Pedro Conde Sturla
12 mayo, 2023
Juancito Rodríguez |
Juancito Rodríguez no se mostró sorprendido cuando Tulio Arvelo le informó que su misión en Cuba había sido un fracaso. En cambio manifestó alegría cuando se enteró de que Gugú Henríquez quería incorporarse a la expedición y ordenó de inmediato que le “situaran” un pasaje.
Los planes para la invasión ya estaban avanzados, pero la necesidad de un punto intermedio entre Guatemala y Santo Domingo para reabastecer los aviones seguía siendo una asignatura pendiente. Se pensó, en principio, en instalar tanques de combustible adicionales, que aumentarían sin embargo el peso y obligarían a disminuir el número de armas y tripulantes. Finalmente alguien mencionó la base aérea de la bella isla mejicana de Cozumel, a unos ochocientos kilómetros de la costa guatemalteca, y se hicieron la diligencias para conseguir del gobierno de México el permiso para aterrizar, reponer gasolina y continuar viaje a Santo Domingo. El permiso se obtuvo,formalmente, a los pocos días, pero algo saldría mal, muy mal, cuando los aviones aterrizaran para reabastecerse de combustible y seguir viaje.
Al igual que en Cayo Confites, los hombres se sometieron a un duro entrenamiento y esperaban ansiosos la hora de partir. Sin embargo, todas las cosas eran diferentes en Guatemala, empezando por el lugar de entrenamiento, la disciplina, los “lujos” y comodidades que describe minuciosamente Tulio Arvelo:
El campamento
«Dos o tres días después se nos informó a los que quedábamos que en la madrugada del día siguiente seríamos trasladados al campamento. Primero se nos llevó al cuartel de Matamoros en Guatemala en donde abordamos un pequeño avión.
»Después de dos horas de vuelo aterrizamos en la base aérea de San José en la costa del Pacifico. Desde allí nos llevaron al campamento en donde hacía algunos días ya estaban los demás compañeros.
»Lo primero que resaltó a la vista fue la diferencia entre aquel sitio de entrenamiento y la forma de vida que se llevó en Cayo Confite. Aquí dormíamos en barracas del Ejército y comíamos el rancho de los soldados.
»De inmediato nos integramos a los entrenamientos dirigidos por veteranos en la materia. Uno de los más versados de esos instructores era Alberto Ramírez, mi compañero de grupo, quien era un oficial de carrera graduado en una academia militar del Perú y que vivía como emigrado desde hacía varios años por su participación en uno de los tantos complots contra Somoza, dictador de Nicaragua.
»En el entrenamiento sobresalía la adaptación del cuerpo a los rigores de largas caminatas a través de terrenos irregulares. También se hacía énfasis tanto en el manejo de las diferentes armas que llevaríamos como en la táctica militar que debíamos aplicar en el adiestramiento propio de la lucha de guerrillas, siempre teniendo en cuenta que las personas a quienes llevaríamos las armas carecían de toda clase de conocimientos en esos menesteres. También hicimos algunos ejercicios de tiro y se nos instruyó en la parte práctica de algunas clases teóricas que habíamos recibido en Ciudad de Guatemala, tales como integrar pequeños pelotones entre gente que carecía de las más elementales nociones de organización militar como se suponía eran la mayoría de los miembros del Frente Interno.
“Fue un entrenamiento intensivo dado en el corto tiempo de que disponíamos en el que todos pusimos tanto interés que los instructores quedaron maravillados de la capacidad de asimilación de la mayoría de los futuros expedicionarios. Otra parte de nuestras lecciones consistió en aprender cómo desarmar y armar todos los artefactos bélicos que llevaríamos.
»Fueron muchos los incidentes de todo tipo que vivimos durante esos días. Entre ellos hubo uno que por su naturaleza curiosa y anecdótica creo interesante relatar, sobre todo por la fuerte impresión que causó en mi ánimo y por el contraste de sus detalles en comparación a la vida que los dominicanos estábamos acostumbrados en nuestra lejana y añorada tierra.
“Todos habíamos notado, no sin alguna extrañeza, que uno de los compañeros guatemaltecos que nos servía de instructor cada vez que se dirigía al retrete cuya única puerta estaba cubierta por una tela, lo hacía armado de un grueso garrote.
“José Rolando Martínez Bonilla no pudo aguantar la curiosidad y en una de esas oportunidades detuvo al guatemalteco con quién entabló el siguiente diálogo:
“-Dígame una cosa sargento, ¿Cuál es la utilidad de ese palo en semejante sitio?
“-¿Cómo qué cuál es la utilidad, acaso Uds. van sin un palo a satisfacer sus necesidades?
“-Desde luego, sargento, ¿Qué haríamos con un palo como el que Ud. lleva?
“-Pues no me explico cómo es que ya uno de Uds. no ha perdido la vida, El caso es que si cuando están dentro del retrete se les presenta en la puerta una barba amarilla armada, esto es, con la mitad de su cuerpo erecta, que es su posición de ataque, pueden darse por muertos porque no hay defensa posible contra un enemigo así por la agilidad de los movimientos de esa serpiente que es la más venenosa de todo Centroamérica. Pero si se ha tenido la precaución de ir provisto de un palo como éste hay la posibilidad de darle un garrotazo, derribarla y luego rematarla en el suelo.
“Después de aquel día todo el mundo buscaba afanosamente un palo para ir al retrete.
»Mientras tanto la vida en el campamento discurría entre clases teóricas y prácticas y sin ningún tipo de diversión, Sin embargo, el espíritu se mantenía en alto. Jamás hubo una queja ni ningún motivo de discordia entre los futuros expedicionarios. En verdad que era un cuadro muy diferente al que se vivió en Cayo Confite en donde la intriga y la politica partidista y de grupos estaba a la orden del día».(1)
Lo que no se sabía en ese momento era que los servicios de espionaje de la bestia habían infiltrado el movimiento y estaban al tanto de los planes de invasión. El infiltrado vendía información al embajador dominicano en México, a su excelencia el Dr. Joaquín Maldaguer, Maldaguer se la hacía llegar a la bestia y la bestia procedía a mover sus fichas.
(Historia criminal del trujillato [125])
Notas:
(1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y
Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs. 141-143
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