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4/9/21

Jaula de pájaros 1-2)

 Pedro Conde Sturla 


(1)

La gente me contaba que lo veía con cierta frecuencia bebiendo tragos dentro de una jaula de pájaros que había construido alrededor de un árbol, una jaula grande que arropaba el árbol y que al parecer era su sitio favorito para tomarse sus tragos. Allí permanecía durante horas, dentro de aquella jaula enorme, y a veces durante días soñando con la novia de quince años que había dejado en Arenzano. Era una jaula de tela metálica hexagonal, lo que llamábamos entonces alambre de gallinero, que había fabricado él solito cuando todavía tenía fuerzas y de la cual no volvió a salir desde la última vez que su mujer se fue para siempre, dejando el rancho con todas las puertas y las ventanas abiertas. A él no pareció importarle cuando la vió partir con sus baúles repletos de ropa francesa y un montón de cachivaches que nunca había desempacado. Ni siquiera le dijo adiós cuando ella lo miró para despedirse con aquella expresión de tristeza y reproche que tanto le conocía. Pensó que volvería como otras veces al cabo de pocos meses de haberse ido para siempre y no le dió mayor importancia. Pero ella no volvería. Se había cansado de volver.

A partir de entonces perdió como quien dice la voluntad, las ganas de vivir o de estar vivo, se abandonó a su suerte, se abandonó cada vez más a los tragos, a su garrafa de aguardiente, y se abandonaba cada vez más a sus pensamientos. Pensar era lo único que hacía, se dejaba llevar como las olas hacia las más lejanas tierras. Regresaba de nuevo a las arenas de Arenzano a buscar la novia que nunca había vuelto a escribirle y que se había casado —después de jurarle amor eterno— dos semanas después de su partida.

La gente del lugar le pasaba la comida y le pasaba una cubeta para que hiciera sus necesidades y le pasaba agua para que se bañara todos los días y le pasaban noticias para que estuviera enterado de lo que estaba sucediendo en el mundo. En la jaula convivía con gallinas y palomas y otras aves silvestres que entraban y salían porque eran más pequeñas y se colaban por los agujeros que se iban haciendo en la malla con el paso del tiempo. Venían por la comida y por la compañía, pero al atardecer regresaban a sus nidos. Las cotorras y pericos se mantenían alborotando por los alrededores y hacían un ruido endemoniado, pero a él parecía no importarle. Nada parecía importarle, en apariencia, vivía por rutina, por costumbre, por la insana costumbre de vivir. Pero su mundo interior estaba en constante ebullición, allí vivía intensamente toda la vida que había vivido, viajaba de nuevo y revivía, con extraordinaria minucia de detalles, todos los viajes que había viajado, leía y releía todos los libros que había leído, amaba y desamaba todas las mujeres que había conocido. Volvía a pelear todas sus guerras y amores...
Dormía generalmente en una hamaca que era la misma que le servía de asiento durante el día, pero de vez en cuando
pernoctaba en el árbol que era frondoso y desaparecía durante días entre el follaje. Cuando llovía se refugiaba en un extraño hueco del tronco que casi no se veía desde afuera y donde no parecía caber una persona. Alguna gente decía que el agujero era engañoso, que una vez que se entraba era espacioso y acogedor y aunque nadie había entrado había muchos que juraban que estaba amueblado, que tenía cama para dormir y un escritorio para escribir y una cocina para cocinar, un espacio bastante amplio donde podía caber una familia.

Lo más extraño era que de vez en cuando se escuchaba música y se escuchaba ruido y se escuchaban voces como de mucha gente, como si se tratara de una fiesta en un inmenso salón de baile, una enorme sala de recepción. Nadie veía a la gente cuando entraba ni cuando salía. Sólo en una ocasión, en horas de la madrugada, alguien vio o creyó ver a una docena de encopetados personajes, borrachos y en traje de gala, que se alejaban del lugar dando tumbos y riendo a carcajadas, pero nadie más pudo confirmarlo. Otros escucharon trompetas y saxofones y todos los instrumentos de una o dos orquestas que amenizaban una fiesta multitudinaria. La verdad es que en aquellos montes se escuchaba un poco de todo, incluyendo los aullidos de las ciguapas y a veces la voz de Dios.

(2)

La vida era un espacio vacío entre dos tragos. Era, como quien dice, un quedarse mirando la sabana todo el día, viendo sin ver las cosas, sumergido en su mundo de fantasmas cordiales y borrachos. Algo así como un limbo, un trasoñar continuo. Un sueño y un trasueño.

Lo vida, casi toda la vida que vivía, se le había convertido en una permanente modorra existencial, en una especie de rutina gelatinosa y mecánica y tediosa. Era el compás de espera, entre una copa y otra, lo único que parecía tener sentido. Un compás de espera sin nada que esperar, con la garrafa al lado, su garrafa de agua, más ardiente que agua. El agua torrencial que desbordaba sus aguas interiores, su mundo interior en constante ebullición dónde vivía otra vida.

Había espaciado los intervalos entre un sorbo y otro sorbo poco a poco, lo suficiente como para mantenerse en aquel estado de ingravidez que le permitía soportar la realidad sin aturdirlo, una especie de láudano cordial para la mente. Nunca se embriagaba, pero nunca estaba sobrio.

Nadie entendía lo que pasaba ni volvería a entenderlo. Desde pequeño sabía que querer demasiado era dañino, que hacía un daño terrible, que todo lo que amas y te hace feliz conlleva aparejado más tarde que temprano o más temprano que tarde un gran dolor. Había tratado inútilmente de aprender a no querer.
Pero desde la última vez que su mujer se fue por última vez para siempre, se hundió en la depresión.

El rancho también se hundió en otro tipo de depresión, en un abismo. Había quedado en el desamparo, sumido en la indolencia, en la peor de las tristezas, y había empezado a perder hasta los vestigios de su pasado esplendor. Sus puertas y ventanas abiertas quedaron expuestas a la inclemencia del viento —el golpeteo con el que castigaba día y noche—, y se arruinó la pintura de las paredes y el techo. Terminó, en fin, el pobre rancho, convirtiéndose en una ruina, en un animal prehistórico, algo que parecía estar muriéndose con sus bocas abiertas.

En principio sirvió de refugio a todo tipo de alimañas y animales domésticos, pero después se había ido convirtiendo en alojamiento de criaturas indeseables que abandonaban el monte en tiempos de lluvia y que la gente prefería no mencionar. Eran criaturas malignas que rompieron por puro gusto las camas, los sillones, los trastes de cocina, las cortinas. Lo rompieron todo hasta que un día entraron por equivocación a la habitación de los espejos, que estaba sellada a cal y canto, y huyeron entonces despavoridas.

Aún así, la gente le cogió ojeriza al rancho. Toda la gente de los alrededores le cogió miedo y ojeriza al rancho y abandonó los cultivos, el sembradío. Incluso dejó de entrar a los bosques de cacao después que las culebras empezaron a chuparse la sangre de los gatos y los puercos cimarrones. Culebras y otros engendros probablemente.

La gente sólo se acercaba al lugar, a la jaula de pájaros, por pura pena, para traerle agua y comida. Para traer noticias que generalmente eran malas. Para decir quizás que habían visto a los guardias merodeando. Para verlo en su hamaca dormitando o durmiendo o quizás muerto.

El agua y la comida la dejaban en la puerta de la jaula, saludaban de lejitos y se iban. De la garrafa no se ocupaba nadie. Por alguna razón, la garrafa estaba siempre bien provista de aguardiente.

La mayoría le tenía un cierto miedo o por lo menos un respeto reverencial. Muy pocos venían a saludar, a preguntar por agradecimiento o caridad si necesitaba algo y se retiraban enseguida. Decían que se entendía con las ánimas, que hablaba con los difuntos en un idioma difunto y que a sus fiestas sólo asistían las ánimas del purgatorio. Juraban que se entendía con alguien, que en el tronco del árbol tenía mudada una querida y que este había sido el motivo de su separación. Así que la mujer lo había dejado porque sospechaba una infidelidad, no porque la estaba matando la indiferencia.

El compás de espera, si acaso esperaba algo, era monótono y terrible en aquel lugar inhabitable, pero a veces la voz de Dios recorría aquella desolación, la miseria de esos campos donde todo escaseaba menos el hambre. A veces, con la voz de Dios venían los guardias. Lo acusaron una vez de leer libros, de leer y tener libros. Y sobre todo de tener libros extranjeros, a pesar de que era un extranjero. Lo acusaron otra vez de estar conspirando, de tener una escondite bajo el árbol. Otra vez vinieron en búsqueda de una destilería clandestina. Lo amenazaron con allanar el árbol, pero no se atrevieron. Alguien había oído decir que en una ocasión ya lo habían hecho, que muchos habían entrado y nadie había salido.

Pero él permanecía impertérrito en su hamaca, ajeno a todas las voces, salvo las de su conciencia. Regresaba de nuevo con el pensamiento a su playa de Arenzano en busca de aquella novia juvenil que se había casado con otro dos semanas después de haberle jurado amor eterno. Entre un sorbo y otro sorbo de aguardiente, esperaba también que su mujer volviera del lugar donde se encontraba después de haberse ido por última vez para siempre.


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