Pedro Conde Sturla
Aquella suntuosa residencia en los alrededores de Puerta de Hierro tenía un encanto particular y nos sedujo al instante, sobre todo por su ubicación al final de esa arbolada y frondosa calle sin salida. Por eso no dejó de sorprendernos que el vendedor (tan aparentemente nervioso) estuviese contento de desembarazarse de un inmueble de ese valor a precio de vaca muerta. Se encontraba, eso sí, en un lugar retirado, prácticamente desolado, en las afueras de la ciudad, casi al lado del río Isabela, pero allí se respiraba aire puro y fresco a pleno pulmón y era un lugar apacible, extrañamente apacible en realidad.
A pesar de la abundante vegetación no vimos pájaros, no se escuchaba el canto de las aves. No se escuchaba ni siquiera el sonido del silencio. Pero en esos momentos nos sentíamos demasiados felices como para reparar en esos detalles y esa misma tarde firmamos el contrato en presencia del encargado de la compañía de bienes raíces, que estaba más contento de vender que nosotros de comprar, aunque visiblemente nervioso, mucho más de lo que estaba cuando nos llevó a conocer la propiedad. Era un bicho raro. Uno de esos tipos de carácter opaco y elusivo que no miran a los ojos y evitan dar respuestas concretas. Cuando le preguntamos por el nombre de la calle emitió una risita indefinida: ji, ji… Dijo que la calle no tenía nombre oficialmente, solamente se llamaba Calle sin salida.
El primer inconveniente se presentó con la gente de la compañía de mudanza.
-No damos servicio en esa zona.
¡Pero si ustedes hacen mudanzas a todo el país!
-Con algunas excepciones. Y esa zona es una de ellas.
-¿Y se puede saber por qué?
-No, señor, no se puede, política de la empresa.
¡Pero si ustedes hacen mudanzas a todo el país!
-Con algunas excepciones. Y esa zona es una de ellas.
-¿Y se puede saber por qué?
-No, señor, no se puede, política de la empresa.
¿Política de la empresa? Ninguna empresa iba a impedir que nos mudáramos o por lo menos comenzáramos a mudarnos al otro día temprano en la mañana. De modo que le pedí prestada la camioneta a Rafaelito Báez, un viejo amigo y
compañero de estudios que vivía desde hacía años en Puerta de Hierro. Rafaelito me prestó el vehículo, desde luego, pero frunció el entrecejo cuando le dije en qué lugar se encontraba la casa.
compañero de estudios que vivía desde hacía años en Puerta de Hierro. Rafaelito me prestó el vehículo, desde luego, pero frunció el entrecejo cuando le dije en qué lugar se encontraba la casa.
Nos pasamos el día, todo el santo día dando viajes, trasladando lo indispensable de un lugar a otro: la cama, la nevera, la estufa, los muebles del comedor, la televisión, el labrador negro gigante que comenzó a brincar, a corretear de felicidad cuando lo solté en el inmenso patio. Pensé que uno de los próximos días iríamos al río a darnos un baño, sin sospechar entonces que el río estaba plagado de caimanes que se habían escapado del zoológico.
Casi al anochecer devolví la camioneta y regresé cuando las sombras empezaban a tragarse la calle sin salida. Preparamos una cena más o menos frugal y salimos a la galería. Después iríamos a la cama y veríamos una película de Polanski. Pero en la galería nos sorprendió un espectáculo desolador. Todas las casas, menos la nuestra, estaban apagadas. El labrador ladraba y ningún perro respondía a sus ladridos. Las casas, todas las casas que en principio pensábamos que estaban simplemente apagadas, en realidad estaban simplemente deshabitadas o parecían estarlo.
Nos habíamos mudado a una calle fantasma. Eso explicaba en parte la tranquilidad y el silencio, pero no explicaba por qué había a esa hora tantos automóviles estacionados en las entradas de las viviendas y frente a las viviendas. Aparte de aquellos jardines tan esmeradamente cuidados, los buzones llenos de cartas, la basura en fundas plásticas.
Nos habíamos mudado a una calle fantasma. Eso explicaba en parte la tranquilidad y el silencio, pero no explicaba por qué había a esa hora tantos automóviles estacionados en las entradas de las viviendas y frente a las viviendas. Aparte de aquellos jardines tan esmeradamente cuidados, los buzones llenos de cartas, la basura en fundas plásticas.
Me pareció escuchar un ruido en la casa vecina y toqué la puerta, pero el ruido se desvaneció. Luego me pareció escuchar ruido en otras casas y fui de puerta en puerta tocando puertas con el mismo resultado. No había vecinos en el vecindario, pero estaba poblado, evidentemente poblado.
-Lo mejor es llamar al colmado para que manden unas cervezas -dije al regresar-. Unas cervezas frías, bien frías, cenicientas, y mañana averiguaremos lo que pasa, desentrañaremos el misterio si hay misterio.
El labrador emitió un ladrido de aprobación
-Tres cervezas frías, por favor, media Marlboro Ligths y una funda de hielo a la Calle sin salida. Creo que así se llama.
-Ahí no vive nadie señor.
-Ahí no vive nadie señor.
-¿Cómo?
-Que en esa calle no vive nadie, señor.
-Ahora vivo yo y le estoy hablando. Estoy viviendo yo y otros que no he tenido el gusto de conocer y le estoy pidiendo tres cervezas frías, por favor, media Marlboro Ligths y una funda de hielo. A la Calle sin salida, por favor.
-Le digo que ahí no vive nadie, señor.
-Y yo le digo que estoy viviendo yo. Mándeme uno de los muchachos con lo que le pido. Doy buenas propinas, las mejores propinas.
-Y le repito, señor, que ahí no vive nadie. No es asunto de propinas. Los muchachos no entran a esa calle y mucho menos de noche. Quien entra de noche a esa calle no vuelve a salir. Ninguno de los que se han mudado a esa calle vuelve a salir. Desaparecen el primer día, todo se queda igual, pero la gente no vuelve a salir. Desaparece.
-Pues yo todavía no he desaparecido y mañana voy a salir y vivo aquí.
-Nadie ha salido nunca de ese lugar, se lo repito: ahí no vive nadie. Usted cree que está vivo, pero ahí no vive nadie. Ahí no vive nadie.
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