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2/8/24

La lluvia de esos días (1-2)

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Pedro Conde Sturla

26 julio, 2024

Un cuento puede vivir años en estado de vida latente. Luego empieza a crecer, si es que crece, y un día adquiere vida propia, desborda su propio contenido y sale al mundo vestido solamente con palabras.


Recuerdo que estuve en México en esa época, que estuve más bien en Ciudad México en los días en que Manzanero puso de moda «Esta tarde vi llover» y llovía a cántaros. Era difícil salir a la calle y no mojarse, todo el mundo andaba mojado y las calles se veían anegadas y brillosas, con ese brillo especial que le confiere la lluvia a las calles. Lo peor es que llovía incluso dentro de los lentos autobuses de transporte público y por debajo de las sombrillas y paraguas y yo estaba frenético y mojado buscando a una muchacha que había conocido el año anterior en Tampico, durante la llamada semana santa, y a la cual no volví a ver.

Desde nuestro encuentro en Tampico la noche anterior a mi regreso a Monterrey (un breve, fugaz encuentro que la memoria se obstina en retener), habíamos mantenido una intensa relación epistolar a casi un millón de kilómetros de distancia (yo desde Monterrey y ella desde Ciudad México) y nos habíamos prometido reencontrarnos en esa grandiosa urbe, pero nunca volvimos a encontrarnos. Fue algo frustrante. En México, por razones del azar y de la lluvia y otras demencias que no puedo precisar, tratamos inútilmente de encontrarnos y no nos encontramos. Nunca volvimos a encontrarnos (al menos frente a frente, cara a cara) yo y la espigada María Cárdenas.


La llamé por primera vez, como la llamaría otras veces, desde un teléfono público, porque no tenía otro a mi disposición y esto dificultaría mucho las cosas en el futuro. Además, no era fácil comunicarse con ella: tenía que hacer varias llamadas para lograrlo. Cuando hablamos en esa primera ocasión descubrí con estupor que vivía como quien dice al otro lado del mundo, muy al norte, mientras que yo estaba alojado en una especie de pensión de estudiantes subversivos en las cercanías de la universidad, la famosa UNAM, una universidad tan extendida y tan poblada que había que tomar el autobús para pasar de una facultad a otra.

La misma primera vez que hablamos por teléfono supe que sólo había un día posible para vernos, un sólo domingo para encontrarnos en horas de la tarde y de la noche, y no por mucho tiempo, solo unas pocas horas. Ella tenía un trabajo pesado (que no entendí en qué consistía) y un horario agotador que no le daba mucha libertad. Además, ir de visita a su casa, por razones que tampoco entendí, estaba descartado. Pero lo del domingo estaba bien, o al menos eso creía en principio.

Nos citamos, pues, en una plaza que no había oído nombrar, a mitad de camino de donde vivíamos, y llegué con el corazón en la boca (con la loca emoción de volver a verla), a lo que pensé que era el lugar donde volveríamos a reunirnos, a la pequeña plaza de nuestro añorado reencuentro. Pero la plaza no existía, ya no estaba. ¿Cómo que ya no estaba? La habían cambiado extrañamente de sitio y nadie me supo indicar su paradero.

Dos días después, cuando por fin pude volver a hablar con María Cárdenas, después de muchos intentos frustrados, recibí una desagradable sorpresa: la sentí de mal humor. No creyó, en principio, nada de lo que lo que le conté. Me dijo que las plazas no se mueven de lugar, que posiblemente me había equivocado y que había pasado horas esperándome. Que se sentía muy dolida. Que no esperaba eso de mi. Le ofrecí todas las excusas que se me ocurrieron y aunque no pareció quedar muy convencida, aceptó que fijáramos otra cita para el próximo domingo. Esta vez nos veríamos en una plaza grande y bien conocida y bien surtida, la fabulosa Plaza Garibaldi, la plaza donde se congregan todos los mariachis del mundo y se comen los mejores tacos.

Como de costumbre, la Plaza Garibaldi estaba muy concurrida y me dirigí al kiosko, el lugar preciso que habíamos designado para el anhelado encuentro. Pero el kiosko no existía, me dijeron que lo habían eliminado la última vez que remodelaron la plaza y no había kiosco. Sentí que la tierra se hundía sobre mi cabeza o algo parecido. De cualquier manera estaba seguro de que me toparía con María Cárdenas en cualquier momento, era imposible que no nos viéramos a pesar del gentío. Necesariamente teníamos que vernos pero no nos vimos. Permanecí varias horas en los alrededores del desaparecido kiosco y luego fui ampliando el círculo hasta cubrir toda la plaza, hasta que empecé a sentir mareos. Estuve dando vueltas como un trompo toda la noche e incluso llamándola por su nombre y ella no apareció. Le preguntaba a los mariachis si la habían visto y se me quedaban mirando raro.

María Cárdenas estaba anegada en lágrimas, lloró como una magdalena en el teléfono cuando volví a localizarla unas semanas después. Eso no se le hace a nadie, me dijo. Permaneció como una tonta esperándome en el kiosko de Plaza Garibaldi horas y horas, creyendo que me vería en cualquier momento, llamándome incluso, por mi nombre, llorando después a lágrimas vivas en presencia de todos los pasantes. Hasta le pregunté a los mariachis si te habían visto y se me quedaban mirando raro. Le dije entonces, o más bien casi le grité, que eso no podía ser, que yo también había estado todo ese tiempo en el lugar, llamándola incluso por su nombre y preguntándole por ella a los mariachis, le dije muy convencido que alguno de los dos se había equivocado de plaza o se había equivocado de kiosco y María Cárdenas me cerró. Colgó el teléfono.

Yo no dejaría de llamarla, por supuesto, pero durante varias semanas no logré comunicarme con ella. No quiero hablar contigo, me decía, y me colgaba tristemente el teléfono. No atendía a mis ruegos. Llegué a pensar que todo era una burla, que en realidad no quería volver a verme y que se había inventado todo el rollo de las citas fallidas. Pero era absurdo. No era algo que cuadraba con la idea que me había hecho de ella.

Deje de llamarla y traté inútilmente de olvidarla por un tiempo. Su esbelta y sonriente figura, la que conservaba y conservo en una foto, no dejaba de perseguirme y me perseguía la lluvia. La lluvia me perseguía y me perseguía Manzanero y «Esta tarde vi llover» y todo estaba mojado, no cesaba de caer una llovizna necia, pertinaz. Aparte de la lluvia, estaba hastiado de Manzanero.

Pensé escribir una carta apasionada a la dirección de puño y letra que me había escrito María Cárdenas en Tampico, junto a su nombre y número de teléfono, y se la escribí de inmediato, pero el correo la devolvió a los días siguientes con un sello que indicaba que la dirección no se correspondía con el destinatario. Al parecer María Cárdenas no vivía donde me había dicho que vivía.

(2)

Pedro Conde Sturla

2 agosto, 2024

Pasó un tiempo del que no tengo memoria y pensé que todo estaba perdido entre nosotros. María Cárdenas no vivía donde me había dicho que vivía o el correo se había equivocado o María Cárdenas no había querido recibir mi carta, igual que ya no recibía mis llamadas. Era la misma dirección a la que le había escrito otras veces y desde la cual siempre me había respondido. Volví a escribirle y el resultado fue el mismo. Volví a llamarla y el resultado era el mismo. Hasta que un día…

Otro día, sin mucho pensarlo, la llamé desesperanzado y María Cárdenas acudió al teléfono y el corazón me dio un vuelco. Me sorprendió la dulzura de su voz. Era una voz dulce y triste. Creía que no volverías a llamarme, me dijo dulcemente. Me pidió perdón por haber devuelto mis cartas. Hablamos del más y del menos y nos dimos otra oportunidad. No habría lugar a equívocos en nuestra próxima cita. Nos encontraríamos en el Zócalo, en el mero medio de la gigantesca plaza del Zócalo, frente al palacio de gobierno. Ahí no había forma de perderse ni de que la cambiaran de lugar, ni había kiosko que quitaran. A las seis de la tarde del domingo nos veríamos y allí nos hubiéramos visto sin duda, pero cuando llegué el Zócalo estaba cerrado. Había rumores de un atentado o de una manifestación de estudiantes y los guardias habían ocupado todas las entradas y no dejaban pasar a nadie. No había un alma en el Zócalo y una inmensa multitud bloqueaba los alrededores. Otra vez el azar me jugaba en contra, si acaso era el azar y no el destino. O si acaso uno y otro no son la misma cosa.

Al cabo de unos días y varias conversaciones decidimos, por fin, que nos juntaríamos en una librería muy especial de la Zona Rosa donde ella tenía que ir a comprar unos libros de escuela para su hermanito. La idea no me gustaba porque en esa librería, según había podido comprobar unos días antes, estaban vendiendo una novela de un colombiano alucinado en la que cae un aguacero cerrado sobre un pueblo llamado Macondo durante cuatro años, once meses y dos días.

Esta vez, sin embargo, trataría de adelantarme a cualquier acontecimiento y llegaría al lugar una o dos horas antes de la hora señalada, pero lo de librería y la novela que estaban vendiendo tenía un carácter premonitorio. Esa tarde, en efecto, veríamos llover como nunca había llovido sobre la Ciudad de México. En cuanto salí a la calle empezó a caer un diluvio. Era un diluvio manso, en apariencia, el agua caía en silencio, casi sin ruido, pero el agua se enredaba entre los pies y avanzaba por las calles en círculos concéntricos. El tráfico de la gran ciudad, que de por sí era un incordio, se detuvo por completo. Sin embargo, no estaba dispuesto a dejarme vencer. Al mal tiempo le puse buena cara. Haría el largo camino a pie, contra viento y marea literalmente, bajo la lluvia, truenos y relámpagos. Nada me detendría ni me detuvo, caminé a marcha forzada con la cabeza gacha para protegerme de los elementos. Estaba escampando cuando llegué a la librería, pero llegué demasiado tarde. Llegué para verla subir a uno de los pocos taxis que había en circulación. En medio de mi desesperación la llamé a gritos y no me oyó o no quiso oírme. El librero me invitó a entrar a la librería, a pesar de que estaba mojado como un pollo. Me dijo, como si me conociera, que una muchacha llorosa que había llegado temprano en un automóvil privado había estado esperando por mí mucho tiempo y se había ido llorando. Luego me recomendó que comprara el libro de un colombiano que estaba en la boca de todos. Estuve a punto de comprarlo, más por la amabilidad del librero que por mi propio interés, pero el único ejemplar que quedaba se había mojado.

En el camino a mi casa encontré un cine en el que anunciaban una película de James Bond que ya había visto, una tontería de película con un título poético que es lo único que sirve: «Desde Rusia con amor».
No tenía intención de volver a verla, pero empezó a llover de nuevo y me refugié en el cine, entré más bien a calentarme hasta que se me secó la ropa encima mientras afuera se sentía arreciar la furia de los elementos.

En los días siguientes estuve ocupado con mis amigos estudiantes de la pensión, enfrascado en los preparativos de una gran marcha de protesta que tendría lugar en la Plaza de las Tres Culturas, apenas unos días antes del inicio de los juegos olímpicos. La llamé varias veces a María Cárdenas y nunca me respondió.

Tomé una decisión. Ya no volvería a llamar a María Cárdenas, pero la seguiría buscando sin darme cuenta, preguntando por ella. Me había hecho la ilusión de encontrarla a pesar de las estadísticas y el tamaño descomunal de la ciudad y la buscaba inconscientemente por todas partes, andaba y desandaba aquellas calles de Dios implorando que me fuese concedido el milagro de encontrarla, hasta que en algún momento comprendí que era un desatino y desistí.

Luego, en el lugar más impensado volví a verla. En Veracruz volví a verla. En la vigilia o en sueño volví a verla. Creo que volví a verla.

Había ido a Veracruz en compañía de mi padre y una noche la vi. La vi, o me pareció verla con unas amigas en un parque. Es decir, me pareció verla o soñar que la veía en Veracruz. Lo que recuerdo o me parece recordar está confusamente a mitad del sueño y la vigilia. Se trata de algo que no estoy seguro de haber vivido o haber soñado porque el tiempo ha extraviado los recuerdos y ha dejado en su lugar una espesa niebla de contornos imprecisos. En realidad sólo esa vez, de una u otra manera, casi nos encontramos. El hecho es que en la vigilia o en el sueño (que viene siendo un poco la misma cosa) volví a encontrarla y me dispuse a saludarla, pero enseguida tuve miedo y me detuve, un miedo intenso. Temí que podía romper el difícil y frágil equilibrio de aquellos momentos mágicos que atesorábamos, echar a perder algo.

Nos habíamos conocido brevemente al final de las vacaciones durante la noche previa a mi regreso a Monterrey. Fue algo que sucedió tal vez en una fiesta o un paseo en la playa de Tampico o en cualquier otro lugar que no aparece en mis registros. Sólo sé que bailamos, platicamos, y que fuimos felices, que hubo un rozar de labios, casi un furtivo beso, un furtivo besar, un hasta pronto. Uno de esos momentos intensamente felices y fugaces que dan sentido a la vida.


Quizás todo lo sucedido y lo que no había sucedido, como suceden las cosas cuando no quieren suceder, era un designio del azar. El azar nos había protegido de un encuentro que habría podido ser un desencuentro. Preservó la felicidad del primer y único encuentro. De las horas de un encuentro que se convirtieron en segundos y de los segundos que se convirtieron en luciérnagas…

Tiempo después le escribiría a María Cárdenas desde Roma y otros lugares y durante muchos años de vida errante mantuve con ella una grata relación epistolar, hasta el día en que sin saber cómo se me extravió la dirección. Recuerdo, eso sí, que desde Moscú le mandé una tarjeta postal con las palabras del título de la infame película de James Bond.

(a carmela cordero franco)

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