Pedro Conde Sturla
14 junio, 2024
La bestia se sentía de un humor extraño. Refractario. En los pocos días que había pasado, antes de partir para Barcelona, lo habían llevado de un lugar a otro y sin descanso por Madrid y sus alrededores, le estaban dando un baño, un hartazgo de cultura, atiborrándolo de cultura, y la bestia se estaba cansando. Lo llevaron, sin contemplaciones, al Museo del Prado, a la corrida de toros, lo llevaron a la Plaza del Sol, a la Plaza de Neptuno, al Valle de los Caídos, lo llevaron al lúgubre monasterio del Escorial donde besó, en un arranque de devoción y misticismo, un fragmento de la Vera Cruz, el madero usado por los romanos para crucificar a Jesucristo. Literalmente le estaban metiendo por ojo, boca y nariz el esplendor, la grandeza, los grandes tesoros históricos de la ciudad capital. Le estaban dando más de lo que podía asimilar y es probable que no se sintiera cómodo. Después de todo él era un hombre moderno y era un guardia, nacido en el nuevo mundo y acostumbrado a otro estilo de vida. Los recibimientos y banquetes —como dice Crassweller—, se sucedían uno tras otro y es probable que la bestia no se sintiera a gusto en compañía de gente tan presumida, gente que destilaba tanta y tanta prosapia, tanta alcurnia, y que lo miraba seguramente con desprecio o como algo exótico, en el mejor de los casos. Gente —para peor— a la que no podía gritar ni insultar ni abofetear ni mandar a prisión o a ejecutar.