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6/1/24

Amores ebrios (1-2)

Amores ebrios (1) 

Pedro Conde Sturla



Era bonito comenzar la noche del viernes con una cerveza y un pitillo, ir a buscar a la novia, una novia apática y puntual que nunca me quiso, mi extraña novia de esa época. La novia puntal y perfumada que siempre me esperaba a eso de las nueve de la noche en la galería de su casa, que subía al auto sin decir palabra, que apenas me saludaba y nunca me besaba y que casi siempre dispensaba una luenga mirada despectiva a mi chacabana de lino ejecutiva. Nunca supe bien que hacíamos juntos, aparte de hacernos compañía y jugar eventualmente al abacho becho. Yo la amaba a ella tan poco como ella a mi. Era un amor frío. Desganado. Un amor fofo, sin consistencia. Sólo nos unían unas extrañas circunstancias. El placer de darnos fastidio. Lo nuestro era un entretenimiento pasajero. algo parecido a un odio cordial, el mismo que se tienen tantas personas, tantas parejas felizmente casadas, unidas por la costumbre y la desidia y el miedo a la soledad. 

Ella me detestaba, en realidad, cordialmente, me menospreciaba. Yo era lo que quedaba a mano, el limón agrio que le había dado la vida para hacer una limonada, lo que había conseguido después de que se frustró la boda con aquel novio millonario de toda la vida. 


A mi todo eso me tenía sin cuidado, me gustaba su olor y su sabor, a pesar del trato inmerecido que me daba, y disfrutaba de alguna manera su compañía, y además era bonito empezar la noche de los viernes con una cerveza y un pitillo, irla buscar a su casa, dar un paseo por el malecón, instalarnos cómodamente en la barra de uno de los pubs de la Ciudad Colonial hasta las tres de la madrugada, hablar de más y de menos, cada uno por su lado, despalotar cervezas, fumar intensamente.


Nos había unido el azar, un  acontecimiento azaroso, por lo menos para ella. Una noche, mientras en los departamentos de arte y creatividad de aquella agencia publicitaria trabajábamos (y libábamos) hasta tarde en una campaña, a ella le celebraban un piso más abajo la despedida de soltera. La bromas y las risas de las  secretarias y las ejecutivas se escuchaban claramente y se escuchaba la música y las copas que se rompían. Nada hubiera pasado si no hubiéramos coincidido en el parqueo en el momento de la partida, pero el problema fue que coincidimos. Aún así tampoco habría pasado nada si el deportivo de la casamentera no hubiese tenido una goma vacía y si la goma de repuesto no hubiera estado igual de vacía. Y aún así, tampoco  hubiese sucedido nada si aquella bendita secretaría no hubiera tenido la ocurrencia de abrir la boca estropajosa para decir que yo vivía cerca de su casa, que yo la podía llevar, que se fuera conmigo. 


La casamentera, una rubia platinada menudita parecida a una Barbie, raras veces se dignaba dirigirme el saludo o la palabra, y en otras condiciones tampoco se hubiera dignado tomar en serio la propuesta. Pero esa noche era otra persona. Estaba achispada y se había vuelto simpática y condescendiente, me saludó por mi nombre, se despidió de sus amigas y se subió ligerita a mi viejo LADA sin que yo tuviera que abrirle la puerta.  Noté que todos los chicos y las chicas de la agencia me miraban con picardía. Yo fingí estar a la altura de la situación, subí al auto asumiendo el aire respetuoso de un cochero inglés y en un primer momento no tenía malas intenciones, pero cuando le pregunté al poco rato que dónde la llevaba, ella me dijo que a cualquier lugar menos a mi casa. Entonces la llevé a mi apartamento.


Unas horas después me despertaron unos golpes, unas como trompadas furiosas en la espalda y unas frases confusas, dónde estoy, que hago aquí, qué pasó anoche. A mi me estaba estallando la cabeza y tampoco sabía en ese momento ni lo que había pasado ni lo que estaba pasando, pero los golpes me estaban devolviendo la lucidez. En cuanto a ella, ya estaba bastante lúcida y se moría de vergüenza, pero sobre todo de preocupación por aquello  del qué dirán y por el inminente matrimonio. 


Muy caballerosamente, después de otra tanda de golpes en la espalda, la llevé a su casa y partí raudo. A lo lejos, un poco de refilón, alcancé a escuchar (¿dónde te habías metido?) algunas frases al vuelo, frases como quien dice (¡tú estás loca!) de muy severo reproche, frases incluso de alarma (¡acaso se te olvidó que te casas mañana!), frases muy alarmantesadmonitorias.

 

Después volví a mi apartamento para recuperar el sueño perdido y me consolé pensando que ella un día después se iría de luna de miel y al cabo de dos semanas se reintegraría a sus labores en la agencia, luciendo un flamante anillo con diamantes o algo parecido. Cosa que sucedió  puntualmente. Es decir, la Barbie se reintegró puntualmente pero no hubo luna de miel ni matrimonio y nadie podía explicárselo y yo menos que nadie, aunque tenía mis sospechas. Se tomó, eso sí, la luna de miel de vacaciones para botar el golpe, pero no se repondría en algún tiempo de la amarga experiencia. Nunca se supo, o quizás todos sabían, por que se rompió el noviazgo, y nunca logré entender porque me señalaban a mi. 


Cuando volvimos a cruzamos de nuevo en la oficina la saludé cortésmente y ella me dirigió una mirada gélida, algo polar, infranqueable. Nos convertimos en enemigos íntimos. 


Pasaron los días y las  miradas seguían siendo de hielo, pero eran miradas, y detrás del hielo se ocultaba una gran inquietud, una curiosidad. Se moría de ganas, igual que yo, de saber qué había pasado entre nosotros y poco a poco se fue derritiendo el hielo. Un día conversamos, un día salimos a comer, un día comenzamos a salir como amigos, sólo como amigos. Amigos con segunda intención, al menos en mi caso. Un día, por fin, me preguntó que había pasado esa noche en mi apartamento de soltero y yo me hice el ignorante, me hice el disimulado, me hice el menso, me hice el desentendido, le dije que no tenía la menor idea, que sólo recordaba haber llegado al apartamento y haber puesto la cabeza en la almohada, que se me había borrado la película. Me preguntó si estaba seguro, pero yo no estaba seguro de nada, aunque conociéndome como me conocía probablemente la cosa no había terminado ahí. Las ropas por lo menos nos las habíamos quitado, pero eso no significaba nada, quizás hacía calor o estábamos demasiado calientes.


Yo tenía mis sospechas, pero por la salvación de mi alma prefería pensar que no había pasado nada. Quise convencerme, en efecto, de que no había pasado nada. Me repetía a mi mismo que no había pasado nada, que no había pasado nada, que no había pasado nada… pero me carcomía el gusanillo de la duda…, el gusanillo de la duda… 


Amores ebrios (2 de 2) 

Pedro Conde Sturla

5 enero, 2024

Decía, pues, que con el paso del tiempo (y ni siquiera mucho tiempo), empezamos a ser amigos nada más. Ni siquiera buenos amigos. Más bien amigos irreparables. Mientras tanto, las sospechas y desconfianzas entre nosotros amainaban y arreciaban. Salíamos cada vez con mayor frecuencia pero éramos amigos, sólo amigos. Ella no se cansaba de decirlo. Quizás amigos de ocasión, amigos que se acompañaban, que engañaban su soledad, igual que un pececillo dorado en el reflejo de los vidrios de la pecera.


Ella me tenía, desde luego, a soga corta, como temiendo que en cualquier momento diera un paso en falso. Yo me dejaba narigonear, me dejaba llevar como un buey manso, esperando que fuera ella quien lo diera el paso en falso, o mejor dicho que lo repitiera. Nada especial sucedía, sin embargo, entre nosotros. Salíamos y regresamos rutinariamente sin que nada sucediera. Pero en cada salida acumulaba puntos por buena conducta, me ganaba su confianza.

Además, recuerdo que era bonito empezar la noche del viernes con una cerveza fría y un pitillo. Pasear por el malecón, instalarnos en el Drake o en el Rafles, saludar a los amigos, pedir de inmediato una cerveza. Siempre había pretexto para una cerveza.

Una cerveza más —decía el bardo— porque la noche es joven…
Una cerveza más porque la noche acaba…
Una cerveza más porque despunta el alba…

La cerveza ejercía su magia, amueblaba los sentidos, reblandecía prejuicios… De hecho, la cerveza y las palabras y la noche entrada en horas y el ambiente irreal de la Plaza de España o el aura mágica de la recoleta calle Hostos ejercían su magia. Todo conspiraba a favor de un desliz y otra cerveza. Una cerveza más.

Parecía, sin embargo, que nunca iba a volver a pasar lo que esperaba que pasara. Y luego, al improviso, una noche sin luna pasó que otra vez ella se puso mansa y se puso almíbar, se puso melcochosa y me pidió por segunda vez que la llevara a cualquier lugar menos a su casa y yo la llevé a mi apartamento (mi apartamento, sí, soy reincidente y falto de imaginación, qué podía hacer) y esa vez pasó conscientemente todo lo que tenía que pasar.

Pero nueva vez, unas horas más tarde, al despertarnos era otra persona y me pidió que la llevara a su casa. No me golpeó con los puños, pero volvía a ser la Barbie. Volvía a ser apática y distante, volvíamos a ser enemigos íntimos, amigos nada más, pero con segundas intenciones en lo que a mi respecta.

Durante varios días no volvió a dirigirme la palabra ni el saludo y me miraba con ojeriza. Yo me defendía de la hostilidad con que me agraciaba poniendo cara de santo de altar, pero no siempre daba resultados.

Poco a poco, sin embargo, las aguas volvieron a su nivel y me dejó acercarme otra vez, no sin cierta precaución y me aceptó de nuevo como amigo nada más y volvimos a salir, a visitar los pubs de la Zona Colonial. Yo hacía acopio de paciencia, aceptaba su odio frío, que es el mejor de los odios, su desdén, aceptaba sus desplantes, sus miradas despectivas, me ganaba otra vez poco a poco su confianza. A pesar de todo, disfrutaba de una rara manera su compañía, y creo que ella también. Y esperaba agazapado mi momento. Confiaba en la cerveza. Pero otras vez las noches pasaban y no pasaba nada. Temí que no volviera a pasar. Que la Barbie se hubiese puesto una coraza impenetrable y que todas mis buenas y malas artes resultaran inútiles.

Hasta que finalmente, cuando menos lo esperaba, una noche de luna y un cóctel margarita hicieron el milagro, un delicioso cóctel margarita la hizo hablar como a través de la zarza ardiente y pronunciar palabras iluminadas y me pidió, —¡viva Dios!—, que la llevara de nuevo a cualquier lugar menos a su casa y no se me ocurrió otra cosa que llevarla de nuevo a mi apartamento.

Esta vez tuvimos un sexo salvaje, gratificante en extremo. Realizamos una gestión solapada y leguminosa de nuestros apetitos —minuciosa en todo momento— y recorrimos palmo a palmo todos los pliegues de nuestras intrincadas geografías. Hicimos números y cabriolas. Hicimos la bicicleta, el velocípedo y la flor de loto, hicimos el 69 y el 3.1416, hicimos capítulos enteros del Kamasutra, sin saltarnos una página… Lo mejor fue que ella se mostró complacida y satisfecha. Tomó en todo momento la iniciativa, me gratificó con palabras que nunca pensé escuchar de su boca. Me besuqueó, me ensalivó, me abrazó, me estrujó, me sacó el jugo. Me dijo palabras en un inglés que no entendí…

Unas horas después —joder más fino— me despertó su mirada de odio. Esta vez sentí como si me taladrara, como si se hubiera abierto un abismo entre los dos. Su enojo parecía inversamente proporcional al placer que nos habíamos dado.

Entendí que se sentía culpable y abochornada por haber gozado con un hombre que despreciaba y al cual echaba la culpa de su fallido matrimonio. Era como si no sé perdonara estar conmigo. Era una relación de amor y odio. Yo me sentía herido en mi orgullo, pero prefería tragármelo en espera de tiempos mejores, en espera del próximo desliz.

Durante los días siguientes, muchos días, mi extraña novia y yo volvimos a ser amigos, poco menos que amigos. Tenía que volver a enamorarla desde el principio, reiniciar el cortejo, embriagarla a fuerza de palabras. Esta vez no iba a ser fácil lograrlo.

Después seguimos siendo amigos y enemigos por un tiempo. Cada vez se me hacía más difícil y se me espaciaba más y más el tiempo entre una y otra relación, y cada vez era peor su reacción, y por añadidura estaba gastando una fortuna en cerveza.

Al final, ya nada parecía hacer efecto. A pesar de los excesos, de las fiestas de besos y amor que habíamos sostenido, a pesar de mi paciencia y mis finesas y galanterías ella ya no me pediría más que la llevara a cualquier sitio menos a su casa.

Llegó un momento en que ya no me soportaba y cada vez se me dificultaba incluso hablar con ella. Ahora me odiaba en serio. La última experiencia había dejado en ella una huella de rencor imborrable.
Encontraba que yo era muy poquita cosa, un insignificante que manejaba un LADA y usaba chacabana. Ella quería un príncipe, un heredero al trono, y yo era sólo un Conde venido a menos.

Me despreció finalmente de manera brutal, llenándome de improperios y dando por terminada una relación que en realidad nunca había comenzado, me despreció porque no llenaba sus aspiraciones, quizás sólo porque era barrigón y feo y calvo y desgarbado, y quizás sobre todo porque no era millonario y porque usaba chacabana. También quizás, de alguna manera improbable, porque descubrió que tenía un enredo con una dibujante del departamento de arte con la que me escabullía frecuentemente a eso de la una de la tarde.

El hecho es que me despreció olímpicamente y me calumnió y me abandonó, pero nunca se lo tomé a mal. Lo juro. Todos los años, durante muchos años, el día de los enamorados le mandaba un bouquet de cadillos, unos cadillos frondosos, muy bien envueltos en el más fino papel de regalo, con una elegante nota que decía: «De tu amante más espinoso»…

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