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1/12/23

EL ANTICRISTO EN PALACIO

Pedro Conde Sturla 



EL PAPA despertó ese día abrumado por un sueño de pesadillas en el que aún retumbaban las palabras de la noche anterior, y cuando quiso comenzar a decir sus oraciones sintió un sabor amargo como retama en el cielo de la boca. Durante algunos instantes tuvo la impresión de haberse despertado del sueño de la muerte, más que de un simple letargo, y por primera vez no pudo recordar los incidentes del partido entre Cagliari y Juventus, ni el nombre de la enfermera que le suministraba supositorios de quinina para paliar sus frecuentes accesos de malaria.

La amnesia era casi total. Sólo una brecha de luz se abría al final del túnel de la memoria, proyectando imágenes confusas que más bien parecían almas del purgatorio. Una de ellas era la imagen de un turista, ahora lo recordaba. En la audiencia del día anterior había intimado con un turista puertorriqueño que al final resultó no ser ni lo uno ni otro. Se le presentaba, en ese momento, con una sonrisa a flor de piel, trasudando bonhomía por cada poro y avan- zando a su encuentro. Pero al tiempo que se acerca- ba, la figura del turista se diluía caminando hacia atrás, y ahí mismo terminaba la película para volver

a repetirse a manera de sinfín.

El Santo Padre no pudo reprimir un conato de frustración al verse impedido de reeditar las escenas posteriores de lo que prometía ser una cinta de mal gusto. Por el momento la información estaba perdida en el almacén de una memoria prodigiosa que retenía sin fatiga millares de palabras correspondientes a más de cincuenta idiomas y dialectos. En otras circunstancias habría podido citar por orden alfabético los nombres de los quinientos jardineros que a esa hora daban inicio a sus tareas en los jardines del Vaticano —los más bellos y cuidados del mundo—, e incluso los apellidos, el rango, la jerarquía y el santo y seña de los hombres que acompañaron al Gran Almirante en su viaje de descubrimiento, y a Magallanes en su odisea de circunnavegación del globo terrestre, sin hablar de los soldados que participaron en la primera cruzada. Pero todo eso era nada en comparación con otras proezas que daban fama a su inteligencia. A los doce años conocía por pelos y señales las obras monumentales de los padres de la iglesia y se sabía de memoria la edición condensada de ochocientos cincuenta páginas de la Summa teológica de Santo Tomás de Aquino, del mismo modo que conocía los detalles más íntimos sobre las vidas ejemplares de santos y mártires, sin olvidar a las once mil vírgenes.

Ahora, sin embargo, agobiado por el esfuerzo de recobrar la luz del entendimiento, ni siquiera estaba seguro de ser quien era, si era quien creía que era, y

 durante un largo minuto lo invadió el terror de que lo hubieran cambiado por otro, como en las pesadillas de su infancia. Para colmo, la cabeza comenzaba a martillarle puntualmente, y mientras más se empeñaba en despejar la incógnita, más se le enturbiaba el agua de la razón. En la misma medida se le acentuaba el martilleo de dolor en la cabeza, que ya era de por sí un dolor grande, terrible, casi del mismo tamaño de su cabeza papal.

A pesar de que sentía frío en su pijama de seda natural, pensó que una ducha helada sería el mejor remedio para sus males, pero lentamente se dejó seducir por la idea de un baño tibio en el jacuzzi burbujeante. La idea lo sorprendió a sí mismo porque incluso en invierno solía lavarse con agua a temperatura ambiente, y no para mortificar el cuerpo en penitencia, sino para darse gusto. De cualquier manera, las sorpresas de aquel día memorable apenas si habían tenido inicio.

Su Santidad hizo a un lado el cálido edredón de plumas de ganso y se sentó al borde de la cama con un esfuerzo sobrehumano, y por segunda vez, cuando intentó decir sus oraciones, lo castigó un sabor amargo como retama en el cielo de la boca. Casi al mismo tiempo sus pies hicieron contacto con un objeto frío que no podía ser la alfombra. Atrapado en el fuego cruzado de sensaciones adversas y simultáneas, temió que se le hubiese fundido un circuito del cerebro, alguno de los cables del juicio. Incrédulo, se inclinó hacia delante para poder ver lo que creía, aunque no quisiera verlo ni creerlo. El cardenal Wizchinsky, su ayudante de cámara, secretario personal de primera clase, amigo y confidente de toda una vida, compañero por más de cinco años en las inmundas cárceles polacas, un hombre santo de toda santidad, que nunca en su vida había probado el alcohol ni las mujeres, ni cometido pecado de intención o de hecho, el mismo hombre en cuyo cuerpo se manifestaban los estigmas de Cristo durante las conmemoraciones solemnes de Semana Santa, el reverenciado y sufrido cardenal Wizchinsky dormía de bruces al pie de la cama, desnudo como un cachorro, con una copa vacía en la mano y una hermosa rosa roja colocada en el inverosímil florero de la espalda, allí donde la espalda pierde el nombre. Colocada, para decirlo así poéticamente con palabras que el inmortal Quevedo aprobaría, en el mismo trayecto del culo.

En ese trance, y para toda la vida, el Papa se convenció de que la obra del demonio no se detiene ante las puertas de la Santa Sede, y por tercera vez se preparó para decir sus oraciones, que ya revestían carácter de urgencia, dada la gravedad de la situación. Entonces advirtió que el martilleo de dolor en la cabeza se convertía en algo aún más maligno que lo atacaba ya como con golpes de ariete para demoler su fortaleza física y moral, y esta vez la cabeza se le convirtió en un mar de llamas, al igual que en aquella tarde remota en que un dentista comunista le sacó las muelas del juicio sin anestesia en Polonia.

El carácter violento de la agresión no doblegó el dominio que el Sumo Pontífice ejercía sobre sí. Más bien recibió el tormento como otra prueba de entereza, una de tantas, y volvió a intentar decir sus oraciones. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de adaptarse a la nueva situación de malestar, lo invadió nuevamente el sabor amargo como retama en el cielo de la boca. La sed de los infiernos se sumó a sus padecimientos, pero aun así no se inmutó.

Mecánicamente extendió la mano para servirse de la botella de agua mineral que nunca faltaba en la mesita de noche. Sin apartar la vista del cardenal yacente (ad-yacente) llenó hasta el borde un lindo vaso de cristal de Bohemia en el cual el líquido adquiría una transparencia casi impúdica y lo bebió completo sin respirar, con la determinación de quien apura una copa de cicuta.

La ingestión del líquido precioso le produjo una sensación de alivio —entrañablemente alivio— como que la caldera feroz se había aplacado. De repente se vio a sí mismo conversando con el turista puertorriqueño en otra escena de la película trunca donde el turista le revelaba su procedencia e identidad. Venía de parte de un jefe de Estado del Caribe con el cual un malentendido impedía mejores relaciones, y era portador de un mensaje de buena voluntad que el Santo Padre no pudo rechazar. En algún momento le hizo entrega de un libro y un estuche de lujo en forma curvilínea con sus iniciales en cuero repujado, y el Papa se llenó de regocijo creyendo que contenía unos binoculares de tamaño gigante.

El libro, horror, estaba allí, sobre la misma mesita de noche, junto a sus lentes de media luna. Lo distinguía confusamente porque el sudor frío que había comenzado a correrle sobre la frente le estaba inundando los párpados. No tuvo necesidad de abrirlo para enterarse de la existencia de la dedicatoria con la firma del dictador. El título, de por sí, lo anticipaba: Fidel y la religión.

En ese aspecto, por lo menos, se había desmadejado el misterio. Aún quedaba, sin embargo, por conocer la parte sumergida del iceberg, montaña de hielo en el abismo de la desmemoria, pudridero de asechanzas y alevosía. El Papa tenía de frente una clara manifestación de los designios del maligno. Todas su energía, toda su fe, toda su voluntad de hierro pulido le hacían falta para conjurar la perversidad de las fuerzas oscuras. Sin duda, se enfrentaba a un chaparrón de negros presagios que podían ser reveladores de una gran maldad.

Mentalmente, el Papa reproducía ya las principales escenas con nitidez. El falso turista seguía como clavado en una repisa del recuerdo, pero faltaban cuadros, se producían saltos en la proyección y el contexto de nuevo se enrarecía. ¿En qué momento lo había invitado a pasar a su biblioteca privada, contrariando, como lo contrarió, el parecer de Wizchinsky? De alguna manera tuvieron que burlar la vigilan- cia de los celosos guardias suizos, que bajo ningún concepto habrían permitido el acceso a un extraño. Quince años atrás, durante la ceremonia de apertura de la Puerta Santa en la Basílica de San Pedro, los camarógrafos de la televisión italiana que cubrieron el evento desde el techo de la sede pontificia, fueron admitidos en calidad de prisioneros del Estado Vaticano, a pesar de que su intervención había sido formalmente solicitada por las altas jerarquías eclesiásticas.

Todo eso parecía, en comparación, menos grave que el haberle permitido tanta libertad de movimiento a un desconocido que sin embargo inspiraba una confianza angelical, y que anduvo por todos los rincones de aquel recinto sagrado tocando y abriendo libros prohibidos con un aire de inocencia que no podía menos que conmover a Su Santidad, no así al cardenal Wizchinsky. Wizchinsky se había mostrado beligerante desde el primer momento con el turista, y se arriesgó incluso a manotearlo por haberse atrevido a acariciarle un seno a la estatuilla de una virgen. ¿Pero en que momento había comenzado a descomponerse la situación?

El Papa sabía, por instinto papuno, que en algún lugar escurridizo de la memoria se celaba una trampa. A pesar de que el rollo de la película avanzaba, aunque avanzaba a trompicones, muchos datos per- sistían en negarse o se daban a regañadientes, como las novias de la adolescencia. La llave del misterio, fuente de todas sus cuitas, se hallaba, sin embargo, al alcance de sus ojos, oculta o por lo menos disimula- da en su propia evidencia, demasiado obvia para ser notada de inmediato. Por primera vez la percibía cla- ramente, a la luz de la ventana de su despacho, por donde se asomaba a la Plaza de San Pedro a saludar y bendecir turistas. Los turistas que en pocas horas volverían a congregarse —igual que cada domingo y fiesta de guardar— para escuchar sedientos sus palabras. Estaba allí, a la luz de la ventana, en el apartamento privado del Papa, en el tercer piso del Palacio Apostólico. Estaba allí, abandonada al descuido sobre el arca de las devociones, deslumbrante en su propia lumbre, una lumbre sacudida por el juego de sombras que el movimiento de las cortinas provocaba. En sus contornos perfectos como un diamante de hielo, restallaban los colores del iris, y aunque ya no la habitaba el demonio capaz de convocar la magia y la locura, exhalaba un tufo pestilente. A la distancia lucía cual objeto precioso, pero era una botella de aguardiente, su caja de Pandora. ¿De dónde había salido?

El Papa hizo un esfuerzo de concentración para recuperar las escenas extraviadas en su mente, y de pronto se le ocurrió que la respuesta se encontraba, podría encontrarse en aquel estuche de lujo con sus iniciales en cuero repujado que le hizo tanta ilusión, el lindo estuche, casi peluche, que tanto lo había llenado de alegrías infantiles. Sí, el estuche. ¿Cómo había podido olvidarlo, cómo había podido? Nunca en su vida había sufrido el Papa un desengaño más doloroso que en aquel instante en que descubrió que el lindo estuche de lujo con sus iniciales en cuero repujado no contenía unos prismáticos de tamaño gigante sino un par de botellas de ron Habana Club de exportación, el mejor de Cuba. Estuvo a punto de protestar, incluso, por la falta de delicadeza —casi más bien de respeto—, y si no lo hizo, si se abstuvo, fue sólo por razones diplomáticas, razón de Estado.


A partir de ese dato la situación cobraba un sentido inusitado y hasta macabro, que confirmaba sus más oscuros presentimientos. Pero la armazón del rompecabezas no estaba completa. Faltaba por reconstruir el hecho fatídico, el paso en falso que precipitó la caída, porque tenía conciencia de que había caído, aunque no tan bajo como el cardenal. ¿En qué momento, Señor, se había dejado ganar por la tentación? Es decir, ¿en qué momento se había llevado a la boca un primer trago de aquella bebida de ámbar transparente cuya textura le había parecido tan suave, inofensiva?

La cabeza seguía martillándole con fuerzas, sólo que el Papa ya sabía la razón y se consolaba aceptando el castigo con un placer masoquista que no lo redimía de su culpa. El turista le había advertido sobre aquello de que las cosas buenas de la vida hacen daño, engordan o están prohibidas, y esa misma noche lo había comprobado en carne propia. ¡Pero en qué momento cometió el error de aceptar un segundo trago, y en qué momento, y cómo, convenció a Wizchinsky de que lo secundara? ¿En qué momento la conciencia se le convirtió en un trompo que giraba con su propia cuerda, haciéndole perder el control de la situación, que era igual que perder el control de la realidad? ¿En qué momento de exceso incontenible el cardenal Wizchinsky se dio a la tarea de fumar un Habano kilométrico que le produjo vómito y diarrea, y cómo había venido a parar al pie de la cama? ¿En qué momento, en fin, brindaron a la rusa, a vasos llenos? Y sobre, todo, ¿en qué momento se des- pidieron del turista? ¿Por dónde había salido


Un suceso tan bochornoso no había tenido lugar durante su estancia en la Santa Sede desde el día en que monseñor Pippini puso por accidente un canal pornográfico en la televisión por cable. Varias horas después, el santo hombre fue encontrado en una especie de trance hipnótico, literalmente clavado ante la pantalla, de donde tuvo que ser retirado a la fuerza. A partir de entonces permaneció obsesionado por el recuerdo de aquellas imágenes rubias de bestias impúdicas con traseros monumentales y ubres como la cúpula de San Pedro. De hecho, y sin que los siquiatras pudieran hacer nada para remediarlo, andaba tan lúbrico que hasta la contemplación de las sagradas imágenes de sexo muliebre le provocaba ataques de priapismo. Las enfermaras de servicio, que de ordinario usaban cinturones de  con candados de combinación, huían despavoridas cuando lo encontraban vagando con la mirada sonámbula por los desolados pasillos del Vaticano. Para colmo, una noche, finalmente fue sorprendido en la iglesia de Santa María de la Victoria, hurgando entre los pliegues marmóreos de Santa Teresa en éxtasis. A raíz de ese incidente las autoridades competentes decidieron tomar medidas de fuerza mayor para no verse obligadas a prescindir indefinidamente de uno de sus mejores hombres, y ordenaron la intervención del médico personal de Su Santidad, un alemán decrépito y añoso y no por eso menos pragmático. En contra de la opinión de siquiatras, sicólogos, teólogos y exorcistas que en seis meses no habían hecho más que conjeturas, éste resolvió el problema suministrándole a Pippini una dosis de ciertas inyecciones que lo

redujeron a la santidad de la impotencia.

La experiencia le había enseñado al Papa que hechos de esa índole no eran nunca el resultado de la casualidad. El diablo se anuncia por enigmas y hay señales que no deben ser pasadas por alto. ¿Acaso el turista inofensivo no había resultado ser un enviado del maligno? Allí se encontraba Wizchinsky, a sus pies, escarnecido, a manera de evidencia. Además, en las últimas semanas había estado mortificándolo un sueño recurrente en que el una monja se abría los hábitos para mostrar en su pecho un tatuaje del Che Guevara sonriente como una pascua, y presentía que todo eso tenía que ver con lo ocurrido. Quizás se relacionaba con otros enigmas, de los que había sido advertido al principio de su mandato. Los más antiguos y fieles servidores del Vaticano no habían podido olvidar la ocasión en que uno de sus antecesores más ilustres en el trono de San Pedro, despertó dando gritos a medianoche, víctima de una crisis de histeria premonitoria. Gritos que se escucharon en las benditas habitaciones del inmenso palacio, a través de corredores interminables recubiertos por centenares de kilómetros de mullidas alfombras. Se quejaba de visiones que no podía distinguir en la oscuridad del espanto, y describía confusamente a un niño que a veces no era niño, sino gato, pero sobre todo pegaba gritos su antecesor, y decía palabras inconexas, y luego volvía a pegar gritos que ponían los pelos de punta. Durante horas estuvo pegando gritos y hablando del niño-gato, hasta que la voz se le consumió en un hilo, y entonces se durmió chupándose el dedo


En el Vaticano nadie más durmió esa noche ni dormiría en las noches siguientes, tratando de aclarar la naturaleza de un prodigio que se hizo menos claro con el tiempo. Al amanecer de ese mismo día, los periódicos de todo el mundo, incluyendo L’Osservatore Romano, trajeron la noticia de un niño que había pesado quince libras al momento de nacer en una remota aldea colombiana, lo cual podía ex- plicarse por ser la madre diabética y primeriza. Lo inexplicable era que tenía su dentadura completa y desde las primeras horas balbuceaba palabras en italiano, que es una lengua de niños, y saludaba con la mano a las personas que venían a conocerlo. Sin lugar a dudas, la noticia desbordaba la fantasía de los cuentos de hadas, salvo por un detalle: todo era cierto, rigurosamente cierto.

No obstante su simpatía y buenos modales, el recién nacido inspiraba una desconfianza visceral entre los partidarios del gobierno y los jerarcas de la iglesia, no así entre los montoneros y sublevados de toda laya, que acudieron en procesión a saludarlo desde los más apartados rincones del país.

Un astrólogo de origen lituano, cuyas predicciones gozaban fama de infalibles, viajó expresamente desde la India desafiando pantanos de pesadilla en los que habitaban lagartos del tamaño de un autobús, y ríos infectados de serpientes capaces de devorar a una ballena, y sin otra guía que un instinto feroz y una credulidad fanática, consiguió llegar hasta la aldea de nombre primitivo, impronunciable, donde lo confundieron con un extraterrestre a causa de su aspecto lastimero y fantasmoso. En vez de pedir co- mida, que no había probado en varios días, pidió que lo llevaran a conocer al niño para saludarlo y presentarle sus respetos. De hecho, sólo demoró unos minutos en el trámite, el tiempo suficiente para echarle un vistazo de reconocimiento y decir unas palabras que todos comprendieron, aunque nadie conocía la lengua en que habían sido dichas, y de inmediato se marchó por donde había venido, dejando a la pobla- ción alelada por tan extraño comportamiento. Más no por breve su visita resultó menos auspiciosa. Cuarenta años después, los pobladores más incrédulos recordarían el momento solemne en que aquel extranjero de barba insoslayable pronunció las palabras de un vaticinio conmovedor. De acuerdo con ese vaticinio, que se cumplió como tenía que cumplirse, al pie de la letra, el niño estaba destinado a conquistar el mundo con un talento literario prodigioso que ganaría el corazón de todas las audiencias, sin distinción de raza, idioma, cultura e ideología. Reyes, ministros, presidentes y papas, lo recibirían de igual a igual, cuando no de menor a mayor, y su fama y popularidad excederían lo imaginable. Pero sería un rebelde, opuesto a lo caduco, a lo podrido, al orden y sobre todo al desorden establecido. Es decir, un rival para la iglesia de los papas.

A partir de ese momento —y a sólo pocos días de haber nacido el recién nacido—, el nerviosismo que reinaba entre las autoridades locales se extendió por el mundo como una plaga universal, y así también la noticia de los encantos del niño, lo cual podía explicarse por ser el padre telegrafista.

Para tratar de conjurar el terrible proyecto de la providencia, el Vaticano envió a un sacerdote jesuita con vastos conocimientos en materia de exorcismo, el cual tenía por encomienda expurgar a la criatura de sus demonios y después bautizarla para volverla al seno de la Iglesia. La ceremonia de exorcismo tuvo lugar a casa llena en el local del ayuntamiento, y se cobró religiosamente la entrada con el pretexto de que había que cubrir gastos relativos a la reparación de la casa parroquial, además de transporte, viático y alojamiento del enviado y su séquito.

En conjunto, la pantomima discurrió sin mayores contratiempos, salvo que el niño se reía de las palabras y gestos del ritual arcaico, que era como un teatro de títeres, pero sin títeres, y se reía con una risa adulta, mostrando la dentadura por donde, a pesar de todo, no asomaba el demonio. Ni siquiera mal aliento tenía aquel infeliz a quien el jesuita mamarracho divertía con sus cábalas.

Al cabo de unas horas, cuando el público comenzaba a fastidiarse del espectáculo, el poseso fue declarado limpio: en adelante sería una persona normal, deshabitada, y a excepción de los dientes, nadie notaría la diferencia. Sin embargo, durante el bautizo —en la iglesia—, ocurrió un hecho trascendente. El pequeño recibió con alegría las aguas sacramentales. Travieso como era, hasta le mordió un dedo al jesuita mientras éste le hacía la señal de la cruz. Entonces se sintió aquel temblor extraño, como si las paredes y los cimientos del templo crujieran de desesperación. Algunos creyeron que se trataba de un terremoto, pero la mayoría pensó que había llegado el fin del mundo. En eso apareció el sacristán, con el rostro transfigurado por una máscara de felicidad, y anun- ció a gritos que los ratones estaban abandonando la iglesia para siempre.

Aunque el presagio no parecía desfavorable para la fe, lo era para la agricultura. El sacerdote jesuita, que en más de una ocasión había doblegado la voluntad del demonio, comprendió que estaba frente a algo superior a sus fuerzas y cayó postrado en el suelo, haciéndose cruces y pronunciando latines. Antes de perder el conocimiento, predijo un período de cien años de vacas flacas y la llegada al poder de un revolucionario de condiciones excepcionales en el Caribe. Al enterarse del pronóstico, el gobierno colombiano decretó el estado de sitio y suspendió las garantías constitucionales por cuatro años.

Sin apartar los ojos de Wizchinsky, inicuamente reducido en su dignidad cardenalicia a cardenal florero, el Papa no cesaba de preguntarse qué tenían que ver aquellos acontecimientos con sus tribulacio- nes del presente. En las más altas instancias vaticanas se comentaba que el último viernes de cuaresma, un cuervo de tamaño providencial había estado revoloteando sobre la colina del Capitolio, y sin mayor cor- tesía defecó en la cabeza augusta de la estatua de Marco Aurelio, vaciada en bronce impoluto. Podía tratarse de la anunciación de un nuevo prodigio en la vieja Roma, aunque esta vez no se manifestara con niños ni con gatos. Pero como los teólogos no pudieron ponerse de acuerdo acerca de la naturaleza suceso, el rumor fue sepultado oficialmente en un silencio que despertó mayor suspicacia. Ahora el Papa se hallaba convencido de que una cosa se relaciona- ba con las otras, sin que supiera cómo y por dónde. Lo que no podía dudarse era que en esos hechos se evidenciaba el avance de las fuerzas del imperio del mal. ¿Qué más podía ocurrir? La reversión de valo- res se agudizaba tanto que ya los jesuitas confraternizaban con los marxistas, cuando no dirigían las guerrillas en Sudamérica. Estaba escrito que las monjas de clausura parirían trillizos y el Premier soviético se convertiría al catolicismo. ¿Acaso podía quedarse de brazos cruzados? Por los siglos de los siglos, la gran misión de la iglesia había sido luchar contra las astucias del demonio. Había llegado el momento de aban- donar las actitudes contemplativas, ponerse en pie de guerra una vez más, quizás convocar a un sínodo. Por lo menos pondría en alerta a los fidedignos obispos polacos. Si se veía obligado prescindiría de los jesuitas, levantaría un nuevo índice de libros prohibidos, restablecería el Tribunal de la Santa Inquisición. En el peor de los casos, pediría ayuda al presidente de los Estados Unidos. Pero antes debía recuperar sus fuerzas, su lucidez, su entereza, el perfecto equilibrio entre la carne y el espíritu. Comprendía que en el estado actual, sus intenciones superaban a sus posi- bilidades de realización. La cabeza seguía dándole tormento, como si no le perdonara por el desliz de una noche. Estaba tan sumergido el Papa en sus ca- vilaciones que ni siquiera se daba cuenta que desde hacía rato apoyaba indolentemente los pies sobre la espalda desnuda de Wizchinsky, reducido en su dignidad cardenalicia a cardenal tapete.

Volvió a pensar en el agua Su Santidad: el goce elemental de la ducha era lo único que podía resarcirlo de sus padecimientos. Sí, la ilusión de la ducha o el baño tibio en el jacuzzi burbujeante colmaba por el momento sus aspiraciones. Ya anticipaba el perfume de las sales deliciosas en el agua, antes de abandonar la cama, y cuando se incorporó tuvo cuidado de no despertar a Wizchinsky para retardar su inevitable desencuentro con la realidad. Fue una iniciativa piadosa, natural en el Santo Padre, y no pudo evitar sentirse bueno y puro y en paz con su conciencia. En el baño diría sus oraciones mientras orinaba sentado a fin de evitar mareos, como le había ocurrido otras veces, y se abandonaría a la gloria de aromas de narciso que habitualmente reconfortaban su cuerpo y su alma. Pero en el baño lo esperaba otra sorpresa, la última del día.

El Habano consumido que divisó en el suelo al abrir la puerta no le causó mayor desazón. El tufo de alcohol mezclado con el olor verriondo del Habano, apenas le revolvió el estómago, le produjo ligeras náuseas. Ese día, por suerte, no estaba para contemplaciones. Fue al descorrer la cortina de la bañera cuando lo deslumbró el horror del estropicio. Había allí un bulto tapado que balbuceaba palabras de niño y parecía dormir en cuatro patas, tapado con la túnica púrpura del cardenal —la segunda botella de aguardiente en el lomo. Lentamente, con el corazón batiendo como un tambor enloquecido, se sobrepuso al espanto de comprender la magnitud de lo que había ocurrido. El anticristo había dormido en palacio.



a mabel y félix, por irreverentes (27/2/1990)

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