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16/11/22

YO ADIVINO EL PARPADEO

Pedro Conde Sturla


El imperativo gardeliano frustró mis aspiraciones: yo iba para cantante, quiero decir cantante de verdad, no un simple merenguero, ni siquiera baladista. Quiero decir cantante de abolengo, cantante de mucha vaselina y mucho pelo, con clase, con estilo, con escuela, con misterio. Quiero decir cantante de voz aceitunada, melosa, perfumada: un decidor de tangos, por ejemplo. 
Yo iba para famoso, sí señor, iba para estrella de variedad y para rico, iba para el cono sur, a Buenos Aires, querido. Ya me veía yo arrullando multitudes, sonsacando lágrimas a mares, rompiendo corazones. Me presentía yo en la cúspide del mundo, rodeado de periodistas, perseguido por admiradores, tocando y dejándome tocar, firmando autógrafos. Eso, sobre todo eso, firmando autógrafos, conociendo multitud de gente interesante, conociendo y dejándome conocer, tocando y dejándome tocar por los admiradores, dejándome adorar como santo de iglesia, sí señor. Muchos me adorarían por este modo que tengo de mirarme de reojo sin perderme de vista un sólo instante. 
Yo me sentía, Señor, un elegido, llamado me sentía, che Señor... Lo sentía bailándome por dentro, una música bailándome por dentro, rataplán, bordeándome por dentro, rataplán, coqueteando, puteándome por dentro, rataplán, plan, plan... Yo iba para la gloria, sí señor. 
Cada pequeño triunfo me acercaba a la meta. En Aruba fue una revelación, en Curazao fue un escándalo, en Cuba vino la apoteosis. Una gira triunfal desde Santiago a La Habana confirmó mis aspiraciones: cada mínimo aplauso me confirmaba en mis aspiraciones. Fue en el Habana Riviera donde entreví las puertas del paraíso, abiertas para mí de par en par. Pibe Señor, qué noche: ¡aquello fue de pinga! El público deliró con mi interpretación de Besos de fuego. Unas semanas más tarde, Borinquen se rindió a mis pies, y en Maracaibo tuve un éxito resonante, comparable al de Cuba. Sólo en México y en mi patria me recibieron con indiferencia, y al cono sur, ya sabes, no pude llegar nunca. Pero en las islas de las espumas, en las costas espumosas del Caribe infinito, yo era el rey. 
El éxito me llevó de puerto en puerto, pero en círculos concéntricos, viciosos, nunca en dirección al sur. Lo más cerca que estuve del país de mis sueños fue Barranquilla, o casi. Allí conocí al sujeto que sería mi perdición, mi ruina, el fin del espejismo. Iluso yo... Pensar que en su presencia me vi en el umbral del Edén, cuando en verdad iniciaba la caída. 
Arrighetti, el maldito, se llamaba, un argentino de belleza crucial. Era empresario, era esbelto, ágil, taimado, palatino, y sobre todo argentino. Buen porte, finos modales, ameno, conversador, arrogante... Ya lo dije: argentino por definición. De no haber sido un hombre importante habría llamado igualmente la atención por su aire ausente, la expresión invertebrada, el gesto indisoluto y aquellos ojos verdes. 
Condescendí, en principio, a su galantería porque elogió mi actuación. La segunda noche me acerqué a su mesa por un motivo elemental (razones de cortesía). Profesionalmente le agradecí por el champagne y las flores (la verdad, me sedujo). Más adelante, embriagado por el trato gentil que me dispensa, me le acerco a la intimidad, me le confieso, le hago una tonadita y el muy cabrón se ríe. Aquel maldito porteño se murió de la risa cuando le dije lo mío. Fíjate no más qué pibe de la chingada. Se me burló en la cara el Arrighetti, rompió a decir pavadas sin dejar de reír. ¡Cuánto dolor! Herirme así nomás por puro gusto. 
Crudamente me dijo que como imitador lo hacía muy bien, mas si iba en serio, ni modo. ¿Pero va en serio? 
¡Que si va en serio, maldito, está claro que va en serio! ¡Que cómo se me ocurre, che cabrón! ¡Que si he perdido la chaveta! ¡Que si estoy fuera de mis cabales! ¡Que cuándo he visto a un tipo del Caribe cantando tango en Buenos Aires, y mucho menos con esta cara de maricón que Dios me ha dado! 
Yo trato de razonarle y el Arrighetti se me viene encima con más impertinencias. 
¡Es que no lo puedo creer! Decime, negro, ¿va en serio? ¡Pero cuál negro, fatal! Querrás decir indio oscuro. 
¡Indio yo! ¡Con estos moños planchados, con estas greñas, estas pasas que me traigo desde aquel accidente que fue el día de mi nacimiento! 
Tan tremendo fue el efecto que me hicieron esas palabras, que durante un tiempo no supe de mí. Me di a la depresión, me di al mate, al jaque mate. 
Viajé de isla en isla dejándome llevar por la corriente, por la desidia más bien. En cada puerto o ciudad mediterránea renovaba el éxito que no me interesaba. Conocidas las limitaciones, mi ambición tenía un freno. La ilusión marchitaba. Día por día me iba ganando la abulia. 
Pensé que había tocado el fondo, pero aún me faltaba sufrir la humillación más grande de mi vida. Esa la recibí de un compatriota, un rústico, un atorrante sin visa ni divisa. El hombrote se arrimó una noche sin que nadie nos presentara, y de inmediato comenzó a soltar su rollo, un rollo largo. Eso es lo malo de nosotras, las figuras públicas: cualquiera que nos ha visto actuar un par de veces o que simplemente nos conoce de fama, se siente en confianza de ponernos conversación sin ton ni son. 
Confieso que el hombrote no me simpatizó desde el principio. Era feúcho, larguirucho, interminable de ver. Y además era inelegante, desgarbado, extravestido y por supuesto ignorante, inculto, lo que se dice un pelma, un don nadie, un tímido balbuceante. Todo lo contrario de Arrighetti. 
Hablando a trompicones me dice el insignificante que tengo un gran potencial (gracias), una gran voz, un gran estilo (gracias, gracias) para ser un intérprete de bachatas (¡para cantar bachatas, yo!). Me dice el engreído que había estudiado música en Berkeley (como si me impresionara). Finalmente me propone integrarme a la agrupación que está formando (¡paciencia!), una que nadie conoce ni conocerá, con cierto nombre que más bien parece número de teléfono. 
Mantener en todo trance la compostura es el arte mayor de un gran artista, pero esa noche estuve, y con razón, a punto de perderla. ¡Bachata, yo!, le dije al ofensivo impertinente con estupor. ¡Y adónde carajos piensas llegar con eso? ¿Se puede cantar bachatas y ser alguien? No me interesa. Lo mío es el tango, el tango. Le digo que no me interesa. Lo mío es el tango, cretino. O soy Gardel o soy nadie. 
Fue suerte que unos meseros me lo quitaron a tiempo, porque si no quién sabe cómo habría terminado. Yo ya me había acalorado y con gusto le hubiera dado su merecido al muy petulante. Es cierto que casi me doblaba en estatura, pero aun así no vaciló en retirarse cuando vio que el horno no estaba para bollos. 
El incidente se convirtió, por supuesto, en la comidilla de esa noche en el Lexintong’s Pub de Martinica, famoso en otra época. Durante horas los murmullos volaron en redor como enjambre de alegres mariposas, pero no les di mayor importancia. Que murmuren con tal de que me respeten, me dije para mi coleto. ¡Qué murmuren, no me importa un carajo que murmuren! 
Pero el hecho perjudicó mi carrera y a la larga me produjo un derrumbe emocional. La voz se me quebró después que el alma y ya no pude cantar, no pude volver a cantar. Consumí mis ahorros, me aparté del mundo. Como tantas veces en mi vida, me vi obligado a darle la espalda a mis seres queridos. 
Esa es un poco mi historia. El resto forma parte de una intimidad que no quiero que trascienda al público. 
¿Que cómo fue? No sé decirte cómo fue. Yo iba para cantante, Señor, y ya lo ves. Aquí me tienes de regreso en el camino de la vida. El escarnio, Señor, tronchó mis alas. Una persona por burla y otra en serio, una por insensible y otra por torpe me hicieron objeto de escarnio, me dejaron heridas que nunca cicatrizaron. Me quitaron, Señor, lo más precioso: mi ilusión por el tango. ¡Ah, pero si yo tuviera un corazón!, quiero decir un joven vigoroso corazón como el que tuve, también al tango lo daría. Ese es mi sino: amar lo que me rechaza. ¿Por qué no me hiciste argentino, che Señor? Entonces no habría caído, de seguro, en esta ciudad que es una manzana podrida, donde no me conoce el toro ni la higuera. A lo mejor ahora estaría mi nombre en las marquesinas de los grandes teatros de Buenos Aires, el público desfalleciente: otro, otro, otro. Haciéndome rogar, un poco a regañadientes, me pondría a cantar de esta manera, y me pondría a bailar de esta manera, con este estilo que sólo yo me conozco. Y el público delirante: otro, otro, otro. En fin, estaría susurrando cálidamente frente a un micrófono. ¡Bravo, bravissimo! No estaría aquí, con el mapo en las manos, limpiando pisos en esta sala de hospital.

(Un relato del libro Los cuentos negros)


Pedro Conde Sturla

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