Pedro Conde Sturla
19 agosto, 2022
El tercer gobierno de la bestia como presidente de la República (1942-1947) fue un período de bonanza para la clase dominante y también de grandes descontentos y agitaciones políticas y sociales. El precio de la materia prima, productos agrícolas y agroindustriales y minerales se disparó a causa de la segunda guerra mundial y permitió consolidar las empresas del tirano y de su familia, que operaban generalmente en régimen de monopolio. Los negocios de María Martínez de Trujillo subieron como la espuma y los ingenios azucareros se convirtieron en la primera fuente de divisas del país, es decir, del tirano.
Soplaban, al mismo tiempo, vientos de fronda, vientos de rebeldía y rebelión que en alguna manera recordaban y reeditaban los sucesos de 1934 en Santiago y la feroz represión que desencadenaron.
Durante años la bestia recibió el apoyo y la simpatía de los más encumbrados funcionarios del imperio. Su amigo y canchanchán, su compinche Cordell Hull, el secretario de estado Corder Hull, lo consentía y lo protegía, y de la bestia seguramente recibía en metálico grandes muestras de afecto. Fue él quien tuvo la cachaza de decir: Trujillo es un SOB (un HDP, un hijo de puta ), pero es nuestro SOB. La misma expresión se le atribuye a Franklin Delano Roosevelt en referencia al dictador nicaragüense Tacho Somoza y es posible que así sea. Total, los dos pensaban igual y cualquiera pudo haber dicho lo mismo. Al fin y al cabo casi todos los dictadores latinoamericanos eran sus hijos de puta.
Trujillo, sin embargo, era probablemente el hijo de puta favorito. El más favorito de todos los posibles hijos de puta. Rooselvelt lo demostró cuando lo recibió en la Casa Blanca en 1939, dos años después del pavoroso escándalo de la matanza haitiana, y lo demostraron los diputados que le hicieron un recibimiento a su llegada a Nueva York y lo demostró el general George C. Marshall, que lo trató a cuerpo de rey.
Muy pocos funcionarios habían manifestado o manifestaban su animadversión a tal política de complacencia y al gobierno de la bestia. En 1931, desde casi el inicio de la infame era gloriosa, el entonces ministro Charles Curtis lo había definido como el jefe de una banda de gánsteres, y el subsecretario de estado Somner Welles siempre había mantenido con él una relación muy fría y distante y tenía cierta amistad o por lo menos contacto con miembros del exilio dominicano, entre ellos Ángel Morales, el hombre que la bestia mandó a matar con Rubirosa en el fallido atentado de 1935. Sin embargo las opiniones de estos prominentes personajes caían siempre en saco roto y no representaban la línea política del Departamento de Estado.
Como dice Crassweller, las buenas relaciones entre el imperio y el régimen de la bestia permanecieron cordiales desde el principio de manera ininterrumpida y el único tropiezo se produjo en 1937 a raíz de la masacre haitiana, que fue un episodio pasajero. Un acontecimiento al que en realidad no se le dio tanta importancia y que muy pronto recibió cristiana sepultura.
En opinión de Corder Hull —la opinión prevaleciente en el Departamento de Estado y del mismo Roosevelt—, gran parte de los primeros quince años de la era de Trujillo merecían una valoración positiva. Los campesinos dominicanos nunca habían disfrutado de tanta libertad, y lo que se había pagado por la estabilidad y la tranquilidad y el orden se había conseguido a muy alto precio, pero había valido la pena, según Cordell Hull.
Sin embargo, una vez terminada la segunda guerra empezaron a producirse en la política del Departamento de Estado ciertos cambios que a la larga resultaron ser retóricos, cosméticos, pero que durante un tiempo le causaron problemas a la bestia. Se empezó a hablar de la necesidad de una renovación, de la necesidad de destronar a todos los dictadores latinoamericanos. Voces críticas contra la tiranía de la bestia empezaron a escucharse en boca de altos funcionarios del imperio. En Venezuela y Brasil colapsaron en 1945 los regímenes militares y la bestia empezó a verse con nerviosismo en ese espejo.
Las cosas comenzaron a complicarse cuando su complaciente amigo Nelson Rockefeller —subsecretario de estado para asuntos latinoamericanos— fue sustituido en 1945 por Spruille Braden en el gobierno de Harry Truman. Braden era el principal impulsor de la nueva política y tenía pocas simpatías por el gobierno de la bestia.Trujillo trató de congraciarse con Braden proponiendo al congreso que bautizara a Dajabón (el epicentro de la matanza haitiana) con el nombre del fallecido presidente Roosevelt. Braden rechazó la envenenada propuesta con indignación y la bestia recibió el rechazo con una de sus acostumbradas rabietas. Se pondría furioso como el diablo. Como lo que era.
Pero lo peor no había ocurrido todavía.
Dice Crassweller que en el mes de noviembre de 1945 el gobierno dominicano solicitó una licencia para la compra de un gran cargamento de armas y municiones en los Estados Unidos. Era el procedimiento habitual en esos casos, un procedimiento rutinario que se se efectuaba rutinariamente. Sólo que esta vez la respuesta fue negativa y la bestia no podía creerlo. Una negativa con fecha del 28 de diciembre de 1945. Todo un desaire.
Además, el desaire venía acompañado de lo que suele llamarse un aide-mémoire, un recordatorio que contenía los lineamientos de la política de Braden. Una nota bien agria y urticante.
Decía más o menos en la nota (muy poco diplomáticamente), que el gobierno y el pueblo de los Estados Unidos profesan un gran sentimiento de amistad y un más grande deseo de cooperar con aquellos gobiernos que permiten el ejercicio de la libertad. Decía que el gobierno de los Estados Unidos había observado durante los años pasados al gobierno de la República Dominicana y no había sido capaz de percibir la existencia de principios democráticos ni en la teoría ni en la práctica, que no había libertad de prensa ni libertad de expresión, que la oposición política y los partidos habían sido suprimidos, con excepción de un partido único. Proporcionar, en consecuencia, armas y municiones a un país con semejante sistema podía ser considerado como una intervención en los asuntos internos del país y un apoyo a su política represiva.
En conclusión, decía al final del documento, existían sobradas razones para negarle al gobierno dominicano la enorme provisión de armas y municiones requeridas y colorín colorado.
Dice Crassweller que el lenguaje era rígido y descortés (y descaradamente hipócrita además) y que Emilio García Godoy, el embajador dominicano, se puso lívido mientras lo traducía, por no decir que se estaba evacuando literalmente.
(Historia criminal del trujillato [101])
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.
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