sumado a una banda de alemanes del Este formada por ex miembros de la Stasi condenados a penas infamantes que habían escapado primero a Bosnia y a Croacia y de alguna manera se encontraban en España. El contubernio entre unos y otros indicaba que la naturaleza del negocio que se traían entre manos no tenía que ver con actividades propias de rateros y carteristas.
Se hablaba, con admiración y temor, de una organización compuesta por un cirujano alemán de origen mestizo, cuya madre era natural de una isla del Caribe, un subalterno con cara de santo y cuatro mujeres de diferentes edades e implacable belleza, que inspiraban simpatía y confianza. Mujeres de un atractivo irresistible que destilaban feromona por todos los poros y seducían a los turistas nada más con el olor de la piel, los anestesiaban con besos de fuego y los entregaban drogados al cirujano mestizo y al subalterno que disponían de sus órganos vitales para la venta. Los desperdicios aparecían en parques y cunetas, piernas y brazos en contenedores de basura, a veces en boca de perros realengos, pura piltrafa.
La alianza entre alemanes del Este, gitanas y rumanas, sólo significaba una cosa. No venían por nuestras carteras, no querían ya despojarnos de nuestros bienes sino de nuestras vísceras.
Michael y yo pusimos entonces las reglas y las cosas
en claro frente al grupo. Durante los días que nos quedabanen Madrid, antes de regresar a Santo Domingo,
no nos separaríamos ni por un momento. Nadie saldría
solo, nadie se movería más que en la compañía del grupo,
ni siquiera al baño iría sin avisar. Bajaríamos a desayunar
juntos, cenaríamos juntos, visitaríamos los museos
sin perdernos de vista unos de otros, pasearíamos
por La Gran Vía agarraditos de manos. Pero la situación
era aciaga, temíamos a lo que no veíamos y lo que no
veíamos seguramente nos veía. Habíamos extremado
todas las precauciones y modificado todos los hábitos,
habíamos tomado todas las medidas de prudencia para
vencer el miedo que se había depositado en nosotros,
pero el encuentro sería inevitable.
La última noche, precisamente la última noche, cuando cenábamos en una tasca opulenta, cerca de La Gran Vía, escuchamos de repente, desde una mesa cercana, un brindis en nuestro honor, un saludo casi familiar en alemán. Allí estaban todos, gitanas, rumanas y sobre todo alemanes y alemanas que brindaban por nosotros con cerveza negra.
El mestizo sonreía y nos miraba con una mirada
mefistofélica y a la vez cordial, casi como si fuéramos
parientes o viejos conocidos. Así de pronto, superficialmente, parecían seres inofensivos.
Abandonamos prudentemente el lugar y nos encerramos
en el hotel. Al día siguiente, a eso de las diez de
mañana ya estábamos en el aeropuerto de Madrid–Barajas formando un grupo compacto. Con los pelos de punta, recordábamos una y otra vez la escena del cordero que degollaron aquellas raquíticas rumanas en presencia de todos los viajeros. Ahora sabíamos que había sido un presagio, una señal de mal agüero.
Unas horas después partimos de regreso a Santo Domingo creyendo que era felizmente el fin del viaje. Un simple viaje, la realización de la idea de un viaje largamente acariciada Pero el viaje no ha terminado para ninguno de nosotros, no terminará nunca hasta que no superemos los miedos ancestrales que despertó en nosotros la más inocente de las aventuras.
13/01/2011
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