Pedro Conde Sturla
Índice:
Sombras nada más
Más café, por favor, infinitamente café
Barracuda
Caquito
En el palacio
Fábula del fabulador
Crónicas tardías desde el Palacio de la esquizofenia
SOMBRAS NADA MÁS
Son como sombras sonámbulas que sueñan porque los sueños sueñan, colmena o avispero, muestrario de varia humanidad, columnas de seres y contornos imprecisos que entran y salen, ocupan las mesas, a veces todas las mesas de la Cafetería restaurante El Conde. El alucinante Palacio de la esquizofrenia en todo su esplendor. Allí concurren a granel, meditan o vegetan, discurren y se escurren el profesor emérito que dicta charlas magistrales y el alumno que aprende, el prócer y el apátrida, gobiernistas y oposicionistas igualmente fogosos, el filántropo y el misántropo, el aristócrata y el plebeyo, el abogado de oficio y el abogado sin oficio, el postor y el impostor, el filósofo, el historiador, el diplomático, el diputado, el doctor, el asistente del procurador, el revolucionario de profesión, el escritor, el trovador Rodríguez (un ingenio sin par), el cundango y la cundanga, el periodista, el publicista y su consorte, el cronista, el pintor –los infinitos
pintores–, el escultor, el conocido caricaturista de humor negro y risa alegre con boca de chivo, el actor, el cineasta, el lambón, limpiasaco o tumbapolvo, como se dice entre nosotros, el advenedizo que quiere beber y fumar a cuenta ajena, el fisgón, el turista, el buscón y la buscona que se la buscan con los turistas, algún poeta maldito rumiando su desagravio y un montón increíble de malditos poetas, el crítico de arte de mala sangre, el crítico literario de mala leche, el crítico de cine de mala sombra, el policía que es un secreto a voces y un grupito de alcohólicos más o menos anónimos. El bardo insumiso ocupa ahora su lugar en una de las mesas del centro, acompañado de varios amigos. Como es un poco histriónico necesita el concurso del público y se lo gana fácilmente, hablando en voz muy alta y gesticulando ampliamente. En el hablar y en su persona destacan el lenguaje hiperbólico, la sonrisa desguarnecida (el vacío dental entre los caninos), la poesía a flor de piel, la oscuridad profunda de la piel, el pelo organizado en trencitas al estilo rastafari, que era el estilo húsar, y la simpatía a borbotones, definitivamente contagiosa. En este momento llega el patriarca Villegas y va a sentarse con su amigo el cronista. El patriarca Villegas viene, según dice, de un entierro y está feliz, acaba de enterrar su órgano favorito. Saluda al bardo hiperbólico, saluda a todos los que quedan a su alcance, saluda como quien dice a la muchedumbre que le devuelve el saludo, pide un café y le ofrece al cronista una cerveza. Todos saben que el cronista tiene talento para la bebida, pero esta noche no toma, se toma la noche libre y sólo toma notas para escribir su obra maestra, como dicen las malas lenguas, o quizás simplemente para fastidiar con sus comentarios en la prensa a los megalómanos del patio y a tarados que reciben premios literarios a fuerza de compadreo.Desde la mesa contigua, los integrantes de un círculo de poetas lo ojean con ojeriza, un poco de reojo y de relajo, chismorrean alegremente, discretamente, clandestinamente en voz baja para no herir susceptibilidades alcohólicas. Ninguno de ellos, casi ningún poeta, sin embargo, es abstemio. Aunque desprecien o finjan despreciar la bebida se embriagan de vanidad, viven la más infinita borrachera: El ego fermentado a tiempo completo.