(Diálogo)
Alfredo Conde Pausas
[Pocos años antes de la segunda guerra mundial, la bahía de Samaná era visitada por buques de la marina de guerra alemana. Durante su estadía, los jóvenes marinos germanos, tripulando veloces lanchas de motor, desde la salida hasta la puesta del sol recorrían incansablemente toda la superficie de la bahía, sondeando sus profundidades; y bordeaban palmo a palmo todos los festones de la accidentada costa para reunir los datos tendientes al levantamiento de los planos y mapas que pudieran servirles en caso de guerra.
Uno de esos buques era el Karlsruhe.El Buque fue hundido frente a la capital de Noruega, cuando Hitler de acuerdo con el traidor Quisling ordenó el asalto a ese valiente país.
Según los datos de que se tiene conocimiento, fue utilizado como transporte de tropas en la invasión alemana, que tuvo inicio el día 9 de abril de 1940 y terminó dos semanas después con la ocupación total del país. La nazificación del país.
El mismo 9 de abril fue torpedeado por un submarino británico que causó graves destrozos. Al parecer, su propio capitán decidió hundirlo, no sin poner a salvo a la mayor parte de la tripulación.
Desde la época del naufragio no volvió a tenerse noticia de su paradero. La posición exacta de sus restos permaneció desconocida durante más de ochenta años. En el mes de junio de 2020 fue localizado “a una profundidad de 490 metros, 15 millas náuticas al sureste de Kristiansand, a solo 15 metros de un cable eléctrico de alta tensión submarino entre Noruega y Dinamarca”.
El autor del presente relato conversó con algunos de los oficiales del crucero durante una visita al bucólico poblado de Samaná, y de esos mismos oficiales recibiría algún tiempo después tarjetas postales con la imagen del Karlsrühe. La visita dejó por cierto una muy grata impresión entre los moradores del poblado por la disciplina y el comportamiento ejemplar que mantuvieron los integrantes de la tripulación. Algo muy diferente a la conducta de los marineros de otras naciones, que protagonizaban episodios de borracheras colectivas e irrespetaban a los habitantes.
La visita del Karlsruhe movió al autor a escribir en forma de diálogo, el relato que sigue a continuación, en el cual se condena la inversión de los recursos económicos y el empleo de los valores morales, no para favorecer a la humanidad, sino para destruirla mediante la guerra. Este texto fue publicado en la revista “Hélice”, antes del estallido de la última conflagración mundial, y se reproduce hoy, porque a pesar de haber transcurrido más de 80 años después de su publicación, conserva aún su actualidad. Sobre todo en estos momentos en que una especie de armagedon amenaza fatalmente a la humanidad.
Nota: El plural de la segunda persona que se emplea en el relato dialogado original (completamente en desuso entre nosotros), ha sido sustituido por el singular y se han actualizado y corregido algunos signos de puntuación.
Pedro Conde Sturla].
—¿ESTÁ borracho, pero de verdad pretende hacerme creer en sirenas y buques que hablan?
—Se equivoca, no he bebido para tanto; lo que deseo relatar es un diálogo que yo mismo escuché. Esto acaeció, repito, entre el crucero alemán Karlsruhe, surto en la Bahía de Samaná, y una cautivadora sirena de piel nacarada, ojos de esmeralda y ensortijada cabellera negra, que es la deidad que preside esa preciosa bahía.
—Ya vuelve a las andadas. Bueno, si no está borracho, puede ser que este loco. De todos modos no quiero perder tiempo en escuchar desvaríos; conque, amigo, hasta otro rato.
—Ni loco ni borracho; estoy en mis cabales. Tenga paciencia, que el diálogo es en extremo interesante…
¡Vade retro!, señor mitólogo, tenga entendido que no quiero escucharlo.
—Pues tiene que escucharme.
—¡Bah!, ya caigo… veo que quiere
burlarse de mi. Y debo advertirle que no soy hombre con quien se gasten burlas impunemente…
—Pero si no quiero burlarme de usted, señor. Además, el caso no es nuevo, Bien recordará lo que Homero nos cuenta que sucedió entre el río Janto y Aquiles; o lo que Fray Luis de León dice haber mediado entre el godo Rey Rodrigo y el río Tajo, cuando éste sacó afuera el pecho y le habló de cierta manera, diciéndole entre otras cosas “forzador”. Supongo que no pensará que Homero y Fray Luis estuviesen locos, o viviesen borrachos, y mucho menos que quisiesen “tomarle el pelo”, como se dice por esos mundos de Dios.
—Tiene gracia, habla como un leguleyo, citando casos de jurisprudencia poética, Al fin y al cabo “anch’ío sono poeta” o por lo menos tengo momentos de sentirme poeta, y en consecuencia, antes de suponer a Homero y a Fray Luis ebrios o dementes, me declaro vencido por su lógica y quedo en disposición de escucharlo. Eso sí, con la advertencia —que es una súplica—de que se despache con toda presteza, sin dar paz a la lengua.
—Gracias, muchas gracias. Ignora el inmenso favor que me hace escuchándome. Ese diálogo es un secreto que ningún otro hombre posee y es para mi una montaña cuyo aplastante peso necesito compartir para que se haga más ligero. Esto aconteció ammediados del año que transcurre, un día en el cual, mientras se solazaba en aguas de sus dominios la deidad de ojos verdes, tez de nácar y endrina cabellera, que ya le referí, jugueteando cimbreante a flor de agua, vió venir navegando en dirección a ella al crucero Karlsruhe, de la marina de guerra alemana, el cual aminorando lentamente su marcha vino a fondear cerca de donde estaba nuestra linda Sirena. Esta dejó pasar un par de días, viendo desde respetuosa distancia cuanto pasaba en el crucero. Pero sirena al fin, algo tenía de mujer, que con el acicate de la curiosidad, pudo más en ella que el temor, Y así, se acercó al buque y le preguntó:
—¿Señor del traje de acero, cómo se llama?
—Mi nombre es Karlsruhe —contestó el interrogado con voz harto grave y ceremoniosa, cual convenía a su rango y misión.
—Pues yo soy una sirena —dijo ésta con dulce voz, contoneándose a flor de agua.
—Me alegro de conocerla, Fräulein Sirena —tornó a decir aquel, pero esta vez con tono menos grave, pues aunque de acero, no era del todo insensible a la meliflua voz y al incitante colear de su interlocutora, También él comenzó cierto balanceo, quizás efecto simplemente de la marea, no obstante la sirena se alejó algo, y continuó así:
—¿Y que haces tú, Karlsrühe, por mis dominios?
-Éste ya sereno, contestó sin penetrar por el fácil sendero del tuteo que le dejaban entreabierto:
—Bueno, sabrá Fraulein Sirena, que yo soy buque-escuela. He paseado los centenares de jóvenes que ve pulular sobre cubierta por los más remotos lugares de la tierra y los llevo de retorno a su patria, Pero por el momento véalos aquí: borrachas de azul sus miradas en ese cielo de zafir que se contempla en las tranquilas aguas, dentro del marco de esmeralda que brindan las siempre verdes costas montañosas…
—Gracias, señor, por la lisonja; a pesar de su traje de acero tiene frases muy galanas. Parece que lo valiente tampoco quita lo cortés. El caso es que, según se expresa, encuentra en mis dominios motivos de belleza.
—¡Oh!, Goethe, uno de los dioses de mi tierra, hubiera escrito aquí su más bello poema inmortal de haber visto el derroche de belleza que natura prodiga en este golfo glorioso cuando la aurora despierta en su lecho de nácares y al dulce murmullo de las olas en las playas hace dúo el melodioso canto de los ruiseñores en el bosque cercano; más tarde, cuando un sol de fuego se yergue en el cenit y los blancos copos de espuma que encrestan las olas figuran la bella dentadura de una mujer que sonríe… , luego, cuando cabrillean las olas reflejando caprichosamente la multicolora paleta del crepúsculo; y por último, cuando en sublime noche de plenilunio Selene derrite el oro y la plata de sus rayos difundiéndolos por el espacio infinito y la superficie del mar…
—¡Ah, ya comprendo—dijo entusiasmada la sirena—, para qué ha paseado esos centenares de jóvenes por los lugares más bellos del mundo! Es para que saturen su alma de belleza y al retornar su patria exprima cada uno su caudal, y así todos juntos, en unas horas de inspiración colectiva, elucubren allá en la tierra del super-hombre, un super-poema que sea, a la vez que la obra poética magistral del Universo, la suprema, la sublime epopeya de la belleza.
—¡Oh no, Fräulein Sirena! Perdone, pero está en un error.
—¿Error? Ah, entonces no son poetas, ¡no hacen versos esos jóvenes!
—Sí, a veces hacen versos. Eso sí, todos sus versos llevan acento en su última sílaba y son monorrítmicos: todos terminan en ¡bom!, pues los hacen con esos aparatos que llaman cañones. Comprenderá que un buque cargado de poetas ocasionaría gastos poco prácticos, que ninguna nación ha efectuado hasta la fecha,
—¡Comprendo, comprendo! —dijo la sirena—, se busca utilidad práctica. Son estudiantes de medicina que van por todos los países del mundo estudiando todas las enfermedades y buscando el modo de evitarlas y curarlas; buscarán tal vez una panacea universal para así librar a la humanidad de dolores miserias morales y materiales, De ese modo el gasto no resulta Inútil.
—No Fräulein, no llevo estudiantes de medicina. Vuelve a equivocarse. Ninguna nación ha invertido dinero en equipar un buque para estudiantes de medicina con ese fin.
—Pues deben de ser —repuso ella algo dudosa—, jóvenes que estudian las leyes de los distintos países del Mundo con el fin de mejorar las de su propio país y buscar así la felicidad de sus hermanos por medio de las más perfectas instituciones jurídicas, que serían un compendio ecléctico de todas las que están en uso, con las innovaciones que ellos considerasen pertinentes, O bien ingenieros…
—Nada de eso, nada de lo que está diciendo, Fräulein Sirena, es cierto, Ningún país invierte dinero en tal cosa, Al contrario: gastan para oponerse a todo cambio. Esos jóvenes son militares.
—Bien, ¿y qué son militares, señor del traje de acero? —preguntó la sirena algo amoscada.
—Bueno, son los que en la guerra procuran el triunfo de su patria, Un Estado declara la guerra a otro; entonces va la juventud ebria de entusiasmo y ávida de gloria a matar la juventud del Estado contrario que avanza en opuesta dirección, pero por la misma causa, con los mismos móviles e idénticas intenciones. Los que sepan matar con mayor facilidad, tienen más probabilidades de éxito. De aquí que las naciones gasten sumas fabulosas para enseñar la juventud a matar.
—¡Ahl…!, y para enseñar a matar gastan las naciones lo que tienen y lo que no tienen. ¡Eso es práctico, según las ideas dominantes! Y eso de Patria y Gloria, ¿qué quiere decir?
—Bueno, acá para entre nos —dijo el crucero con voz que apenas era un murmullo—, esos conceptos de Patria, de Gloria con que se alucina a la juventud del Mundo para que se asesine recíprocamente, no los he podido comprender nunca. Es más, yo tengo ciertas dudas —agregó con voz aún menos perceptible
—, porque algunos se han atrevido a decir que esas palabras son algo semejantes al cebo que se pone a los anzuelos. Dicen además que los instigadores de la guerra son siempre hombres ricos que nunca van a ella personalmente: la usan como un medio de defender, de aumentar sus riquezas. Saben mantener a la humanidad en el engaño: la hacen creer que es más la Patria que la Humanidad, que es más la Gloria que el Amor, que Napoleón es más grande que el médico descubridor de la vacuna contra las viruelas.
—Pero —exclamó la sirena— esos hombres que gastan sumas fabulosas para la enseñanza del crimen colectivo no deben tener religión, o creerán en algún Dios feroz: un Ball o un Moloch.
—No, querida Sirena, vuelve a equivocarse. Son muy religiosos. Cierto es que, ¡ay!, cuántos mueren de hambre y frío, sin que nadie les de un mendrugo o un abrigo ni siquiera trabajo, pero en cambio tienen templos de un lujo deslumbrador: son cristianos.
—Le ha tocado el turno de equivocarse, mi querido Karlsrühe; se quien fue Cristo: él dijo: “Amaos los unos a los otros”, mientras que estos dicen “asesinaos los unos a los otros”. Verdad es que prometen la gloria, pero Mahoma prometía algo más halagador. Luego no son cristianos.
—Fräulein, le repito que se llaman cristianos.
—Podrán llamarse cristianos, pero no son sino asesinos. Porque llame cielo al mar no dejará de ser mar. Por consiguiente los que profesan la religión del crimen, no pertenecen a la divina religión del Cristo.
—Que pena me da —agregó la sirena— ver esos jóvenes que lucen con tanta gallardía el uniforme, que empaparán de sangre algún día por obra y gracia de unos cobardes que ni aun en un baile de máscaras se atreverían a vestir ese uniforme. Qué pena, qué pena me infunden esos jóvenes inocentes.
—La comprendo, Fräulein, pero no se desconsuele, que a pesar de los que no son cristianos, sino enemigos del cristianismo, hay muchos otros hombres que son cristianos como Cristo quiso y la humanidad algún día recogerá los frutos del primer sembrador, del que dijo: ”Amaos los unos a los otros”.
—Y aquí termina el diálogo de la sirena y el crucero. Usted compartirá conmigo el peso de este secreto abrumador.
—Bien, pero aún compartido pesa mucho. Voy pues a valerme de una añagaza: lo publicaré así como me lo ha relatado, y si algún incauto lo lee, allá él que cargue también.
(Alfredo Conde Pausas).
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